lunes, 6 de octubre de 2025

Ver gatitas en internet puede salvarte la vida



Nunca pensé que algo tan simple como darle “play” a un video de gatitas pudiera tener tanto peso en mi vida. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que esas pequeñas pausas que parecen intrascendentes en medio del caos del día, son las que me devuelven la capacidad de respirar con calma y sentir que todavía hay ternura en un mundo que a veces se siente demasiado hostil.

Recuerdo una vez llegar a casa después de una jornada agotadora. Había discutido con alguien que quiero mucho y, para rematar, la ciudad parecía estar en su punto más ruidoso y acelerado. Entré, tiré la mochila en el sofá y lo único que hice fue abrir mi celular. El algoritmo, como si me conociera mejor que yo, me mostró un video de una gatita tratando de alcanzar un láser rojo. No fue magia, no me resolvió los problemas, pero me arrancó una sonrisa en un momento donde parecía imposible hacerlo. Ese gesto mínimo me salvó el día.

Lo interesante es que no soy el único que lo siente. Hace algunos años, la Universidad de Indiana hizo un estudio y descubrió que ver videos de gatos realmente mejora el humor y reduce la ansiedad. Y hoy, con tanta presión laboral, económica y emocional, esa conclusión tiene más sentido que nunca. Si lo pensamos bien, estamos frente a una medicina emocional que no cuesta nada y que está al alcance de cualquiera con acceso a internet.

Lo curioso es que, más allá de la ciencia, está la experiencia humana. Ver gatitas en internet activa algo profundo: la ternura. Esa emoción que los psicólogos llaman kama muta, esa sensación de calorcito en el pecho que te conecta con lo más humano de ti mismo. A veces creemos que la madurez es endurecernos, pero yo he aprendido que es justo lo contrario: la verdadera madurez está en permitirse sentir con sinceridad. Y ahí es donde un simple ronroneo digital puede derrumbar muros que cargamos por dentro.

Claro, sé que hay quienes dirán: “pero eso es perder el tiempo”. Y aquí es donde me gusta detenerme. ¿Qué es perder el tiempo? ¿Acaso no es un desperdicio más grande vivir acelerados, sin darnos un respiro, sin cuidar la mente? He visto a gente trabajar 14 horas al día, ganar dinero, pero olvidarse de sonreír. También he visto a personas simples que se regalan cinco minutos frente a un gato jugando, y logran recargar energías para seguir adelante. No es banalidad, es autocuidado.

Me gusta conectar esta reflexión con lo que escribí hace un tiempo en mi blog personal, donde hablaba de cómo los pequeños rituales diarios sostienen la salud mental más que las grandes promesas que rara vez cumplimos. Y pienso también en lo que encontré en Mensajes Sabatinos, esa invitación constante a frenar, a escuchar la voz que nos recuerda que no todo se mide en productividad. Porque la ternura es también espiritualidad.

A veces me pongo a pensar: ¿qué pasaría si en los colegios, en lugar de solo hablarnos de notas y resultados, nos enseñaran también que está bien parar y ver algo que nos conecte con la risa? Que no somos máquinas, que necesitamos estímulos que nos devuelvan humanidad. Quizás así creceríamos menos rotos y más capaces de compartir lo que sentimos.

Yo mismo he sentido el impacto físico. Después de una pausa gatuna, mi respiración cambia, el estrés baja, incluso el cuerpo se siente más liviano. Y ahí está la explicación científica: dopamina, serotonina, endorfinas… todo ese lenguaje de la biología que solo intenta traducir lo que ya sentimos en carne propia. Pero no es necesario saber de neurotransmisores para entender que algo bueno ocurre cuando una gatita hace un salto torpe y cae de forma graciosa.

Lo más valioso es cuando no lo vives solo. Compartir esos videos con amigos o familia crea lazos distintos, una complicidad que rompe la rutina. Es como decirle al otro: “oye, en medio de tanto ruido, aquí tienes una razón para sonreír”. Y esa frase implícita vale más que mil discursos. En lo personal, me recuerda que la vida no se trata solo de resolver problemas, sino también de multiplicar momentos que nos devuelven esperanza.

Creo que todos necesitamos esas pausas gatunas, y no hablo solo de videos. Hablo de cualquier cosa que despierte ternura y nos reconcilie con lo que somos. Puede ser una canción, una mirada, un recuerdo. Pero si lo más a la mano son gatitos en internet, pues bienvenidos sean. Porque al final, como escribí alguna vez en Amigo de ese ser supremo, las cosas simples también son mensajes de algo más grande que nos cuida, aunque no lo entendamos del todo.

Así que la próxima vez que alguien te diga que pierdes el tiempo viendo gatitas, solo sonríe. Quizás no lo entiendan, pero tú sabrás que en ese instante estás salvando un pedacito de tu salud emocional. Y eso, créeme, no tiene precio.

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domingo, 5 de octubre de 2025

Sabes realmente lo que tu gata quiere decirte?



Siempre me ha parecido curioso cómo a veces creemos que entendemos a los demás, pero en realidad solo los miramos desde el filtro de lo que pensamos que deberían ser. Eso pasa con las personas, con las situaciones y, claro, también con los animales. Lo descubrí la primera vez que me senté frente a mi gata y me di cuenta de que su silencio no era vacío, que cada parpadeo lento y cada roce suave contra mi pierna eran un lenguaje que yo no había aprendido a escuchar.

Nos contaron tantas veces que los gatos son independientes, fríos y poco interesados en nosotros que terminamos creyendo ese mito. Pero la verdad es otra: su forma de amar no es la nuestra, y quizás por eso nos cuesta descifrarla. Lo irónico es que algo parecido nos pasa en la vida diaria: confundimos la sutileza con distancia, el silencio con desinterés, la independencia con desamor.

La ciencia ya ha empezado a derribar estas ideas equivocadas. Un estudio de la Universidad Estatal de Oregón demostró que más del 65% de los gatos desarrollan vínculos tan fuertes como los de un perro o incluso un bebé humano. Es decir, detrás de esos ojos enigmáticos y esa calma que a veces raya en lo imperturbable, hay un corazón que late con ternura, aunque lo exprese a su manera.

Yo lo noté un día cuando mi gata se subió a la cama, se acurrucó en mi pecho y se quedó dormida. No hubo maullidos, no hubo gestos ruidosos, solo confianza. Ese momento me enseñó algo más grande: que la confianza no siempre se declara, se vive.

Pienso mucho en cómo nuestras relaciones humanas podrían aprender de esto. Si fuéramos capaces de leer los gestos pequeños de quienes amamos, quizás evitaríamos tantas confusiones. El parpadeo lento de una gata es como el “te quiero” tímido de alguien que no sabe decirlo en voz alta. El amasado con las patitas, un eco de la infancia, es como esos abrazos de mamá que uno recuerda de niño: no necesitan palabras, porque llevan la memoria del amor.

Y claro, está el gesto de frotarse contra ti. La primera vez que mi gata lo hizo pensé que era pura casualidad. Luego entendí que era su manera de marcarme como parte de su mundo, como diciendo: “ya no eres un extraño, ahora eres mío”. Esa frase resuena en mí porque pienso en lo difícil que es, en la sociedad de hoy, encontrar un lugar donde uno realmente sienta que pertenece.

Los animales no se complican con teorías: si te incluyen, es porque confían en ti. Punto. Quizás por eso cuando mi gata me lame, me emociona tanto: sé que es su forma de adoptarme en su familia. Y aunque no soy un experto en etología, sí sé reconocer cuándo alguien, sea humano o felino, me entrega su afecto sin condiciones.

He visto a personas regalarse flores para pedir perdón o comprar cosas caras para demostrar afecto, pero mi gata me trae un pedazo de papel o un juguete mordido y, aunque suene ridículo, siento que es un regalo sincero. Porque en lo simple está la autenticidad, y porque no busca impresionar: solo compartir lo que para ella tiene valor.

En medio de estas experiencias me pregunto: ¿qué tan sordos estamos a los lenguajes que no dominamos? No solo con los gatos, también con las personas que amamos. Tal vez el mundo se volvería un poco más humano si aprendiéramos a interpretar lo sutil en lugar de esperar siempre demostraciones obvias.

No puedo evitar conectar esto con algo que escribí hace tiempo en mi blog personal. Allí reflexionaba sobre cómo muchas veces confundimos la independencia con el desapego. Mi gata me lo recordó: se puede ser independiente y aún así amar con intensidad. Y pienso que nosotros, como jóvenes, deberíamos aprender a construir relaciones en esa línea, sin necesidad de absorbernos ni controlarnos, sino respetando los espacios y celebrando los encuentros.

También recuerdo una entrada que leí en Mensajes Sabatinos, donde se hablaba de los silencios que dicen más que mil palabras. Y sí, el silencio de una gata durmiendo a tu lado, confiando en ti, dice más de lo que cualquiera podría explicar.

Lo que me gusta de todo esto es que no se queda en lo anecdótico. Aprender el lenguaje de mi gata me enseñó a observar mejor, a no quedarme en la superficie. Y es curioso porque la misma habilidad me ha servido en mi relación con la sociedad, con la espiritualidad e incluso con la tecnología. El mundo digital también está lleno de señales que podemos malinterpretar si no aprendemos a leerlas con conciencia.

Quizás por eso me gusta pensar en el vínculo con mi gata como un espejo. Ella me recuerda que la vida es más rica cuando aprendo a interpretar, no cuando me quedo en la comodidad de los prejuicios. Que el amor puede ser silencioso, que el afecto puede ser un parpadeo, que la pertenencia puede sentirse en un roce sencillo.

Al final, no se trata de entenderlo todo, sino de estar dispuesto a escuchar. Y esa disposición cambia la manera en que convivimos, no solo con los gatos, sino con las personas que nos rodean. Porque lo que más necesitamos hoy, en medio de tantas voces, es recuperar la capacidad de percibir lo sutil, lo auténtico, lo que no grita pero transforma.

Y sí, sigo aprendiendo cada día. Porque así como mi gata tiene un lenguaje secreto, creo que cada persona, cada relación y cada experiencia también lo tiene. Solo hay que estar lo bastante despiertos para leerlo.

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sábado, 4 de octubre de 2025

Cuando perros y gatos hablan el mismo idioma (sin palabras)



Siempre me ha parecido fascinante la idea de que en casa habitamos un pequeño universo donde cada ser tiene su propio lenguaje. Cuando miro a mi perro y a mi gata, no dejo de preguntarme cómo es que se entienden sin necesidad de palabras. No comparten el mismo código biológico, no tienen una gramática común ni una escuela donde les hayan enseñado a convivir. Y sin embargo, basta con observarlos un rato para descubrir que hay algo más grande sosteniendo ese vínculo: la capacidad innata de escuchar con todo el cuerpo y leer con el corazón.

Yo crecí en un hogar donde los silencios decían tanto como las palabras. Mi familia me enseñó que no siempre hay que hablar para transmitir cariño, que a veces un gesto basta para reconocer al otro. Y quizá por eso me conmueve ver cómo perros y gatos, tan distintos en naturaleza, pueden llegar a entenderse. Como si fueran espejos que aprenden a traducirse mutuamente. Esa convivencia me recuerda que nosotros, los humanos, también estamos llamados a aprender el lenguaje de quienes son diferentes, aunque nos cueste, aunque al inicio parezca imposible.

He leído en estudios como los publicados por Animal Cognition o la Universidad de Lincoln que los animales de diferentes especies logran descifrar patrones corporales y sonidos después de convivir un tiempo juntos. Un perro aprende que el maullido agudo de una gata no siempre es una amenaza, sino una invitación a prestar atención. Una gata reconoce que el movimiento alegre de una cola perruna no es peligro, sino un gesto amistoso. Y en esa traducción silenciosa se construye un puente invisible. Me pregunto si los humanos no deberíamos reaprender lo mismo: leer la intención detrás del gesto antes de reaccionar con miedo o rechazo.

Recuerdo una tarde en la que mi gata se subió al sofá para dormir tranquila. Mi perro, entusiasmado, quería jugar. Ella lo miró con fastidio, levantó apenas la cola y con un simple giro de orejas le dijo “no ahora”. Y él, en lugar de insistir, se echó a su lado como un hermano resignado. Ese instante sencillo me pareció una clase magistral de respeto mutuo. Pensé: ¿cuántas discusiones humanas podrían evitarse si aprendiéramos a aceptar el “no ahora” del otro sin sentirlo como un rechazo personal?

En mis reflexiones me cruzo a menudo con los escritos de mi padre, donde habla del valor del tiempo, de la paciencia y de las relaciones auténticas (por ejemplo en Bienvenido a mi blog). Yo, desde mis 21 años, lo leo y siento que esas enseñanzas también caben en la relación entre especies. Porque perros y gatos no se entienden de la noche a la mañana; necesitan convivencia, ensayo y error, y sobre todo la voluntad de ajustarse al ritmo del otro. Lo mismo nos pasa a nosotros en la familia, en la sociedad y en los proyectos colectivos.

Me parece increíble que la ciencia confirme lo que el corazón ya sospecha: los animales que conviven con otras especies tienen menos estrés, más sociabilidad y una mayor capacidad de interpretar señales sociales. Lo dice la American Veterinary Medical Association, pero yo lo veo todos los días en mi casa. Y pienso que en el fondo es una metáfora de la vida misma: cuando convivimos con la diferencia, aprendemos a expandir nuestra sensibilidad y a crecer emocionalmente.

Claro, no siempre todo es armonía. A veces hay choques, gruñidos, carreras que parecen persecuciones, maullidos ofendidos o ladridos que rebotan en las paredes. Pero incluso en esos conflictos hay aprendizaje. Un perro que se frena ante el zarpazo juguetón de una gata está entendiendo límites. Una gata que deja que un perro se acerque a su comida por un segundo está practicando tolerancia. Y ambos están construyendo una jerga de convivencia que no necesita diccionarios, solo presencia, ensayo y respeto.

Cuando pienso en esta pequeña Torre de Babel doméstica, siento que los humanos no deberíamos ser tan distintos. Y sin embargo, nos cuesta. Nos aferramos a idiomas, ideologías, culturas y diferencias como si fueran muros insalvables. En lugar de traducirnos, nos atrincheramos. Y ahí es cuando vuelvo a mirar a mis compañeros de cuatro patas y me pregunto: ¿qué pasaría si en vez de defender tanto mi propio idioma, intentara aprender el del otro, aunque sea con gestos torpes? Quizá descubriría que el amor, al final, es el idioma más universal.

Este tema me conecta con algo que escribí hace poco en mi propio blog: la necesidad de recuperar la empatía en medio del ruido digital. Porque hoy, mientras los algoritmos deciden qué vemos y qué creemos, los animales siguen recordándonos que hay un canal mucho más puro: el de la mirada, el movimiento, el simple estar. Ellos no necesitan filtros ni pantallas para ser auténticos. Y nosotros, que nos decimos más evolucionados, muchas veces olvidamos esa lección.

Me gusta imaginar que, en cada hogar donde conviven perros y gatos, se está ensayando un pequeño milagro: el de la traducción sin palabras. Ese milagro nos enseña que la diversidad no es un obstáculo, sino una riqueza. Que la diferencia no es una amenaza, sino una oportunidad para ampliar nuestro propio lenguaje. Y que la convivencia, aunque imperfecta, siempre es posible cuando hay voluntad de escucharse.

A veces pienso que Dios, o ese ser supremo en el cual confío y del cual hablo en mi blog espiritual, se ríe con ternura al vernos tan complicados con nuestros idiomas y discursos. Porque mientras nosotros discutimos sobre quién tiene la razón, un perro y un gato en la sala de una casa cualquiera están recordándonos que el amor no necesita traducción. Solo presencia.

Así que la próxima vez que veas a tu perro y a tu gato compartir un silencio, míralos bien. Están hablando. Están construyendo un idioma secreto hecho de gestos, sonidos y respeto. Y quizá, si los escuchas con atención, descubras que también están diciéndote algo a ti: que todavía es posible entendernos, incluso en un mundo lleno de lenguas distintas.

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viernes, 3 de octubre de 2025

Cómo mimar a tu gata senior y disfrutar juntas al máximo



Imagino la vida de una gata como un libro lleno de capítulos hermosos. Al principio, todo es energía desbordada, saltos imposibles y esa curiosidad que nunca se apaga. Pero llega un momento, casi sin darnos cuenta, en el que pasamos de la travesura constante a la calma profunda. Ese es el capítulo senior, y para mí no es un final, sino un tiempo de plenitud, de silencios compartidos, de ternura en cada mirada.

Me pasa algo curioso: cuando observo a una gata en su etapa madura, siento que también estoy viendo un espejo de la vida humana. Ese instante en el que entendemos que no necesitamos correr detrás de todo para sentirnos vivos, que basta con un rincón cálido y alguien con quien estar para que el mundo vuelva a tener sentido. Mi gata, o la de cualquiera que haya tenido el privilegio de acompañar a una, enseña justamente eso: que la madurez no es pérdida, sino transformación.

Hoy quiero hablarte de cómo cuidar y mimar a tu gata senior, pero sobre todo de cómo aprovechar esa etapa para crecer tú también. Porque sí, cuidarla es cuidarte, y lo que compartes con ella se convierte en una especie de escuela emocional silenciosa, donde aprendes paciencia, compasión y gratitud.

Piensa en esto: a partir de los 7 u 8 años, las gatas ya entran en la categoría “senior”. Puede que aún las veas ágiles, que sigan explorando, pero su cuerpo empieza a dar señales distintas. A veces duerme más, a veces duda antes de saltar, a veces busca tu regazo más seguido que antes. Es normal. Y ahí es donde entra tu papel: acompañar, sostener, facilitar.

Una de las primeras cosas que descubres es que la alimentación ya no puede ser la misma. Es como cuando en casa nos damos cuenta de que no todo lo que comíamos de adolescentes nos sienta bien a los 20 o a los 30. Lo mismo pasa con tu gata: necesita proteínas de calidad, menos grasa, suplementos que cuiden sus articulaciones. Una amiga veterinaria me contaba hace poco que la glucosamina y la condroitina son casi un regalo divino para las patas cansadas de los felinos mayores. Y yo pensaba: qué increíble que algo tan sencillo pueda darle más años de comodidad.

El peso es otro detalle crucial. Porque sí, las gatas gorditas se ven tiernas, pero el sobrepeso en esta etapa es una carga enorme: trae consigo riesgo de diabetes, problemas renales, artrosis. El consejo no es que la pongas a dieta estricta, sino que observes, que ajustes, que consultes con su veterinaria y encuentres el equilibrio perfecto entre nutrición y disfrute.

Pero mimar a tu gata no es solo alimentarla bien. Es también regalarle movimiento, aunque sea en pequeñas dosis. Hay quien cree que porque son mayores ya no quieren jugar, pero la realidad es que su mente lo sigue necesitando. No hablo de juegos agotadores, sino de plumeritos suaves, pelotas pequeñas o rompecabezas de comida que la hagan pensar. A veces son cinco minutos, pero esos cinco minutos le iluminan la mirada y refuerzan el vínculo invisible que tienen contigo.

Y aquí entra algo que me toca personalmente: la compañía emocional. En mi vida, he visto cómo las relaciones cambian cuando las cuidamos en los momentos más frágiles. Así mismo con una gata senior: el vínculo se profundiza. Ella empieza a buscar más tu calor, más tus manos, más tu presencia. Es casi como si supiera que no tiene que demostrar nada, que puede ser simplemente ella. Y en esa vulnerabilidad se esconde un amor inmenso.

Los chequeos veterinarios se convierten en parte de la rutina. Y aunque a veces nos cuesta —por tiempo, por dinero, por el miedo de escuchar un diagnóstico—, son indispensables. Enfermedades como la renal crónica o los problemas dentales aparecen más de lo que imaginamos. Un chequeo anual, al menos, es como abrir una ventana al futuro: te permite anticiparte, prevenir, cuidar.

También el hogar cambia. Donde antes podía subir con un salto limpio, ahora quizá necesite una rampa improvisada o un escalón bajo. Donde antes dormía en lo alto del armario, ahora preferirá una cama mullida al nivel del suelo. Y eso no es renuncia, es adaptación. Como cuando nosotros mismos dejamos de trasnochar porque entendemos que la vida se disfruta mejor al amanecer.

Y aquí es donde conecto con algo que escribí en mi blog personal: la importancia de aceptar los ritmos de la vida sin aferrarnos a lo que ya pasó. Una gata senior no es una versión apagada de sí misma, es una maestra distinta. No corre como antes, pero enseña a valorar lo pequeño: un ronroneo suave, una siesta compartida, el simple hecho de estar.

Cuidar a una gata en su etapa senior no es una carga, es un privilegio. Porque cada día con ella es un recordatorio de lo esencial: el tiempo es un regalo, no un derecho. Y si lo miras bien, ella no solo está envejeciendo… también te está mostrando cómo hacerlo tú algún día, con dignidad, calma y ternura.

Yo pienso que, al final, lo que realmente hace feliz a una gata senior no es solo la comida, ni el juego, ni las visitas al veterinario. Es sentir que sigue siendo parte de tu vida, que no sobra, que todavía tiene un lugar. Es saber que, incluso en la lentitud, alguien la mira con amor. Y esa es una lección que podríamos aplicar a tantas personas mayores que nos rodean y que, a veces, olvidamos acompañar.

Así que, si hoy tienes la suerte de vivir con una gata senior, mírala distinto. Dale la comida adecuada, sí. Llévala al veterinario, claro. Pero sobre todo, siéntate con ella. Escucha su ronroneo. Déjala dormir a tu lado. Porque esos momentos, aunque parecen pequeños, son los que al final llenan las páginas de la historia compartida. Y créeme: cuando falten, serán los que más recuerdes.

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jueves, 2 de octubre de 2025

Un abandono que empieza en silencio



Un gato dejado en la calle.
Una puerta que se cierra.
Una historia que se rompe de golpe.

Nos suena familiar, ¿no? Ese es el abandono que todos imaginamos: físico, evidente, cruel. Pero lo que muchas veces no vemos es que el abandono también puede empezar mucho antes de que un gato sea dejado en la calle. Puede comenzar dentro de la misma casa, en silencio, cuando sin darnos cuenta dejamos de mirar, de escuchar, de intentar comprender.

Me impresiona pensar que no es diferente a lo que pasa en las relaciones humanas. Una amistad que se enfría no siempre muere porque alguien se va, sino porque dejamos de hacer el esfuerzo de estar presentes. Un vínculo familiar se rompe no solo por discusiones, sino también por el cansancio de no saber cómo sostenerlo. Y un gato… ese ser que confía en nosotros sin reservas, también puede sentirse abandonado aun cuando siga durmiendo en nuestro sofá.

He leído en Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com/) cómo el silencio puede ser tan fuerte como la palabra, y me doy cuenta de que en los vínculos con los animales pasa igual: el silencio pesa. Pesa cuando dejamos de interpretar un maullido como una necesidad y lo vemos como una molestia. Pesa cuando la paciencia se acaba y olvidamos que ellos también sienten miedo, ansiedad o dolor.

No es que dejemos de quererlos. Es que, como seres humanos, también nos agotamos. Nadie nos enseñó cómo manejar la frustración cuando el gato araña un mueble, cuando no se adapta a un cambio de casa o cuando enferma y no sabemos cómo acompañarlo. El abandono, entonces, no nace del odio… nace del cansancio, de la falta de herramientas, de no tener a quién preguntar cómo seguir queriendo bien.

Eso me recuerda lo que alguna vez escribí en El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo (https://juanmamoreno03.blogspot.com/): la verdadera soledad no aparece cuando estamos físicamente solos, sino cuando dejamos de sentirnos comprendidos. Un gato puede estar rodeado de gente y aun así sentirse solo, igual que nosotros en medio de una fiesta.

Quizá lo más duro es reconocer que convivir con un animal implica acompañarlo también en lo invisible. No se trata solo de llenar su plato de comida o limpiar la arena, sino de sostener un puente invisible entre su mundo y el nuestro. Un puente que requiere paciencia, empatía y, sobre todo, voluntad de escuchar aunque no hablen nuestro idioma.

¿Y si lo pensamos más allá? Ese puente es el mismo que necesitamos construir entre las personas. Con nuestros padres, hermanos, amigos, parejas… o incluso con nosotros mismos. Porque sí, muchas veces también nos abandonamos: dejamos de escucharnos, de atender nuestras emociones, de mirarnos con cariño cuando más lo necesitamos.

Por eso, creo que leer un texto como este no es solo una reflexión sobre gatos. Es un espejo. Un recordatorio de que todos, humanos y animales, pedimos lo mismo: no ser dejados atrás en lo invisible.

Y aquí hay algo que me da esperanza: el hecho de que estés leyendo esto ya es un acto diferente. Significa que todavía quieres entender, que todavía tienes la capacidad de mirar con otra intención. Eso también cuenta. Eso ya reconstruye un poquito el puente.

Lo veo como un llamado. No solo a cuidar mejor a nuestros animales, sino a cuidar mejor los vínculos en general. A atrevernos a pedir ayuda cuando no sabemos cómo seguir. A reconocer que amar no siempre es fácil, pero que siempre es posible aprender nuevas formas de hacerlo.

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/), aprendí que acompañar es un acto espiritual: es estar presente incluso cuando no tenemos todas las respuestas. Esa enseñanza aplica tanto para un gato que maúlla en la madrugada como para un amigo que no encuentra sentido a sus días.

Y entonces me pregunto: ¿cuántas veces hemos sentido que alguien nos “abandonó” aun estando cerca? ¿Cuántas veces hemos sido nosotros quienes dejamos de mirar, no por falta de amor, sino por cansancio, por miedo, por sentirnos superados?

La clave, creo, está en atrevernos a volver. Volver la mirada, volver el gesto, volver al puente. No con reproches, no con culpas, sino con la humildad de aceptar que los vínculos no se sostienen solos. Se sostienen con elección diaria, con paciencia, con silencios compartidos y también con errores que se reparan.

Quizá lo más hermoso de todo esto es que siempre hay tiempo para empezar de nuevo. Un gato puede volver a confiar si volvemos a mirarlo con amor. Una relación humana puede sanar si nos damos el permiso de tender otra vez la mano. Nosotros mismos podemos rearmarnos si dejamos de ignorar lo que sentimos.

Ese es el aprendizaje más profundo: el abandono no tiene que ser definitivo. Puede convertirse en un recordatorio de lo frágiles que son los vínculos y, al mismo tiempo, de lo valiosos que son.

Hoy, mientras escribo estas palabras, pienso en todos los puentes que aún puedo reconstruir. Con mis seres queridos, con los animales que me han acompañado, conmigo mismo. Y me doy cuenta de que la vida, al final, no es otra cosa que esa constante decisión de volver a conectar.

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miércoles, 1 de octubre de 2025

La pregunta que cambia todo



Hay preguntas que parecen sencillas, casi ingenuas, pero que cuando se lanzan al aire tienen el poder de mover algo dentro de nosotros. Me pasó hace poco con una de esas preguntas que parecen de cajón y terminan siendo espejo. La cuestión fue simple: si tu perro fuera una persona en tu casa, ¿qué rol tendría?

Puede sonar a juego, a dinámica de psicología barata, o a excusa de conversación casual. Pero créeme que no lo es. La respuesta que cada miembro de una familia da puede revelar más de lo que diría en meses de terapia, discusiones o silencios acumulados. Porque no estamos hablando solo del perro, sino de lo que proyectamos en él, de cómo vivimos la convivencia, de lo que cargamos sin darnos cuenta.

Yo mismo me hice la pregunta. Tengo la suerte de haber crecido rodeado de vínculos fuertes, familiares y también espirituales. En mi casa, el perro fue siempre algo más que un animal: era cómplice, era guardián, era ese ser silencioso que parecía entender lo que nadie decía en voz alta. Si lo pienso desde ahí, en diferentes etapas de mi vida él fue cosas distintas: a veces el hermano menor que necesitaba protección, otras el mediador que calmaba los enojos, y muchas veces el rebelde que se escapaba justo cuando todos queríamos que obedeciera.

Lo impactante no es que el perro cambie de rol, sino que nosotros mismos lo hacemos. Y eso habla de lo que llevamos dentro. Cuando alguien dice que su perro es “el bebé de la familia”, lo que se refleja es quizá una sobreprotección que se extiende a todo lo demás: hijos que no se sueltan, padres que no confían, vínculos que asfixian. Cuando alguien lo ve como el “mediador”, puede ser porque realmente está absorbiendo tensiones, como un pequeño salvavidas emocional que paga el precio del estrés humano. Y si lo ven como el “rebelde incomprendido”, tal vez la incoherencia no está en el perro, sino en la falta de reglas claras entre las personas.

Lo pienso y me doy cuenta de que esta pregunta es, en realidad, un espejo de la vida. Como escribí en mi blog personal, lo que decimos sobre los demás —animales, amigos, familia— habla más de nosotros que de ellos. Y entonces el perro se convierte en excusa, en puente, en un traductor de dinámicas familiares profundas que normalmente nos cuesta aceptar.

Lo curioso es que la sociedad funciona parecido. A veces el perro de la familia es como el ciudadano en un país. Si se le ve como el bebé indefenso, el Estado lo sobreprotege y termina limitando su autonomía. Si se le carga como mediador, la gente termina resolviendo conflictos que deberían solucionar quienes gobiernan. Si se le etiqueta como rebelde, quizás lo que falta son reglas claras y justas para todos. He visto esa misma lógica en empresas, en colegios, en grupos de amigos. Cambian los escenarios, pero el fondo es el mismo: la forma en que tratamos al más vulnerable revela la salud real de los vínculos.

En un texto que encontré en Mensajes Sabatinos, se hablaba de cómo las relaciones nos ponen frente a nosotros mismos como un reflejo divino. Y pensé que esta pregunta del perro encaja ahí: porque no se trata del perro, sino de lo que somos incapaces de ver en nosotros mismos. Cuando alguien dice “él es el rebelde incomprendido”, tal vez está hablando de sí mismo, de lo que nunca se atrevió a expresar. Cuando otro dice “es el mediador”, quizá reconoce en el perro lo que él mismo hace: cargar la paz de la casa sobre sus hombros en silencio.

También me hizo recordar algo que escribí en un momento de crisis en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías. Hablaba de cómo a veces la espiritualidad se disfraza en formas inesperadas: una mirada, un abrazo, un silencio. Hoy pienso que también puede ser un perro que nos refleja, con su fidelidad o con su rebeldía, lo que nosotros no queremos admitir.

Y claro, este ejercicio no se queda en lo personal. Me pregunto cuántas veces nos atrevemos a hacer preguntas que cambian la perspectiva. Vivimos llenos de respuestas automáticas, de rutinas, de frases hechas, pero pocas veces nos detenemos a preguntarnos de verdad: ¿Qué papel estoy jugando yo en mi familia, en mi trabajo, en mi comunidad? Porque no basta con señalar al perro, al hijo, al jefe o al político. La pregunta que cambia todo es la que nos devuelve la mirada.

A mis 21 años, todavía me debato entre querer respuestas claras y aceptar que la vida no siempre las da. Pero lo que sí tengo claro es que las preguntas son brújulas. Una sola puede abrir grietas en certezas que parecían firmes, y esas grietas son oportunidades para entrar en contacto con una verdad más honesta. No siempre cómoda, pero sí más viva.

Tal vez por eso me gusta tanto escribir, porque las palabras son preguntas disfrazadas. Preguntas que me hago a mí mismo y que lanzo al aire para ver si alguien más las recoge. Y si no, al menos me ayudan a no olvidarme de que vivir con conciencia significa atreverse a mirar más allá de lo evidente.

Así que la próxima vez que alguien te pregunte qué papel juega tu perro en tu familia, no te rías ni lo respondas rápido. Respira. Escucha lo que sale. Y date cuenta de que quizá esa respuesta te está contando algo sobre ti, sobre los tuyos, sobre lo que callan o sobre lo que sueñan. Y, sobre todo, entiende que en lo simple también habita lo profundo.

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“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

martes, 30 de septiembre de 2025

Qué es la Revolución Multiespecie?



Hay preguntas que parecen pequeñas, pero cuando las piensas bien te cambian la mirada.
“¿Qué es la revolución multiespecie?” es una de esas.
Porque no es solo una tendencia, ni una moda de redes sociales. Es una forma distinta de entendernos.
Una manera de vivir que no te pide que renuncies a ser humano, sino que te invita a reconocer que no estamos solos en la experiencia de sentir.

Crecí en un hogar donde siempre hubo animales cerca. Perros, gatos, pájaros que mi abuelo rescataba y liberaba cuando podían volar. De niño creía que era algo natural, casi inevitable. Pero con los años me di cuenta de que no era solo costumbre, era un acto político y espiritual: vivir reconociendo al otro como legítimo, aunque no hable mi idioma.

Hoy, cuando hablo de la revolución multiespecie, no me refiero a casas llenas de patitas corriendo —aunque también puede ser así—, sino a un cambio en nuestra forma de mirar. Se trata de ver a los animales no humanos como miembros reales de nuestras familias, con emociones, historias y derechos propios. Se trata de derribar la idea de “mascota” como objeto y abrazar la idea de “compañero” como sujeto.

En España, esta realidad está creciendo. Según el INE (2022), cerca del 40 % de los hogares ya conviven con al menos un animal. Y en 2022 llegó un hito histórico: los animales fueron reconocidos legalmente como seres sintientes. Esto significa que ya no son “cosas”, sino sujetos de derechos, con capacidad de sentir y, por tanto, dignos de respeto. Ese cambio legal es apenas la punta del iceberg de un cambio cultural enorme.

En Colombia, aunque la legislación avanza más despacio, ya se sienten vientos similares. Cada vez más personas exigen leyes que protejan a los animales, que garanticen su bienestar y que castiguen el maltrato. Y más allá de la ley, se empieza a notar un cambio en la conversación: los animales son parte del nosotros.

La revolución multiespecie también tiene una dimensión íntima. No es solo política. Es emocional.
Cuando tu perro te mira y ambos liberan oxitocina —la misma hormona del amor que se libera cuando abrazas a alguien querido— no es un dato de curiosidad, es un recordatorio de que somos especies distintas con un mismo mapa emocional. Nagasawa et al. (2015) lo demostraron en Science: la mirada mutua entre perros y humanos aumenta la oxitocina en ambos, fortaleciendo el vínculo.

Esto, en la práctica, significa que cuando compartes tu vida con un animal no humano, no solo estás dando cuidado, también estás recibiéndolo. Te ayuda a regular tu estrés, a moverte más, a estar presente. Westgarth et al. (2017) mostraron que quienes viven con perros caminan un 30 % más que quienes no, y no solo por obligación: el movimiento compartido mejora la salud mental y física.

Pero la revolución multiespecie no es solo cuidar. Es aprender a leer.
Cada animal tiene su lenguaje: gestos, posturas, silencios, miradas, pausas. Aprender ese idioma es como aprender un lenguaje secreto lleno de amor y complicidad. Evita malentendidos, fortalece el vínculo y transforma la convivencia.

No es casualidad que muchas personas lleguen a Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías buscando respuestas espirituales y terminen hablando de sus animales. La espiritualidad y la convivencia multiespecie no están tan lejos. Ambas parten de reconocer el misterio del otro.

Y sí, la revolución multiespecie también implica responsabilidad.
Implica entender que no basta con alimentar o vacunar.
Implica respetar tiempos, espacios y emociones.
Implica dejar de ver a los animales como proyectos de perfección y empezar a verlos como sujetos con ritmos propios.
Implica reconocer que, a veces, necesitamos aprender —o desaprender— para cuidar mejor.

A mí me pasó.
Con mi primera perrita creí que “educar” era imponer. Con el tiempo aprendí que educar era acompañar. Que en lugar de moldearla a mi gusto, debía aprender su lenguaje, su carácter, su historia. Y al hacerlo descubrí algo: no solo se transformó ella, también me transformé yo.

Esta revolución no sucede en abstracto. Sucede en cada casa, en cada paseo, en cada mirada. Sucede cuando eliges no pegar, cuando eliges esperar, cuando eliges aprender antes de castigar. Sucede cuando te preguntas no “¿qué me da mi perro?” sino “¿qué necesita mi perro?”.

Algunas personas me han preguntado si esto no es “exagerado”. Si no estoy “humanizando” a los animales. Yo creo que no. Lo que estamos haciendo es animalizarnos un poco más nosotros: reconocer que no somos tan distintos, que la vulnerabilidad y la emoción no son exclusivas de la especie humana.

En ese sentido, escribir en Mi Blog personal y en Bienvenido a mi Blog me ha permitido ver cómo mucha gente que antes veía a los animales como un “extra” en su vida ahora los ve como un “centro”. Y cuando eso pasa, cambia también la forma en que se relacionan con otros humanos. Se vuelven más empáticos, más atentos, menos violentos.

Estamos viviendo una revolución hermosa: la revolución multiespecie.
No tiene banderas, ni partidos, ni líderes únicos. Se vive en el día a día, en la decisión de adoptar en vez de comprar, en la paciencia de educar sin violencia, en la alegría de compartir silencios. Es una forma de vida en la que el respeto, la comprensión y el cariño son la base.

Si estás pensando en ampliar tu familia con un nuevo compañero peludo o ya formas parte de esta maravillosa realidad, recuerda que tu vida cambiará para siempre. No será solo más alegre. Será más consciente. Será más humana en el mejor sentido.

Gracias por formar parte de esta bonita revolución peluda. Gracias por leerme, por cuestionarte, por no conformarte con medias verdades y buscar tu propio camino.

Con muchísimo cariño,

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