lunes, 1 de septiembre de 2025

Cuando la suerte se confunde con certeza

 


He visto muchas veces cómo algo que nos sale bien a la primera nos engaña, nos paraliza después cuando lo intentamos de nuevo y no funciona igual. Es como si la vida nos pusiera una trampa dulce: nos hace sentir que lo sabemos todo, cuando en realidad apenas hemos probado un fragmento mínimo del camino. Lo he vivido en cosas pequeñas, como cuando preparo un plato improvisando en la cocina y resulta delicioso, y también en cosas más grandes, como en las relaciones, los estudios o los proyectos que uno cree dominar demasiado pronto.

La historia de una pareja con gatos me hizo pensar en eso. Habían adoptado a dos hermanos felinos desde pequeños. Todo fluyó perfecto: no hubo peleas, no hubo complicaciones, no hubo que aplicar al pie de la letra esas recomendaciones que los veterinarios siempre dan sobre adaptación progresiva. Todo les resultó tan fácil, que cuando llegó el momento de traer una nueva gatita a la familia, pensaron que sería igual de sencillo. Pero la vida no siempre repite los mismos patrones, y esa vez la experiencia no fue tan suave. Dos gatos adultos ya habían hecho suyo el territorio y la gatita se encontró con un recibimiento mucho más complejo.

Ahí comprendieron que lo que antes parecía ser fruto de su habilidad, quizás no era más que suerte. Y la suerte, aunque necesaria, no es suficiente.

Me siento identificado porque a veces yo también me confío. Si un examen en la universidad me va bien estudiando poco, caigo en la ilusión de que siempre será así. Si en un proyecto digital o en un emprendimiento algo despega rápido, me olvido de revisar los cimientos. Lo que nos salva una vez no siempre nos salva siempre. Y ahí es donde la vida nos golpea con preguntas incómodas: ¿qué tanto de lo que salió bien fue esfuerzo real, qué tanto fue gracia, qué tanto fue azar?

Esto no es solo sobre gatos o sobre recetas. Es sobre cómo enfrentamos lo inesperado. En mi familia, muchas veces he escuchado de mi abuelo la frase: “no te fíes de la primera vez, porque no sabes si fue por ti o por las circunstancias.” Y con el tiempo entendí que tenía razón. Las circunstancias son maestras invisibles: un entorno favorable, una coincidencia de factores, la ayuda de alguien que ni nos dimos cuenta que estaba sosteniendo. Creer que todo salió por mérito propio es como inflar un globo con aire prestado y pensar que es eterno.

Y al mismo tiempo, la otra cara de esto es que cuando algo no sale bien a la primera, también tendemos a pensar que nunca podremos hacerlo. Esa es otra trampa. Lo curioso es que en ambos extremos —cuando nos sale demasiado bien o cuando nos sale muy mal— corremos el riesgo de dejar de aprender. En el primer caso, porque creemos que ya no hay nada más que aprender; en el segundo, porque creemos que no vale la pena intentarlo de nuevo.

Lo que me deja pensando es que necesitamos aprender a vivir con paciencia. Los procesos, como la adaptación de un nuevo gato en un hogar con otros, requieren tiempo, respeto y escucha. Igual pasa con las relaciones humanas: la confianza no se construye en un día, aunque una primera cita sea mágica; el amor no se garantiza por un instante, aunque el comienzo sea perfecto. En la vida real hay pasos, tropiezos, ajustes. Y la paciencia es la que hace que todo tenga sentido.

Hace poco leí en Bienvenido a mi blog un texto sobre la importancia de detenernos a mirar lo que pasa a nuestro alrededor con humildad. Y creo que ese es el punto central aquí: la humildad de reconocer que no sabemos todo, que necesitamos aprender, que hay quienes ya han pasado por esos caminos. Igual que la pareja que, al no hacer caso del veterinario, descubrió que las instrucciones no eran un capricho, sino una experiencia acumulada.

Y no puedo evitar pensar en cómo trasladamos esto a la sociedad. Somos rápidos en escuchar a los amigos, a los “iguales”, pero lentos en reconocer la voz del que realmente sabe. En el blog de Organización Todo En Uno encontré una reflexión sobre liderazgo que encaja aquí: un buen líder no es el que siempre acierta a la primera, sino el que sabe escuchar, contrastar y adaptarse cuando el escenario cambia. La vida, igual que los gatos, nos pide un liderazgo paciente.

Creo que crecer es eso: aprender a no paralizarse ni con la suerte ni con el fracaso. Ser capaces de agradecer cuando algo nos sale bien, pero también de preguntarnos por qué salió así. Y cuando algo nos sale mal, darnos la oportunidad de volver a intentarlo, esta vez con más conciencia.

Al final, no se trata de controlar todo. La vida tiene siempre un componente de azar, y sería agotador pretender medirlo todo. Se trata más bien de encontrar el equilibrio: confiar en nosotros mismos, pero sin dejar de lado la escucha y la preparación. Ser conscientes de que hasta los pequeños actos requieren respeto, y que las experiencias pasadas no garantizan resultados futuros.

La pareja de la historia seguramente aprendió más con la dificultad de la tercera gatita que con la facilidad de los dos primeros. Y así funciona casi todo: es en los tropiezos donde de verdad aprendemos a caminar distinto.

Yo, por mi parte, cada día intento recordar que la suerte puede abrir una puerta, pero que solo la paciencia, la humildad y la constancia me permiten cruzarla y quedarme del otro lado.

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domingo, 31 de agosto de 2025

Recuerdo perfectamente el día en que mi forma de ver el trabajo con perros cambió para siempre


No fue un día cualquiera, aunque en apariencia sí lo parecía. Era una sesión de entrenamiento como tantas otras. Un perro atento, con ganas de aprender, y un tutor dispuesto, comprometido, casi con esa esperanza que se pone cuando uno quiere que las cosas salgan bien. Yo estaba en mi papel, guiando, ajustando ejercicios, reforzando lo positivo. Todo iba de maravilla.

La escena era la que cualquier entrenador quisiera repetir mil veces: el perro obedecía, el tutor entendía, y yo podía sentir ese aire de satisfacción en el ambiente. Terminamos la sesión con sonrisas y confianza. Todo estaba en orden, al menos eso creía yo.

Un par de semanas más tarde, recibí un mensaje que me cambió la forma de mirar mi trabajo. El tutor me escribió:

“No sé qué pasa… en las sesiones todo va genial, pero en casa sigue sin hacerme caso. A veces siento que no me entiende. O peor… que no confía en mí.”

Esa última frase se me quedó retumbando. No confía en mí.

De repente entendí que no estaba entrenando solo un perro ni guiando únicamente a un tutor. Había algo invisible entre ellos, un puente que no está hecho de órdenes ni de premios, sino de confianza y vínculo. Y eso era lo que no estaba funcionando.

En mi cabeza intenté justificarlo: tal vez faltaban más repeticiones, quizás el tutor no había aplicado bien los ejercicios, tal vez el perro estaba confundido. Pero mientras lo pensaba, sentía que me estaba mintiendo. Porque lo que me describía no tenía que ver con técnica, sino con conexión.

Lo que encajaba en la sesión se deshacía al cruzar la puerta de la casa. Era como si los dos hablaran idiomas distintos en ese espacio íntimo. Entonces lo vi con claridad: no basta con enseñar conductas, no basta con dar órdenes claras. Lo que sostiene todo es el vínculo invisible entre humano y perro.

Ese día me enfrenté a un vacío en mí mismo. Nunca me había formado en eso. Siempre me enfoqué en los comandos, en los protocolos, en lo que funciona en el papel. Y sí, servía para resolver problemas de conducta. Pero no servía para construir confianza.

Pensándolo bien, ¿no pasa lo mismo en la vida humana? En Mensajes sabatinos leí una vez algo que me marcó: “La forma más pura de enseñar no está en las palabras, sino en la confianza que generas.” Con los perros, como con las personas, lo esencial no es repetir lo aprendido, sino sentirlo.

Ese día no me sentí un experto, sino un aprendiz. Me vi obligado a aceptar que entrenar perros no era suficiente. Que mi rol tenía que ir más allá: entender la relación, trabajar en el lenguaje silencioso que los une, guiar a las personas no solo en el “cómo hacer”, sino en el “cómo conectar”.

En Bienvenido a mi blog, mi papá alguna vez escribió sobre cómo en la vida profesional puedes ser muy bueno técnicamente y aún así fracasar si no logras conectar con los demás. Ese recuerdo me ayudó a reconocer que lo que yo vivía con ese tutor y su perro era lo mismo: la técnica sin conexión es frágil, y la conexión sin técnica es insuficiente. Necesitamos ambas.

Desde entonces, cada vez que pienso en los perros que he conocido, me doy cuenta de que lo que más me marcó no fueron las órdenes que aprendieron, sino los momentos en que realmente confiaron. Cuando se sentaron a mi lado sin que se lo pidiera, cuando me miraron como si dijeran “te entiendo”.

Eso me hizo replantear no solo mi trabajo con animales, sino también mi manera de relacionarme con las personas. Porque al final, todos buscamos lo mismo: sentir que podemos confiar, que el otro nos entiende, que el puente no se rompe al salir de una sesión, de una conversación, de un instante.

Hoy, mirando hacia atrás, ese mensaje no fue un golpe sino una llamada. Me mostró el camino de lo que realmente importa: trabajar con la relación, no solo con el comportamiento. Y aunque mañana contaré cómo descubrí las herramientas que hacen posible fortalecer esos vínculos, me quedo con esta certeza:

Los perros no necesitan solo entrenamiento. Necesitan conexión.
Los humanos no necesitamos solo instrucciones. Necesitamos confianza.

Y yo… sigo aprendiendo a vivir en ese punto intermedio donde lo que hacemos deja de ser mecánico y empieza a ser auténtico.

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sábado, 30 de agosto de 2025

El día que me di cuenta de que entrenar perros no era suficiente


Recuerdo perfectamente el día en que todo cambió. No fue una revelación con fuegos artificiales, sino un silencio que se volvió demasiado fuerte como para ignorarlo. Estaba en una sesión de entrenamiento con un perro y su tutor, una de esas clases que parecen fluir como si todo estuviera escrito de antemano. El perro, atento y listo. El tutor, comprometido y paciente. Yo, siguiendo cada paso con la convicción de que estábamos haciendo las cosas bien.

Las órdenes se cumplían. Los ejercicios funcionaban. Había entusiasmo y motivación. Al terminar, la sensación era de triunfo. Pero unas semanas después, recibí un mensaje que me golpeó directo en el estómago:

“No sé qué pasa… en las sesiones todo va genial, pero en casa sigue sin hacerme caso. A veces siento que no me entiende. O peor… que no confía en mí.”

Ese “peor” se me quedó retumbando. Porque lo que estaba fallando no era la técnica, ni la disciplina, ni el número de repeticiones. Lo que estaba fallando era algo mucho más profundo: la relación.

Cuando el tutor me explicó con más detalle, comprendí que el perro sabía exactamente lo que se esperaba de él, pero algo se quebraba en el ambiente del hogar. Como si las paredes de la casa transformaran el idioma que ambos habían aprendido. Las órdenes se volvían ruido. La atención se desvanecía. La confianza, simplemente, no aparecía.

Y fue entonces cuando entendí que el verdadero problema no estaba ni en el perro ni en el humano, sino en el puente invisible que los unía. Ese vínculo silencioso que no se entrena con premios ni se enseña con un clicker.

Ese día descubrí que entrenar perros no era suficiente.

Me lo repetí varias veces: no basta con enseñar conductas, hay que construir vínculos. Los perros, igual que nosotros, necesitan sentir confianza, respeto y conexión. Y esa parte yo nunca la había estudiado en profundidad. Siempre me había centrado en la técnica, en los pasos, en el “cómo se hace”. Pero nadie me había hablado del “cómo se siente”.

Pienso en esto y recuerdo lo que escribí una vez en El blog Juan Manuel Moreno Ocampo: la vida no se trata solo de hacer las cosas bien, sino de hacerlas con verdad. Un perro puede obedecer por miedo o por costumbre, pero solo confía cuando siente que la relación es auténtica.

Ese día fue incómodo porque me obligó a reconocer mis límites. Me di cuenta de que necesitaba formarme en otro tipo de conocimiento: la psicología de los vínculos, la comunicación no verbal, la manera en que los humanos transmitimos emociones sin darnos cuenta.

En Bienvenido a mi blog mi papá reflexionaba mucho sobre cómo en la vida las relaciones son lo que de verdad nos sostiene, incluso más que los títulos o los métodos. Tal vez por eso me resonó tanto: lo que estaba fallando en la relación entre ese perro y su tutor era exactamente lo que muchas veces falla en las relaciones humanas. Sabemos “las órdenes”, pero no logramos entendernos.

Me gusta pensar que ese momento no fue un fracaso, sino un giro necesario. Me mostró que la vida siempre tiene un “más allá” que exige humildad. Yo podía seguir enseñando comandos y corrigiendo conductas, pero si no me enfocaba en lo invisible, todo iba a seguir siendo superficial.

El perro sabía lo que hacer, el humano también. Pero entre los dos faltaba esa magia que ocurre cuando un vínculo es genuino. Y eso me llevó a replantearme no solo mi trabajo, sino mi manera de mirar al mundo.

Porque al final, ¿no pasa lo mismo con nosotros? ¿Cuántas veces creemos que todo está en orden —que seguimos las reglas, que hacemos lo correcto— pero sentimos que la conexión con los demás se nos escapa de las manos?

En Mensajes sabatinos leí algo que conecta perfecto con esto: “Lo importante no es repetir lo aprendido, sino vivir lo comprendido.” Y ahí entendí que entrenar un perro no sirve de nada si el tutor no aprende a vivir la relación de otra forma.

Hoy, cuando recuerdo ese mensaje, no lo leo como una queja, sino como una puerta. Fue el inicio de un camino distinto, uno donde comprendí que la clave está en trabajar con la relación, no solo con el comportamiento. Y aunque mañana contaré cómo descubrí nuevas herramientas para hacerlo, me quedo con esta certeza:

No basta con enseñar. No basta con explicar. Lo esencial es conectar.

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viernes, 29 de agosto de 2025

Y si tu destino estuviera lleno de ronroneos?



Hay momentos en los que la vida parece una repetición infinita. Despertador, transporte público, trabajo en un cubículo sin alma, ocho horas de un esfuerzo que solo vale lo justo para no odiarlo del todo. Lo mismo día tras día, como si alguien hubiera pulsado el botón de “repetir” en un playlist aburrido.

Ana conocía muy bien esa rutina. Y aunque siempre había sentido una conexión especial con los gatos —esa forma de observarlos durante horas, intentando descifrar sus movimientos, su mirada, su silencio lleno de significado— la adultez le había arrebatado la calma de esos instantes. Ahora todo era prisa, correos pendientes, reuniones que no llevaban a ninguna parte y un jefe que parecía olvidar que todos tenían vida fuera de la oficina.

La única grieta de luz estaba al final del día, cuando llegaba a casa y encontraba a su gata esperándola en la puerta. Ese ritual nunca fallaba: el rozar del cuerpo contra sus piernas, el salto directo a su pecho, el ronroneo profundo que vibraba como un recordatorio de que todavía había ternura en el mundo. Ana pensaba en silencio: “ojalá la vida fuera así de simple, así de verdadera”. Pero claro, el “ojalá” no pagaba facturas.

Todo cambió un viernes. Había tenido una semana insoportable, de esas que desgastan hasta lo más profundo. Cansada y con un nudo en el pecho, Ana decidió no ir directamente a casa. Sus pasos la llevaron sin pensarlo demasiado hasta un café gatuno. No era la primera vez que entraba, pero algo distinto se encendió en ella esa tarde.

Se sentó en un rincón, viendo cómo los gatos iban y venían, dueños de sí mismos, indiferentes al ruido del mundo exterior. Cerró los ojos por un instante, intentando absorber esa calma. Y entonces, lo sintió: un peso ligero sobre sus piernas. Al abrirlos, un gato atigrado, de pelaje suave y ojos dorados, la miraba fijamente. Se acomodó sobre su regazo y empezó a ronronear, fuerte, constante, profundo.

Ana respiró hondo. Sintió que algo dentro de ella se rompía, o quizá, se arreglaba. Ese ronroneo no era solo un sonido; era un mensaje. Era un recordatorio de que la vida podía ser otra cosa. Y ahí, en ese instante, lo supo: ella no había nacido para estar atrapada entre paredes grises. Había nacido para estar con ellos, para entenderlos, para cuidarlos.

Claro, la revelación no trae consigo las instrucciones. Soñar es fácil, pero vivir del sueño es otra historia. La cabeza de Ana se llenó de preguntas: “¿cómo se convierte una en catsitter? ¿Dónde encuentro clientes? ¿Y si fracaso?” Las dudas pesaban tanto como las certezas. Y sin embargo, algo había cambiado.

Ese día, con un gato desconocido ronroneando sobre su pecho, Ana descubrió que los destinos no siempre se eligen: a veces, simplemente te encuentran.

Mientras escribo esto, no puedo evitar pensar en las veces que yo también me he sentido atrapado en una rutina que no me pertenece. Tal vez no se trata de gatos, pero sí de esa sensación de estar hecho para algo más. En Mensajes sabatinos leí alguna vez que los llamados más profundos no llegan en forma de gritos, sino en susurros. Ana lo entendió en un ronroneo. Nosotros, quizá, en un momento de silencio, en una frase, en una mirada.

También pienso en cómo las decisiones difíciles suelen estar llenas de miedo. Pero ¿qué historia vale la pena contar si no incluye el vértigo de arriesgarse? En Bienvenido a mi blog se habla mucho de eso: de cómo la vida auténtica no se construye desde lo cómodo, sino desde lo que nos exige renunciar a lo que ya no nos hace crecer.

Ana decidió escuchar el mensaje. Y aunque mañana contaré qué pasó después, lo importante de hoy es la semilla que nació en su interior. La semilla de una vida nueva, más cercana a lo que siempre había sentido en su corazón. Tal vez no fue un plan trazado, pero sí un destino que ronroneaba, esperando a que alguien lo escuchara.

Me pregunto si todos tenemos un “ronroneo” esperándonos: ese gesto, esa señal, ese instante que nos sacude y nos recuerda que no estamos hechos para sobrevivir en automático, sino para vivir con propósito.

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jueves, 28 de agosto de 2025

Lo de los gatos es…



Nunca deja de asombrarme cómo un animal tan cotidiano puede seguir guardando secretos que nos cambian la mirada. Los gatos, con esa mezcla de misterio y cercanía, parecen caminar por la vida recordándonos que todavía hay cosas que no entendemos del todo. Uno de sus trucos más fascinantes es ese “superpoder” de caer siempre de pie.

Y no, no es magia ni casualidad. Es ciencia pura. Se llama reflejo de enderezamiento, y cada vez que lo pienso me parece un acto de poesía en movimiento. El gato cae, el mundo parece voltearse, pero él encuentra la forma de girar en el aire, de acomodarse, de aterrizar como si nada hubiera pasado. Como si la gravedad y el caos fueran solo un juego más.

Cuando me enteré de cómo lo logran, me sentí pequeño, casi torpe, pensando en lo mucho que a nosotros nos cuesta enderezarnos después de una caída. Ellos, en cambio, lo hacen en milisegundos.

La explicación es fascinante. Resulta que dentro de su oído interno tienen un órgano que actúa como brújula instantánea. Detecta su posición en el espacio casi al instante, mucho antes de que sus patas toquen el suelo. Luego, su cerebro se enciende, envía órdenes a sus músculos y empieza la danza. Primero giran las patas traseras, luego las delanteras, hasta quedar alineados para el impacto. Sus patas, diseñadas como amortiguadores, suavizan el golpe. Como resortes naturales.

Lo increíble no es solo la precisión biomecánica, sino la lección que esconden detrás. Ellos no se quedan paralizados en medio de la caída, no se lamentan ni se resisten. Actúan. Se ajustan. Se preparan para aterrizar. Y pienso: ¿qué pasaría si nosotros viviéramos con esa misma disposición?

Porque al final, la vida también es una caída tras otra. No todas mortales, claro, pero sí suficientes para sacudirnos. Fracasos, rupturas, proyectos que no salen, sueños que se aplazan. Y a diferencia de los gatos, solemos quedarnos demasiado tiempo pensando en lo que salió mal, en por qué caímos, en cómo nos vieron los demás caer. Nos castigamos más por el tropiezo que por no levantarnos.

Los gatos nos recuerdan que lo importante no es el tropiezo, sino la forma en que aterrizamos. Y eso me conecta con algo que escribí en El blog Juan Manuel Moreno Ocampo, cuando hablaba de cómo en la juventud uno aprende que las derrotas también son maestras, y que muchas veces nos enseñan más que las victorias fáciles.

Si lo pienso, no es tan diferente de lo que pasa en la vida social y en la espiritualidad. En Amigo de ese ser supremo alguna vez reflexioné sobre cómo la fe es, en esencia, ese acto de confianza de que, incluso si caes, hay una forma de ponerte de pie. Los gatos lo hacen de manera instintiva, nosotros lo necesitamos recordar. Tal vez el desafío humano sea volver a confiar en nuestra capacidad natural de enderezarnos.

Lo de las caídas también lo relaciono con lo que pasa en las familias y en los negocios. En Organización Empresarial Todo En Uno se habla mucho de resiliencia, de cómo los líderes enfrentan las crisis. Y es cierto: no importa cuán alto caiga un proyecto, una empresa o una persona; lo que define la historia no es la caída, sino la capacidad de ajustarse en medio del aire.

A veces siento que los gatos nos miran con cierta compasión, como diciendo: “ustedes complican demasiado lo sencillo”. Y tienen razón. Nosotros nos enredamos en pensamientos, nos quedamos atrapados en culpas o miedos, cuando en realidad lo que toca es moverse, cambiar de ángulo, rotar en el aire y prepararnos para tocar tierra con firmeza.

No quiero sonar a discurso de autoayuda barato, porque la verdad es que no es fácil. Aterrizar de pie cuando estás roto por dentro, cuando la caída fue dura, cuando todo parece tambalear, es un reto gigante. Pero es ahí donde entra la enseñanza más poderosa de los gatos: no importa cuánto dure la caída, siempre hay tiempo para reacomodarse antes de tocar el suelo.

En medio de todo esto me doy cuenta de que crecer —en la juventud, en la vida adulta— es aceptar que las caídas son inevitables. Pero también es descubrir que llevamos dentro la capacidad de girar, de equilibrarnos, de aterrizar con dignidad. Aunque no sea perfecto, aunque terminemos con un rasguño o dos, lo importante es seguir de pie.

Y pienso que, quizás, deberíamos vivir con más espíritu felino. No para ser indestructibles, sino para ser flexibles. No para negar las caídas, sino para transformarlas en aprendizajes. Porque, como ellos, también nosotros tenemos lo necesario para salir adelante.

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miércoles, 27 de agosto de 2025

La lealtad del gato callejero


Hay historias que parecen sencillas, pero en realidad contienen capas de verdad más profundas que cualquier discurso. Una de esas historias es la de Tom, un gato callejero que apareció un día en la puerta de una librería en medio de la ciudad. Nadie lo esperaba, nadie lo había buscado, pero ahí estaba: delgado, con su pelaje desordenado, con esa mezcla de fragilidad y dignidad que tienen los gatos que han sobrevivido en la calle. Y, sin embargo, lo que más llamaba la atención no era su aspecto, sino su mirada. Una mirada que parecía decir: “Puedo quedarme aquí, ¿verdad?”.

Los dueños de la librería decidieron darle algo de comida y un rincón cómodo donde descansar. Lo que no sabían era que, al hacerlo, no solo estaban cambiando la vida de un gato callejero, sino también la esencia misma de su negocio. En poco tiempo, Tom dejó de ser “ese gato” para convertirse en parte del lugar. Recibía a los clientes como si fuera el guardián oficial de la librería. Caminaba entre los pasillos con una elegancia silenciosa, como si cuidara cada estante, cada libro, cada conversación que ahí sucedía.

Pronto, los clientes comenzaron a venir no solo por las páginas impresas, sino también por él. Tom se transformó en un imán. Había quienes decían que su presencia hacía que el ambiente fuera más cálido, más humano. Otros aseguraban que gracias a él podían relajarse de verdad mientras buscaban su próxima lectura. Un simple gato callejero se convirtió en símbolo de pertenencia, en puente invisible que unía a las personas entre sí y con el espacio.

Mientras pienso en Tom, no puedo evitar recordar que muchas veces somos como él: caminamos por la vida buscando un rincón, un lugar donde se nos permita quedarnos, donde podamos sentirnos en casa. A veces lo encontramos en una persona, otras en un grupo, otras —como me ha pasado a mí— en el simple acto de escribir. Y cuando alguien nos abre la puerta, cuando nos tiende una mano sin esperar nada a cambio, nuestra vida se transforma.

En Mensajes sabatinos leí hace poco que “la grandeza no siempre llega en los escenarios esperados, sino en los gestos que parecen mínimos”. Eso era Tom: un gato insignificante para muchos, pero capaz de encender un nuevo corazón en una librería. Su presencia transformó no solo su propio destino, sino también la experiencia de todos los que lo conocieron.

Lo que más me sorprende de esta historia no es que un animal se haya ganado el cariño de la gente. Es algo más grande: que un ser olvidado, que venía de la calle, haya sido capaz de convertirse en centro de luz en un espacio que ya tenía su propósito. Y es ahí donde siento que está la verdadera lección: todos cargamos con un potencial para impactar, incluso cuando no creemos tenerlo.

Un gato callejero no debería ser visto como una molestia o un problema, sino como un ser con la capacidad de enseñarnos algo. Si Tom pudo hacerlo, ¿cuántos otros “Tom” estarán esperando a que alguien los mire de verdad? Y aquí no hablo solo de gatos: pienso en las personas invisibles de la ciudad, en quienes caminan rápido para no ser notados, en quienes esperan que alguien les dé un lugar para quedarse, aunque sea por un instante.

En Amigo de ese ser supremo he escrito sobre cómo los encuentros que parecen accidentales terminan siendo señales de algo mayor. Tal vez Tom no llegó a esa librería por casualidad. Tal vez la vida también lo estaba usando como un recordatorio: abrir espacio a lo inesperado puede transformar lo cotidiano en algo eterno.

La librería cambió. Lo que antes era un negocio tranquilo se convirtió en un lugar lleno de vida. Los clientes venían por libros, pero se quedaban por la experiencia. Y en medio de todo estaba Tom, ese pequeño guardián silencioso que recordaba a todos que las historias no solo se leen, también se viven.

Pienso en lo mucho que necesitamos abrirnos a esa lógica: la de reconocer el valor en lo pequeño, lo marginado, lo olvidado. Porque, al final, la felicidad no siempre se encuentra en lo que buscamos intensamente, sino en lo que aparece de repente frente a nosotros y nos obliga a cambiar la perspectiva.

En Bienvenido a mi blog alguna vez escribí sobre cómo los vínculos inesperados terminan siendo los que más nos marcan. Tom y la librería son el ejemplo perfecto: ni él esperaba quedarse ahí, ni ellos esperaban que un gato les diera una nueva identidad como espacio. Y sin embargo, esa unión redefinió lo que significaba entrar en esa tienda.

Si un gato callejero pudo cambiar tanto con un poco de guía, cuidado y cariño, imagina lo que cada uno de nosotros podría lograr si empezáramos a comprender más, a mirar más, a cuidar más. Y aquí no se trata solo de gatos. Se trata de todo aquello que la sociedad prefiere ignorar: los silencios, las heridas, las personas que buscan un lugar en el mundo.

Quizás el próximo Tom no sea un gato, sino alguien que conoces y que todavía no has sabido escuchar. O tal vez sí sea un gato, esperando en una esquina a que alguien le dé un rincón de luz.

Cierre y llamado a la acción

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martes, 26 de agosto de 2025

Cuánto sabes sobre tu perro?



Hay preguntas que nos obligan a detenernos en medio del ruido del día a día. Una de ellas es esta: ¿realmente conoces a tu perro? Lo amas, lo acaricias, lo alimentas, lo sacas a pasear. Pero, ¿lo entiendes?

Yo mismo me he hecho esa pregunta muchas veces, porque me di cuenta de que querer no siempre es comprender. Y con los perros —que son pura lealtad, energía y vulnerabilidad a la vez— esa diferencia puede marcar toda una vida.

En España se calcula que más de 9 millones de perros conviven en los hogares. En Colombia, aunque la cifra exacta varía, la realidad es la misma: las calles, los parques, las casas están llenas de ellos. Pero hay algo que no solemos reconocer: siete de cada diez personas que tienen perro admiten no entender del todo su comportamiento. Eso me golpea fuerte, porque habla de la distancia que todavía hay entre la compañía y la conexión real.

Con un perro, lo fácil es quedarnos en lo evidente: cuando mueve la cola creemos que está feliz, cuando jadea pensamos que tiene calor, cuando bosteza asumimos que tiene sueño. Pero detrás de esos gestos hay todo un lenguaje que pocas veces nos detenemos a leer.

Recuerdo que cuando era niño, un perro callejero se acercaba siempre a la esquina de mi casa. Mis abuelos decían que lo hacía por la comida, pero yo sentía que también buscaba compañía. Ahí fue cuando entendí que los animales, al igual que nosotros, buscan algo más que sobrevivir: buscan pertenecer. Ese recuerdo me ha acompañado cada vez que intento entender lo que de verdad sienten.

Mover la cola, por ejemplo, no es sinónimo de felicidad automática. A veces son movimientos tensos, rápidos, casi nerviosos. Eso puede ser ansiedad o estrés, algo que muchos ignoramos porque nos aferramos a la idea de que un perro siempre está feliz con solo vernos. Pero no. Ellos, igual que nosotros, tienen capas de emociones.

Lo mismo con su olfato. Cada paseo no es solo “para que haga sus necesidades”: es su periódico diario, su ventana al mundo. Cuando se detiene veinte veces en la misma calle, no es terquedad. Es exploración. Es el universo que se abre a través de su nariz. Y nosotros, en nuestra prisa humana, muchas veces tiramos de la correa porque no entendemos que ese tiempo es tan vital como el juego o la comida.

Me pasó algo parecido con el jadeo. Siempre pensé que era una señal de calor, pero aprendí que también jadean cuando están ansiosos. Entonces me pregunté: ¿cuántas veces mi perro jadeó porque estaba estresado y yo nunca lo noté? Esa pregunta me dolió, porque me hizo sentir responsable de no haber escuchado lo suficiente.

Y los bostezos… qué ironía. Creía que era sueño, pero descubrí que muchas veces son un intento de autorregularse. Una manera de decir: “me siento incómodo, necesito calmarme”. ¿Cuántas veces confundimos sus llamadas de ayuda con simples gestos automáticos?

En Mensajes sabatinos alguna vez leí algo que conecta perfecto con esto: “Las señales más importantes de la vida suelen pasar desapercibidas cuando creemos que ya entendemos todo”. Eso mismo pasa con los perros. No los entendemos del todo porque damos por hecho que su lenguaje es obvio.

El cuerpo de un perro habla incluso cuando calla. Un perro relajado se mueve con fluidez, con orejas en posición natural, con músculos sueltos. En cambio, un perro que encoge su cola, que tensa los músculos, que baja las orejas hacia atrás, está gritando sin palabras que algo anda mal.

No puedo evitar hacer un paralelo con las relaciones humanas. A veces, las personas más cercanas a nosotros también muestran señales de incomodidad o dolor, y no las vemos. O peor, no queremos verlas. Con los perros ocurre igual. El vínculo profundo no nace de la costumbre de convivir, sino de la atención real.

En Bienvenido a mi blog encontré una reflexión que lo resume bien: la diferencia entre vivir juntos y estar verdaderamente conectados. Tener un perro no es llenar la casa de ladridos y juegos; es aceptar la responsabilidad de aprender su idioma, de ajustar nuestra forma de vivir para que él también pueda ser él mismo, libre de miedo y con confianza en su tutor.

Y aquí viene lo incómodo: ¿qué pasa si tu perro no muestra señales de bienestar contigo? No es un castigo ni una acusación. Es una oportunidad de despertar. El amor no es estático. Se construye. Y, como todo en la vida, exige atención, paciencia y humildad.

Tal vez tu perro necesita más que cinco minutos en la mañana y cinco en la noche para salir. Tal vez necesita más contacto, menos gritos, más rutinas claras, más espacio para explorar. O tal vez lo único que necesita es que te detengas, lo observes, y lo escuches sin hablar.

En Amigo de ese ser supremo aprendí que la espiritualidad también está en esos gestos: en la manera en que tratamos a los seres vulnerables que dependen de nosotros. Y sí, nuestros perros son una parte sagrada de ese compromiso.

Lo más curioso es que, en todo este proceso, los perros terminan enseñándonos más de lo que creemos enseñarles. Nos recuerdan lo que significa la paciencia, lo que es estar presentes, lo que es escuchar sin necesidad de palabras. Nos obligan a soltar el ego y a entender que no somos dueños, sino compañeros de camino.

Cuando pienso en el futuro que quiero construir, sé que siempre habrá espacio para ellos. Porque cada perro que he conocido me ha dejado la misma lección: amar sin condiciones, pero también esperar ser entendido. Y yo creo que la verdadera madurez está en reconocer que todavía estamos aprendiendo a escuchar.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”