No deja de sorprenderme cómo, en silencio, la tecnología ha ido metiéndose en los rincones más íntimos de nuestra cotidianidad. Primero fueron los celulares, luego los relojes, los asistentes de voz… y ahora, incluso la basura. Sí, la basura. No la que acumulamos en redes sociales cuando nos llenamos de información vacía, sino la literal: los restos de comida que tiramos sin pensar demasiado. En 2024, varios sistemas de inteligencia artificial comenzaron a implementarse en supermercados, restaurantes y hogares para “observar” qué alimentos terminan en los basureros. La idea es simple pero poderosa: entender nuestros hábitos de desperdicio para reducirlos. Pero detrás de esa propuesta tecnológica se abre un abanico de preguntas profundas sobre nosotros mismos, nuestro consumo y nuestra relación con el planeta.
Recuerdo que cuando era niño, en mi casa nos enseñaban a no botar la comida, no solo por economía, sino por respeto. Había algo casi espiritual en ese gesto: la comida se agradece, no se desprecia. Hoy, de adulto joven, veo que el mundo parece haber olvidado esa enseñanza. Según la FAO, un tercio de los alimentos producidos globalmente se desperdicia cada año. Y aunque esa cifra se ha mantenido relativamente estable, lo preocupante es que ahora producimos más que nunca. En Colombia, por ejemplo, cerca de 9,76 millones de toneladas de alimentos se pierden o desperdician anualmente. Es una cifra que duele.
Lo interesante —y también inquietante— es que ahora la inteligencia artificial se ha convertido en un nuevo “testigo” de ese desperdicio. Empresas tecnológicas han creado cámaras inteligentes que se instalan en las áreas de desecho de restaurantes y cocinas industriales. Estas cámaras, mediante algoritmos de visión por computadora, reconocen los tipos de alimentos que se botan y calculan cantidades y patrones. Así, los negocios pueden ajustar compras, menús y preparaciones. Incluso, en algunos hogares de Estados Unidos y Europa, hay prototipos de basureros “inteligentes” que registran lo que tiras y te envían reportes semanales a tu celular sobre tus hábitos alimenticios. Una mezcla entre nutricionista, contador… y fiscal ambiental.
En apariencia, todo suena positivo: menos desperdicio, más eficiencia, conciencia ambiental. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿qué implica que una máquina observe nuestros desechos? No es solo un asunto técnico, también es un espejo social. La basura revela más de lo que imaginamos: nuestros excesos, olvidos, contradicciones y hasta nuestra relación emocional con el consumo. Tirar comida sin mirar atrás es, en cierta forma, un acto de desconexión.
En un artículo que escribí hace un tiempo en Bienvenido a mi Blog, reflexionaba sobre cómo muchas veces “la verdadera transformación empieza cuando observamos lo que preferimos ignorar”. Y eso aplica aquí: la IA no está inventando el problema, solo lo está poniendo frente a nosotros con frialdad matemática. Nos hace ver cuántas manzanas dejamos pudrir en la nevera, cuántos panes botamos por comprar de más, cuántos platos servimos sin pensar en la porción adecuada.
Sin embargo, hay un matiz importante: la IA no siente. No le duele ver que un plato de arroz se va a la basura mientras alguien, a pocas cuadras, no tiene qué comer. Su función es registrar y optimizar, no conmoverse. Ahí es donde entra nuestra parte humana, espiritual, ética. La tecnología nos da datos, pero somos nosotros quienes debemos dar el paso hacia la conciencia. De nada sirve tener el mejor sistema de monitoreo si seguimos actuando como si los recursos fueran infinitos.
He visto cómo en algunos países, estas herramientas tecnológicas se han usado de forma creativa. Por ejemplo, en algunos supermercados, cuando se detecta que un lote de alimentos está cerca de vencer, se activan campañas automáticas de descuentos para que se venda antes de ser desechado. En otros casos, restaurantes donan automáticamente el excedente a bancos de alimentos locales. Y hay plataformas que conectan a hogares con huertas comunitarias para reutilizar residuos orgánicos como compost, cerrando el ciclo de una manera más inteligente y sostenible. Todo esto es posible gracias a la combinación de IA, logística digital y comunidades activas.
Pero no podemos quedarnos solo en el “qué bonito”. También hay riesgos. ¿Qué pasa con la privacidad de los datos generados por estos sistemas? Si una IA sabe exactamente qué alimentos consumes, cuándo los desechas y con qué frecuencia, podría construirse un perfil extremadamente detallado de tu vida. No es ciencia ficción: la industria publicitaria podría usar esa información para bombardearnos con ofertas personalizadas, y aseguradoras o entidades financieras podrían usarla para evaluar “hábitos de vida” o incluso riesgos de salud. ¿Hasta qué punto queremos abrirle la puerta a la tecnología dentro de nuestras cocinas y basureros?
En Todo En Uno.NET, se ha hablado varias veces de la importancia de proteger nuestros datos personales en entornos tecnológicos que parecen inofensivos. Un basurero inteligente podría parecer algo menor comparado con un celular, pero en términos de información sensible, puede ser igual de revelador. Saber lo que desechamos es, en muchos casos, saber quiénes somos cuando creemos que nadie nos ve.
También me pregunto por el impacto psicológico que puede tener vivir vigilados incluso en nuestros hábitos más básicos. ¿Podría llevarnos a una relación más consciente con el consumo? Tal vez sí. Pero también podría generar culpa constante o dependencia de la tecnología para “ser buenos”, en vez de cultivar una verdadera ética personal y colectiva. No quiero que una app me diga “botaste mucha comida esta semana” como si fuera un maestro regañón. Prefiero que sea mi propia conciencia, cultivada desde adentro, la que me guíe.
Y aquí entra la dimensión espiritual. No hablo de religión, sino de esa conexión profunda con la vida que se manifiesta en cosas sencillas. Agradecer la comida, valorar el trabajo detrás de cada alimento, entender que lo que tiramos no desaparece mágicamente sino que va a un sistema que afecta ecosistemas, economía y personas reales. En Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, muchas veces se reflexiona sobre el acto de agradecer y cómo este simple gesto transforma nuestra relación con el mundo. Creo que aplicar ese mismo principio al manejo de nuestros residuos sería un cambio silencioso pero poderoso.
Como joven de 21 años que ha crecido rodeado de tecnología, no le tengo miedo a la IA. Me parece fascinante, inspiradora, capaz de resolver problemas que antes parecían imposibles. Pero también sé que no es la salvación por sí sola. Somos nosotros quienes decidimos cómo usarla: como herramienta para mejorar o como muleta para no cambiar. Si dejamos que todo dependa de sistemas automáticos, corremos el riesgo de desconectarnos aún más de la realidad que nos rodea.
Tal vez el verdadero valor de que una IA “espíe” nuestra basura no esté en la vigilancia, sino en la oportunidad de despertar. De ver, con nuevos ojos, aquello que siempre estuvo ahí pero ignorábamos. De cuestionar por qué compramos de más, por qué tiramos sin pensar, por qué medimos la abundancia en exceso y no en equilibrio. Y sobre todo, de recordar que cada acción pequeña, incluso la de no botar una cáscara de banano, tiene un efecto real en el mundo que habitamos.
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