jueves, 6 de noviembre de 2025

Deja de luchar contra la humanización



Durante años nos han enseñado a desconfiar de lo humano que hay en nosotros. A contener los impulsos de ternura, a controlar el cariño como si sentir fuera una debilidad. Nos repiten que no debemos “humanizar” a los animales, que no debemos llorar por quienes “solo eran una mascota”, que no podemos confiar tanto en las personas, que el corazón se usa con cautela. Pero entre más lo pienso, más claro tengo que el error no está en humanizar… sino en olvidar qué significa ser humano.

Una vez escuché a una educadora canina decir que las familias no deberían hablarle con dulzura a sus perros, que no debían tratarlos como hijos, que eso “desconfiguraba” la relación. Y me hizo pensar en algo más grande: ¿por qué sentimos vergüenza de conectar con lo que nos hace sentir? Tal vez el problema no sea la humanización, sino el modo en que la hemos reducido a un estereotipo: una emoción mal entendida, una proyección mal usada, una sensibilidad que el mundo moderno no sabe gestionar.

Humanizar no es convertir a otro ser en humano. Es reconocer en él lo que nos recuerda que lo somos.

Cuando una familia cree que su perro se “venga” por quedarse solo en casa, lo que hay detrás no es una confusión conductual, sino una forma de expresar su propia empatía. Están traduciendo lo que ven con las únicas herramientas emocionales que conocen: las suyas. En vez de corregirlos, podríamos canalizar esa emoción. Como decía la profesional en el texto original, no se trata de negar la humanización, sino de entender que sin ella no existiría la relación misma entre humanos y animales.

Esa frase me golpeó fuerte: “Sin humanización, no existirían las familias con perros”. Porque al final, lo que nos unió hace miles de años a los animales fue esa misma capacidad de proyectar afecto, de imaginar que el otro también siente, también espera, también teme. Lo que algunos llaman error cognitivo fue, en realidad, la base de nuestra convivencia.

Y si lo piensas, pasa lo mismo entre nosotros. Vivimos en una sociedad que pretende corregir las emociones como si fueran errores de fábrica. “No llores”, “no exageres”, “no te apegues tanto”, “no sientas tanto”. Pero cuando anestesiamos lo humano, también se apaga lo que nos permite conectar, sanar, y crear vínculos verdaderos.

A veces pienso que luchamos contra la humanización porque tememos a lo que revela de nosotros.

Nos da miedo admitir que sentimos más de lo que mostramos. Que hay días en los que necesitamos hablar con alguien, aunque sea un perro. Que nos duele ver sufrir a otro ser, incluso si no puede hablar. Nos da miedo porque eso rompe la coraza del autocontrol, la falsa idea de que sentir nos hace vulnerables.

Pero en realidad, sentir nos hace funcionales. Nos permite entender, anticipar y cuidar. Como decía en uno de los textos de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías: “La empatía no se mide en palabras ni credos, sino en la capacidad de ver al otro como parte de ti.”
Y eso aplica igual para las personas, los animales, la naturaleza, o incluso para una máquina si algún día llegamos a diseñarla con conciencia.

Porque al final, humanizar es una forma de recordar que no somos superiores, sino interdependientes.

En mi generación, crecemos entre contradicciones. Por un lado, se nos pide ser más conscientes, más empáticos, más sensibles al medio ambiente, a los animales, a las emociones. Pero al mismo tiempo se nos castiga por sentir demasiado, por involucrarnos, por “dramatizar”. Se aplaude la inteligencia emocional mientras se ridiculiza la vulnerabilidad.

Yo lo he vivido. En momentos en los que he querido entender el dolor de alguien, me han dicho que no me meta, que no cargue con lo que no me corresponde. Y tal vez tengan razón: no se trata de cargar, sino de acompañar. Pero acompañar implica dejarse afectar, y eso es precisamente lo que la sociedad teme.

Nos enseñan a pensar, pero no a sentir. A razonar, pero no a comprender. A comunicarnos, pero no a escuchar de verdad.

Y así, terminamos educando a los niños —y a los adultos— para ocultar la emoción, para “no humanizar” ni siquiera su propio dolor.

Cuando hablo de humanización, no lo hago solo desde los animales. Hablo también de las relaciones. De la forma en que tratamos al otro cuando su forma de sentir nos incomoda. Del modo en que juzgamos a quienes aman diferente, o cuidan diferente, o sufren diferente. De la rapidez con la que diagnosticamos, corregimos y etiquetamos.

Como si todo lo que se sale del molde necesitara ser “reentrenado”.

En Bienvenido a mi blog, hay una frase que siempre me marcó: “El mundo no necesita menos emociones, sino más razones para sentir sin miedo.”
Esa frase me hace pensar que el verdadero reto de esta época no es dejar de humanizar, sino aprender a hacerlo bien. No desde la proyección o el ego, sino desde la comprensión profunda del otro. Desde un amor responsable, consciente y sin pretensiones.

Porque humanizar mal es imponer. Pero humanizar bien es acompañar.


Hoy creo que la verdadera educación emocional —para personas o animales— empieza cuando dejamos de negar la naturaleza del vínculo. Cuando en lugar de corregir el sentimiento, lo traducimos. Cuando aceptamos que detrás de cada acción hay una historia, una emoción, una necesidad no expresada.

Y esto vale para todo: para un perro que destroza la casa, para un amigo que se aleja, para un padre que grita, para un hijo que calla. Nadie actúa porque sí. Todos estamos intentando entendernos, con las herramientas que tenemos.

Eso también es humanización: reconocer en el otro un reflejo de nuestras propias carencias y esperanzas.

Y si somos sinceros, todos necesitamos ser comprendidos desde ese lugar.

Hay una parte espiritual en todo esto que me resuena profundamente. En Mensajes Sabatinos, se habla mucho del propósito de cada experiencia humana, incluso las que parecen simples. Y creo que humanizar, en el sentido más noble, es parte de ese propósito. Es el lenguaje del alma traducido a gestos cotidianos: cuidar, abrazar, mirar con ternura, sentir compasión.

Cuando alguien dice “no humanices”, tal vez lo que realmente teme es perder el control que le da la distancia. Pero la distancia también enfría el alma.

El mundo no necesita menos humanidad. Necesita más comprensión sobre lo que significa ser humano.

Si algo he aprendido en los últimos años es que el equilibrio no está en dejar de sentir, sino en aprender a dirigir lo que sentimos.

Podemos humanizar sin perder límites. Podemos empatizar sin perder claridad. Podemos amar sin anularnos. Podemos cuidar sin olvidar cuidarnos. No se trata de reprimir la emoción, sino de entenderla y usarla como motor de conexión.

Como decía mi abuelo —y todavía lo recuerdo con esa voz pausada que lo hacía parecer sabio hasta cuando hablaba del clima—:
“Uno no se hace menos racional por llorar. Se hace más humano por no tener miedo de hacerlo.”

Y creo que eso es lo que falta en muchos discursos actuales: valentía emocional. La capacidad de decir “sí, me importa”, “sí, me duele”, “sí, lo entiendo”. Esa es la base de cualquier cambio social o espiritual. Porque mientras no aprendamos a reconocer nuestra propia humanidad, seguiremos buscando control en lugar de conexión.

Así que deja de luchar contra la humanización.

No la veas como un error, sino como una oportunidad de evolución emocional.
No la corrijas, canalízala.
No la juzgues, obsérvala.

Porque cada vez que reconoces la emoción del otro, aunque sea un perro, una persona, o un recuerdo, estás haciendo el trabajo más noble que se puede hacer en esta vida: aprender a mirar con amor.

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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Reflexión desde lo íntimo: ¿Por qué tantos educadores caninos lo están dejando?



Hubo un día en que me encontré con el número 73 %. Setenta y tres por ciento de educadores caninos abandonan su profesión antes de los cinco años. Esa cifra me sacudió por completo — y como joven de 21 años, crecí con entusiasmo por la tecnología, la conciencia colectiva, el vínculo humano-animal y los matices que generan la vida y el trabajo. Y me dije: esto no es solo un dato, es una señal. Hoy quiero caminar contigo por ese sendero de preguntas, luchas y reflexiones que no siempre se cuentan, pero que se viven.

Cuando empecé a leer sobre el fenómeno del “burn‐out” en profesionales de la conducta canina, descubrí algo que me resonó profundamente: no se trata de que el formador de perros no tenga técnica, no se trata de que no sepa de adiestramiento. No. Se trata de un desgaste emocional, de una tensión que se filtra entre lo que desean lograr (para el perro, para la familia) y lo que finalmente se puede conseguir. Ese espacio, intangible pero real, es el que está rompiendo a tantos.

Creo que esa tensión toca tres polos: “el perro”, “la familia humana” y “yo como profesional”. Y cada uno conlleva expectativas, cargas, sueños, frustraciones.

El perro

Cuando decidimos formarnos, amamos a los perros. Nos familiarizamos con sus modos, sus silencios, su cuerpo, su mirada. Pero formar un perro no es solo enseñarle “siéntate”, “camina” o “no saltes”. Es comprender al perro como ser vivo, como vínculo, como espejo de nosotros mismos. Y cuando el vínculo con la familia no responde —cuando el perro avanza y la familia humana no acompaña— se hace difícil. Esa sensación de conocer la ruta, pero que otros no la transiten contigo, genera una herida. Y cuando esa herida se repite sesión tras sesión, empieza a pesar.

La familia humana

En los foros se comenta así:

“A lot of people think being a dog trainer is just about loving dogs — it’s not. … You can’t just show up and show the dog what to do. You have to be a people person, empathetic, … I’ve cried with clients … There are going to be people that are difficult and don’t want to listen.”  

Y en ese simple testimonio aparece lo que rara vez se dice: educar caninos es también educar familias. Es influir sobre relaciones humanas, expectativas, patrones, dinámicas. Y eso requiere más que técnica; requiere contención, paciencia, humildad, conversación. Si el profesional no ha sido entrenado para ese “trabajo humano detrás del perro”, la frustración empieza a crecer.

Yo como profesional

Aquí es donde quiero detenerme bien. Porque algo clave que descubrí es que muchos profesionales sienten que el problema es de ellos: “no lo estoy haciendo bien”, “no estoy progresando”, “elegí mal mi carrera”. Y aceptan que quizá el sacrificio emocional es parte del paquete. Pero, desde mi mirada (y mi juventud que se nutre de conciencia y espiritualidad) quiero decirte: no eres tú solo. No eres tú sólo. Hay algo sistémico que está fallando. Algo que no se enseña. Algo que se subvalora.

Por ejemplo, la investigación revisa el desgaste del cuidador humano de perros con problemas comportamentales —que podría equipararse al formador que está constantemente “en el frente” de la familia-perro-profesional— y dice: “la cercanía de la responsabilidad, el apoyo escaso, la sensación de culpa, la carga emocional, todo genera un desgaste que termina por romper vínculos”.

Si esto sucede entre cuidadores, ¿cuánto más para los educadores que constantemente rediseñan estrategias, intentan motivar familias, gestionan emociones y perros, a veces en situaciones complicadas?

¿Qué está fallando sistemáticamente?

Voy a enlistar tres grandes áreas que, en mi reflexión, requieren atención profunda:

1. Formación incompleta en “familia humana”
Se forma al profesional en técnicas, métodos, conducta canina. Pero pocas veces en “trabajar con familias”, en gestionar resistencia, en entender dinámicas humanas (“mi perro tira, mi pareja no coopera, mis hijos interfieren”). Sin ese entrenamiento, muchas sesiones se convierten en “yo controlo al perro y nadie me escucha” y eso desgasta.

2. Falta de espacio para el propio profesional
El educador se convierte en contenedor de frustraciones: de la familia, del perro, de sus propias expectativas. ¿Dónde está su red, su supervisión, su formación continua, su salud emocional? En el foro citado más arriba, se afirma que “burn-out is real because you try to help everybody but can’t always help everybody.” Es decir: incluso con buen corazón, hay un límite invisible al que muchos no prestan atención.

3. Modelo de negocio o mercado que no considera el humano detrás del perro
En muchos casos se espera al educador como “solución rápida”, como “apresurar resultados”, como “producto”. Eso introduce presión, expectativas externas y autocrítica. Y cuando la familia humana no cumple el plan, o cuando la adopción del cambio es lenta, el profesional siente que “fracasa”. Pero quizás no es fracaso, sino un modelo mal diseñado.

Hacia una mirada esperanzada

Y aquí es donde mi tono joven, sí, pero con conciencia, te invita a algo distinto: a repensar la profesión, a reconectar con la vocación, a rediseñar el trabajo.

Cuando yo vislumbro un profesional de conducta canina que se queda en la profesión más de cinco años, no lo veo solo entrenando perros: lo veo también construyendo relaciones humanas, gestionando emociones, desarrollándose como persona, reflexionando sobre su práctica. Veo a alguien que entiende que el vínculo no es solo perro-familia, sino profesional-sí mismo.

¿Y cómo comenzar ese camino?

  • Reconocer que también estás trabajando con humanos: cuando entres a sesión, no solo pienses “cómo le enseño al perro” sino “cómo conecto con los humanos que acompañan al perro”. Ese paso marca la diferencia.

  • Construir soporte interno: hazte preguntas: ¿Cómo cuidaré mi energía? ¿Dónde iré si siento que estoy agotado? ¿Tengo colegas con quienes hablar? Porque el cansancio emocional no es debilidad, es señal de que estás moviendo algo profundo.

  • Rediseñar tu propuesta: quizá ya no solo hagas sesiones técnicas, sino que incluyas conversación previa con la familia, claridad de expectativas, seguimiento de compromiso humano. Esa inversión de tiempo temprano puede ahorrar desgaste después.

  • Volver al “por qué” vocacional: ¿Por qué amaste esta profesión? ¿Qué quieres transformar? Cuando el “qué” (adiestrar perros) se conecta con el “por qué” (mejorar vidas, conectar vínculos, generar consciencia) el trabajo gana otro sentido y el desgaste pierde poder.

Conexiones con vida, espiritualidad y tecnología

Porque, como joven que mira la vida con tecnología, espiritualidad y sociedad, también quiero traer esta mirada: este trabajo no se hace en un vacío. Vivimos en tiempos de conexión digital, de conciencia animal, de colectivos que reclaman ética, responsabilidad, cuidado. Un profesional de conducta canina puede integrarse en esa corriente.

Por ejemplo, la tecnología está proponiendo nuevos escenarios para la relación humano-perro. Un estudio reciente dice que “el papel de la tecnología en la relación humano-perro puede devenir en pesadilla o en sueño” dependiendo de cómo se use.  Es decir: como educador, puedes ver la tecnología como aliada para facilitar, monitorear, acompañar, o puedes verla como factor que distancia, que genera expectativas desmedidas, que transforma la relación en “producto”. Requiere conciencia.

Y la espiritualidad —esa fuerza de conexión, de humildad, de servicio— también tiene lugar. Porque cuando ayudas a perros y familias, estás participando de un acto mayor: aliviar sufrimiento, generar armonía, construir vínculo. Esa dimensión suele olvidarse, y sin ella la profesión se vuelve solo técnica y se apaga el fuego que la encendió.

Mi invitación desde la experiencia joven

Quiero dejarte con algo que me resuena profundo. Hace cuatro años, leyendo algo sobre vocaciones, encontré que lo más importante no es la “gran meta”, sino los pequeños actos diarios que suman. Aquí lo aplico: cada sesión, cada escucha paciente, cada familia que te dice “gracias”, cada perro que hace un pequeño avance… todo cuenta.

Y si hoy estás ahí, sosteniendo la correa de un futuro profesional y sientes ese cansancio, esa duda, ese “¿acaso no vale la pena?”, quiero que lo veas diferente: no estás solo, no es solo tu falla, es señal de que algo puede cambiar. Puedes recuperar la ilusión, rediseñar tu misión, conectar con tu “por qué”, rodearte de soporte y aportarle a tu profesión algo que trascienda: más humanidad, más relación, más consciencia.

Y si eres educador que está dejando la profesión, te digo: puede que sea momento de reinventarte sin abandonar lo que amas. Tal vez no salir del sector, sino transformar tu propuesta: menos perfección, más acompañamiento; menos velocidad, más relación; menos técnica mecánica, más vínculo consciente.

Cierre de presente y futuro

Como joven que mira al mañana sin desconectarse del hoy, te digo: hay espacio para los que quieren quedarse y transformar. Que la cifra del 73 % no sea tu historia, sino el punto de giro que te inspira a escribir la tuya. Porque al final, lo que importa no es sólo el perro que se sienta, sino la familia que entiende, el profesional que crece y la comunidad que se fortalece.

La imagen que acompaña este texto sería: un joven (como yo) de perfil, en medio de un parque urbano al atardecer, con un perro junto a él, ambos en calma, mientras en el fondo un grupo humano conversa. La luz es tenue, dorada; los colores cálidos y serenos. No hay texto, solo transmisión de introspección, conexión, energía joven y madura al mismo tiempo.

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martes, 4 de noviembre de 2025

No sabía que los gatos se subían a los muebles


A veces la vida nos sorprende con cosas que, en realidad, no deberían sorprendernos. Como ese señor que adopta un gato y lo devuelve al día siguiente porque “se sube a los muebles”. O esa familia que abandona a su perro porque “hace ruido con las patas al caminar”. Lo cuentan como si fuera una tragedia, cuando en realidad lo trágico es que nunca entendieron lo que estaban recibiendo: una vida.

Parece gracioso, pero no lo es. Es un espejo. Un reflejo de cómo nos relacionamos con lo que no controlamos, con lo que no entendemos o no se comporta según nuestras expectativas. Adoptar un animal sin comprender su naturaleza es, en el fondo, una metáfora de cómo muchos humanos nos vinculamos con todo: queriendo moldear lo que no nos pertenece, queriendo silenciar lo que respira diferente.

Porque no se trata solo de gatos o perros. Se trata de nosotros.
De nuestra necesidad de tenerlo todo bajo control, de domesticar la realidad para que no nos incomode.

Y sin embargo, lo más hermoso que tienen los animales —y la vida en general— es precisamente eso: su autenticidad indomable.

Recuerdo cuando era niño y mi abuelo decía que quien adopta un animal no lo hace por compañía, sino por aprendizaje. Que los animales enseñan lo que los humanos olvidan: la presencia, la paciencia, la lealtad sin condiciones. Me lo repitió tantas veces que se volvió un eco en mi cabeza cada vez que veo a alguien que adopta “porque le da ternura”.

Pero la ternura sin conciencia se agota rápido.
Y la ternura sin compromiso se convierte en abandono.

Adoptar no es llenar un vacío. Es compartir el tuyo con otro ser que también lo tiene.
Es convivir con un alma distinta a la tuya, que no te habla con palabras, pero sí te lee los silencios.

Cuando un gato se sube a los muebles, no está desobedeciendo; está explorando.
Cuando un perro ladra o camina fuerte, no te está desafiando; está existiendo.

Y cuando un humano se molesta por eso, lo que en realidad le molesta no es el ruido ni el movimiento. Le molesta perder el control.

Vivimos tiempos raros. De pantallas, de filtros, de gente que adopta lo que no puede sostener: una mascota, una relación, una causa, incluso una versión de sí misma. Queremos resultados sin proceso, cariño sin compromiso, compañía sin adaptación.

En el fondo, tal vez no adoptamos animales. Adoptamos expectativas.
Queremos que sean como imaginamos, y cuando no lo son, decimos “no era lo que pensaba”.

Pero ¿cuántas veces la vida entera no es lo que pensabas?
¿Y acaso por eso la devuelves?

La responsabilidad no está en el animal. Está en el humano.
El gato no tiene que dejar de subirse a los muebles. Tú tienes que aprender a vivir con la naturaleza de otro ser.
Ahí empieza la verdadera empatía: cuando entiendes que el mundo no está hecho para complacerte, sino para coexistir contigo.

He visto muchos hogares romperse por cosas pequeñas: pelos en el sofá, una planta mordida, un zapato destruido. Y pienso en cómo esas cosas mínimas son excusas que esconden lo esencial: que no sabemos amar sin condiciones.

El amor, el real, es convivir con lo impredecible.
Es aprender a querer incluso cuando algo no encaja con tu orden interno.
Y eso aplica tanto para los animales como para las personas.

A veces pienso que los refugios deberían tener un cartel que diga:
“Antes de adoptar un animal, adopta una conciencia”.
Porque no se trata de rescatar cuerpos, sino de transformar mentalidades.

Y si lo pensamos, eso mismo aplica en todo lo que hacemos.
Adoptamos ideas, trabajos, amistades, causas… y cuando se vuelven incómodas, las soltamos.
No porque no valgan la pena, sino porque no aprendimos a sostener lo que implica cuidar.

Me gusta pensar que convivir con un animal es una especie de práctica espiritual.
Porque te obliga a mirar más allá de ti mismo.
A entender que el mundo no gira a tu ritmo ni se acomoda a tus caprichos.

Es curioso: los gatos te enseñan independencia, los perros te enseñan lealtad, y ambos te enseñan límites.
Te muestran que la libertad no es desobedecer, sino ser quien eres sin pedir permiso.

Y cuando lo entiendes, empiezas a mirar diferente también a las personas.
Dejas de exigir tanto, de querer cambiar a todos, de pensar que la vida debe ser exactamente como la imaginaste.
Aprendes a observar. A aceptar. A soltar.

Hace poco escribí en Amigo de ese ser supremo que la espiritualidad no se mide por cuántos rezos repites, sino por cuánta compasión practicas.
Y pienso que cuidar de un animal, sin esperar nada a cambio, es una de las formas más puras de espiritualidad que existen.
Porque ellos no te aplauden, no te juzgan, no te premian.
Solo te acompañan.
Y eso, en un mundo tan ruidoso, es un regalo inmenso.

También lo escribí alguna vez en Bienvenido a mi blog: hay quienes buscan el cielo mirando hacia arriba, y otros que lo encuentran en los ojos de su perro.
Y ambos tienen razón.
El cielo no es un lugar. Es un estado de conexión.

Por eso, si alguna vez piensas en adoptar, recuerda que no estás comprando un adorno, estás invitando a un alma a compartir tu espacio.
No esperes que actúe como humano.
Ni que encaje con tus rutinas, ni que te obedezca siempre.
Porque si lo hiciera, perdería lo que lo hace único: su esencia.

Adoptar es aprender a amar lo distinto.
A escuchar sin palabras.
A comprender sin imponer.

Y eso, honestamente, es una lección que muchos humanos aún no han aprendido.

Tal vez el señor que devolvió al gato no entendió que ese gesto decía más de él que del animal.
Y tal vez algún día se dé cuenta de que lo que le incomodaba no era el gato sobre los muebles, sino su propio reflejo: la incapacidad de aceptar lo natural, lo instintivo, lo libre.

Así somos a veces.
Queremos amor sin rasguños, compañía sin ruido, cariño sin pelos en el sofá.
Y la vida, con su manera tan sencilla de enseñarnos, nos pone enfrente un gato, un perro o una persona para recordarnos que amar también es tolerar el caos.

Y que, a veces, el ruido de unas patas sobre el piso es exactamente el sonido de la vida que estás recibiendo.

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lunes, 3 de noviembre de 2025

No trabajas con perros. Trabajas con familias.



Nunca pensé que una frase tan simple pudiera tener tanto peso. La escuché hace poco en un video sobre adiestramiento canino, pero en realidad no hablaba de perros, sino de relaciones. De cómo, sin darnos cuenta, tratamos los problemas como si existieran aislados, cuando en verdad forman parte de algo más grande: un sistema. Una familia. Un entorno. Una historia compartida.

Y me quedó sonando.
Porque si lo piensas, no se trata solo de un perro que ladra o se asusta. Se trata de las emociones que giran alrededor, de cómo cada miembro de una familia interpreta y reacciona frente a una misma situación. La madre que lo consuela, el padre que se frustra, el hijo que se ríe, la abuela que le da dulces para calmarlo… y así, sin querer, todos alimentan un mismo problema desde lugares distintos.

Eso me hizo pensar en la vida. En cómo muchas veces creemos que nuestros propios “problemas” son individuales, cuando en realidad nacen de un tejido de relaciones y emociones que compartimos.

He visto familias enteras intentando cambiar algo —un hábito, una conducta, un estilo de vida— y fallando una y otra vez, no porque no tengan la voluntad, sino porque intentan hacerlo solos. Sin mirar el conjunto. Como si el entorno no influyera. Pero lo hace. Siempre lo hace.

Piénsalo: ¿cuántas veces tratamos de mejorar algo en nosotros, sin notar que nuestro entorno sigue enviando las mismas señales?
El ruido del celular, los juicios familiares, los silencios que pesan, las rutinas que nos arrastran.
Queremos cambiar, pero seguimos rodeados de los mismos “estímulos” que nos formaron.

Eso pasa también con los vínculos. Con los amigos, con la pareja, con los compañeros de trabajo. Nadie cambia solo.
Y cuando alguien lo intenta, inevitablemente empieza a mover todo lo que lo rodea.

Hace unos meses, escribí en mi blog JuanMaMoreno03 sobre cómo muchas veces confundimos la independencia con la desconexión. Queremos “ser nosotros mismos”, pero olvidamos que ser nosotros implica también reconocer lo que somos en relación con los demás. No es dependencia, es conciencia.

Lo mismo sucede en los equipos de trabajo, en la universidad o en los proyectos personales. Nadie “entrena” a una persona sin entender su contexto, su historia, su círculo. Si alguien reacciona con ansiedad, miedo o desconfianza, probablemente no sea solo por lo que vive hoy, sino por lo que ha aprendido a vivir desde siempre.

Y en ese sentido, “no trabajas con perros, trabajas con familias” se convierte en una metáfora universal.
Porque no trabajas con individuos aislados. Trabajas con sistemas de experiencias, emociones y patrones que se retroalimentan.

Cuando comencé a ver la vida desde esa perspectiva, todo empezó a tener más sentido.
Comprendí por qué algunos amigos siempre volvían a relaciones que los dañaban.
Por qué ciertas personas no podían “soltar” un trabajo, aunque los consumiera.
Por qué algunos padres repetían inconscientemente las heridas que juraron no repetir.

No es que no quieran cambiar. Es que están dentro de un círculo emocional que se sostiene mutuamente. Y si no se transforma el círculo completo, el cambio individual es frágil, temporal, casi ilusorio.

Eso me hizo recordar algo que leí en el blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías:

“A veces creemos que curar es convencer. Pero curar, de verdad, es comprender.”

Y qué cierto es.
No se trata de imponer ni de corregir. Se trata de mirar con empatía lo que está pasando en conjunto.

En lo personal, me he dado cuenta de que cada vez que intento mejorar algo en mí —mi paciencia, mi disciplina, mi capacidad de escuchar— inevitablemente tengo que mirar cómo esas cosas se ven reflejadas en mis relaciones.
No puedo ser más paciente conmigo si sigo siendo impaciente con los demás.
No puedo crecer emocionalmente si no observo cómo mis emociones afectan a quienes amo.

Somos espejos. No perfectos, pero reales.
Y cuando uno empieza a verse en los ojos de los otros, descubre partes de sí mismo que jamás había notado.

Pienso también en los vínculos entre generaciones.
En cómo muchas veces los más jóvenes cargamos con la ansiedad de ser distintos, de romper moldes, mientras los mayores solo intentan protegernos desde lo que conocen.
Y en ese choque de visiones se pierden tantas oportunidades de entendimiento…
Pero, si hay algo que he aprendido observando mi propia familia, es que detrás de cada consejo, de cada silencio y de cada error, hay una intención de amor.
A veces torpe, a veces confusa, pero amor al fin.

Por eso, cuando hablamos de trabajar “con familias”, no se trata solo del lazo sanguíneo. Se trata de todos esos espacios donde compartimos humanidad: nuestros amigos, nuestros equipos, nuestras comunidades. Todos son familias emocionales.

Hace poco, en una conversación con mi papá —que escribe en Bienvenido a mi blog— me dijo algo que me marcó:

“A veces creemos que el cambio empieza afuera, pero siempre comienza dentro… aunque duela.”

Y eso me volvió a conectar con la idea central de este texto: ningún cambio es sostenible si no se comprende el entorno que lo sostiene.

En terapia familiar, en educación, en liderazgo o incluso en espiritualidad, esto se repite como una verdad universal:
no transformas la conducta, transformas el contexto.
No corriges al individuo, sanas la relación.
No “adiestras” al otro, te entiendes con él.

Tal vez por eso, cuando alguien dice “mi perro no me obedece”, lo que realmente debería preguntarse es:
¿cómo estoy comunicándome yo con él?
¿qué energía transmito?
¿qué incoherencias percibe?
Y eso mismo aplica en la vida:
¿qué incoherencias mostramos cuando decimos amar, pero gritamos?
¿cuando decimos confiar, pero controlamos?
¿cuando pedimos sinceridad, pero no sabemos escucharla?

Entender las dinámicas familiares —o humanas, en general— es entender que la armonía no viene de imponer reglas, sino de sincronizar intenciones.

He aprendido que la empatía no es solo ponerse en el lugar del otro, sino mirar cómo llegamos ambos a ese punto.
Y eso requiere humildad.
Requiere admitir que a veces somos parte del problema que queremos resolver.
Que nuestro miedo, nuestro orgullo o nuestra prisa también moldean las respuestas del otro.

Así que sí, quizá no trabajas con perros.
Trabajas con familias.
Y, si lo piensas bien, todos los días trabajas con familias, incluso si crees que estás solo: tu grupo de amigos, tus compañeros, tus clientes, tus seguidores en redes, tu comunidad.
Cada uno aporta una parte de ti que solo existe en ese vínculo.

No sé si esto te haga reflexionar como me hizo a mí, pero desde que entendí esta frase, veo el mundo con más paciencia.
Ya no me frustro tanto cuando las cosas no cambian al ritmo que quiero.
Porque entiendo que detrás de cada comportamiento, hay una historia.
Y detrás de cada historia, hay una red de vínculos intentando encontrar equilibrio.

Y en ese equilibrio imperfecto, en ese intento de comprendernos sin juzgar, tal vez esté la verdadera esencia de crecer.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
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domingo, 2 de noviembre de 2025

Los 5 errores que dañan tu relación con tu perro todos los días



A veces creemos que amar a un perro es solo darle comida, agua y cariño. Pero con los años —y con los silencios de quienes no hablan con palabras— uno aprende que amar también es escuchar, observar y entender. Que hay gestos que dicen más que mil ladridos. Que los ojos de un perro pueden ser tan honestos que nos confrontan con lo que somos, incluso cuando no decimos nada.

He crecido viendo perros en mi familia. Algunos llegaron cuando yo era niño, otros cuando ya tenía conciencia de lo que significa acompañar una vida distinta a la tuya. Y he cometido errores, muchos. Algunos por ignorancia, otros por costumbre. Este texto no pretende juzgar a nadie, sino invitar a mirar distinto: a descubrir cómo, sin querer, podemos dañar la relación con ese ser que más nos ama sin condiciones.

No respetar sus “noes”

Un perro también dice que no. Lo dice cuando baja las orejas, cuando se aparta, cuando se esconde o evita el contacto. Pero muchas veces insistimos. “Ven, no pasa nada”. “Dale la patita”. “Déjate abrazar para la foto”.
Y claro, pensamos que lo hacemos por cariño, pero olvidamos algo esencial: el respeto también existe entre especies. Si un humano tiene derecho a su espacio, un perro también. Cuando forzamos su cuerpo o ignoramos sus límites, rompemos la confianza.
Aprendí que el amor no se demuestra solo con caricias, sino también con pausas. Con dejar ser. Con mirar y decir: “Está bien, no quieres ahora”. En el blog Amigo de ese Ser Supremo, alguna vez leí una reflexión sobre cómo incluso Dios respeta nuestro libre albedrío. Si el Creador lo hace, ¿por qué nosotros no con nuestros animales?

Castigar sus emociones

Los perros sienten. Miedo, ansiedad, tristeza, alegría. Pero el problema es que, como humanos, queremos que solo sientan lo que nos conviene. Si le teme a los truenos, le gritamos. Si tiembla en el veterinario, lo reprendemos. Si se pone triste cuando nos vamos, lo regañamos.
Y en esa cadena de emociones mal interpretadas, olvidamos acompañar.
No se castigan emociones, se acompañan.
Yo también he estado ahí: regresando a casa cansado, encontrando algo roto, sintiendo rabia. Pero cuando logré detenerme y mirar sus ojos, entendí que no lo hacía “para dañarme”, sino porque no entendía mi ausencia.
Así como las personas, los perros necesitan presencia más que perfección. Necesitan coherencia emocional. Lo aprendí no solo con ellos, sino también en relaciones humanas: nadie florece cuando se le castiga por sentir.
Y pienso que algo de eso también hablamos en Bienvenido a mi blog, cuando se reflexiona sobre la empatía y el amor sin condiciones.

Ser impredecibles

Un día le dejas subir al sofá. Otro día le gritas por hacerlo.
Hoy compartes tu comida. Mañana te molesta que se acerque.
Esa inconsistencia destruye algo profundo: la seguridad emocional. Los perros no necesitan palabras para leer nuestro mundo, pero sí necesitan coherencia.
Cuando tu energía cambia cada día, ellos también se confunden. Lo mismo pasa en las relaciones humanas. La confianza no se construye con promesas, sino con constancia.
No es casualidad que los perros sigan rutinas. No porque sean simples, sino porque el orden da paz.
Y me atrevería a decir que muchas personas también buscamos eso —esa estabilidad emocional que da sentido—. Tal vez por eso convivir con un perro nos enseña tanto sobre nosotros mismos.

No entender su lenguaje corporal

¿Alguna vez viste esas fotos en redes donde un perro parece incómodo, pero todos comentan “qué tierno”?
Detrás de esas imágenes hay un mensaje que muchos no entendemos: no todo gesto humano se traduce en felicidad canina.
Cuando un perro se lame los labios, desvía la mirada o se queda quieto con rigidez, está diciendo algo. Tal vez incomodidad, tal vez miedo. Pero en lugar de escuchar, solemos reír o forzar el momento.
Yo aprendí a mirar más y hablar menos. A notar cómo mi perro respira, cómo se mueve, cómo busca o evita contacto.
Y ese hábito, con el tiempo, se convirtió en una forma de estar en el mundo: observar antes de actuar.
No solo con animales. También con las personas, con la vida misma. A veces el lenguaje del alma se parece al de un perro: silencioso, pero claro.

Proyectar nuestras emociones

“Está celoso”, “me ignora por despecho”, “sabe que hizo algo malo”.
No, no lo sabe. Solo reacciona a ti.
Los perros no viven en culpa ni resentimiento. Eso es humano. Pero proyectamos tanto en ellos que dejamos de ver lo que realmente pasa.
Cuando mi perro se esconde después de un accidente en casa, no lo hace “por vergüenza”, sino porque ha aprendido a temer mi reacción.
Y entonces me doy cuenta de algo doloroso: a veces lo que interpretamos como “culpa” es solo miedo.
Ahí es donde entendí que los perros son espejos. Que muestran lo que somos cuando nadie nos ve. Que si proyectas calma, devuelven calma; si proyectas rabia, devuelven distancia.
Ellos no fingen. No pretenden. Y eso es precisamente lo que más me inspira: su autenticidad.

Un espejo llamado perro

No escribo esto para darte una lista de mandamientos. Lo escribo porque he estado en ambos lados: el que exige y el que aprende a escuchar.
Y cada vez que miro a mi perro dormido a mis pies, siento que no hay palabra que describa esa conexión silenciosa. Es la misma sensación que se experimenta al orar, al respirar conscientemente, al agradecer.
Amar a un perro es practicar la espiritualidad en lo cotidiano. Es aprender que el amor no necesita idioma, solo coherencia.
En el fondo, no hablamos de perros. Hablamos de nosotros, de cómo tratamos lo que amamos, de cómo queremos controlar lo que deberíamos cuidar.

Porque al final, cada error que cometemos con ellos nos enseña algo sobre nuestras propias sombras.
Y si somos capaces de corregirlas, no solo mejoramos nuestra relación con ellos, sino también con el mundo.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Cuando tu perro te mira, te está leyendo el alma



A veces creemos que los perros “se portan mal”. Que ladran sin razón, que rompen cosas, que se ponen nerviosos o que simplemente “son desobedientes”. Pero si miras con atención, te das cuenta de que no es rebeldía: es reflejo.

Sí, reflejo de ti.

He notado que cuando estoy ansioso, mi perro no duerme bien. Cuando me siento frustrado, él no quiere comer o camina inquieto. Y cuando me abrazo a la calma, cuando respiro, él también descansa. Como si mi estado interior fuera un espejo donde él aprende a moverse.

No lo entendía al principio. Creía que su comportamiento dependía solo de su raza, su adiestramiento o su rutina. Hasta que comprendí algo más profundo: mi energía emocional es su entorno más inmediato.

Y eso cambia todo.

Porque resulta que los perros —y en general los animales— no solo leen nuestros gestos o tonos de voz; leen nuestra vibración. Nos observan desde un lugar silencioso y puro, sin juicios, solo sintiendo. Si estás tenso, lo perciben antes que cualquier humano. Si estás triste, se acercan sin que lo pidas. Si estás en caos, buscan armonizarlo como pueden.

Ahí es donde el “mal comportamiento” deja de ser un problema y se convierte en un mensaje.
Un mensaje que, si sabes escuchar, te habla más de ti que de tu perro.

Cuando viví una etapa de estrés fuerte —de esas donde el tiempo parece ir más rápido que tú—, noté que mi perro se escondía. No quería salir, ni jugar. Pensé que estaba enfermo. Pero los veterinarios decían que estaba bien.
El enfermo era yo.

Mi mente era un ruido constante, mi cuerpo una carrera, y mi energía, una tormenta. Y él, que no sabía hablar, solo podía responder con su cuerpo, con su conducta. Entonces entendí que no se trataba de “corregirlo” sino de curarme para que él pudiera sanar conmigo.

A veces exigimos obediencia cuando lo que hace falta es empatía. Queremos control cuando lo que necesitamos es conexión. Y pedimos calma cuando no la estamos ofreciendo.

Es duro aceptar que el bienestar de tu animal depende también de tu equilibrio, pero es una de las verdades más hermosas que puedes descubrir. Porque te devuelve a la responsabilidad amorosa: cuidarte también es cuidar.

He leído estudios que confirman que el nivel de estrés de los perros está sincronizado con el de sus dueños. Que los más neuróticos o controladores tienden a tener animales más reactivos.
No lo digo para señalar a nadie, sino para recordarnos algo: somos una familia multiespecie, y en esa familia, todo lo que somos vibra y se contagia.

Si tú vives corriendo, gritando o exigiendo perfección, él lo sentirá como una orden invisible: “sé alerta, no descanses”.
Si tú aprendes a detenerte, a aceptar, a respirar, él también aprenderá a confiar en la quietud.

Y no es magia. Es coherencia.

En el fondo, convivir con un animal es una escuela de autoconocimiento. Cada día te enseña algo sobre tus límites, tus emociones, tus rutinas. Es una forma viva de verte desde afuera.

Un día, mi perro me enseñó algo sin palabras: me miró largo, con esa mirada que te atraviesa sin hacer ruido.
Y entendí que no quería un amo, quería un compañero presente.

Desde entonces, trato de mirarlo también. De verlo más allá de la costumbre, del “sácale la correa” o “dale la comida”. Porque su forma de amar no entiende de obligaciones; entiende de presencia.
Y la presencia no se finge. Se siente.

Si tú no estás bien, él lo sabrá.
Pero si tú empiezas a estarlo, también será el primero en celebrarlo.

Por eso, cuando creas que tu perro “actúa mal”, haz una pausa antes de juzgar.
Pregúntate cómo estás tú.
Qué estás transmitiendo.
Y si en lugar de corregirlo, puedes abrazar lo que ambos están sintiendo.

No es culpa tuya, pero sí es tu oportunidad de crecer juntos.
Porque el amor —el real, el cotidiano— también se aprende desde el reflejo.

En casa tenemos un dicho que aprendí de mi papá y que me acompaña cada vez que algo se desordena:

“Todo lo que ocurre afuera es un eco de lo que pasa adentro.”

Y con los animales, eso es casi literal.
Ellos son espejos del alma que no saben mentir.

Por eso, si quieres un perro más tranquilo, empieza por respirar más lento.
Si quieres que confíe, confía tú primero.
Si quieres que te escuche, háblale con el corazón, no con la voz.

Tu perro no necesita perfección, necesita coherencia.
Y eso —aunque suene paradójico— también te hará más humano.

Te dejo este artículo de lectura complementaria en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, donde reflexiono sobre cómo la energía y la fe moldean nuestras relaciones con los seres vivos que amamos. Porque todo vínculo verdadero nace del amor consciente.

También puedes leer en Bienvenido a mi blog una reflexión sobre el poder de la empatía en lo cotidiano. Ambos textos complementan este mensaje desde miradas distintas, pero con la misma raíz: la conexión real.

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