martes, 24 de junio de 2025

El ritual de alimentar a quienes amamos: lo que me enseñó mi perro sobre el tiempo, la rutina y la vida

 


Desde que tengo memoria, he crecido rodeado de conversaciones profundas en la sala de mi casa. Entre tazas de café, libros subrayados y preguntas sin respuesta, fui entendiendo que la vida no es solo lo que pasa “afuera”, sino lo que ocurre dentro de nosotros cuando aprendemos a observar. Y fue justo en uno de esos silencios cotidianos, mirando a mi perro, que entendí algo que me voló la cabeza: alimentar no es solo dar comida… es dar presencia.

Yo no soy veterinario. Soy un joven colombiano de 21 años, nacido en 2003, curioso por naturaleza y criado entre tecnología, espiritualidad y una familia que insiste en que la rutina no mata, sino que estructura. Y como muchos, también tengo un perro. Uno que no solo mueve la cola cuando llego, sino que me enseña —todos los días— sobre el amor sin palabras.

En esta época de ritmos acelerados, muchos creen que tener una mascota es solo cosa de llenar el plato y ya. Pero hay algo más profundo detrás de esa acción diaria que solemos hacer con prisa. ¿Sabías que el horario en el que alimentas a tu perro afecta su digestión, comportamiento e incluso su esperanza de vida? Yo tampoco lo sabía… hasta que me lo cuestioné.

Según estudios recientes de la Asociación de Médicos Veterinarios de Pequeños Animales (AVMA) y otras fuentes como el American Kennel Club, los perros adultos deberían comer dos veces al día: una por la mañana (entre las 7:00 y 9:00 a.m.) y otra por la tarde-noche (entre las 5:00 y 7:00 p.m.). Esto no es capricho. Esta rutina sincroniza su reloj biológico, mejora su metabolismo y evita problemas como la obesidad o la ansiedad por comida.

Pero esto va más allá de la ciencia. Va del alma. Porque cada vez que le sirvo su comida en silencio, me doy cuenta de lo importante que es también “alimentar el vínculo”. Los perros no tienen reloj, pero sí memoria emocional. Y cuando sienten que cada día a la misma hora reciben tu cuidado, tu atención, tu presencia… no solo se nutren, también confían.

Y aquí viene algo que me marcó: no deberíamos alimentar a un perro justo después de que haya corrido o jugado intensamente. Hay que esperar al menos entre 30 minutos y una hora. Si no, corremos el riesgo de causarle una torsión gástrica, una condición grave, sobre todo en razas grandes. Y esto, aunque parezca muy técnico, me enseñó una verdad muy humana: que no todo se resuelve corriendo. Que a veces hay que esperar, dejar que el cuerpo se calme, que el corazón baje de revoluciones… antes de recibir lo que necesita.

En uno de los artículos de mi papá en Bienvenido a mi blog, encontré una frase que se me quedó grabada: "Hay que aprender a comer con conciencia, porque comer distraído es otra forma de no estar." Y pensé: ¿no aplica eso también para los animales? ¿Cuántas veces alimentamos a nuestras mascotas con la mente en otro lado, sin detenernos a observarlas, sin conectar?

Hay días en los que, mientras le doy de comer a mi perro, simplemente me siento al lado y lo miro. Él come. Yo respiro. Es nuestro ritual. Y en ese instante, todo lo demás deja de importar. No hay redes, no hay pendientes, no hay pasado ni futuro. Solo ese presente sencillo que tanto nos cuesta valorar.

A veces, cuando escribo en mi blog El blog Juan Manuel Moreno Ocampo, lo hago para vaciarme por dentro. Para entenderme. Para ver si alguien más allá se siente igual. Y hoy lo escribo también como un recordatorio: cuidar no es solo responsabilidad, es un acto espiritual. Alimentar es una forma de orar con las manos.

Si tienes un cachorro, el ritmo cambia. Ellos necesitan comer 3 o 4 veces al día, porque están creciendo, porque su sistema digestivo aún es frágil. Y eso me hace pensar en los humanos también: en cómo necesitamos más contención al comienzo, más pausas, más atención. Como cuando somos niños o cuando la vida nos rompe y volvemos a empezar desde cero.

En muchos hogares colombianos, tener un perro es parte de la familia. Pero no todos entienden que el cuidado emocional y la salud física van de la mano. Por eso, desde este pequeño rincón digital, quiero invitarte a que te preguntes: ¿a qué hora alimentas a tu perro? ¿Lo haces con prisa o con presencia?

Y ya que estamos hablando de presencia… te invito a pasar por este artículo de Mensajes sabatinos, donde se habla de cómo lo cotidiano —como el pan de cada día, como el cariño hacia un animal— puede convertirse en un acto sagrado. Porque la espiritualidad no solo vive en los templos, sino en el gesto simple de dar.

Yo no tengo todas las respuestas. Pero sí tengo algo claro: desde que incluí a mi perro en mi rutina con conciencia, mi vida también se organizó mejor. Su necesidad de horarios me enseñó disciplina. Su mirada cuando me atraso me enseñó responsabilidad. Y su calma después de comer me recordó que también debo cuidar mis propios tiempos.

Así que si hoy llegaste hasta aquí, no es casualidad. Tal vez era el momento de preguntarte no solo cómo cuidas a tu mascota, sino cómo te cuidas tú. Porque al final, todos tenemos hambre de algo… y no todo se llena con comida.

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lunes, 23 de junio de 2025

Cuando lo correcto duele: el daño moral que no sabíamos que cargábamos



Hace un tiempo tuve una conversación que me removió por dentro. Alguien me dijo: “Hay cosas que uno hace por deber… pero que igual lo rompen por dentro.” Me quedé en silencio, como si esa frase me hubiera desnudado una parte del alma. Desde entonces, he pensado mucho en ese dolor silencioso que sentimos cuando hacemos lo que “toca”, lo que el mundo espera, aunque por dentro algo se quiebre. A eso, algunos lo están empezando a llamar daño moral. Yo simplemente lo llamo... cargar con lo invisible.

Vivimos en una sociedad donde se nos enseña que hay que ser buenos, responsables, serviciales, correctos. Y sí, claro que es importante actuar con ética, con respeto, con compasión. Pero nadie nos habla del costo emocional que puede tener sostener esa imagen cuando va en contra de lo que sentimos, cuando las decisiones que tomamos —aunque justas— nos dejan con un nudo en el pecho. Nos enseñaron a sentirnos mal por hacer daño a otros, pero no nos enseñaron a sanar cuando ese “otro” termina siendo uno mismo.

Cuando empecé a leer sobre el daño moral, me encontré con historias de soldados que seguían órdenes, de médicos que tomaban decisiones en medio de emergencias, de policías, enfermeras, maestros… pero también de jóvenes como yo. Personas comunes que se vieron obligadas a actuar de formas que iban contra sus principios, o que no pudieron evitar un daño, aunque lo intentaron. Es un dolor particular. No es tristeza. No es culpa exactamente. Es como una mezcla de impotencia, vergüenza, traición interna. Y si no se habla, si no se acompaña, se convierte en una sombra que nos va vaciando.

Yo también he sentido eso.

No soy militar ni médico, pero he tenido que quedarme callado cuando sé que alguien necesitaba que hablara. He tenido que alejarme de personas que amaba por mi propio bienestar, sabiendo que eso iba a doler. He dicho “estoy bien” cuando por dentro me caía a pedazos, solo para no preocupar a mis papás. Y cada vez que hice eso, sentí que me estaba fallando, aunque fuera por una “buena causa”.

En mis escritos de Mensajes Sabatinos o en Amigo de ese Ser Supremo, muchas veces he intentado nombrar lo que no se ve. Esos vacíos, esos silencios que nadie quiere mirar. Porque lo que no se nombra, no se sana. Y porque muchos jóvenes —y no tan jóvenes— estamos aprendiendo a vivir con cicatrices que nadie puede ver.

Lo que más me impacta del daño moral es que no siempre hay alguien que te lo haya causado. A veces es la vida misma, o incluso tus valores, tu espiritualidad, tu educación. ¿Qué pasa cuando lo que tú crees que es “lo correcto” entra en conflicto con lo que te pide el corazón? ¿Qué pasa cuando esa tensión te rompe?

Me acuerdo de una chica que conocí en la universidad. Estudiaba medicina, era brillante, comprometida, pero vivía en un constante conflicto entre el sistema de salud y su vocación de servicio. Un día me dijo: “Me siento cómplice de un sistema que no cuida a los pacientes como deberían, pero no puedo dejar la carrera, porque es mi sueño.” Y lloró. Y entendí.

Este no es un tema de salud mental cualquiera. No es solo ansiedad o depresión (aunque muchas veces se mezclan). Es esa carga de haber hecho algo que era necesario… pero que también dolió. O de no haber podido hacer más. O de no haber podido hacer lo correcto en el momento justo. Es complejo. Es humano. Y es urgente que lo hablemos.

Hoy escribo este blog para decirte que si alguna vez has sentido que te traicionaste a ti mismo, no estás solo. Que si hiciste algo por proteger a otro, pero eso te hirió a ti, no es debilidad. Que si tomaste una decisión difícil y todavía cargas con sus consecuencias, no eres menos valiente por llorarlo. Todo lo contrario.

Sanar el daño moral no es olvidar. Es abrazarte con compasión. Es reconocer que hiciste lo mejor que pudiste con lo que sabías y con lo que tenías. Es permitirte pedir ayuda, hablarlo, soltar la vergüenza. Es volver a encontrarte con tu propia alma, sin juicio.

Yo no tengo todas las respuestas. Pero sí sé algo: no vinimos a este mundo a fingir que estamos bien. Vinimos a vivir con verdad, a sentirlo todo, a aprender a perdonarnos. Así que si estás leyendo esto y sentís que algo se movió dentro de vos, escuchalo. Quizás tu alma solo necesitaba que alguien le pusiera palabras a eso que no habías podido decir.

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domingo, 22 de junio de 2025

Entre horarios y ladridos: lo que aprendí sobre la rutina de mi perro y la mía



Desde que tengo memoria, siempre he sentido que los perros son más que mascotas; son compañeros de vida, espejos de nuestras emociones y, a veces, maestros silenciosos que nos enseñan sobre la rutina, la paciencia y el amor incondicional.

Hace unos meses, adopté a Max, un mestizo de ojos vivaces y energía desbordante. Al principio, todo era caos: horarios desordenados, comidas a destiempo y paseos improvisados. Pero pronto me di cuenta de que, al igual que yo, Max necesitaba estructura.

Consultando con veterinarios y leyendo artículos especializados, descubrí que establecer horarios fijos para las comidas no solo mejora la digestión de los perros, sino que también reduce su ansiedad y fortalece el vínculo con sus dueños . Así que decidí implementar una rutina: desayuno entre las 8 y 9 de la mañana y cena entre las 5 y 7 de la tarde.

Al principio, fue un desafío. Había días en los que el trabajo o los compromisos sociales interferían, pero ver la mejora en el comportamiento de Max me motivó a ser constante. Su ansiedad disminuyó, su digestión mejoró y, lo más importante, nuestra conexión se fortaleció.

Este proceso me llevó a reflexionar sobre mi propia vida. ¿Cuántas veces había descuidado mis propias rutinas, priorizando el trabajo o las obligaciones sobre mi bienestar? Max me enseñó que la disciplina y la constancia no son restricciones, sino actos de amor hacia uno mismo y hacia quienes nos rodean.

Además, comprendí que cada perro es único. Mientras que Max se adaptó bien a dos comidas al día, otros perros, especialmente los cachorros, pueden necesitar entre tres y cuatro comidas diarias debido a su sistema digestivo en desarrollo El Tiempo. Es esencial observar y entender las necesidades individuales de nuestras mascotas.

En este viaje, también me encontré con desafíos. Hubo días en los que Max no quería comer o mostraba signos de malestar. En esos momentos, recordé la importancia de consultar con profesionales y no tomar decisiones apresuradas. La salud y el bienestar de nuestras mascotas deben ser siempre una prioridad.

Hoy, meses después de establecer esta rutina, puedo decir que tanto Max como yo hemos crecido juntos. Él me enseñó sobre la importancia de la constancia, la paciencia y el amor incondicional. Y yo le ofrecí estructura, cuidado y un hogar lleno de cariño.


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sábado, 21 de junio de 2025

Cuando tu peludo se va… y el mundo también cambia



No me da pena decirlo: lloré como nunca. No solo el día en que murió, sino muchas veces después, cuando por costumbre seguía mirando al rincón donde solía estar echado, cuando sonaba la puerta y por un segundo pensaba que él iba a salir corriendo a recibirnos.

La muerte de un animal no se siente como una simple pérdida. Se siente como si una parte del alma se hubiera ido en silencio, sin pedir permiso, dejando el cuerpo vacío pero el corazón más lleno de amor que nunca.

Y es que uno no se despide solo de un perro o un gato. Uno se despide de una rutina, de una compañía silenciosa, de una energía constante que no pedía nada pero daba todo. Se va el abrazo que no juzga, los ojos que nunca mienten, el consuelo de los días duros. Se va un vínculo que no entiende de especies, pero sí de almas.

Yo crecí con animales. Desde pequeño, mis padres me enseñaron que un peludo en casa no es una “mascota”, es un miembro más de la familia. Y lo es. En serio. ¿Quién más te sigue cuando estás triste? ¿Quién más nota que llegaste sin decir una palabra y ya se te sienta al lado? ¿Quién más se emociona solo con verte, aunque hayan pasado solo diez minutos desde la última vez?

Lo que más me dolió cuando perdí a mi perrito fue que nadie me preparó para el silencio. No el silencio de la casa… sino el del alma.
Hay muchas personas que minimizan este tipo de dolor. Lo ven como algo exagerado. Te dicen: “ya conseguirás otro”, como si fuera reemplazable. Y no lo es.
Cada animal tiene una energía única. Te enseña algo distinto. Se conecta contigo de formas que incluso tú ignoras.

Yo entendí muchas cosas después de ese duelo. Entendí, por ejemplo, que la tristeza también es amor que se quedó sin cuerpo donde posarse. Que no hay una forma “correcta” de despedirse. Y que no se trata de dejar de llorar rápido, sino de permitirte sentir lo que necesites, por el tiempo que necesites.

También me ayudó mucho escribir. Guardé sus fotos. Le hice una carta. Hablé con él en voz alta cuando más lo necesitaba. Y aunque suene loco, sé que me escuchó. Porque el amor, ese que es verdadero, no necesita cuerpo para seguir existiendo.

Hay algo que me marcó mucho. Fue una reflexión que leí en uno de los blogs de mi papá: “A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.” (bienvenido a mi blog). Y es eso. Hay cosas que duelen porque eran reales. No necesitan explicación. Solo aceptación, presencia y amor.

Si tú que estás leyendo esto has perdido a tu peludo recientemente, quiero decirte algo desde lo más sincero de mi corazón: no estás solo. Lo que sientes es válido. No tienes que justificar tu tristeza. No tienes que explicársela a nadie. Cada lágrima es un homenaje. Cada suspiro es una forma de seguir diciendo: “te amo, y gracias”.

Y si conoces a alguien pasando por esto, no le digas que “ya pasará”. Mejor dile: “Estoy aquí. Cuéntame cómo era él. Qué cosas hacían juntos. Qué te enseñó.”
Porque ese tipo de duelo no se supera… se transforma.
Y se transforma en anécdotas, en memoria, en lecciones de lealtad, de amor puro, de ternura. Se transforma en un corazón más blando, más abierto, más agradecido.

Yo todavía sueño con él a veces. Y no me entristece. Me reconforta. Porque me doy cuenta de que no se fue del todo. Solo cambió de forma.
Ya no está en el cojín… pero está en mí. En mi forma de amar. En la paciencia que me dejó. En la capacidad de emocionarme por cosas pequeñas.
Y aunque algún día tenga otro animalito, él siempre será el primero en muchas cosas.

Perder a un animalito amado es una de las formas más puras de aprender que el amor no muere. Cambia, se reinventa, se queda de otras maneras.
Y quizás, sin saberlo, nos preparan para amar mejor a los humanos también.

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viernes, 20 de junio de 2025

Dormir con mi mascota: más que compañía, una conexión del alma


 

¿Alguna vez has sentido que tu mascota te entiende más que muchas personas? ¿Que su presencia, sin palabras, te da una paz que a veces ni tú comprendes? Dormir con tu perro o gato no es solo una costumbre tierna; es un ritual silencioso que revela mucho sobre quién eres, cómo amas y cómo te enfrentas al mundo.

Desde niño, he compartido mi cama con mis mascotas. Al principio, era por cariño; luego, entendí que era una forma de sentirme acompañado en los momentos de soledad. Con el tiempo, descubrí que esta práctica tiene beneficios profundos para la salud mental y emocional.

Dormir con una mascota puede reducir el estrés y fortalecer el vínculo emocional. Estudios han demostrado que el contacto físico con nuestros animales de compañía disminuye los niveles de cortisol, la hormona del estrés, y aumenta la oxitocina, asociada al bienestar . Además, compartir la cama con un perro o gato puede brindar una sensación de seguridad y consuelo, especialmente en momentos difíciles .

Pero más allá de los beneficios científicos, dormir con mi mascota me ha enseñado sobre empatía, paciencia y amor incondicional. He aprendido a adaptarme a sus movimientos, a respetar su espacio y a encontrar consuelo en su presencia silenciosa. Esta experiencia me ha ayudado a ser más comprensivo y a valorar las pequeñas cosas de la vida.

En una sociedad que a menudo valora la productividad por encima del bienestar, encontrar momentos de conexión auténtica es esencial. Dormir con mi mascota me recuerda la importancia de la presencia, del aquí y ahora. Me enseña que el amor no siempre necesita palabras y que, a veces, una simple compañía puede ser el mejor remedio para el alma.

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jueves, 19 de junio de 2025

Sembrando vida en el mar: la esperanza coralina del Caribe colombiano


Hay momentos en los que la vida nos confronta con realidades que, aunque distantes en apariencia, tocan fibras profundas de nuestra existencia. Así me sucedió al conocer la labor de un grupo de científicos colombianos que buscan salvar a los corales del Caribe reproduciendo a los más resistentes 

Los corales, esos seres vivos que forman estructuras submarinas de una belleza indescriptible, están en peligro. El aumento de la temperatura de los océanos, la contaminación y las enfermedades han provocado un blanqueamiento masivo de corales, afectando la biodiversidad marina y, por ende, la vida de millones de personas que dependen de estos ecosistemas.

En respuesta a esta crisis, científicos de diversas instituciones colombianas han unido esfuerzos para reproducir sexualmente corales resistentes, con el objetivo de restaurar los arrecifes y preservar la vida marina. Esta iniciativa no solo busca salvar a los corales, sino también concientizar sobre la importancia de proteger nuestros ecosistemas marinos .

Desde mi perspectiva como joven colombiano, esta labor me inspira profundamente. Me recuerda que cada acción cuenta y que, aunque los desafíos sean grandes, la unión y el compromiso pueden generar cambios significativos.

En mi blog personal, he compartido reflexiones sobre la importancia de cuidar nuestro entorno y cómo, desde nuestras acciones cotidianas, podemos contribuir a un mundo más sostenible. 

Además, en Mensajes Sabatinos, encontrarás escritos que invitan a la introspección y al fortalecimiento de nuestra conexión con la naturaleza y lo espiritual.

La conservación de los corales no es solo una tarea de científicos; es una responsabilidad compartida. Desde nuestras decisiones de consumo hasta la forma en que educamos a las futuras generaciones, cada gesto cuenta.

Si deseas profundizar en este tema y conocer más sobre cómo puedes contribuir, te recomiendo visitar Amigo de. Ese ser supremo en el cual crees y confías, donde encontrarás reflexiones que fortalecen la conexión entre la espiritualidad y el cuidado del medio ambiente.

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miércoles, 18 de junio de 2025

Entre la pantalla y la verdad: lo que realmente aprendes en un posgrado virtual



Hay cosas que uno no aprende en un salón. Y no porque el conocimiento no sea importante o porque los profes no tengan lo suyo. No. Es porque hay un tipo de aprendizaje que se da cuando estás solo frente a una pantalla, sin nadie encima diciéndote qué hacer, y te toca decidir si estudias… o no. Si terminas el módulo… o te distraes. Si te retas… o si haces lo mínimo para pasar.

Yo he estado ahí. Lo digo como alguien que, aunque aún no ha hecho un posgrado (porque tengo 21 años y estoy en ese otro tipo de universidad llamada “vida real”), he visto a mi familia, a mis amigos, e incluso a mis lectores enfrentar esa experiencia. Y me ha tocado preguntarme muchas veces: ¿vale la pena estudiar virtualmente? ¿No se pierde lo humano? ¿No se vuelve todo como mecánico?

La respuesta no es un sí o un no. Es más como un “depende de vos”.

Hoy, en Colombia, más de 446.000 personas están estudiando programas virtuales. Y no, no es porque todos sean fans de Zoom o de los videos de 40 minutos que parecen eternos. Es porque muchos trabajan, tienen hijos, responsabilidades, o simplemente viven en lugares donde estudiar presencial es un lujo. Y si algo he aprendido de los testimonios que llegan a mi blog El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, es que la educación a distancia no es una moda: es una necesidad.

Pero ojo, que necesidad no significa resignación. Muchos están eligiendo lo virtual porque realmente les ofrece más. Porque ya no se trata solo de repetir lo que dice el profe o ir al aula por cumplir. Se trata de asumir el proceso como propio. Y eso —créeme— no todos están listos para hacerlo.

Yo, que crecí en una familia donde estudiar era una forma de resistir, de avanzar, de no quedarse en lo que el mundo te da por defecto, he entendido que la educación virtual bien llevada puede ser más transformadora que una presencial mal vivida. Lo digo con todo el respeto a las universidades, pero también con todo el amor a quienes estudian con el celular en una mano y el trabajo en la otra.

Sí, hay universidades que se pasan de teóricas y no adaptan sus clases al formato virtual. Sí, hay plataformas que parecen diseñadas para que odies estudiar. Pero también hay otras —las menos, pero existen— que lo hacen bien. Que enseñan no solo contenidos, sino habilidades como la autonomía, la gestión del tiempo, el pensamiento crítico. Y eso, en este mundo que nos exige reinventarnos cada año, es más valioso que mil diplomas colgados en la pared.

Lo que sí me preocupa es que, a veces, detrás del “todo virtual”, se esconda una desconexión emocional. ¿Dónde queda el debate? ¿Dónde el abrazo después del parcial? ¿Dónde el amigo que te acompaña en el almuerzo mientras hablas de lo difícil que estuvo la clase?

La educación no debería ser solo transmisión de información. También debería ser espacio para construir vínculos, para mirarnos a los ojos, para escuchar otras voces. Por eso creo que, aunque los posgrados virtuales están creciendo y son valiosos (como bien analiza el artículo de La República), necesitamos que esa educación se humanice. Que no sea solo una plataforma con módulos, sino una experiencia con alma.

En uno de los textos de Mensajes Sabatinos, leí algo que me marcó: “Estudiar también es una forma de amar la vida.” Y me quedé pensando que, quizás, la educación virtual también puede ser eso: una forma de amar lo que somos capaces de construir cuando nadie nos está mirando.

Porque al final, un posgrado —virtual o presencial— no se mide solo por el título. Se mide por lo que cambia en vos. Por las ideas que te nacen, por las creencias que se te rompen, por la versión de ti mismo que vas pariendo mientras avanzás.

Así que si estás pensando en estudiar un posgrado virtual, no lo hagas por moda. Ni por presión. Ni por “tener más hojas de vida”. Hacelo si sentís que hay algo en vos que quiere seguir creciendo. Y si lo hacés, hacelo con todo. Poné el corazón en cada clase. Abrí cámara, si podés. Participá. Preguntá. Discutí. Armá red. Pedí ayuda. Que no se te pase la oportunidad de aprender de verdad.

Y si ya estás estudiando y sentís que te estás apagando, que todo es mecánico, que perdés el sentido… frená. Respiralo. Y recordá por qué empezaste. Tal vez necesites cambiar de estrategia, de ritmo, de foco. Pero no renuncies a crecer.

Yo, mientras tanto, seguiré escribiendo. Escuchando. Y acompañando desde este lugar donde la palabra todavía tiene fuerza.

¿Quién dijo que no se puede aprender también desde un blog?

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