viernes, 10 de octubre de 2025

Cuando tu gato no deja de maullar: una conversación silenciosa que dice más de lo que imaginas



Hay noches en las que el silencio de la casa se rompe con un “miau” insistente. No es cualquier sonido; es casi como si tuviera un mensaje cifrado que solo tú puedes descifrar. Llego cansado, me quito los zapatos y ahí está mi gato, siguiéndome con la mirada y lanzando uno tras otro esos maullidos que parecen preguntas sin respuesta. A veces me río, otras me frustro un poco, y otras simplemente me quedo quieto, observándolo, tratando de entender qué me está diciendo en su idioma felino.

Con el tiempo, he comprendido que cada maullido es una forma de comunicación diseñada exclusivamente para los humanos. Los gatos entre ellos no se maúllan de esa manera; han desarrollado ese recurso para “hablarnos”. Y lo más curioso es que muchas veces, cuando no los entendemos, no es porque ellos no sepan comunicarse… es porque nosotros no sabemos escuchar.

Recuerdo una tarde en la que, por estar tan concentrado en mis cosas, olvidé servirle la cena a tiempo. No fue un olvido intencionado, simplemente mi rutina cambió. Él empezó con un maullido corto, luego uno más largo, después me siguió por toda la casa. Cuando finalmente me detuve y lo miré, tenía una mezcla entre reclamo y ternura. Fue ahí cuando entendí algo que aplica no solo a los gatos, sino a las relaciones humanas: cuando no somos conscientes de los pequeños cambios que hacemos, otros —humanos o animales— sí lo notan profundamente.

Los gatos son extremadamente sensibles a sus rutinas. Un cambio en la hora de la comida, una mudanza, una visita inesperada, incluso mover los muebles de lugar, puede alterarles el ánimo. Es su manera de decirnos: “Algo cambió y no sé cómo sentirme al respecto”. A mí me ha pasado también. Cuando era niño y mis papás cambiaban repentinamente algo en casa —una decisión, un horario—, sentía esa misma ansiedad silenciosa que ahora veo reflejada en él. Los gatos no tienen WhatsApp para decirnos “oye, esto me incomoda”, así que maúllan.

También está el maullido del aburrimiento. Ese que suena como si dijera “hazme caso”. Aunque muchas personas piensan que los gatos son distantes, en realidad necesitan conexión, juego, exploración. En mi caso, me he dado cuenta de que cuando paso varios días sin dedicarle al menos 10 minutos de juego activo —con una caña, una pelota, o simplemente correteándolo por la sala—, sus maullidos aumentan. No porque esté “portándose mal”, sino porque está pidiendo compañía. Lo mismo nos pasa a nosotros cuando sentimos que la gente que queremos se ha distanciado: levantamos la voz, aunque sea de maneras sutiles.

Una noche, mientras escribía en mi blog (juanmamoreno03.blogspot.com), él se subió al escritorio, caminó entre mis manos y maulló directamente frente a mi cara. No pude ignorarlo. Cerré el computador, le lancé una pelota y terminamos corriendo por el pasillo como dos niños. Esa noche dormimos tranquilos los dos. Y entendí que su maullido no era molestia: era un recordatorio de que también merecía presencia.

Por otro lado, están los maullidos que no podemos pasar por alto: los de dolor o enfermedad. Un gato que empieza a maullar más de lo normal, especialmente si ya es mayor, puede estar experimentando molestias físicas. Dolor articular, problemas auditivos o incluso deterioro cognitivo felino son más comunes de lo que imaginamos. Así como un amigo que deja de comportarse como siempre puede estar pasando por un mal momento emocional, un gato que cambia repentinamente su forma de comunicarse nos está diciendo algo importante. Por eso, consultar con el veterinario a tiempo puede marcar la diferencia entre un susto y una situación grave.

Hay algo profundamente humano en esta relación silenciosa con un gato. Ellos no hablan, pero sienten. No razonan como nosotros, pero perciben con una precisión casi espiritual. Me gusta pensar que cuando maúlla, en el fondo me está preguntando: “¿Estás aquí conmigo de verdad, o solo estás pasando?”. Es la misma pregunta que a veces me hago cuando hablo con personas distraídas, con amigos que están físicamente pero no presentes.

En uno de los textos de Mensajes Sabatinos, encontré una frase que me resonó mucho: “Escuchar no siempre implica palabras; a veces es un acto de alma a alma.” Creo que eso resume lo que significa convivir con un gato. Escuchar su maullido no es solo identificar si tiene hambre, juego o estrés… es conectar con otro ser desde la atención plena.

La tecnología ha hecho que muchos vivamos en piloto automático. Llegamos a casa con la mente aún en el trabajo, respondemos mensajes mientras cocinamos, miramos notificaciones mientras saludamos. Y en medio de ese ruido, un simple “miau” puede ser la llamada más honesta del día. A veces, nuestros gatos no necesitan que resolvamos todo; solo que estemos ahí, realmente presentes.

También está el lado espiritual, aunque muchos no lo vean así. Para mí, convivir con un animal es un recordatorio constante de lo simple que puede ser la conexión. Ellos no se complican con máscaras sociales, no pretenden. Si maúllan, es porque necesitan algo. Si ronronean, es porque están felices. No hay dobles intenciones, no hay agendas ocultas. En cierta forma, nos enseñan a volver a lo esencial. Y cuando estoy muy desconectado, su maullido es como un pequeño “despertador emocional”.

Por eso, si tu gato no deja de maullar, míralo más allá del ruido. Observa sus rutinas, su salud, su entorno, pero sobre todo, obsérvate a ti mismo. Pregúntate si le estás dando tiempo, atención, conexión real. No se trata de humanizarlo en exceso, sino de reconocer que vive, siente y se comunica contigo a su manera.

Cada maullido es una historia, un estado emocional, una conversación abierta esperando respuesta. Y cuando respondemos con presencia, paciencia y empatía, la relación se transforma. No solo dejas de escuchar maullidos insistentes… empiezas a sentir una sincronía única, como si finalmente ambos hablaran el mismo idioma.

Así que la próxima vez que llegues a casa agotado y tu gato te reciba con su coro de “miau”, no lo veas como un problema. Es una oportunidad de conexión. Y quién sabe, tal vez en ese pequeño acto de atención descubras algo sobre ti que habías olvidado.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
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jueves, 9 de octubre de 2025

Lo que un mono nos enseñó sobre el amor (y no fue bonito)



Cuando era niño, creía que el amor era simple. Que bastaba con querer para que todo encajara, como cuando uno arma un rompecabezas y las piezas mágicamente se alinean. Pero crecer es darse cuenta de que el amor es mucho más complejo… y a veces, duele. Lo curioso es que esta lección no la aprendí de un libro de autoayuda, ni de una canción, ni de una ruptura adolescente. La entendí mejor cuando conocí la historia de un experimento con monos que, aunque suene raro, revela una verdad profunda sobre lo que necesitamos como seres humanos.

Hace décadas, un psicólogo estadounidense llamado Harry Harlow quiso entender el apego —esa fuerza invisible que nos hace buscar protección, cercanía y afecto—. Para muchos en su época, el amor era casi un trámite biológico: los bebés se apegaban a sus madres solo porque les daban comida. Pero Harlow, con la curiosidad casi ingenua de quien no se conforma con las explicaciones frías, decidió probar otra cosa.

Tomó a crías de monos Rhesus y las separó de sus madres biológicas. A unas les dio una “madre” hecha de alambre metálico con un biberón. A otras, una “madre” de felpa suave y cálida, pero sin comida. Lo que descubrió fue devastador: los monos preferían mil veces el calor y la suavidad de la madre de felpa a la comida de la madre de alambre. Pasaban horas abrazados a esa figura inerte, buscando consuelo. Y cuando algo los asustaba, no corrían a la fuente de alimento… corrían a la fuente de afecto.

A simple vista, parece solo un experimento curioso. Pero si uno se detiene, hay algo profundamente humano en esa escena. Porque no son solo monos. Somos nosotros. Somos los que muchas veces buscamos calor en lugares fríos, afecto en vínculos que no lo ofrecen, consuelo en relaciones que solo nos alimentan de lo básico pero no nos abrazan en lo emocional. Somos los que, por miedo a estar solos, abrazamos estufas encendidas creyendo que es calor de hogar.

He visto esto en mi entorno, en amigos que se quedan en relaciones donde hay presencia física pero no emocional; en familias que se juntan en la misma mesa pero no se miran realmente a los ojos; en personas que confunden atención con afecto, likes con amor, y rutina con vínculo real. Y me incluyo, porque en algún momento yo también busqué refugio en estructuras frías solo porque daban una sensación de “seguridad”.

Lo más crudo del experimento de Harlow es lo que vino después: los monos criados en aislamiento, sin contacto real, crecieron con enormes dificultades sociales. No sabían cómo relacionarse, cómo criar a sus crías, cómo interactuar. El aislamiento afectivo deja cicatrices invisibles que, con el tiempo, se convierten en patrones. Y si lo trasladamos a nuestra sociedad actual, no es difícil encontrar paralelos.

Vivimos en un mundo hiperconectado tecnológicamente, pero muchas veces emocionalmente desconectado. Podemos tener cientos de contactos en WhatsApp, pero no siempre alguien a quien llamar cuando algo duele de verdad. Podemos ver historias de todos, pero no saber cómo está realmente nadie. Y a veces, como esos monos, nos acostumbramos a sobrevivir sin calor emocional, como si eso fuera suficiente.

Pienso mucho en cómo esto influye en la forma en que construimos nuestros vínculos: de pareja, familiares, con amigos, incluso con nuestras mascotas. Hay quienes adoptan un animal para “tener compañía”, pero luego lo dejan solo todo el día, como si el alimento fuera suficiente. Pero ese perro, ese gato, ese ser vivo… busca contacto, cercanía, juego, mirada. Igual que nosotros.

Este tipo de reflexiones me han llevado a entender el amor no como una emoción romántica idealizada, sino como una necesidad profunda de presencia afectiva. A veces, las personas no necesitan soluciones, necesitan sentir que hay alguien que los abraza sin juicios. Y no hablo solo del abrazo físico —aunque ese también sana—, sino del abrazo que implica estar realmente ahí, con atención, con empatía, con escucha. Lo que muchos llamamos hoy “estar presentes”.

En uno de mis textos anteriores en Bienvenido a mi Blog, escribí sobre cómo el afecto sincero transforma la manera en que percibimos la vida cotidiana. Y en otro de Amigo de ese ser supremo, reflexioné sobre cómo ese calor emocional tiene también una dimensión espiritual: no solo se trata de quién te abraza, sino también de desde dónde te abrazan —desde el miedo, desde el ego, o desde el amor real—.

Ver esta historia con ojos de joven en 2025 me hace pensar en cuántas veces confundimos funcionalidad con afecto. Una red social “funciona” para mantenernos conectados, pero no necesariamente nos abraza. Un trabajo “funciona” para darnos ingresos, pero no siempre nos cuida emocionalmente. Una relación “funciona” para no estar solos, pero no necesariamente es hogar. Y así, como los monos de Harlow, terminamos abrazando estructuras de alambre, esperando que algún día se calienten.

No es que el alimento —lo básico, lo funcional— no importe. Claro que sí. Pero el afecto no se reemplaza. Y lo digo también como alguien que ha aprendido, a veces a las malas, que la soledad emocional en medio de la multitud duele más que la soledad física en silencio.

Creo que parte de crecer, al menos para mí, ha sido aprender a distinguir entre el calor real y el calor ilusorio. Entre la madre de felpa y la de alambre. Entre quienes están por costumbre y quienes están de verdad. Entre lo que solo sostiene y lo que también abraza.

Por eso hoy, cada vez que me encuentro en situaciones de vida donde hay vínculos nuevos, amistades, relaciones, incluso en espacios laborales, me hago una pregunta sencilla pero poderosa:
👉 “¿Aquí hay calor o solo estructura?”

Y esa pregunta me ha salvado de repetir muchos patrones.

También me ha hecho pensar en lo que yo doy. No basta con alimentar a alguien —emocional, material o espiritualmente—. También es necesario ser presencia cálida, ser abrazo, ser refugio. A veces, un mensaje sincero, una escucha atenta, un “aquí estoy” sin condiciones, vale más que cualquier cosa material. Y eso también lo he aprendido observando cómo mis vínculos más verdaderos no se miden en tiempo ni en cantidad, sino en calidad de presencia.

En una publicación de Mensajes Sabatinos, se habla de la importancia de “estar” más allá del deber. Y eso conecta directamente con esta reflexión: el amor no es una obligación, es una manifestación viva. Y cuando no está, el vacío se siente… aunque tengas todo lo demás.

Tal vez por eso me marcó tanto la historia de los monos. Porque me recordó que, en el fondo, todos —humanos y animales— buscamos un lugar donde podamos descansar sin miedo, donde el abrazo no queme, sino que sane. Y cuando no lo encontramos, podemos pasar años repitiendo el ciclo de abrazar estufas encendidas, solo porque dan luz.

No sé si existe una receta para el amor auténtico. Pero sí sé que comienza cuando somos capaces de reconocer qué tipo de vínculos estamos construyendo y aceptando. Y sobre todo, cuando aprendemos a ofrecer también el tipo de calor que otros necesitan.

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miércoles, 8 de octubre de 2025

Tu gata te ignora o solo está siendo muy gata?



A veces me pasa que estoy hablando con alguien y, aunque escucho perfectamente, decido poner mi “modo avión mental” y simplemente… no responder. No porque no me importe, sino porque no es el momento, porque estoy en otro ritmo interno o porque necesito ese pequeño espacio para mí. Y mientras observaba a mi gata hace unos días, tuve una especie de “revelación felina”: ellas también lo hacen. No es desinterés… es otra forma de estar presentes.

Hace poco, leí sobre un estudio fascinante realizado en la Universidad de Nanterre, en París, publicado en la revista Animal Cognition (2023). Demostraron que las gatas —y los gatos, aunque aquí hablo en femenino porque crecí rodeado de ellas— no solo reconocen la voz de sus humanos entre muchas otras, sino que también pueden captar nuestras emociones por el tono en el que les hablamos. Cuando usamos esa voz dulce y casi infantil que sale naturalmente cuando les decimos “cositas lindas”, ellas reaccionan. Lo hacen sutilmente: con un movimiento de orejas, una mirada distinta, un giro de cola… señales silenciosas pero profundas.

Y entonces, si nos reconocen y sienten, ¿por qué a veces parece que nos ignoran olímpicamente?
Ahí es donde la historia se vuelve interesante, porque en realidad no nos están ignorando como creemos. Simplemente están siendo… muy gatas.

Desde pequeños, a muchos nos enseñan que el amor verdadero se demuestra siempre “haciendo”, respondiendo de inmediato, mostrando entusiasmo visible. Pero la verdad es que no todos los seres lo expresan igual. Los perros, por ejemplo, han sido domesticados y seleccionados durante miles de años para cooperar, complacer, responder. Las gatas, en cambio, conservan una independencia ancestral. No es que no quieran, es que eligen cuándo y cómo interactuar. Y ese “elegir” dice mucho más de lo que aparenta.

Recuerdo que cuando era niño, una de mis primeras gatas —Luna, una tricolor que parecía tener alma de filósofa— solía sentarse en la ventana a mirar la calle por horas. Yo la llamaba, la invitaba a jugar, le hablaba… y nada. Ni un mísero movimiento de orejas. Pero en la noche, cuando todo estaba en silencio y mi mente bajaba las revoluciones, ella venía, se acostaba en mi pecho y empezaba a ronronear como si dijera “ahora sí, este es el momento”.
De alguna manera, Luna me enseñó algo que tardé años en comprender: la conexión verdadera no siempre es inmediata, pero cuando llega, es auténtica.

Vivimos en una sociedad que quiere respuestas rápidas, likes instantáneos, mensajes leídos en segundos y contestados en minutos. Pero las gatas no funcionan así. Son un recordatorio viviente de que el vínculo se construye desde el respeto mutuo, desde dar espacio, desde no forzar. En un mundo que grita “¡responde ya!”, ellas susurran “espera… ya llegará el momento”.

Hablarle a una gata es casi como escribirle a alguien que lees con el corazón. Tu tono importa. Tu energía importa. Si estás ansioso o molesto, lo sienten. Si estás tranquilo, si tu voz es como una nana suave, entonces abren sus sentidos. Por eso, cuando les hablamos con cariño, muchas veces giran las orejitas o nos miran con esos ojos que parecen tener un universo entero dentro. Y si no responden… no es desprecio: es que están midiendo si este es su momento.

Hace poco, escribí en Bienvenido a mi Blog sobre cómo la paciencia se ha vuelto un acto casi revolucionario. Y creo que esto se aplica también aquí. Tener una gata te enseña a bajar el ritmo, a escuchar más allá del sonido, a leer gestos, a respetar tiempos ajenos sin sentirte rechazado. Es una lección emocional que muchos humanos aún estamos aprendiendo.

Y no lo digo solo por romanticismo gatuno. Lo digo porque estas dinámicas reflejan profundamente cómo nos relacionamos en general. Hay personas que, como las gatas, necesitan procesar antes de responder. Necesitan su “ventana interna” para observar, sentir, decidir. A veces, cuando alguien no responde un mensaje, inmediatamente pensamos “me ignoró” o “no le importo”. Pero… ¿y si simplemente está en su momento de introspección? ¿Y si, como Luna, solo está esperando que la noche se calme para acercarse?

Por eso, si tienes una gata y sientes que no te “pone cuidado”, te invito a hacer algo diferente: observa sin exigir, habla con ternura, ofrece espacios cómodos donde pueda retirarse sin culpa, y sobre todo, deja que ella marque el ritmo. No la llames constantemente si está en su siesta gatuna. No la fuerces a interactuar si está en modo diva. Usa tu voz como si cantaras nanas: suave, cálida, cercana. Y cuando la llames, hazlo en momentos que ella asocie con cosas buenas: su comida favorita, un juego divertido, una caricia que sabe a confianza.

Con el tiempo, empezarás a notar pequeños cambios. Vendrá cuando menos lo esperas. Te mirará diferente. Se subirá a tus piernas justo cuando estás pensando en otra cosa. Y ahí entenderás que no se trata de obediencia, sino de sincronía emocional. Eso es lo que hace tan especial el vínculo humano-gata: no está basado en la subordinación, sino en la libertad compartida.

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías hablo mucho de cómo la espiritualidad no siempre se manifiesta en templos o palabras sagradas, sino en gestos cotidianos llenos de verdad. Y sí, a veces esa espiritualidad tiene orejas puntiagudas y bigotes. Una gata que confía en ti, aunque no siempre responda cuando la llamas, es como una metáfora viva de la fe silenciosa: está ahí, presente, aunque parezca ausente.

También hay algo hermoso en los rituales gatunos. Las rutinas crean confianza. Horarios para comer, jugar, descansar. Ellas aman la estabilidad porque les da seguridad emocional. Es igual que en nuestras relaciones humanas: cuando construimos pequeños rituales compartidos —un saludo cada mañana, un “buenas noches” constante, un gesto único entre amigos o pareja— estamos diciendo sin palabras “aquí estoy, este espacio es nuestro”.

Y si todo falla… juega. De verdad. El juego es la llave maestra para abrir puertas que ni las palabras logran. Una simple cañita con plumas puede crear más conexión que mil llamadas. En el fondo, nuestras gatas, como nosotros, también necesitan momentos de ligereza, de risa, de movimiento sin juicio.

Quizás la próxima vez que tu gata “te ignore”, puedas ver la escena desde otro ángulo. Tal vez no te está ignorando… tal vez simplemente está enseñándote a escuchar con otros sentidos, a respetar ritmos distintos al tuyo, a amar sin exigir retorno inmediato.

Y quién sabe, en medio de ese silencio compartido, puede que encuentres una forma nueva de estar presente —una que no necesita palabras para ser entendida—.

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martes, 7 de octubre de 2025

La importancia vital de la desparasitación externa para la salud de perros y gatos

 


Desde que tengo memoria, mi casa ha estado llena de patas que no son humanas. Perros y gatos han sido parte de mi vida tanto como cualquier familiar cercano. Ellos no hablan con palabras, pero sus miradas, sus movimientos y su energía hablan en un idioma que uno aprende a entender con el tiempo. Por eso, cuando escucho hablar de “desparasitación externa” no lo siento como un tema técnico o veterinario más, sino como una verdadera responsabilidad afectiva que tenemos hacia esos seres que confían plenamente en nosotros.

A veces me sorprende la naturalidad con la que convivimos con nuestras mascotas sin darnos cuenta de lo vulnerables que son frente a amenazas silenciosas. Las pulgas, garrapatas, piojos y otros parásitos externos pueden parecer “cosas menores”, pero en realidad tienen un impacto directo en su salud física, emocional y hasta en la nuestra. No es exagerado decir que desparasitar externamente es un acto de amor, prevención y respeto por la vida.

En Colombia, por ejemplo, todavía hay muchas familias que no tienen claridad sobre la frecuencia adecuada de desparasitación o que esperan a que aparezca una infestación visible para actuar. Esa mentalidad reactiva es peligrosa. La mayoría de parásitos externos se reproducen rápido y se esconden en rincones invisibles de la casa, jardines o parques. Según datos actualizados de entidades veterinarias y de salud pública, las garrapatas pueden transmitir enfermedades como la ehrlichiosis y la babesiosis en cuestión de horas, y las pulgas no solo causan alergias severas, sino que también pueden transmitir tenias.

He visto casos cercanos de mascotas que, por no recibir una desparasitación constante, desarrollaron problemas de piel crónicos o anemias severas. Y también he visto cómo, con educación y cuidado preventivo, otros peludos viven felices, sanos y activos. La diferencia muchas veces está en el nivel de conciencia de sus cuidadores.

Cuando era niño, mi mamá siempre decía algo que ahora entiendo más profundamente: “Cuidar de un ser vivo es cuidar de ti mismo”. Ella lo aplicaba tanto a los animales como a las personas. Hoy veo que esa frase conecta directamente con lo que significa tener una mascota: no es una moda, ni un accesorio emocional, es un pacto de cuidado mutuo. Por eso, cada vez que aplico pipetas, collares o baños especiales a mis gatos y perros, no lo hago como una tarea rutinaria, sino como parte de un vínculo real.

La desparasitación externa no se trata solo de aplicar un producto cada cierto tiempo. También es observar, estar atentos, anticiparnos. En los meses de clima cálido —cada vez más intensos debido al cambio climático— el riesgo de proliferación de parásitos aumenta significativamente. Las temperaturas elevadas favorecen la reproducción de pulgas y garrapatas, lo que implica que nuestros cuidados deben ser más frecuentes y conscientes. Aquí es donde la tecnología y la información nos ayudan a no improvisar: existen calendarios digitales, apps veterinarias y recordatorios automáticos que pueden convertirse en aliados perfectos.

Además, hay una dimensión menos visible, pero igual de importante: la conexión espiritual y emocional con nuestros animales. En mi blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías muchas veces he hablado sobre la capacidad que tienen los animales de conectarnos con lo esencial: la presencia, la ternura, la lealtad sin condiciones. Cuidarlos en lo físico es también honrar esa conexión invisible que nos sostiene.

También creo que debemos hablar sin miedo de la responsabilidad compartida: no es tarea solo del “dueño” de la mascota. Si vives en un edificio, conjunto residencial o barrio donde muchos animales comparten espacios, la desparasitación colectiva y coordinada es clave para evitar ciclos de reinfestación. En la Organización Empresarial Todo En Uno se han publicado análisis interesantes sobre cómo la colaboración comunitaria mejora prácticas cotidianas que impactan la salud colectiva —y este tema encaja perfectamente ahí.

Otra reflexión importante es cómo este tipo de cuidados básicos nos enseña sobre hábitos y prevención en otros aspectos de la vida. Así como una pulga pequeña puede causar grandes problemas si no se actúa a tiempo, también en nuestras relaciones, en la salud mental o en la sociedad en general, ignorar las señales pequeñas muchas veces desemboca en crisis evitables. Prevenir es, en el fondo, una forma de amar.

Hoy en día, existen tratamientos muy variados: pipetas mensuales, collares de larga duración, sprays, baños medicados y comprimidos orales que protegen por semanas. La elección depende de factores como el entorno, el tipo de pelaje y las condiciones particulares de cada mascota. Pero más allá del método, lo importante es la constancia. Un solo mes de descuido puede revertir meses de cuidado.

También es necesario educar a las nuevas generaciones en esta responsabilidad. Muchos jóvenes adoptan animales con entusiasmo, pero sin comprender del todo el compromiso que implica. No basta con darles comida y cariño: la salud preventiva es parte de esa relación. Y creo que, como jóvenes, tenemos una oportunidad única de combinar tecnología, información y empatía para elevar el estándar de bienestar animal.

Cuando uno se toma en serio estos temas, algo cambia internamente. Ya no se trata de “cumplir con una obligación”, sino de actuar desde la consciencia y la coherencia. Y eso, curiosamente, termina fortaleciendo nuestra relación con nosotros mismos.

Por eso, la próxima vez que veas a tu perro rascarse con insistencia, o a tu gato lamiéndose más de lo habitual, no lo ignores. Obsérvalo con atención, actúa con responsabilidad. La desparasitación externa no es solo una medida veterinaria: es una manifestación concreta del vínculo que decidiste construir con ese ser.

Y si aún no has comenzado un calendario de desparasitación regular, este puede ser el mejor momento para hacerlo. Tu mascota te lo agradecerá con salud, energía y esa mirada limpia que no necesita palabras para decir “gracias”.


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lunes, 6 de octubre de 2025

Ver gatitas en internet puede salvarte la vida



Nunca pensé que algo tan simple como darle “play” a un video de gatitas pudiera tener tanto peso en mi vida. Pero con el tiempo me he dado cuenta de que esas pequeñas pausas que parecen intrascendentes en medio del caos del día, son las que me devuelven la capacidad de respirar con calma y sentir que todavía hay ternura en un mundo que a veces se siente demasiado hostil.

Recuerdo una vez llegar a casa después de una jornada agotadora. Había discutido con alguien que quiero mucho y, para rematar, la ciudad parecía estar en su punto más ruidoso y acelerado. Entré, tiré la mochila en el sofá y lo único que hice fue abrir mi celular. El algoritmo, como si me conociera mejor que yo, me mostró un video de una gatita tratando de alcanzar un láser rojo. No fue magia, no me resolvió los problemas, pero me arrancó una sonrisa en un momento donde parecía imposible hacerlo. Ese gesto mínimo me salvó el día.

Lo interesante es que no soy el único que lo siente. Hace algunos años, la Universidad de Indiana hizo un estudio y descubrió que ver videos de gatos realmente mejora el humor y reduce la ansiedad. Y hoy, con tanta presión laboral, económica y emocional, esa conclusión tiene más sentido que nunca. Si lo pensamos bien, estamos frente a una medicina emocional que no cuesta nada y que está al alcance de cualquiera con acceso a internet.

Lo curioso es que, más allá de la ciencia, está la experiencia humana. Ver gatitas en internet activa algo profundo: la ternura. Esa emoción que los psicólogos llaman kama muta, esa sensación de calorcito en el pecho que te conecta con lo más humano de ti mismo. A veces creemos que la madurez es endurecernos, pero yo he aprendido que es justo lo contrario: la verdadera madurez está en permitirse sentir con sinceridad. Y ahí es donde un simple ronroneo digital puede derrumbar muros que cargamos por dentro.

Claro, sé que hay quienes dirán: “pero eso es perder el tiempo”. Y aquí es donde me gusta detenerme. ¿Qué es perder el tiempo? ¿Acaso no es un desperdicio más grande vivir acelerados, sin darnos un respiro, sin cuidar la mente? He visto a gente trabajar 14 horas al día, ganar dinero, pero olvidarse de sonreír. También he visto a personas simples que se regalan cinco minutos frente a un gato jugando, y logran recargar energías para seguir adelante. No es banalidad, es autocuidado.

Me gusta conectar esta reflexión con lo que escribí hace un tiempo en mi blog personal, donde hablaba de cómo los pequeños rituales diarios sostienen la salud mental más que las grandes promesas que rara vez cumplimos. Y pienso también en lo que encontré en Mensajes Sabatinos, esa invitación constante a frenar, a escuchar la voz que nos recuerda que no todo se mide en productividad. Porque la ternura es también espiritualidad.

A veces me pongo a pensar: ¿qué pasaría si en los colegios, en lugar de solo hablarnos de notas y resultados, nos enseñaran también que está bien parar y ver algo que nos conecte con la risa? Que no somos máquinas, que necesitamos estímulos que nos devuelvan humanidad. Quizás así creceríamos menos rotos y más capaces de compartir lo que sentimos.

Yo mismo he sentido el impacto físico. Después de una pausa gatuna, mi respiración cambia, el estrés baja, incluso el cuerpo se siente más liviano. Y ahí está la explicación científica: dopamina, serotonina, endorfinas… todo ese lenguaje de la biología que solo intenta traducir lo que ya sentimos en carne propia. Pero no es necesario saber de neurotransmisores para entender que algo bueno ocurre cuando una gatita hace un salto torpe y cae de forma graciosa.

Lo más valioso es cuando no lo vives solo. Compartir esos videos con amigos o familia crea lazos distintos, una complicidad que rompe la rutina. Es como decirle al otro: “oye, en medio de tanto ruido, aquí tienes una razón para sonreír”. Y esa frase implícita vale más que mil discursos. En lo personal, me recuerda que la vida no se trata solo de resolver problemas, sino también de multiplicar momentos que nos devuelven esperanza.

Creo que todos necesitamos esas pausas gatunas, y no hablo solo de videos. Hablo de cualquier cosa que despierte ternura y nos reconcilie con lo que somos. Puede ser una canción, una mirada, un recuerdo. Pero si lo más a la mano son gatitos en internet, pues bienvenidos sean. Porque al final, como escribí alguna vez en Amigo de ese ser supremo, las cosas simples también son mensajes de algo más grande que nos cuida, aunque no lo entendamos del todo.

Así que la próxima vez que alguien te diga que pierdes el tiempo viendo gatitas, solo sonríe. Quizás no lo entiendan, pero tú sabrás que en ese instante estás salvando un pedacito de tu salud emocional. Y eso, créeme, no tiene precio.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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domingo, 5 de octubre de 2025

Sabes realmente lo que tu gata quiere decirte?



Siempre me ha parecido curioso cómo a veces creemos que entendemos a los demás, pero en realidad solo los miramos desde el filtro de lo que pensamos que deberían ser. Eso pasa con las personas, con las situaciones y, claro, también con los animales. Lo descubrí la primera vez que me senté frente a mi gata y me di cuenta de que su silencio no era vacío, que cada parpadeo lento y cada roce suave contra mi pierna eran un lenguaje que yo no había aprendido a escuchar.

Nos contaron tantas veces que los gatos son independientes, fríos y poco interesados en nosotros que terminamos creyendo ese mito. Pero la verdad es otra: su forma de amar no es la nuestra, y quizás por eso nos cuesta descifrarla. Lo irónico es que algo parecido nos pasa en la vida diaria: confundimos la sutileza con distancia, el silencio con desinterés, la independencia con desamor.

La ciencia ya ha empezado a derribar estas ideas equivocadas. Un estudio de la Universidad Estatal de Oregón demostró que más del 65% de los gatos desarrollan vínculos tan fuertes como los de un perro o incluso un bebé humano. Es decir, detrás de esos ojos enigmáticos y esa calma que a veces raya en lo imperturbable, hay un corazón que late con ternura, aunque lo exprese a su manera.

Yo lo noté un día cuando mi gata se subió a la cama, se acurrucó en mi pecho y se quedó dormida. No hubo maullidos, no hubo gestos ruidosos, solo confianza. Ese momento me enseñó algo más grande: que la confianza no siempre se declara, se vive.

Pienso mucho en cómo nuestras relaciones humanas podrían aprender de esto. Si fuéramos capaces de leer los gestos pequeños de quienes amamos, quizás evitaríamos tantas confusiones. El parpadeo lento de una gata es como el “te quiero” tímido de alguien que no sabe decirlo en voz alta. El amasado con las patitas, un eco de la infancia, es como esos abrazos de mamá que uno recuerda de niño: no necesitan palabras, porque llevan la memoria del amor.

Y claro, está el gesto de frotarse contra ti. La primera vez que mi gata lo hizo pensé que era pura casualidad. Luego entendí que era su manera de marcarme como parte de su mundo, como diciendo: “ya no eres un extraño, ahora eres mío”. Esa frase resuena en mí porque pienso en lo difícil que es, en la sociedad de hoy, encontrar un lugar donde uno realmente sienta que pertenece.

Los animales no se complican con teorías: si te incluyen, es porque confían en ti. Punto. Quizás por eso cuando mi gata me lame, me emociona tanto: sé que es su forma de adoptarme en su familia. Y aunque no soy un experto en etología, sí sé reconocer cuándo alguien, sea humano o felino, me entrega su afecto sin condiciones.

He visto a personas regalarse flores para pedir perdón o comprar cosas caras para demostrar afecto, pero mi gata me trae un pedazo de papel o un juguete mordido y, aunque suene ridículo, siento que es un regalo sincero. Porque en lo simple está la autenticidad, y porque no busca impresionar: solo compartir lo que para ella tiene valor.

En medio de estas experiencias me pregunto: ¿qué tan sordos estamos a los lenguajes que no dominamos? No solo con los gatos, también con las personas que amamos. Tal vez el mundo se volvería un poco más humano si aprendiéramos a interpretar lo sutil en lugar de esperar siempre demostraciones obvias.

No puedo evitar conectar esto con algo que escribí hace tiempo en mi blog personal. Allí reflexionaba sobre cómo muchas veces confundimos la independencia con el desapego. Mi gata me lo recordó: se puede ser independiente y aún así amar con intensidad. Y pienso que nosotros, como jóvenes, deberíamos aprender a construir relaciones en esa línea, sin necesidad de absorbernos ni controlarnos, sino respetando los espacios y celebrando los encuentros.

También recuerdo una entrada que leí en Mensajes Sabatinos, donde se hablaba de los silencios que dicen más que mil palabras. Y sí, el silencio de una gata durmiendo a tu lado, confiando en ti, dice más de lo que cualquiera podría explicar.

Lo que me gusta de todo esto es que no se queda en lo anecdótico. Aprender el lenguaje de mi gata me enseñó a observar mejor, a no quedarme en la superficie. Y es curioso porque la misma habilidad me ha servido en mi relación con la sociedad, con la espiritualidad e incluso con la tecnología. El mundo digital también está lleno de señales que podemos malinterpretar si no aprendemos a leerlas con conciencia.

Quizás por eso me gusta pensar en el vínculo con mi gata como un espejo. Ella me recuerda que la vida es más rica cuando aprendo a interpretar, no cuando me quedo en la comodidad de los prejuicios. Que el amor puede ser silencioso, que el afecto puede ser un parpadeo, que la pertenencia puede sentirse en un roce sencillo.

Al final, no se trata de entenderlo todo, sino de estar dispuesto a escuchar. Y esa disposición cambia la manera en que convivimos, no solo con los gatos, sino con las personas que nos rodean. Porque lo que más necesitamos hoy, en medio de tantas voces, es recuperar la capacidad de percibir lo sutil, lo auténtico, lo que no grita pero transforma.

Y sí, sigo aprendiendo cada día. Porque así como mi gata tiene un lenguaje secreto, creo que cada persona, cada relación y cada experiencia también lo tiene. Solo hay que estar lo bastante despiertos para leerlo.

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sábado, 4 de octubre de 2025

Cuando perros y gatos hablan el mismo idioma (sin palabras)



Siempre me ha parecido fascinante la idea de que en casa habitamos un pequeño universo donde cada ser tiene su propio lenguaje. Cuando miro a mi perro y a mi gata, no dejo de preguntarme cómo es que se entienden sin necesidad de palabras. No comparten el mismo código biológico, no tienen una gramática común ni una escuela donde les hayan enseñado a convivir. Y sin embargo, basta con observarlos un rato para descubrir que hay algo más grande sosteniendo ese vínculo: la capacidad innata de escuchar con todo el cuerpo y leer con el corazón.

Yo crecí en un hogar donde los silencios decían tanto como las palabras. Mi familia me enseñó que no siempre hay que hablar para transmitir cariño, que a veces un gesto basta para reconocer al otro. Y quizá por eso me conmueve ver cómo perros y gatos, tan distintos en naturaleza, pueden llegar a entenderse. Como si fueran espejos que aprenden a traducirse mutuamente. Esa convivencia me recuerda que nosotros, los humanos, también estamos llamados a aprender el lenguaje de quienes son diferentes, aunque nos cueste, aunque al inicio parezca imposible.

He leído en estudios como los publicados por Animal Cognition o la Universidad de Lincoln que los animales de diferentes especies logran descifrar patrones corporales y sonidos después de convivir un tiempo juntos. Un perro aprende que el maullido agudo de una gata no siempre es una amenaza, sino una invitación a prestar atención. Una gata reconoce que el movimiento alegre de una cola perruna no es peligro, sino un gesto amistoso. Y en esa traducción silenciosa se construye un puente invisible. Me pregunto si los humanos no deberíamos reaprender lo mismo: leer la intención detrás del gesto antes de reaccionar con miedo o rechazo.

Recuerdo una tarde en la que mi gata se subió al sofá para dormir tranquila. Mi perro, entusiasmado, quería jugar. Ella lo miró con fastidio, levantó apenas la cola y con un simple giro de orejas le dijo “no ahora”. Y él, en lugar de insistir, se echó a su lado como un hermano resignado. Ese instante sencillo me pareció una clase magistral de respeto mutuo. Pensé: ¿cuántas discusiones humanas podrían evitarse si aprendiéramos a aceptar el “no ahora” del otro sin sentirlo como un rechazo personal?

En mis reflexiones me cruzo a menudo con los escritos de mi padre, donde habla del valor del tiempo, de la paciencia y de las relaciones auténticas (por ejemplo en Bienvenido a mi blog). Yo, desde mis 21 años, lo leo y siento que esas enseñanzas también caben en la relación entre especies. Porque perros y gatos no se entienden de la noche a la mañana; necesitan convivencia, ensayo y error, y sobre todo la voluntad de ajustarse al ritmo del otro. Lo mismo nos pasa a nosotros en la familia, en la sociedad y en los proyectos colectivos.

Me parece increíble que la ciencia confirme lo que el corazón ya sospecha: los animales que conviven con otras especies tienen menos estrés, más sociabilidad y una mayor capacidad de interpretar señales sociales. Lo dice la American Veterinary Medical Association, pero yo lo veo todos los días en mi casa. Y pienso que en el fondo es una metáfora de la vida misma: cuando convivimos con la diferencia, aprendemos a expandir nuestra sensibilidad y a crecer emocionalmente.

Claro, no siempre todo es armonía. A veces hay choques, gruñidos, carreras que parecen persecuciones, maullidos ofendidos o ladridos que rebotan en las paredes. Pero incluso en esos conflictos hay aprendizaje. Un perro que se frena ante el zarpazo juguetón de una gata está entendiendo límites. Una gata que deja que un perro se acerque a su comida por un segundo está practicando tolerancia. Y ambos están construyendo una jerga de convivencia que no necesita diccionarios, solo presencia, ensayo y respeto.

Cuando pienso en esta pequeña Torre de Babel doméstica, siento que los humanos no deberíamos ser tan distintos. Y sin embargo, nos cuesta. Nos aferramos a idiomas, ideologías, culturas y diferencias como si fueran muros insalvables. En lugar de traducirnos, nos atrincheramos. Y ahí es cuando vuelvo a mirar a mis compañeros de cuatro patas y me pregunto: ¿qué pasaría si en vez de defender tanto mi propio idioma, intentara aprender el del otro, aunque sea con gestos torpes? Quizá descubriría que el amor, al final, es el idioma más universal.

Este tema me conecta con algo que escribí hace poco en mi propio blog: la necesidad de recuperar la empatía en medio del ruido digital. Porque hoy, mientras los algoritmos deciden qué vemos y qué creemos, los animales siguen recordándonos que hay un canal mucho más puro: el de la mirada, el movimiento, el simple estar. Ellos no necesitan filtros ni pantallas para ser auténticos. Y nosotros, que nos decimos más evolucionados, muchas veces olvidamos esa lección.

Me gusta imaginar que, en cada hogar donde conviven perros y gatos, se está ensayando un pequeño milagro: el de la traducción sin palabras. Ese milagro nos enseña que la diversidad no es un obstáculo, sino una riqueza. Que la diferencia no es una amenaza, sino una oportunidad para ampliar nuestro propio lenguaje. Y que la convivencia, aunque imperfecta, siempre es posible cuando hay voluntad de escucharse.

A veces pienso que Dios, o ese ser supremo en el cual confío y del cual hablo en mi blog espiritual, se ríe con ternura al vernos tan complicados con nuestros idiomas y discursos. Porque mientras nosotros discutimos sobre quién tiene la razón, un perro y un gato en la sala de una casa cualquiera están recordándonos que el amor no necesita traducción. Solo presencia.

Así que la próxima vez que veas a tu perro y a tu gato compartir un silencio, míralos bien. Están hablando. Están construyendo un idioma secreto hecho de gestos, sonidos y respeto. Y quizá, si los escuchas con atención, descubras que también están diciéndote algo a ti: que todavía es posible entendernos, incluso en un mundo lleno de lenguas distintas.

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