lunes, 5 de mayo de 2025

Cuando la tristeza se viste de negro

 


Hay días en que la tristeza no es solo un estado de ánimo pasajero. Hay días en que parece una segunda piel, una capa de sombras que se pega al alma y que pesa, duele, se cuela en todo. Y lo peor es que muchas veces no tenemos ni idea de por qué. A veces simplemente nos encontramos ahí, en un rincón de nosotros mismos, preguntándonos cómo llegamos a ese lugar.

Últimamente he pensado mucho en cómo hay partes de nosotros —partes que ni siquiera nos gustan— que pueden ser las verdaderas responsables de esa oscuridad. No hablo solo de problemas externos, de las noticias malas o del estrés de la vida diaria. Hablo de esos rasgos que cargamos por dentro: el cinismo, el narcisismo, la manipulación, la indiferencia… lo que muchos psicólogos llaman “rasgos oscuros” de la personalidad.

Leyendo un artículo en Psyciencia, me di cuenta de que la ciencia también está empezando a ver la conexión entre esos rasgos y la depresión. No es solo una cuestión de sentirse mal porque las cosas no salen bien; es también que ciertas actitudes que adoptamos —o que nos adoptan, porque a veces ni cuenta nos damos— terminan siendo el terreno fértil para que la tristeza crezca hasta convertirse en algo más grande y más oscuro.

Y esto me hizo preguntarme: ¿cuántas veces, tratando de protegernos, nos vamos endureciendo, volviéndonos fríos o desconfiados? ¿Cuántas veces la vida nos empuja a defendernos y, sin darnos cuenta, esa misma defensa nos deja solos, atrapados en nosotros mismos?

Desde pequeño, he visto cómo las heridas no sanadas pueden transformarse en máscaras. Lo he visto en amigos, en familiares, a veces en el espejo. Crecemos pensando que ser "duros" es la mejor manera de sobrevivir, que mostrar menos sentimientos nos hará menos vulnerables. Pero el precio de esa armadura emocional es altísimo: perdemos la capacidad de confiar, de amar con libertad, de pedir ayuda cuando realmente la necesitamos.

Y cuando la vida nos golpea (porque tarde o temprano lo hace), esas máscaras no nos protegen… nos aíslan. Ahí es cuando la tristeza deja de ser solo una emoción momentánea y se convierte en una casa sombría de la que no sabemos cómo salir.

Algunos estudios recientes refuerzan esta conexión. Personas con rasgos de maquiavelismo, narcisismo o psicopatía —no necesariamente en su versión extrema— son más propensas a desarrollar síntomas depresivos. El problema es que esos rasgos no solo afectan cómo vemos a los demás (como amenazas, obstáculos o instrumentos), sino también cómo nos vemos a nosotros mismos: como frágiles, indignos o simplemente vacíos.

La espiritualidad, que siempre ha sido una brújula para mí (y que comparto en Amigo de Ese Ser Supremo), me ha enseñado que el corazón humano no está hecho para el cinismo ni para la frialdad. Estamos diseñados para la conexión, para la empatía, para la compasión. Pero para vivir desde ahí hay que ser valiente, y ese tipo de valentía no siempre nos lo enseñan en casa, en la escuela o en la calle.

En mi propio camino he tenido que enfrentar esas sombras internas. Es más fácil de lo que creemos resbalar hacia el egoísmo o hacia la indiferencia cuando nos sentimos heridos. Pero he aprendido que la verdadera sanación empieza por mirarnos honestamente. Reconocer que a veces sí manipulamos, que a veces sí somos orgullosos, que a veces sí usamos el sarcasmo para ocultar la tristeza.

Mirarlo no para castigarnos, sino para liberarnos.

Porque lo que no se ve, no se puede sanar.

Hay una entrada que escribí hace un tiempo en mi blog personal, donde hablo de cómo la tristeza, lejos de ser una enemiga, puede ser una maestra. Y hoy, entendiendo esto desde otro ángulo, veo que esa maestra muchas veces nos está pidiendo que soltemos nuestras máscaras. Que volvamos a ser vulnerables. Que recordemos que ser humano no es ser perfecto ni ser fuerte todo el tiempo.

Me duele ver cómo en nuestra generación, la salud mental se ha convertido en una batalla diaria. Hay mucha conciencia, sí, pero también mucho miedo de mostrar debilidad real. Publicamos en redes frases sobre autocuidado y amor propio, pero ¿cuántos de nosotros nos damos permiso para llorar cuando nadie está viendo? ¿Cuántos de nosotros tenemos a alguien a quien le podamos decir, sin filtro, “hoy me siento perdido”?

Y me pregunto, ¿qué pasaría si, en lugar de endurecernos para sobrevivir, nos abriéramos más para vivir?

Tal vez entonces la tristeza no tendría que vestirse de negro. Tal vez podría venir, enseñarnos lo que tiene que enseñarnos, y luego dejarnos más fuertes, más humanos.

Sé que no es fácil. Yo también tengo días en los que siento que todo lo que he aprendido no es suficiente para sostenerme. Pero incluso en esos días, me aferro a algo que aprendí de quienes me han precedido, en especial en Mensajes Sabatinos: hay algo dentro de nosotros que nunca se apaga. Una chispa. Una semilla de vida que, aunque esté cubierta de tristeza o de dolor, sigue estando ahí, esperando ser regada con amor, paciencia y verdad.

Hoy, más que nunca, necesitamos recordarlo. Necesitamos hablar de esto entre nosotros. No como expertos, no como psicólogos, sino como seres humanos que caminan lado a lado, que saben que todos, absolutamente todos, llevamos tanto luz como sombra dentro.

Y que reconocer nuestra oscuridad no nos hace malos... nos hace reales.

Así que si estás pasando por un momento difícil, no te castigues. No te escondas detrás del cinismo o la indiferencia. Busca un espacio seguro, una persona de confianza, o incluso un pedazo de papel donde puedas volcar todo eso que te pesa. Y si te sientes muy solo, aquí estoy, desde este rincón pequeño del mundo, diciéndote: no estás solo. No lo estás.

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domingo, 4 de mayo de 2025

Cuando el amor de pareja se vuelve peso: lo que nadie te cuenta sobre criar desde la carencia

 


Reflexiones de un hijo, un joven y un observador de vínculos que sí dejan huella


Hay cosas que uno no elige, pero igual lo marcan. Como la forma en que se aman —o se hieren— tus padres cuando tú apenas estás aprendiendo a hablar. Como el clima emocional de una casa donde las emociones no se dicen, pero se respiran. Como el tono de una discusión que no te grita a ti, pero igual te hace temblar.

He vivido lo suficiente para notar que no todo lo que nos forma es visible. A veces no es lo que te dicen directamente, sino lo que no supieron resolver entre ellos. Hace poco leí un artículo de Psyciencia que hablaba de cómo el apego romántico en las parejas puede influir, sin que lo noten, en cómo educan a sus hijos. Y me hizo ruido. Mucho. Porque no se trata solo de “cómo son como papás”, sino de cómo se tratan como pareja, y cómo esa relación afecta lo demás, incluso lo que debería ser incondicional.

El texto decía que cuando en una relación uno de los dos (o ambos) tiene un apego ansioso, la crianza se puede volver más dura, más reactiva, más autoritaria. ¿Por qué? Porque el estrés que no se resuelve en la relación termina saliendo en la relación con los hijos. Como si el niño o niña se volviera un canal de descarga emocional de lo que no se dijo, de lo que no se curó. Y eso… eso es fuerte.

Yo no soy papá, pero sí he sido hijo. Y como joven, también he sido observador. He visto muchas veces cómo los adultos que no se miran a sí mismos proyectan en sus hijos lo que no se atreven a enfrentar. Papás que castigan con rabia cosas que en realidad les recuerdan a su pareja. Mamás que se refugian en la crianza porque su relación se volvió un desierto emocional. Familias que se rompen en silencio, porque nadie se atreve a hablar de lo que duele sin buscar culpables.

En mi blog juanmamoreno03.blogspot.com suelo escribir desde esa mezcla rara que tengo entre juventud y conciencia. Desde lo que me enseñó la vida, pero también desde lo que heredé de mi papá y mi abuelo: ese amor por escribir, por observar, por darle sentido a lo que parece solo caos. Y todo esto me lleva a pensar: ¿qué tanto de lo que creemos “problemas de crianza” son en realidad heridas de pareja que no se cerraron?

No podemos seguir separando lo emocional de lo relacional. No se puede criar con ternura si en la pareja reina la tensión. No se puede acompañar con empatía si uno mismo está emocionalmente drenado. Por eso, más que “cursos de crianza”, creo que lo que muchas familias necesitan es valentía para mirarse y sanar. Sanar no para culparse, sino para no seguir repitiendo.

Y ahí conecto con algo que se dice poco pero que es urgente decir: no es justo que los hijos carguen el vacío de sus padres. No es justo que un niño tenga que ganarse el afecto porque sus papás no se ganaron el uno al otro con honestidad. No es justo que una adolescente sienta que si se equivoca es el “problema” de la casa, cuando en realidad solo es el reflejo de una estructura que nunca aprendió a hablar con amor.

Tampoco estoy diciendo que los padres tengan que ser perfectos. Nadie lo es. Pero sí creo que ser adulto implica tener el coraje de no echarle la culpa a la infancia propia ni esconderse detrás del rol. He visto gente que, cuando se hace consciente de su estilo de apego, empieza a relacionarse distinto. A pedir ayuda. A no repetir el mismo patrón con sus hijos. Y eso... eso ya es un acto de amor revolucionario.

En Bienvenido a mi blog, mi papá ha escrito sobre esas heridas invisibles que se heredan. Sobre cómo la falta de diálogo emocional termina impactando hasta las finanzas, los negocios, la salud. Y también en Mensajes Sabatinos, donde se nos recuerda que el hogar es un reflejo de lo que somos por dentro, no solo por fuera.

Yo creo que esta generación tiene una ventaja y una responsabilidad. Tenemos más acceso a información, a terapia, a conciencia. Pero también enfrentamos la presión de tener que “romper ciclos” sin tener siempre las herramientas. A veces, se siente como cargar un legado que no elegimos. Pero aún así, creo que se puede. Que se vale sentir, dudar, incluso fallar… pero nunca dejar de buscar sanar.

Y si eres joven como yo, quiero decirte esto: no estás loco por cuestionar cómo fuiste criado. No eres ingrato por querer una crianza diferente. Y si algún día decides formar tu propia familia, hazlo desde la honestidad emocional. No desde el miedo. No desde la deuda. No desde la costumbre.

Porque el amor que no se transforma, se convierte en herida. Pero el amor que se reconoce, se reinventa.

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sábado, 3 de mayo de 2025

Cuando te etiquetan antes de escucharte: lo que no se ve de vivir con bipolaridad


Un texto desde la piel, la empatía y la urgencia de entender con el alma


Hay diagnósticos que te cambian la vida. Y no me refiero solo a lo médico, sino a lo que pasa después. Cuando te ponen una etiqueta clínica como “bipolar”, pareciera que ya no eres tú: eres tu diagnóstico, tu manual de síntomas, tu caja de advertencia.

Y no. No somos eso. Ninguna persona se resume en una palabra médica. Pero eso es lo que muchas veces hace la sociedad: te encierra en definiciones para no tener que conocerte de verdad.

Hace poco leí un artículo de Psyciencia que hablaba sobre cómo las personas con trastorno bipolar tienen más riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares. No por el trastorno en sí solamente, sino por el abandono, la falta de cuidado integral y la manera en que incluso los profesionales de la salud dejan de ver al ser humano completo para solo ver el diagnóstico. Y eso me tocó. Me tocó mucho.

Porque aunque yo no tengo ese diagnóstico, he conocido personas cercanas que sí. Y lo que más duele, muchas veces, no es el trastorno en sí, sino el peso del estigma. Es ese trato diferente, esa mirada llena de juicio o ese silencio que dice “no sé cómo lidiar contigo, así que mejor me alejo”. Es como si la sociedad no supiera qué hacer con las emociones intensas, con los cambios de ánimo, con lo impredecible. Y entonces prefiere no sentir, no acompañar, no preguntar.

Pero nosotros sí sabemos acompañar. O al menos podemos aprender. Desde chiquito me enseñaron que el amor verdadero no le huye a la complejidad. Que si alguien se rompe cerca de ti, no corres, sino que te sientas al lado. Eso lo aprendí en casa, pero también escribiendo. Lo he escrito en mi blog más de una vez (juanmamoreno03.blogspot.com), y lo he sentido en lo que escribió mi papá en Bienvenido a mi blog: que la verdadera fe no juzga ni excluye, sino que abraza, incluso cuando no entiende.

Me impacta también cómo todo está conectado. El cuerpo no es una cosa y la mente otra. Si vives en estrés constante, si te excluyen, si no te dan trabajo por un diagnóstico, si no puedes dormir por la ansiedad de ser rechazado, claro que tu corazón sufre. Claro que se enferma. Y no es solo tu culpa. No es solo porque “no te cuidas”. Es porque hay un sistema que no cuida de ti.

Ahí es donde creo que, como generación, tenemos una responsabilidad. La salud mental no es una moda. Es una urgencia. Y hablar de esto no es solo para psicólogos o médicos. Es para todos. Porque todos conocemos a alguien que está lidiando con algo, aunque no lo diga. Porque todos, en algún momento, también hemos sentido que algo dentro no está bien, pero nos da miedo nombrarlo.

Yo también he sentido esas batallas internas. Y no me da pena decirlo. A veces me cuesta levantarme. A veces me abruma la presión de ser joven y tenerlo todo claro. A veces me siento fuera de lugar, incluso entre amigos. Y eso no me hace débil. Me hace humano. Y si algo he aprendido, es que ser humano no debería ser una carga que uno tiene que cargar en silencio.

Por eso escribo esto. Porque quiero que sepas que no estás solo. Que si alguna vez alguien te miró distinto después de saber tu diagnóstico, no eras tú el problema. Era su miedo, su ignorancia, su desconexión.

Y también escribo para invitarte a cuidar de los que tienes cerca. No solo con palabras bonitas, sino con presencia real. Con escuchar sin interrumpir. Con validar lo que siente el otro aunque no lo entiendas. Con no abandonar. Porque eso, al final, puede salvar una vida.

En Mensajes Sabatinos he leído cosas hermosas sobre la compasión. Sobre cómo mirar con ojos del alma. Yo creo que si aplicáramos eso más seguido, habría menos diagnósticos que pesan, y más vínculos que alivian.

Y hablando de vínculos, también hay que aprender a construir los nuestros con el cuerpo. A no verlo como un enemigo. A escuchar lo que dice cuando se acelera el corazón, cuando falta el aire, cuando el sueño no llega. El cuerpo no miente. Y cuando nos habla, muchas veces está repitiendo lo que la mente no ha podido decir en voz alta.

No se trata de romantizar el sufrimiento ni de negarlo. Se trata de entenderlo. De integrarlo. De no darle más poder del que ya tiene, pero tampoco de fingir que no está. Yo creo que ahí está el equilibrio. Y eso es algo que todos estamos aprendiendo.

En un mundo donde cada vez hay más Inteligencia Artificial, más diagnósticos, más tecnología y menos tiempo para mirar a los ojos, yo me quedo con lo que aprendí desde niño: que el alma humana necesita ser vista. Y que nadie, absolutamente nadie, se cura en soledad. Ni del corazón ni del alma.


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viernes, 2 de mayo de 2025

El arte de soltar: aprendiendo a dejar ir nuestras ideas



En la travesía de la vida, nos encontramos constantemente generando ideas, sueños y proyectos que, en su momento, parecen ser el epicentro de nuestro universo. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nos aferramos demasiado a ellos? ¿Cuándo es el momento adecuado para soltar y permitir que nuevas oportunidades florezcan?

Recientemente, me topé con una reflexión que resonó profundamente en mí. Sam Altman, CEO de OpenAI, a pesar de estar inmerso en el mundo tecnológico de vanguardia, elige utilizar un cuaderno tradicional para anotar, planificar y reflexionar. Lo más intrigante es su práctica de descartar lo que ya no sirve, liberando espacio para nuevas ideas. 

Esta simple pero poderosa acción me llevó a cuestionar cuántas veces nos aferramos a pensamientos, proyectos o relaciones que ya no nos aportan valor. En mi caso, recuerdo haber iniciado un blog con gran entusiasmo, plasmando en él mis pensamientos más profundos. Sin embargo, con el tiempo, me di cuenta de que algunas de esas ideas ya no resonaban conmigo. Fue difícil, pero decidí archivar esos escritos y comenzar de nuevo, permitiéndome evolucionar y crecer.

La sociedad nos enseña a valorar la acumulación: de bienes, de conocimientos, de experiencias. Sin embargo, pocas veces se nos enseña el valor de soltar. Al igual que un árbol necesita desprenderse de sus hojas viejas para dar paso a nuevas, nosotros también necesitamos aprender a dejar ir para renovarnos.

Esta lección también se refleja en la espiritualidad. Muchas tradiciones hablan de la importancia del desapego, no como una renuncia, sino como una forma de liberación. Al soltar, creamos espacio para que lo nuevo entre en nuestras vidas, permitiéndonos estar más alineados con nuestro propósito y esencia.

En el ámbito tecnológico, esta práctica es igualmente relevante. Vivimos en una era donde la información es abundante y las herramientas digitales nos permiten almacenar cantidades ingentes de datos. Sin embargo, la verdadera sabiduría radica en discernir qué es esencial y qué puede ser dejado atrás.​

La práctica de Altman nos recuerda que, a pesar de los avances tecnológicos, hay un valor intrínseco en lo analógico, en lo tangible. Escribir en un cuaderno, sentir la textura del papel, tachar una idea y escribir otra nueva, nos conecta con un proceso más consciente y reflexivo.​

En mi experiencia, he aprendido que soltar no significa olvidar o menospreciar lo que una vez valoramos. Más bien, es un acto de amor propio y crecimiento. Es reconocer que hemos cambiado, que nuestras necesidades y deseos evolucionan, y que está bien dejar atrás lo que ya no nos sirve para dar paso a lo que sí.

Te invito a reflexionar: ¿qué estás sosteniendo en tu vida que ya no te aporta valor? ¿Qué ideas, proyectos o relaciones podrías soltar para abrir espacio a nuevas oportunidades? Recuerda, el acto de soltar es también un acto de valentía y confianza en el proceso de la vida.

Imagen sugerida para el blog: Una fotografía artística de una mano liberando una hoja al viento, simbolizando el acto de soltar. La imagen transmite una sensación de liberación y renovación, con tonos suaves y naturales que evocan calma y reflexión.

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jueves, 1 de mayo de 2025

El lenguaje invisible de los maullidos: lo que nuestros gatos nos están diciendo y a veces no queremos escuchar


Los gatos, esos compañeros enigmáticos y fascinantes, han compartido su vida con la humanidad durante siglos. Su lenguaje, especialmente el maullido, es una ventana a su mundo interior y una herramienta esencial de comunicación con nosotros. Pero, ¿qué nos quieren decir cuando maúllan con frecuencia? Entender las razones detrás de sus vocalizaciones puede fortalecer nuestra relación con ellos y garantizar su bienestar.

Una de las razones más comunes por las que un gato maúlla repetidamente es el hambre. Si el felino está acostumbrado a recibir comida a ciertas horas del día, es probable que maúlle para recordar que llegó el momento de alimentarlo. Asimismo, un plato de agua sucia o vacío puede provocar que busque llamar la atención de sus dueños para que lo atiendan.

Además, los gatos pueden maullar para expresar incomodidad o dolor. Un maullido puede ser una señal de que algo no está bien con el gato, como una molestia física o malestar. Por ejemplo, condiciones médicas como problemas urinarios, enfermedades dentales o incluso trastornos relacionados con la tiroides pueden manifestarse a través de maullidos excesivos. Es fundamental observar otros signos de salud para determinar si se trata de un comportamiento normal o si requiere atención veterinaria. 

El estrés o la ansiedad también pueden ser detonantes de maullidos frecuentes. Cambios en el entorno, la llegada de nuevos miembros a la familia o la presencia de ruidos desconocidos pueden generar en el gato una sensación de inseguridad, que expresa mediante vocalizaciones constantes. En estos casos, es esencial identificar la fuente del estrés y tomar medidas para minimizarlo, proporcionando un ambiente seguro y tranquilo para el felino.

La genética también juega un papel en la frecuencia de los maullidos. Algunas razas, como los siameses, son conocidas por ser más vocales que otras. Estos gatos tienden a "hablar" más con sus dueños, utilizando una amplia gama de sonidos para expresar sus necesidades y emociones. Si bien este comportamiento es normal en ciertas razas, es importante asegurarse de que no esté relacionado con algún malestar o necesidad no satisfecha.

Es interesante notar que los gatos adultos rara vez se maúllan mutuamente. La razón más común por la que los gatos maúllan es porque quieren algo de nosotros, sus humanos.

Para interpretar cada maullido es esencial conocer el lenguaje corporal de los gatos, ya que la vocalización vendrá acompañada de ciertas posturas y expresiones faciales que revelarán qué siente en ese momento. Además, también deberemos estar atentos al tono, a la intensidad y a la frecuencia; en líneas generales, cuanto más fuerte, intenso y frecuente es el maullido, más urgente e importante es el mensaje que el felino desea transmitir.

En conclusión, los maullidos de los gatos son una forma compleja y variada de comunicación que refleja sus necesidades, emociones y estados de salud. Como cuidadores responsables, es nuestro deber prestar atención a estas vocalizaciones, interpretarlas en el contexto adecuado y responder de manera que aseguremos el bienestar físico y emocional de nuestros compañeros felinos.

Imagen sugerida:

Un gato sentado junto a una ventana, mirando hacia afuera con atención, mientras su boca está ligeramente abierta en un maullido suave. La luz del atardecer ilumina suavemente la escena, creando un ambiente cálido y tranquilo que refleja la conexión y comunicación entre el felino y su entorno.

¿Te ha resonado este artículo? Si tienes experiencias o historias sobre tus compañeros felinos que desees compartir, o simplemente quieres profundizar en este tema, no dudes en contactarme.

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miércoles, 30 de abril de 2025

La puerta en el hielo de la Antártida y las teorías que nos habitan


Hay noticias que parecen salidas de una película de ciencia ficción, pero lo curioso es que no nos asombran tanto por lo que dicen, sino por lo que despiertan en quienes las leen. Esta semana, un artículo de El Tiempo hablaba de una “misteriosa puerta” encontrada en el hielo de la Antártida. Así, tal cual. Una grieta vertical perfecta que se asemeja a una entrada, abierta en medio del desierto blanco y helado. Y como era de esperarse, internet estalló en teorías: desde portales a otras dimensiones hasta bases extraterrestres camufladas por gobiernos secretos.

Pero más allá del clickbait, me quedé pensando en esto: ¿por qué algo tan mínimo —una fractura en una masa de hielo— despierta en nosotros tantas narrativas, miedos y deseos? ¿Qué hay en esa imagen que nos conecta con lo más primitivo y también con lo más moderno del ser humano?

Yo no sé si esa grieta es una puerta real, pero sé que es un espejo. Porque cuando nos enfrentamos a lo desconocido, no vemos la verdad: nos vemos a nosotros mismos.

Y lo que veo ahí es algo que me toca, que me duele y que también me inspira: el hambre de creer. De que haya algo más. De que no estemos solos. De que haya una razón para lo que no entendemos. Esa misma hambre que me llevó a abrir mi blog hace años, a los 17, y que aún hoy, en cada entrada que escribo en Juan Manuel Moreno Ocampo, me mueve por dentro como si cada palabra fuera una linterna para caminar en la oscuridad.

Es muy loco cómo, en pleno 2025, seguimos necesitando estos símbolos para sobrevivir a la rutina. La idea de una puerta misteriosa en el fin del mundo se vuelve más interesante que la monotonía de un lunes en la ciudad. Y es que, tal vez, muchos vivimos esperando una señal que nos saque del piloto automático. Algo que nos diga: “¡Ey! La vida todavía guarda secretos”.

Y sí… yo también lo creo.

La vida no está del todo explicada. Y está bien que así sea.

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, hay muchas reflexiones que tocan ese punto en común que todos tenemos, creamos en lo que creamos: la necesidad de sentido. De saber que lo que hacemos, que lo que sentimos, que lo que soñamos… no se queda en el vacío. Que hay algo o alguien que nos escucha, que nos acompaña, incluso en el silencio.

Y ahí es donde estas historias, como la de la puerta de la Antártida, se vuelven poderosas. No por lo que son, sino por lo que nos permiten imaginar.

Pensé en mi infancia. En cómo, cuando veía una ranura en una pared o una hendidura entre las piedras, mi mente creaba mundos. “Por ahí entra la magia”, decía. Y no era broma. Mi mente lo creía. Mi alma lo necesitaba. Hoy, ya más grande, sigo creyendo en esas fisuras. No como escapes, sino como recordatorios. Las grietas también son caminos. Los vacíos también nos hablan.

Y claro, están los que se ríen de esto. Los que desde el escepticismo lo desarman todo con rapidez. Que si es solo erosión, que si el hielo se rompe así naturalmente, que si la NASA ya explicó todo. Y no les quito razón. Pero también pienso: qué triste sería vivir solo desde lo que se puede demostrar.

Porque entonces, ¿qué haríamos con los sentimientos? ¿Con la fe? ¿Con los sueños?

¿Qué haríamos con eso que sentimos cuando vemos una estrella fugaz, aunque sepamos que es solo una roca encendida cruzando la atmósfera?

Por eso escribo. Por eso leo. Por eso comparto cosas como esta. Porque, como también lo dice mi papá en su blog Bienvenido a mi blog, hay temas que solo se entienden si los lees con el alma.

Y sí, esta no es una entrada sobre ciencia, ni sobre geografía. Es una entrada sobre nosotros. Sobre nuestras grietas. Nuestras preguntas. Nuestros silencios.

¿Y sabes qué me recuerda esta “puerta”? A todas las cosas que dejamos sin abrir. A las decisiones que postergamos. A los duelos no llorados. A las palabras no dichas. A las oportunidades que dejamos congelarse en el hielo de la vida por miedo a enfrentarlas.

¿Y si esa puerta no está en la Antártida sino dentro de ti?

¿Y si el misterio más grande no está en el hielo sino en tu historia?

Creo que la mayor conspiración no es si hay extraterrestres en un glaciar, sino cómo nos estamos desconectando de nosotros mismos. Cómo nos da más curiosidad un algoritmo que una conversación real. Cómo somos capaces de pasar horas viendo teorías absurdas pero evitamos sentarnos a hablar con quienes más amamos.

En Mensajes Sabatinos, se habla mucho de volver a lo esencial. A lo humano. A lo íntimo. Y siento que necesitamos eso con urgencia. Reaprender a mirar. A abrazar. A perdonar. A confiar. Porque quizás el portal que estamos buscando no lleva a otro planeta, sino a una mejor versión de nosotros mismos.

No sé si algún día iré a la Antártida. No sé si esa puerta existe realmente. Pero sé que todos tenemos una parte nuestra congelada. Un miedo, un recuerdo, una esperanza. Y que hay que atreverse a cruzarla.

Porque detrás de esa grieta tal vez no haya aliens ni secretos del gobierno.

Tal vez haya solo un eco. El eco de tu propia voz diciéndote: “Despierta. Vive. No tienes que entenderlo todo… solo vivirlo con más verdad”.

🎨 Descripción de imagen para el blog:
Una ilustración en estilo artístico moderno que muestre una vasta extensión de hielo en la Antártida, donde se abre una misteriosa grieta vertical en un gran bloque. Un joven, de espaldas, observa la grieta desde una distancia prudente, envuelto en un abrigo rojo que contrasta con el blanco infinito. El cielo tiene una luz tenue, como si fuera amanecer. La atmósfera transmite introspección, misterio y asombro.

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martes, 29 de abril de 2025

Los abuelos que fuimos y los que no nos dejaron ser


Hay preguntas que no se resuelven con argumentos. Preguntas que, más que buscar una respuesta, nos devuelven a un lugar íntimo: a la memoria, a la herida, al amor que sentimos por los nuestros. Esta semana, después de leer el artículo de The New York Times sobre cómo en Suecia muchos abuelos no cuidan a sus nietos por decisión o por cómo está estructurado el sistema, me quedé pensando. No en los suecos, sino en nosotros. En lo que significa ser abuelo, o mejor, en lo que significa tener uno.

Mi abuelo me enseñó a escuchar antes de opinar, a leer entre líneas, a entender la ciudad como una conversación diaria entre el alma y el ruido. A los 12 años me dijo: “Primero entérese del mundo antes de salir a hablar de él”. Y aunque lo decía con una sonrisa, para mí era un principio. Fue él quien me mostró que la información es una forma de respeto, que estar informado es también una manera de amar. Así crecí. Así sigo. Así escribo.

Por eso, leer que en países como Suecia —que admiramos muchas veces por sus políticas sociales o su bienestar— los abuelos no están tan presentes en la vida diaria de sus nietos, me confronta. No desde el juicio fácil, sino desde una tristeza silenciosa. Porque hay una riqueza emocional en el vínculo entre generaciones que no se puede reemplazar con ninguna política pública, por más buena que sea. Hay algo que se rompe, que se enfría, cuando a los abuelos se les vuelve “opcionales”.

Claro, entiendo que allá el sistema es distinto: los padres tienen licencia, el Estado apoya con cuidado infantil, y hay una cultura que valora la independencia. Pero ¿a qué costo? ¿Qué pasa con la memoria viva de una familia? ¿Qué pasa con esa energía suave, sin prisa, que solo un abuelo sabe transmitir? ¿Quién les cuenta a los niños de dónde vienen, si no es el que ya vivió bastante como para saberlo?

Y no es solo cosa de romanticismo. Es también una pregunta espiritual, social y hasta política. Porque una sociedad que desconecta sus generaciones, por muy funcional que parezca, está construyendo vínculos débiles. Y eso, eventualmente, se paga. Se paga con soledad. Con desconocimiento del pasado. Con adolescentes que no saben de dónde vienen ni por qué su mamá llora cuando escucha ese bolero en la cocina. O peor: que ni siquiera han visto llorar a su mamá porque todo se volvió demasiado funcional.

En Colombia, en cambio, muchos crecimos entre brazos de abuelos. Aunque trabajaran. Aunque no fuera fácil. Aunque fuera más desde el amor que desde la organización. Ellos estaban. Y con estar, bastaba. No eran perfectos, pero eran presentes. Y eso dejó huella.

A veces me da miedo que, en nombre del progreso, estemos perdiendo esa riqueza. Que nos compremos la idea de que cuidar es un atraso. Que estar disponible para el otro es “una pérdida de tiempo”. Y no lo digo solo por los abuelos. Lo digo por todos. Por nosotros los jóvenes también. Porque estamos aprendiendo a vivir sin tiempo para nadie. Y cuando te acostumbras a no tener tiempo para el otro, te estás entrenando para que tampoco tengan tiempo para ti.

Quizás por eso me gusta tanto lo que se escribe en blogs como Mensajes Sabatinos, donde la pausa, el afecto y la espiritualidad se vuelven maneras de reconectarnos. O en Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde los vínculos no se explican con estadísticas sino con fe. Porque a veces la única manera de entender el alma es desde el silencio y el asombro. Y eso, los abuelos, lo sabían hacer muy bien.

Este no es un texto para idealizarlos. Yo también he conocido abuelos ausentes, duros, o incluso dañinos. La edad no da sabiduría automática. Pero sí nos da oportunidad. Y creo que como jóvenes tenemos que repensar qué rol queremos jugar en esa cadena de afectos. ¿Nos estamos preparando para ser abuelos sabios algún día? ¿O estamos tan ocupados sobreviviendo que ni siquiera nos vemos cuidando a nadie más?

Me preocupa que la conversación actual sobre “libertad” esté dejando por fuera a la ternura. Que cada vez pensemos más en cómo proteger nuestra autonomía, pero menos en cómo entregarnos con sentido. Porque la vida no se trata solo de no deberle nada a nadie, sino también de saberse parte de algo más grande. De una historia. De una familia. De una humanidad.

Y eso empieza en casa.

En lo pequeño.

En cómo le contestas a tu mamá cuando te pregunta si ya comiste. En si recuerdas el cumpleaños de tu tía. En si aún abrazas a tu abuela sin mirar el reloj. En si tus vínculos siguen siendo humanos, o ya parecen chats pendientes que solo abres cuando te sobra tiempo.

Por eso creo que este tema va más allá de Suecia. Habla de todos nosotros. De qué estamos haciendo con nuestras raíces, con nuestras memorias, con los afectos que podrían hacernos menos solitarios y más humanos. No se trata de volver al pasado. Se trata de rescatar lo que sigue siendo esencial en cualquier época: cuidar y dejarnos cuidar.

Y ese es el mensaje que también intento dejar en mi blog, Juan Manuel Moreno Ocampo, donde cada entrada es una conversación conmigo mismo, con mi familia, con la vida. Donde escribo para no olvidar lo que me enseñaron. Para recordar que los vínculos son la única tecnología que no envejece. Que un abuelo que te escucha puede ser más terapéutico que diez sesiones de psicología (y te lo dice alguien que también cree en la psicología). Que cuando la vida se complica, lo más simple puede salvarnos: una historia contada en voz baja. Una foto en blanco y negro. Un silencio compartido.

En días como estos, donde todo va tan rápido, donde la inteligencia artificial avanza y las emociones se digitalizan, creo que volver a mirar a nuestros abuelos —los reales, los simbólicos, los que fuimos o los que aún no nos atrevimos a ser— es un acto de resistencia. De humanidad. De amor sin algoritmo.

¿Tú aún hablas con el tuyo?

🎨 Descripción de imagen para acompañar este blog:
Una fotografía estilo realista-artístico de un joven y su abuelo sentados en una banca de madera bajo un árbol. Ambos miran hacia el horizonte, como si compartieran una historia sin palabras. La luz del atardecer acaricia sus rostros, y alrededor hay hojas caídas, como símbolo del paso del tiempo. La atmósfera transmite ternura, conexión profunda e introspección. Sin texto.

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✒️ — Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”