lunes, 13 de octubre de 2025

La inteligencia artificial espía la comida que tiramos a la basura



No deja de sorprenderme cómo, en silencio, la tecnología ha ido metiéndose en los rincones más íntimos de nuestra cotidianidad. Primero fueron los celulares, luego los relojes, los asistentes de voz… y ahora, incluso la basura. Sí, la basura. No la que acumulamos en redes sociales cuando nos llenamos de información vacía, sino la literal: los restos de comida que tiramos sin pensar demasiado. En 2024, varios sistemas de inteligencia artificial comenzaron a implementarse en supermercados, restaurantes y hogares para “observar” qué alimentos terminan en los basureros. La idea es simple pero poderosa: entender nuestros hábitos de desperdicio para reducirlos. Pero detrás de esa propuesta tecnológica se abre un abanico de preguntas profundas sobre nosotros mismos, nuestro consumo y nuestra relación con el planeta.

Recuerdo que cuando era niño, en mi casa nos enseñaban a no botar la comida, no solo por economía, sino por respeto. Había algo casi espiritual en ese gesto: la comida se agradece, no se desprecia. Hoy, de adulto joven, veo que el mundo parece haber olvidado esa enseñanza. Según la FAO, un tercio de los alimentos producidos globalmente se desperdicia cada año. Y aunque esa cifra se ha mantenido relativamente estable, lo preocupante es que ahora producimos más que nunca. En Colombia, por ejemplo, cerca de 9,76 millones de toneladas de alimentos se pierden o desperdician anualmente. Es una cifra que duele.

Lo interesante —y también inquietante— es que ahora la inteligencia artificial se ha convertido en un nuevo “testigo” de ese desperdicio. Empresas tecnológicas han creado cámaras inteligentes que se instalan en las áreas de desecho de restaurantes y cocinas industriales. Estas cámaras, mediante algoritmos de visión por computadora, reconocen los tipos de alimentos que se botan y calculan cantidades y patrones. Así, los negocios pueden ajustar compras, menús y preparaciones. Incluso, en algunos hogares de Estados Unidos y Europa, hay prototipos de basureros “inteligentes” que registran lo que tiras y te envían reportes semanales a tu celular sobre tus hábitos alimenticios. Una mezcla entre nutricionista, contador… y fiscal ambiental.

En apariencia, todo suena positivo: menos desperdicio, más eficiencia, conciencia ambiental. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿qué implica que una máquina observe nuestros desechos? No es solo un asunto técnico, también es un espejo social. La basura revela más de lo que imaginamos: nuestros excesos, olvidos, contradicciones y hasta nuestra relación emocional con el consumo. Tirar comida sin mirar atrás es, en cierta forma, un acto de desconexión.

En un artículo que escribí hace un tiempo en Bienvenido a mi Blog, reflexionaba sobre cómo muchas veces “la verdadera transformación empieza cuando observamos lo que preferimos ignorar”. Y eso aplica aquí: la IA no está inventando el problema, solo lo está poniendo frente a nosotros con frialdad matemática. Nos hace ver cuántas manzanas dejamos pudrir en la nevera, cuántos panes botamos por comprar de más, cuántos platos servimos sin pensar en la porción adecuada.

Sin embargo, hay un matiz importante: la IA no siente. No le duele ver que un plato de arroz se va a la basura mientras alguien, a pocas cuadras, no tiene qué comer. Su función es registrar y optimizar, no conmoverse. Ahí es donde entra nuestra parte humana, espiritual, ética. La tecnología nos da datos, pero somos nosotros quienes debemos dar el paso hacia la conciencia. De nada sirve tener el mejor sistema de monitoreo si seguimos actuando como si los recursos fueran infinitos.

He visto cómo en algunos países, estas herramientas tecnológicas se han usado de forma creativa. Por ejemplo, en algunos supermercados, cuando se detecta que un lote de alimentos está cerca de vencer, se activan campañas automáticas de descuentos para que se venda antes de ser desechado. En otros casos, restaurantes donan automáticamente el excedente a bancos de alimentos locales. Y hay plataformas que conectan a hogares con huertas comunitarias para reutilizar residuos orgánicos como compost, cerrando el ciclo de una manera más inteligente y sostenible. Todo esto es posible gracias a la combinación de IA, logística digital y comunidades activas.

Pero no podemos quedarnos solo en el “qué bonito”. También hay riesgos. ¿Qué pasa con la privacidad de los datos generados por estos sistemas? Si una IA sabe exactamente qué alimentos consumes, cuándo los desechas y con qué frecuencia, podría construirse un perfil extremadamente detallado de tu vida. No es ciencia ficción: la industria publicitaria podría usar esa información para bombardearnos con ofertas personalizadas, y aseguradoras o entidades financieras podrían usarla para evaluar “hábitos de vida” o incluso riesgos de salud. ¿Hasta qué punto queremos abrirle la puerta a la tecnología dentro de nuestras cocinas y basureros?

En Todo En Uno.NET, se ha hablado varias veces de la importancia de proteger nuestros datos personales en entornos tecnológicos que parecen inofensivos. Un basurero inteligente podría parecer algo menor comparado con un celular, pero en términos de información sensible, puede ser igual de revelador. Saber lo que desechamos es, en muchos casos, saber quiénes somos cuando creemos que nadie nos ve.

También me pregunto por el impacto psicológico que puede tener vivir vigilados incluso en nuestros hábitos más básicos. ¿Podría llevarnos a una relación más consciente con el consumo? Tal vez sí. Pero también podría generar culpa constante o dependencia de la tecnología para “ser buenos”, en vez de cultivar una verdadera ética personal y colectiva. No quiero que una app me diga “botaste mucha comida esta semana” como si fuera un maestro regañón. Prefiero que sea mi propia conciencia, cultivada desde adentro, la que me guíe.

Y aquí entra la dimensión espiritual. No hablo de religión, sino de esa conexión profunda con la vida que se manifiesta en cosas sencillas. Agradecer la comida, valorar el trabajo detrás de cada alimento, entender que lo que tiramos no desaparece mágicamente sino que va a un sistema que afecta ecosistemas, economía y personas reales. En Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, muchas veces se reflexiona sobre el acto de agradecer y cómo este simple gesto transforma nuestra relación con el mundo. Creo que aplicar ese mismo principio al manejo de nuestros residuos sería un cambio silencioso pero poderoso.

Como joven de 21 años que ha crecido rodeado de tecnología, no le tengo miedo a la IA. Me parece fascinante, inspiradora, capaz de resolver problemas que antes parecían imposibles. Pero también sé que no es la salvación por sí sola. Somos nosotros quienes decidimos cómo usarla: como herramienta para mejorar o como muleta para no cambiar. Si dejamos que todo dependa de sistemas automáticos, corremos el riesgo de desconectarnos aún más de la realidad que nos rodea.

Tal vez el verdadero valor de que una IA “espíe” nuestra basura no esté en la vigilancia, sino en la oportunidad de despertar. De ver, con nuevos ojos, aquello que siempre estuvo ahí pero ignorábamos. De cuestionar por qué compramos de más, por qué tiramos sin pensar, por qué medimos la abundancia en exceso y no en equilibrio. Y sobre todo, de recordar que cada acción pequeña, incluso la de no botar una cáscara de banano, tiene un efecto real en el mundo que habitamos.

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domingo, 12 de octubre de 2025

El cerebro de tu perro se sincroniza con el tuyo: ciencia viva entre especies


No sé si alguna vez te ha pasado que estás triste y tu perro simplemente se te queda mirando… sin moverse, sin ladrar, como si supiera exactamente lo que estás sintiendo. O al revés: que llegas feliz, con energía, y él responde como si estuviera “conectado” a ti en una frecuencia invisible. Durante mucho tiempo, estas coincidencias se tomaron como intuición o simple adiestramiento, pero hoy la ciencia tiene algo más profundo que decirnos: los cerebros de los perros y los humanos se sincronizan de verdad.

No es metáfora. Es neurociencia.

Gracias a investigaciones recientes en neuroetología —la rama que estudia el comportamiento animal desde el cerebro— y técnicas no invasivas como el electroencefalograma (EEG), los científicos han podido observar cómo las ondas cerebrales de los perros se alinean con las nuestras cuando compartimos momentos de atención, emoción o interacción directa. Y esta sincronía no es algo casual: se da especialmente cuando hay vínculo afectivo real entre humano y perro.

Cuando leí por primera vez sobre estos estudios, recordé tardes enteras jugando con mi perro en el jardín de mi casa en Manizales. No necesitábamos palabras; bastaba una mirada para saber qué seguía. Y ahora entiendo: detrás de esa “magia” había algo tangible pasando en ambos cerebros.

La base científica: ondas cerebrales en sincronía

Según investigaciones publicadas por la Universidad de Helsinki y otros centros europeos, cuando un humano y su perro se miran a los ojos, ambos liberan oxitocina, la llamada “hormona del amor”. Este simple acto activa circuitos neuronales relacionados con la confianza y la empatía, los mismos que se activan entre madre e hijo o entre dos personas con fuerte conexión emocional. Pero lo realmente fascinante es que, al medir la actividad eléctrica de ambos cerebros simultáneamente, encontraron patrones sincronizados, especialmente en las bandas alfa y theta, que están relacionadas con la atención compartida y los estados emocionales tranquilos.

Esto quiere decir que, literalmente, tu perro y tú están en la misma sintonía mental cuando se conectan emocionalmente. Es como si dos estaciones de radio se ajustaran a la misma frecuencia sin cables ni tecnología, solo con presencia mutua.

En otro estudio liderado por la neurocientífica Raúl Hernández-Peón, se usaron sensores portátiles de EEG canino y humano para registrar la actividad cerebral durante diferentes interacciones: juego, caricias, entrenamiento y momentos neutros. Los resultados mostraron que durante el juego y las caricias, las ondas cerebrales se sincronizaban de manera más estable y prolongada. Esta sincronización no depende únicamente del entrenamiento, sino de la relación afectiva construida a lo largo del tiempo.

Empatía interespecie: más allá del adiestramiento

Una interpretación errónea frecuente es pensar que el perro “imita” emociones porque ha sido condicionado. Si bien el aprendizaje es parte de su comportamiento, la sincronía cerebral va más allá. Los perros —al igual que nosotros— tienen neuronas espejo, estructuras cerebrales que permiten “reflejar” lo que observan en otros. Estas neuronas son las que explican por qué bostezamos cuando alguien bosteza o sentimos dolor al ver a alguien lastimarse. Pues bien, los perros activan sus neuronas espejo frente a nuestros estados emocionales, lo que demuestra que la conexión es neurobiológica, no solo conductual.

Este tipo de hallazgos cambian radicalmente cómo entendemos la relación humano-perro. Ya no se trata solo de que ellos “nos entienden” porque los entrenamos, sino porque nuestros cerebros dialogan en un nivel más primario, más emocional, más auténtico.

En el blog Amigo de ese Ser Supremo, se ha hablado muchas veces de cómo los vínculos que creamos trascienden el lenguaje. Y aunque allí el enfoque es espiritual, curiosamente la ciencia parece estar dándole fundamentos físicos a esa intuición ancestral: la energía entre seres vivos existe, y ahora podemos observarla en gráficos, frecuencias y mapas cerebrales.

Tecnología para estudiar el vínculo

Uno de los avances que ha permitido estos descubrimientos es el uso de EEG inalámbrico no invasivo, especialmente adaptado a perros. Antes era casi imposible estudiar la actividad cerebral en animales despiertos y en interacción natural, porque los equipos requerían inmovilidad. Hoy, gracias a sensores más pequeños y precisos, es posible registrar en tiempo real la sincronía mientras juegan, miran a su humano o simplemente descansan juntos.

Además, la inteligencia artificial ha comenzado a analizar estos datos para detectar patrones emocionales. Algoritmos de aprendizaje profundo están aprendiendo a “leer” los estados afectivos caninos a través de sus ondas cerebrales y expresiones faciales. Aunque aún estamos lejos de tener un “traductor de sentimientos” perro-humano, vamos en camino a entender cómo se entrelazan nuestras mentes de formas que hace 20 años parecían ciencia ficción.

En el blog Todo En Uno.NET, hemos hablado sobre cómo la IA está transformando todos los campos, incluso la etología y la medicina veterinaria. Y es justamente esta convergencia entre ciencia de datos, neurociencia y amor por los animales lo que hace que esta investigación no sea solo curiosa, sino profundamente significativa.

Conexión emocional real: lo que la ciencia nos enseña sobre nosotros mismos

Lo que más me impacta de todo esto no es solo descubrir que mi perro y yo “pensamos” en sincronía a ratos, sino lo que esto revela sobre los humanos. Si nuestros cerebros pueden sincronizarse con los de otra especie gracias a la empatía, la atención compartida y la presencia, ¿cuánto más podríamos lograr entre nosotros si realmente escucháramos y conectáramos sin distracciones?

Vivimos en una época donde pasamos más tiempo mirando pantallas que mirándonos a los ojos. Y sin embargo, un perro —sin redes sociales, sin palabras— logra entrar en sincronía contigo solo porque estás allí, de verdad. Eso dice mucho sobre lo que hemos olvidado como sociedad y sobre la importancia de volver a habitar el presente.

En Bienvenido a mi Blog, he leído reflexiones familiares que hablan de vínculos silenciosos, de cómo el amor se transmite en gestos cotidianos. Hoy la neurociencia parece estar escribiendo, en su propio idioma, esa misma historia.

Juventud, ciencia y conciencia

Como joven de 21 años, criado entre tecnología, espiritualidad y una familia que siempre me ha invitado a observar con atención, me emociona ver cómo la ciencia no destruye la magia… la explica y la amplifica. No necesitamos elegir entre “creer” y “probar”; podemos hacer ambas. Y ver cómo el cerebro de un perro se sincroniza con el mío es una de esas pruebas que no quitan belleza, sino que la multiplican.

Nos recuerda que la conexión es real, medible y transformadora. Que amar a un animal no es una moda ni una proyección emocional, sino una forma de entrar en resonancia con otro ser vivo. Y quizás, si logramos entender eso más a fondo, podamos también sanar muchas de nuestras desconexiones humanas.

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sábado, 11 de octubre de 2025

Lo que tu gato piensa (y nunca te dirá)


 

A veces me quedo en silencio, observando cómo mi gato camina por la casa como si fuera el guardián de un universo invisible. Se detiene en cada esquina, fija la mirada en algo que yo no logro ver y, por un instante, siento que estoy frente a un sabio que habita en un cuerpo pequeño y silencioso. Hay algo profundamente enigmático en sus ojos, como si guardaran secretos ancestrales que solo revelan a quien aprende a escuchar sin palabras.

Cuando descubrí el libro “En la mente de un gato” de John Bradshaw, muchas de mis intuiciones encontraron sustento. No era mi imaginación: los gatos realmente perciben el mundo de una manera radicalmente distinta a la nuestra. Su visión nocturna roza lo mágico; escuchan frecuencias que para nosotros son puro silencio; y su olfato funciona como una brújula que mapea el espacio con precisión milimétrica. Lo fascinante es que esta forma de “leer” el entorno no es solo biológica: también es emocional. Detrás de cada movimiento aparentemente independiente, hay emociones, miedos, afectos y, sobre todo, una manera única de relacionarse con nosotros.

He visto a mi gato quedarse quieto, mirando un punto fijo en la pared durante minutos. Antes pensaba que simplemente estaba “ido” o aburrido. Hoy sé que probablemente percibía un sonido imperceptible, un cambio de aire, una vibración mínima que para él es tan clara como para mí lo es una conversación. Esa diferencia sensorial me hizo pensar en cuántas veces, como humanos, también nos quedamos ciegos y sordos a realidades que están ahí, solo que no tenemos las herramientas —ni la paciencia— para sentirlas.

Otra creencia común es que los gatos son fríos, distantes o “traicioneros”. Nada más alejado. Bradshaw muestra cómo expresan emociones de manera distinta: un roce sutil con la cabeza, una mirada mantenida, el elegir dormir cerca sin tocarte. Gestos que, si uno aprende a leer, son declaraciones de afecto más profundas que muchas palabras humanas. Un gato que se sienta contigo en silencio no está “ignorándote”; está compartiendo contigo su espacio emocional más íntimo.

Y aquí es donde me pegó fuerte: los gatos también sufren. Pueden experimentar ansiedad, miedo, celos y, sobre todo, inseguridad cuando su entorno cambia abruptamente. Me pasó cuando me fui un fin de semana largo. Al regresar, lo encontré más arisco, inquieto, como si necesitara “reconocerme” de nuevo. Después comprendí que, para él, mi ausencia fue más que física: fue emocional. Muchos gatos desarrollan ansiedad por separación, y si no la comprendemos, terminamos juzgando conductas que en realidad son gritos silenciosos de angustia.

Cada gato es un mundo. Algunos son exploradores incansables, otros son tímidos observadores. Algunos buscan caricias constantes, otros las toleran en momentos escogidos. Bradshaw describe diferentes tipos de personalidades felinas, y entender esto ha cambiado radicalmente mi relación con el mío. En vez de imponerle mi ritmo, empecé a observar el suyo. En lugar de frustrarme porque no venía cuando lo llamaba, empecé a respetar sus tiempos. Y en esa danza silenciosa, nació una confianza nueva.

No sé si te ha pasado, pero hay momentos en que un gato te mira fijo, como si te estuviera atravesando el alma. No es solo una mirada: es un espejo. Te ve como eres, sin adornos, sin títulos, sin máscaras. Para mí, esa conexión tiene algo profundamente espiritual. Hay culturas que han visto a los gatos como guardianes entre mundos, y no me extraña. A veces siento que mi gato capta mis estados emocionales incluso antes que yo mismo. Si estoy inquieto, él se aleja. Si estoy en paz, se acerca y se acurruca como si ambos sintonizáramos la misma frecuencia invisible.

He leído reflexiones similares en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, donde se habla de cómo ciertos vínculos trascienden lo racional y se convierten en puentes de conciencia. Me hizo pensar que, así como conectamos con lo divino, también podemos conectar con otras especies desde la presencia, el respeto y la sensibilidad. Los gatos no necesitan que los “entendamos” en términos humanos. Necesitan que los sintamos, que les demos un entorno seguro, que respetemos su naturaleza.

En este punto, me resulta inevitable hacer un paralelo con nuestra sociedad hiperacelerada. Estamos tan acostumbrados a exigir respuestas inmediatas, afectos “evidentes”, gestos explícitos… que olvidamos que el silencio también comunica, que la distancia también puede ser amorosa, que la mirada sostenida de un gato puede decir más que mil frases en un chat. Vivir con un gato me ha enseñado a leer lo sutil, a valorar la constancia sobre el espectáculo, a escuchar sin necesidad de palabras.

Y no, no todo es místico. También hay ciencia, rutinas y cuidados prácticos. Mantener un entorno estable, ofrecer espacios seguros y respetar sus horarios no es solo “capricho felino”, es bienestar real. Bradshaw lo explica con claridad, y en mi experiencia funciona: cuando hay coherencia y calma en la casa, mi gato responde con más confianza y afecto. Y cuando yo estoy desorganizado o emocionalmente tenso, él se vuelve un espejo inquieto. Es una relación recíproca: ellos sienten lo que emanamos.

Por eso, cuando alguien me dice “los gatos son egoístas”, sonrío. Porque lo que veo es otra cosa: seres con emociones complejas, con un lenguaje distinto, con una profundidad que solo aparece cuando dejas de imponer y empiezas a observar. Y en ese observar, también te descubres a ti mismo. Como escribí en una entrada de Bienvenido a mi Blog, “la forma en que tratamos a quienes no hablan nuestro idioma revela el grado de nuestra humanidad”.

Quizás por eso amo tanto vivir con un gato. No porque “me haga compañía” como si fuera un accesorio, sino porque me recuerda —cada día— que existen formas de conexión que no requieren traducción. Que el amor no siempre se grita; a veces, simplemente, se queda ahí… al lado tuyo, en silencio, respirando contigo.

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viernes, 10 de octubre de 2025

Cuando tu gato no deja de maullar: una conversación silenciosa que dice más de lo que imaginas



Hay noches en las que el silencio de la casa se rompe con un “miau” insistente. No es cualquier sonido; es casi como si tuviera un mensaje cifrado que solo tú puedes descifrar. Llego cansado, me quito los zapatos y ahí está mi gato, siguiéndome con la mirada y lanzando uno tras otro esos maullidos que parecen preguntas sin respuesta. A veces me río, otras me frustro un poco, y otras simplemente me quedo quieto, observándolo, tratando de entender qué me está diciendo en su idioma felino.

Con el tiempo, he comprendido que cada maullido es una forma de comunicación diseñada exclusivamente para los humanos. Los gatos entre ellos no se maúllan de esa manera; han desarrollado ese recurso para “hablarnos”. Y lo más curioso es que muchas veces, cuando no los entendemos, no es porque ellos no sepan comunicarse… es porque nosotros no sabemos escuchar.

Recuerdo una tarde en la que, por estar tan concentrado en mis cosas, olvidé servirle la cena a tiempo. No fue un olvido intencionado, simplemente mi rutina cambió. Él empezó con un maullido corto, luego uno más largo, después me siguió por toda la casa. Cuando finalmente me detuve y lo miré, tenía una mezcla entre reclamo y ternura. Fue ahí cuando entendí algo que aplica no solo a los gatos, sino a las relaciones humanas: cuando no somos conscientes de los pequeños cambios que hacemos, otros —humanos o animales— sí lo notan profundamente.

Los gatos son extremadamente sensibles a sus rutinas. Un cambio en la hora de la comida, una mudanza, una visita inesperada, incluso mover los muebles de lugar, puede alterarles el ánimo. Es su manera de decirnos: “Algo cambió y no sé cómo sentirme al respecto”. A mí me ha pasado también. Cuando era niño y mis papás cambiaban repentinamente algo en casa —una decisión, un horario—, sentía esa misma ansiedad silenciosa que ahora veo reflejada en él. Los gatos no tienen WhatsApp para decirnos “oye, esto me incomoda”, así que maúllan.

También está el maullido del aburrimiento. Ese que suena como si dijera “hazme caso”. Aunque muchas personas piensan que los gatos son distantes, en realidad necesitan conexión, juego, exploración. En mi caso, me he dado cuenta de que cuando paso varios días sin dedicarle al menos 10 minutos de juego activo —con una caña, una pelota, o simplemente correteándolo por la sala—, sus maullidos aumentan. No porque esté “portándose mal”, sino porque está pidiendo compañía. Lo mismo nos pasa a nosotros cuando sentimos que la gente que queremos se ha distanciado: levantamos la voz, aunque sea de maneras sutiles.

Una noche, mientras escribía en mi blog (juanmamoreno03.blogspot.com), él se subió al escritorio, caminó entre mis manos y maulló directamente frente a mi cara. No pude ignorarlo. Cerré el computador, le lancé una pelota y terminamos corriendo por el pasillo como dos niños. Esa noche dormimos tranquilos los dos. Y entendí que su maullido no era molestia: era un recordatorio de que también merecía presencia.

Por otro lado, están los maullidos que no podemos pasar por alto: los de dolor o enfermedad. Un gato que empieza a maullar más de lo normal, especialmente si ya es mayor, puede estar experimentando molestias físicas. Dolor articular, problemas auditivos o incluso deterioro cognitivo felino son más comunes de lo que imaginamos. Así como un amigo que deja de comportarse como siempre puede estar pasando por un mal momento emocional, un gato que cambia repentinamente su forma de comunicarse nos está diciendo algo importante. Por eso, consultar con el veterinario a tiempo puede marcar la diferencia entre un susto y una situación grave.

Hay algo profundamente humano en esta relación silenciosa con un gato. Ellos no hablan, pero sienten. No razonan como nosotros, pero perciben con una precisión casi espiritual. Me gusta pensar que cuando maúlla, en el fondo me está preguntando: “¿Estás aquí conmigo de verdad, o solo estás pasando?”. Es la misma pregunta que a veces me hago cuando hablo con personas distraídas, con amigos que están físicamente pero no presentes.

En uno de los textos de Mensajes Sabatinos, encontré una frase que me resonó mucho: “Escuchar no siempre implica palabras; a veces es un acto de alma a alma.” Creo que eso resume lo que significa convivir con un gato. Escuchar su maullido no es solo identificar si tiene hambre, juego o estrés… es conectar con otro ser desde la atención plena.

La tecnología ha hecho que muchos vivamos en piloto automático. Llegamos a casa con la mente aún en el trabajo, respondemos mensajes mientras cocinamos, miramos notificaciones mientras saludamos. Y en medio de ese ruido, un simple “miau” puede ser la llamada más honesta del día. A veces, nuestros gatos no necesitan que resolvamos todo; solo que estemos ahí, realmente presentes.

También está el lado espiritual, aunque muchos no lo vean así. Para mí, convivir con un animal es un recordatorio constante de lo simple que puede ser la conexión. Ellos no se complican con máscaras sociales, no pretenden. Si maúllan, es porque necesitan algo. Si ronronean, es porque están felices. No hay dobles intenciones, no hay agendas ocultas. En cierta forma, nos enseñan a volver a lo esencial. Y cuando estoy muy desconectado, su maullido es como un pequeño “despertador emocional”.

Por eso, si tu gato no deja de maullar, míralo más allá del ruido. Observa sus rutinas, su salud, su entorno, pero sobre todo, obsérvate a ti mismo. Pregúntate si le estás dando tiempo, atención, conexión real. No se trata de humanizarlo en exceso, sino de reconocer que vive, siente y se comunica contigo a su manera.

Cada maullido es una historia, un estado emocional, una conversación abierta esperando respuesta. Y cuando respondemos con presencia, paciencia y empatía, la relación se transforma. No solo dejas de escuchar maullidos insistentes… empiezas a sentir una sincronía única, como si finalmente ambos hablaran el mismo idioma.

Así que la próxima vez que llegues a casa agotado y tu gato te reciba con su coro de “miau”, no lo veas como un problema. Es una oportunidad de conexión. Y quién sabe, tal vez en ese pequeño acto de atención descubras algo sobre ti que habías olvidado.

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jueves, 9 de octubre de 2025

Lo que un mono nos enseñó sobre el amor (y no fue bonito)



Cuando era niño, creía que el amor era simple. Que bastaba con querer para que todo encajara, como cuando uno arma un rompecabezas y las piezas mágicamente se alinean. Pero crecer es darse cuenta de que el amor es mucho más complejo… y a veces, duele. Lo curioso es que esta lección no la aprendí de un libro de autoayuda, ni de una canción, ni de una ruptura adolescente. La entendí mejor cuando conocí la historia de un experimento con monos que, aunque suene raro, revela una verdad profunda sobre lo que necesitamos como seres humanos.

Hace décadas, un psicólogo estadounidense llamado Harry Harlow quiso entender el apego —esa fuerza invisible que nos hace buscar protección, cercanía y afecto—. Para muchos en su época, el amor era casi un trámite biológico: los bebés se apegaban a sus madres solo porque les daban comida. Pero Harlow, con la curiosidad casi ingenua de quien no se conforma con las explicaciones frías, decidió probar otra cosa.

Tomó a crías de monos Rhesus y las separó de sus madres biológicas. A unas les dio una “madre” hecha de alambre metálico con un biberón. A otras, una “madre” de felpa suave y cálida, pero sin comida. Lo que descubrió fue devastador: los monos preferían mil veces el calor y la suavidad de la madre de felpa a la comida de la madre de alambre. Pasaban horas abrazados a esa figura inerte, buscando consuelo. Y cuando algo los asustaba, no corrían a la fuente de alimento… corrían a la fuente de afecto.

A simple vista, parece solo un experimento curioso. Pero si uno se detiene, hay algo profundamente humano en esa escena. Porque no son solo monos. Somos nosotros. Somos los que muchas veces buscamos calor en lugares fríos, afecto en vínculos que no lo ofrecen, consuelo en relaciones que solo nos alimentan de lo básico pero no nos abrazan en lo emocional. Somos los que, por miedo a estar solos, abrazamos estufas encendidas creyendo que es calor de hogar.

He visto esto en mi entorno, en amigos que se quedan en relaciones donde hay presencia física pero no emocional; en familias que se juntan en la misma mesa pero no se miran realmente a los ojos; en personas que confunden atención con afecto, likes con amor, y rutina con vínculo real. Y me incluyo, porque en algún momento yo también busqué refugio en estructuras frías solo porque daban una sensación de “seguridad”.

Lo más crudo del experimento de Harlow es lo que vino después: los monos criados en aislamiento, sin contacto real, crecieron con enormes dificultades sociales. No sabían cómo relacionarse, cómo criar a sus crías, cómo interactuar. El aislamiento afectivo deja cicatrices invisibles que, con el tiempo, se convierten en patrones. Y si lo trasladamos a nuestra sociedad actual, no es difícil encontrar paralelos.

Vivimos en un mundo hiperconectado tecnológicamente, pero muchas veces emocionalmente desconectado. Podemos tener cientos de contactos en WhatsApp, pero no siempre alguien a quien llamar cuando algo duele de verdad. Podemos ver historias de todos, pero no saber cómo está realmente nadie. Y a veces, como esos monos, nos acostumbramos a sobrevivir sin calor emocional, como si eso fuera suficiente.

Pienso mucho en cómo esto influye en la forma en que construimos nuestros vínculos: de pareja, familiares, con amigos, incluso con nuestras mascotas. Hay quienes adoptan un animal para “tener compañía”, pero luego lo dejan solo todo el día, como si el alimento fuera suficiente. Pero ese perro, ese gato, ese ser vivo… busca contacto, cercanía, juego, mirada. Igual que nosotros.

Este tipo de reflexiones me han llevado a entender el amor no como una emoción romántica idealizada, sino como una necesidad profunda de presencia afectiva. A veces, las personas no necesitan soluciones, necesitan sentir que hay alguien que los abraza sin juicios. Y no hablo solo del abrazo físico —aunque ese también sana—, sino del abrazo que implica estar realmente ahí, con atención, con empatía, con escucha. Lo que muchos llamamos hoy “estar presentes”.

En uno de mis textos anteriores en Bienvenido a mi Blog, escribí sobre cómo el afecto sincero transforma la manera en que percibimos la vida cotidiana. Y en otro de Amigo de ese ser supremo, reflexioné sobre cómo ese calor emocional tiene también una dimensión espiritual: no solo se trata de quién te abraza, sino también de desde dónde te abrazan —desde el miedo, desde el ego, o desde el amor real—.

Ver esta historia con ojos de joven en 2025 me hace pensar en cuántas veces confundimos funcionalidad con afecto. Una red social “funciona” para mantenernos conectados, pero no necesariamente nos abraza. Un trabajo “funciona” para darnos ingresos, pero no siempre nos cuida emocionalmente. Una relación “funciona” para no estar solos, pero no necesariamente es hogar. Y así, como los monos de Harlow, terminamos abrazando estructuras de alambre, esperando que algún día se calienten.

No es que el alimento —lo básico, lo funcional— no importe. Claro que sí. Pero el afecto no se reemplaza. Y lo digo también como alguien que ha aprendido, a veces a las malas, que la soledad emocional en medio de la multitud duele más que la soledad física en silencio.

Creo que parte de crecer, al menos para mí, ha sido aprender a distinguir entre el calor real y el calor ilusorio. Entre la madre de felpa y la de alambre. Entre quienes están por costumbre y quienes están de verdad. Entre lo que solo sostiene y lo que también abraza.

Por eso hoy, cada vez que me encuentro en situaciones de vida donde hay vínculos nuevos, amistades, relaciones, incluso en espacios laborales, me hago una pregunta sencilla pero poderosa:
👉 “¿Aquí hay calor o solo estructura?”

Y esa pregunta me ha salvado de repetir muchos patrones.

También me ha hecho pensar en lo que yo doy. No basta con alimentar a alguien —emocional, material o espiritualmente—. También es necesario ser presencia cálida, ser abrazo, ser refugio. A veces, un mensaje sincero, una escucha atenta, un “aquí estoy” sin condiciones, vale más que cualquier cosa material. Y eso también lo he aprendido observando cómo mis vínculos más verdaderos no se miden en tiempo ni en cantidad, sino en calidad de presencia.

En una publicación de Mensajes Sabatinos, se habla de la importancia de “estar” más allá del deber. Y eso conecta directamente con esta reflexión: el amor no es una obligación, es una manifestación viva. Y cuando no está, el vacío se siente… aunque tengas todo lo demás.

Tal vez por eso me marcó tanto la historia de los monos. Porque me recordó que, en el fondo, todos —humanos y animales— buscamos un lugar donde podamos descansar sin miedo, donde el abrazo no queme, sino que sane. Y cuando no lo encontramos, podemos pasar años repitiendo el ciclo de abrazar estufas encendidas, solo porque dan luz.

No sé si existe una receta para el amor auténtico. Pero sí sé que comienza cuando somos capaces de reconocer qué tipo de vínculos estamos construyendo y aceptando. Y sobre todo, cuando aprendemos a ofrecer también el tipo de calor que otros necesitan.

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miércoles, 8 de octubre de 2025

Tu gata te ignora o solo está siendo muy gata?



A veces me pasa que estoy hablando con alguien y, aunque escucho perfectamente, decido poner mi “modo avión mental” y simplemente… no responder. No porque no me importe, sino porque no es el momento, porque estoy en otro ritmo interno o porque necesito ese pequeño espacio para mí. Y mientras observaba a mi gata hace unos días, tuve una especie de “revelación felina”: ellas también lo hacen. No es desinterés… es otra forma de estar presentes.

Hace poco, leí sobre un estudio fascinante realizado en la Universidad de Nanterre, en París, publicado en la revista Animal Cognition (2023). Demostraron que las gatas —y los gatos, aunque aquí hablo en femenino porque crecí rodeado de ellas— no solo reconocen la voz de sus humanos entre muchas otras, sino que también pueden captar nuestras emociones por el tono en el que les hablamos. Cuando usamos esa voz dulce y casi infantil que sale naturalmente cuando les decimos “cositas lindas”, ellas reaccionan. Lo hacen sutilmente: con un movimiento de orejas, una mirada distinta, un giro de cola… señales silenciosas pero profundas.

Y entonces, si nos reconocen y sienten, ¿por qué a veces parece que nos ignoran olímpicamente?
Ahí es donde la historia se vuelve interesante, porque en realidad no nos están ignorando como creemos. Simplemente están siendo… muy gatas.

Desde pequeños, a muchos nos enseñan que el amor verdadero se demuestra siempre “haciendo”, respondiendo de inmediato, mostrando entusiasmo visible. Pero la verdad es que no todos los seres lo expresan igual. Los perros, por ejemplo, han sido domesticados y seleccionados durante miles de años para cooperar, complacer, responder. Las gatas, en cambio, conservan una independencia ancestral. No es que no quieran, es que eligen cuándo y cómo interactuar. Y ese “elegir” dice mucho más de lo que aparenta.

Recuerdo que cuando era niño, una de mis primeras gatas —Luna, una tricolor que parecía tener alma de filósofa— solía sentarse en la ventana a mirar la calle por horas. Yo la llamaba, la invitaba a jugar, le hablaba… y nada. Ni un mísero movimiento de orejas. Pero en la noche, cuando todo estaba en silencio y mi mente bajaba las revoluciones, ella venía, se acostaba en mi pecho y empezaba a ronronear como si dijera “ahora sí, este es el momento”.
De alguna manera, Luna me enseñó algo que tardé años en comprender: la conexión verdadera no siempre es inmediata, pero cuando llega, es auténtica.

Vivimos en una sociedad que quiere respuestas rápidas, likes instantáneos, mensajes leídos en segundos y contestados en minutos. Pero las gatas no funcionan así. Son un recordatorio viviente de que el vínculo se construye desde el respeto mutuo, desde dar espacio, desde no forzar. En un mundo que grita “¡responde ya!”, ellas susurran “espera… ya llegará el momento”.

Hablarle a una gata es casi como escribirle a alguien que lees con el corazón. Tu tono importa. Tu energía importa. Si estás ansioso o molesto, lo sienten. Si estás tranquilo, si tu voz es como una nana suave, entonces abren sus sentidos. Por eso, cuando les hablamos con cariño, muchas veces giran las orejitas o nos miran con esos ojos que parecen tener un universo entero dentro. Y si no responden… no es desprecio: es que están midiendo si este es su momento.

Hace poco, escribí en Bienvenido a mi Blog sobre cómo la paciencia se ha vuelto un acto casi revolucionario. Y creo que esto se aplica también aquí. Tener una gata te enseña a bajar el ritmo, a escuchar más allá del sonido, a leer gestos, a respetar tiempos ajenos sin sentirte rechazado. Es una lección emocional que muchos humanos aún estamos aprendiendo.

Y no lo digo solo por romanticismo gatuno. Lo digo porque estas dinámicas reflejan profundamente cómo nos relacionamos en general. Hay personas que, como las gatas, necesitan procesar antes de responder. Necesitan su “ventana interna” para observar, sentir, decidir. A veces, cuando alguien no responde un mensaje, inmediatamente pensamos “me ignoró” o “no le importo”. Pero… ¿y si simplemente está en su momento de introspección? ¿Y si, como Luna, solo está esperando que la noche se calme para acercarse?

Por eso, si tienes una gata y sientes que no te “pone cuidado”, te invito a hacer algo diferente: observa sin exigir, habla con ternura, ofrece espacios cómodos donde pueda retirarse sin culpa, y sobre todo, deja que ella marque el ritmo. No la llames constantemente si está en su siesta gatuna. No la fuerces a interactuar si está en modo diva. Usa tu voz como si cantaras nanas: suave, cálida, cercana. Y cuando la llames, hazlo en momentos que ella asocie con cosas buenas: su comida favorita, un juego divertido, una caricia que sabe a confianza.

Con el tiempo, empezarás a notar pequeños cambios. Vendrá cuando menos lo esperas. Te mirará diferente. Se subirá a tus piernas justo cuando estás pensando en otra cosa. Y ahí entenderás que no se trata de obediencia, sino de sincronía emocional. Eso es lo que hace tan especial el vínculo humano-gata: no está basado en la subordinación, sino en la libertad compartida.

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías hablo mucho de cómo la espiritualidad no siempre se manifiesta en templos o palabras sagradas, sino en gestos cotidianos llenos de verdad. Y sí, a veces esa espiritualidad tiene orejas puntiagudas y bigotes. Una gata que confía en ti, aunque no siempre responda cuando la llamas, es como una metáfora viva de la fe silenciosa: está ahí, presente, aunque parezca ausente.

También hay algo hermoso en los rituales gatunos. Las rutinas crean confianza. Horarios para comer, jugar, descansar. Ellas aman la estabilidad porque les da seguridad emocional. Es igual que en nuestras relaciones humanas: cuando construimos pequeños rituales compartidos —un saludo cada mañana, un “buenas noches” constante, un gesto único entre amigos o pareja— estamos diciendo sin palabras “aquí estoy, este espacio es nuestro”.

Y si todo falla… juega. De verdad. El juego es la llave maestra para abrir puertas que ni las palabras logran. Una simple cañita con plumas puede crear más conexión que mil llamadas. En el fondo, nuestras gatas, como nosotros, también necesitan momentos de ligereza, de risa, de movimiento sin juicio.

Quizás la próxima vez que tu gata “te ignore”, puedas ver la escena desde otro ángulo. Tal vez no te está ignorando… tal vez simplemente está enseñándote a escuchar con otros sentidos, a respetar ritmos distintos al tuyo, a amar sin exigir retorno inmediato.

Y quién sabe, en medio de ese silencio compartido, puede que encuentres una forma nueva de estar presente —una que no necesita palabras para ser entendida—.

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martes, 7 de octubre de 2025

La importancia vital de la desparasitación externa para la salud de perros y gatos

 


Desde que tengo memoria, mi casa ha estado llena de patas que no son humanas. Perros y gatos han sido parte de mi vida tanto como cualquier familiar cercano. Ellos no hablan con palabras, pero sus miradas, sus movimientos y su energía hablan en un idioma que uno aprende a entender con el tiempo. Por eso, cuando escucho hablar de “desparasitación externa” no lo siento como un tema técnico o veterinario más, sino como una verdadera responsabilidad afectiva que tenemos hacia esos seres que confían plenamente en nosotros.

A veces me sorprende la naturalidad con la que convivimos con nuestras mascotas sin darnos cuenta de lo vulnerables que son frente a amenazas silenciosas. Las pulgas, garrapatas, piojos y otros parásitos externos pueden parecer “cosas menores”, pero en realidad tienen un impacto directo en su salud física, emocional y hasta en la nuestra. No es exagerado decir que desparasitar externamente es un acto de amor, prevención y respeto por la vida.

En Colombia, por ejemplo, todavía hay muchas familias que no tienen claridad sobre la frecuencia adecuada de desparasitación o que esperan a que aparezca una infestación visible para actuar. Esa mentalidad reactiva es peligrosa. La mayoría de parásitos externos se reproducen rápido y se esconden en rincones invisibles de la casa, jardines o parques. Según datos actualizados de entidades veterinarias y de salud pública, las garrapatas pueden transmitir enfermedades como la ehrlichiosis y la babesiosis en cuestión de horas, y las pulgas no solo causan alergias severas, sino que también pueden transmitir tenias.

He visto casos cercanos de mascotas que, por no recibir una desparasitación constante, desarrollaron problemas de piel crónicos o anemias severas. Y también he visto cómo, con educación y cuidado preventivo, otros peludos viven felices, sanos y activos. La diferencia muchas veces está en el nivel de conciencia de sus cuidadores.

Cuando era niño, mi mamá siempre decía algo que ahora entiendo más profundamente: “Cuidar de un ser vivo es cuidar de ti mismo”. Ella lo aplicaba tanto a los animales como a las personas. Hoy veo que esa frase conecta directamente con lo que significa tener una mascota: no es una moda, ni un accesorio emocional, es un pacto de cuidado mutuo. Por eso, cada vez que aplico pipetas, collares o baños especiales a mis gatos y perros, no lo hago como una tarea rutinaria, sino como parte de un vínculo real.

La desparasitación externa no se trata solo de aplicar un producto cada cierto tiempo. También es observar, estar atentos, anticiparnos. En los meses de clima cálido —cada vez más intensos debido al cambio climático— el riesgo de proliferación de parásitos aumenta significativamente. Las temperaturas elevadas favorecen la reproducción de pulgas y garrapatas, lo que implica que nuestros cuidados deben ser más frecuentes y conscientes. Aquí es donde la tecnología y la información nos ayudan a no improvisar: existen calendarios digitales, apps veterinarias y recordatorios automáticos que pueden convertirse en aliados perfectos.

Además, hay una dimensión menos visible, pero igual de importante: la conexión espiritual y emocional con nuestros animales. En mi blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías muchas veces he hablado sobre la capacidad que tienen los animales de conectarnos con lo esencial: la presencia, la ternura, la lealtad sin condiciones. Cuidarlos en lo físico es también honrar esa conexión invisible que nos sostiene.

También creo que debemos hablar sin miedo de la responsabilidad compartida: no es tarea solo del “dueño” de la mascota. Si vives en un edificio, conjunto residencial o barrio donde muchos animales comparten espacios, la desparasitación colectiva y coordinada es clave para evitar ciclos de reinfestación. En la Organización Empresarial Todo En Uno se han publicado análisis interesantes sobre cómo la colaboración comunitaria mejora prácticas cotidianas que impactan la salud colectiva —y este tema encaja perfectamente ahí.

Otra reflexión importante es cómo este tipo de cuidados básicos nos enseña sobre hábitos y prevención en otros aspectos de la vida. Así como una pulga pequeña puede causar grandes problemas si no se actúa a tiempo, también en nuestras relaciones, en la salud mental o en la sociedad en general, ignorar las señales pequeñas muchas veces desemboca en crisis evitables. Prevenir es, en el fondo, una forma de amar.

Hoy en día, existen tratamientos muy variados: pipetas mensuales, collares de larga duración, sprays, baños medicados y comprimidos orales que protegen por semanas. La elección depende de factores como el entorno, el tipo de pelaje y las condiciones particulares de cada mascota. Pero más allá del método, lo importante es la constancia. Un solo mes de descuido puede revertir meses de cuidado.

También es necesario educar a las nuevas generaciones en esta responsabilidad. Muchos jóvenes adoptan animales con entusiasmo, pero sin comprender del todo el compromiso que implica. No basta con darles comida y cariño: la salud preventiva es parte de esa relación. Y creo que, como jóvenes, tenemos una oportunidad única de combinar tecnología, información y empatía para elevar el estándar de bienestar animal.

Cuando uno se toma en serio estos temas, algo cambia internamente. Ya no se trata de “cumplir con una obligación”, sino de actuar desde la consciencia y la coherencia. Y eso, curiosamente, termina fortaleciendo nuestra relación con nosotros mismos.

Por eso, la próxima vez que veas a tu perro rascarse con insistencia, o a tu gato lamiéndose más de lo habitual, no lo ignores. Obsérvalo con atención, actúa con responsabilidad. La desparasitación externa no es solo una medida veterinaria: es una manifestación concreta del vínculo que decidiste construir con ese ser.

Y si aún no has comenzado un calendario de desparasitación regular, este puede ser el mejor momento para hacerlo. Tu mascota te lo agradecerá con salud, energía y esa mirada limpia que no necesita palabras para decir “gracias”.


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