domingo, 19 de octubre de 2025

Cuando tu gato te da la espalda (y te está diciendo que confía en ti)


Nunca pensé que un gato pudiera enseñarme tanto sobre la confianza.

De hecho, cuando mi gata Lira empezó a subirse al sofá y a quedarse a mi lado —mirándome con esa mezcla de indiferencia y cariño que solo los gatos manejan bien—, yo no imaginaba que, un día, iba a regalarme una lección sobre la vulnerabilidad más pura.

Fue un domingo cualquiera. Estaba viendo una película, tranquilo, cuando de repente ella saltó al espaldar del sofá, se dio media vuelta con total elegancia… y me dejó su trasero justo en la cara.
Sí, literal.

Mi primera reacción fue apartarme. Lo confieso: me reí, pero también me pregunté qué clase de confianza tóxica era esa.
Sin embargo, después de investigar, descubrí algo hermoso.
Lo que para nosotros puede parecer una grosería, para un gato es una forma de decir: “confío en ti con mi vida”.

La confianza se demuestra con lo vulnerable

Los gatos, a diferencia de los perros, no entregan su cariño de inmediato. Su amor es lento, casi ritual. No se trata de obediencia ni sumisión; se trata de respeto mutuo.
Cuando un gato te muestra su parte más vulnerable —su espalda, su panza o su cola levantada frente a ti—, está comunicando que se siente a salvo contigo.

Ese gesto aparentemente absurdo es su manera de decirte:

“No necesito esconderme. No tengo miedo. Puedo ser yo mismo a tu lado.”

Y me hizo pensar en lo poco que los humanos nos permitimos ese nivel de confianza.
Vivimos rodeados de filtros, apariencias, defensas emocionales.
Queremos conexión, pero nos da miedo mostrarnos tal como somos.

Lo que los animales entienden mejor que nosotros

Lira no habla, pero comunica mejor que muchas personas.
Ella no pretende gustar, no fuerza una sonrisa ni busca validación.
Simplemente es.
Y esa autenticidad —esa coherencia entre lo que siente y lo que hace— me parece una forma superior de sabiduría.

Mientras la observaba, comprendí que cada especie tiene su lenguaje de amor.
Los humanos lo hacemos con palabras, abrazos o mensajes de texto.
Los gatos lo hacen con miradas lentas, ronroneos, o, sí… dejando su trasero cerca de ti.

Lo más curioso es que detrás de ese gesto hay ciencia: los gatos poseen glándulas en esa zona que emiten feromonas únicas, una especie de “código químico” que revela su identidad, estado emocional y salud.
Cuando te permiten acercarte a ese espacio, están compartiendo información íntima contigo.

En el mundo animal, eso equivale a decir: “Eres de los míos”.

Lenguajes distintos, amor universal

Me gusta pensar que la convivencia entre humanos y animales es una metáfora de nuestras relaciones humanas.
Convivimos con seres que no hablan nuestro idioma, pero que nos enseñan empatía, paciencia y presencia.

Cuando Lira se acuesta boca arriba, cuando me amasa con sus patas o cuando ronronea mientras escribo, siento que me está enseñando a amar sin expectativas, sin condiciones, sin máscaras.
Y entonces entiendo que la verdadera conexión no depende del lenguaje, sino de la disposición a escuchar.

Porque escuchar no siempre es con los oídos.
A veces es con el alma.

Lo que aprendí de ese “gesto incómodo”

Desde aquel día, cuando mi gata vuelve a hacer su “ritual de confianza”, sonrío.
Ya no me aparto.
De hecho, lo veo como una pequeña ceremonia de amistad, una forma silenciosa de decirnos “te veo, te acepto, estoy contigo”.

En el fondo, eso es lo que todos necesitamos: sentirnos vistos, aceptados y seguros.
A veces creemos que amar es hacer grandes cosas, cuando en realidad empieza por pequeños gestos: una mirada tranquila, un silencio compartido, una cola felina frente a tu rostro que, aunque parezca absurda, encierra el mensaje más honesto que existe.

Aprender a confiar, como un gato

Tal vez el mundo sería diferente si confiáramos como los gatos:
sin palabras, sin miedo al ridículo, sin expectativas.
Si mostráramos nuestras partes más vulnerables sabiendo que no todos las entenderán, pero los que sí lo hagan, serán los que realmente valen la pena.

Y pienso en cómo este gesto también habla de nosotros, los humanos.
De lo poco que nos atrevemos a abrirnos, a ser auténticos, a decir:

“Así soy, y no tengo miedo de que me veas completo.”

Lira, sin saberlo, me enseñó que la confianza no se pide, se construye.
Y que la vulnerabilidad no es debilidad, sino la forma más pura de amor.

Conexión más allá de las palabras

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías escribí hace un tiempo que “la fe es una forma de comunicación silenciosa”.
Y hoy creo que el amor hacia los animales también lo es.
Ambos nos enseñan a entender sin hablar, a sentir sin exigir, a acompañar sin condiciones.

Esa conexión invisible que se crea con un ser vivo —sea humano o animal— es la prueba de que todos compartimos un mismo lenguaje universal: la empatía.

Epílogo: el amor que no necesita traducción

Si tienes un gato, la próxima vez que te dé la espalda, no lo tomes como un desaire.
Tómalo como lo que realmente es: una declaración de confianza.
Una forma de decir “te entiendo a mi manera”.

Quizás ahí está la clave de muchas relaciones humanas que fracasan:
queremos que el otro ame como nosotros amamos, en lugar de aprender a comprender su forma de hacerlo.

A veces, el amor llega envuelto en gestos extraños, silencios incómodos o colas peludas que se interponen entre tú y tu serie favorita.
Pero si aprendes a ver más allá del gesto, descubrirás algo simple y profundo:
que cada ser, a su modo, solo busca sentirse seguro, comprendido y querido.

Y eso, al final, es lo que todos buscamos, ¿no?

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“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

sábado, 18 de octubre de 2025

Tu perro entiende lo que le dices o solo finge?



A veces pienso que la comunicación más pura no tiene palabras.

Que lo que realmente nos conecta con otro ser —humano o animal— no pasa por el idioma, sino por algo mucho más silencioso: la energía, la intención, la coherencia entre lo que decimos y lo que sentimos.

Y sí, lo confieso: durante años me pregunté si mi perro realmente entendía lo que yo le decía o si solo reaccionaba al tono, a mis gestos, o simplemente al sonido de su nombre.
Hasta que un día me di cuenta de que no era solo él quien aprendía de mí. Yo también estaba aprendiendo su lenguaje.

La ciencia dice que los perros pueden reconocer entre 100 y 200 palabras, y que procesan nuestro lenguaje de forma similar a como lo hacemos los humanos: el hemisferio izquierdo entiende las palabras, el derecho capta la emoción. Pero más allá del dato curioso, hay algo más profundo detrás de eso: la comprensión no depende solo de lo que se dice, sino de la verdad con la que se dice.

He notado que mi perro no responde igual cuando le hablo desde la impaciencia que cuando lo hago con calma. Es como si su instinto supiera leer mis emociones antes que mis frases.
Y ahí es cuando todo se vuelve una lección: el perro no solo aprende a escucharte, sino que te enseña a hablar desde la verdad emocional.

Entre ciencia y alma

Leí hace poco sobre Chaser, una Border Collie que aprendió más de mil palabras. No era solo una hazaña de entrenamiento, era la prueba de que los animales no están tan lejos de nuestra conciencia como creíamos.
Cuando veo a mi perro mirarme con esa mezcla de ternura y atención absoluta, entiendo que la inteligencia no se mide por el número de palabras aprendidas, sino por la capacidad de conexión.

Tal vez lo que nos une con ellos no es el lenguaje verbal, sino el lenguaje del alma.
Ese que no se traduce, pero se siente.

En un mundo donde los humanos se pierden en discusiones digitales, en mensajes malinterpretados o en emojis para suplir emociones, nuestros perros siguen enseñándonos algo esencial: que la presencia vale más que cualquier palabra.
Puedes decir “te quiero” mil veces, pero si no lo sientes, tu perro no moverá la cola.

Comunicación real en tiempos artificiales

Hoy vivimos rodeados de algoritmos que “entienden” nuestras palabras, pero no nuestras emociones.
Los asistentes virtuales responden a comandos, las redes sociales completan frases, y los traductores instantáneos nos permiten hablar con personas de todo el mundo.
Pero ¿quién nos enseña a entender sin juzgar, a escuchar sin interrumpir, a mirar sin dominar?

A veces pienso que nuestros perros —y en general, los animales— conservan esa inteligencia emocional que nosotros estamos olvidando entre pantallas.
Ellos no fingen. No sonríen por compromiso. No contestan mensajes con frialdad.
Solo sienten. Y actúan desde lo que sienten.

Esa pureza debería inspirarnos.
Porque si ellos pueden entendernos sin palabras, ¿por qué nosotros, con tanto lenguaje y tecnología, nos entendemos tan poco?

Lo que tu perro te enseña de ti mismo

Cada palabra que dices, cada gesto que haces, deja una huella en tu perro. Pero también te revela algo sobre ti.
Cuando le hablas, ¿lo haces con autoridad, con ternura o con cansancio?
¿Esperas obediencia o comprensión?

He aprendido que los perros no obedecen solo por entrenamiento. Obedecen por vínculo.
Ese lazo invisible se fortalece cuando hay coherencia entre lo que piensas, sientes y haces.
Y es ahí donde aparece la verdadera comunicación: cuando no hay máscara, cuando tu voz y tu energía dicen lo mismo.

Quizás por eso, cuando regresas a casa después de un día difícil, tu perro no te juzga, no te pregunta, no te pide explicaciones. Solo se acerca y te recibe.
Y en ese gesto, sin palabras, hay una compasión que a veces los humanos olvidamos practicar entre nosotros.

La palabra “Ven” y todo lo que contiene

Parece una simple palabra.
Pero en realidad, es una invitación a la confianza.
Cuando le dices “Ven” a tu perro, no solo estás ordenando una acción. Le estás diciendo: “confía en que no te haré daño”, “confía en que estar a mi lado es seguro”.

Si él viene, no es porque entienda las letras V-E-N. Es porque entiende tu vibración, tu coherencia, tu historia con él.
Y si alguna vez no viene, quizás no es desobediencia, sino duda.
Una duda que también nosotros sembramos sin darnos cuenta cuando actuamos con miedo, enojo o impaciencia.

La relación con un perro es una metáfora constante de nuestras relaciones humanas.
Nos muestra cuántas veces pedimos algo que nosotros mismos no estamos dispuestos a dar.

Una mirada más allá del adiestramiento

He visto videos donde se enseña a “educar” perros con técnicas de refuerzo, pero creo que educar no es imponer, sino conectar.
Y conectar exige humildad.
Porque no se trata de ser el líder del grupo, sino de aprender a convivir en armonía.

Mi perro no es mi mascota: es un compañero. Un espejo.
A veces pienso que, si los humanos nos tratáramos entre nosotros con la misma paciencia y respeto con que muchos tratamos a nuestros perros, el mundo sería menos agresivo.
Y si tratáramos a los animales con la misma empatía con que exigimos que nos traten a nosotros, quizás entenderíamos de verdad lo que significa ser humanos.

Palabras que no necesitan traducción

Hay cosas que tu perro entiende sin necesidad de lenguaje.
Un silencio prolongado.
Una lágrima contenida.
Un gesto pequeño de ternura.

No necesita saber de gramática para sentir tu tristeza, ni de semántica para celebrar tu alegría.
Él percibe el cambio de tu respiración, el movimiento de tus hombros, la energía que desprendes.
Y responde desde un lugar donde la comunicación es pura, honesta y sin filtros.

Por eso, cuando alguien me pregunta si los perros entienden lo que decimos, mi respuesta es simple:
Sí, pero entienden incluso más de lo que creemos. Entienden lo que callamos.

Entre humanos, perros y conciencia

Vivimos en un planeta compartido, pero actuamos como si fuéramos los únicos dueños del lenguaje y la razón.
Sin embargo, los animales —especialmente los perros— nos recuerdan que la comprensión no siempre viene del intelecto, sino del corazón.

Esa conexión entre especies no es casualidad: es un reflejo de la evolución de nuestra conciencia colectiva.
Y tal vez ahí esté la lección más grande: si aprendemos a comunicarnos mejor con quienes no hablan nuestro idioma, podríamos aprender también a escucharnos mejor entre nosotros.

Al final, los perros no fingen.
Son leales a su naturaleza.
Los que fingimos, a veces, somos nosotros: cuando decimos “todo bien” con la voz quebrada, cuando sonreímos por educación, o cuando callamos lo que de verdad sentimos.

Quizás por eso nos hacen tanto bien: porque su autenticidad nos devuelve a la nuestra.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.

viernes, 17 de octubre de 2025

Tres mitos sobre los perros que también hablan de nosotros



A veces creemos que entendemos a los perros porque los amamos. Pero amar no siempre significa comprender. Desde niños, muchos crecimos escuchando frases como “si mueve la cola es porque está feliz” o “hay que mostrarle quién manda”. Y aunque suenen inofensivas, esas ideas se clavan tan hondo en la forma en que tratamos a los animales —y a veces, sin darnos cuenta, en la forma en que tratamos a las personas— que terminan condicionando la manera en que nos relacionamos con todo lo vivo.

Yo crecí en una casa donde los animales eran parte de la familia. Aprendí que un perro no solo escucha, sino que siente el tono de tu voz, percibe tus miedos, tus vacíos y tus emociones, incluso antes de que tú mismo las reconozcas. No exagero: hay momentos en los que su silencio dice más que cualquier terapia. Y eso me ha hecho pensar que los mitos que repetimos sobre ellos no solo hablan de los perros, sino de la manera en que los humanos evitamos mirar nuestras propias sombras.

Primer mito: “Si mueve la cola, está feliz”

A simple vista parece cierto, ¿no? Ver a un perro moviendo la cola siempre provoca una sonrisa. Pero lo curioso es que ese gesto puede tener muchos significados.
Según estudios recientes de comportamiento animal, el movimiento de la cola no es necesariamente sinónimo de alegría. Una cola alta y rígida puede expresar tensión o alerta. Una cola baja, miedo o sumisión. El movimiento rápido puede ser emoción; el lento, duda o inseguridad.

Cuando lo pienso, me doy cuenta de que nosotros también tenemos “colas emocionales” que los demás interpretan mal. Son nuestras palabras, gestos, publicaciones o incluso sonrisas forzadas. En el fondo, el mito de la cola es un espejo: creemos entender lo que vemos, pero rara vez preguntamos qué hay detrás. Lo hacemos con los perros, con nuestros amigos y hasta con nosotros mismos.

Quizás la lección es aprender a observar sin juzgar, a escuchar con empatía y a aceptar que la felicidad —en ellos y en nosotros— no siempre se mueve de forma evidente.

Segundo mito: “Debes ser el líder de la manada”

Esta idea se popularizó durante años. Se enseñó que el perro necesitaba una figura dominante, alguien que lo controlara con firmeza para “respetarlo”. Sin embargo, investigaciones como las de Mech y Smith (2003) sobre lobos en libertad demostraron que el concepto de “alfa” fue malinterpretado. Las manadas naturales se basan en la cooperación, no en la imposición. La jerarquía de poder que vimos en zoológicos o documentales antiguos no refleja lo que realmente ocurre en la naturaleza.

Y si lo piensas, pasa igual en la sociedad. Nos enseñaron que hay que competir, mandar, tener la razón. Pero los vínculos reales, los que permanecen, se construyen desde la confianza, no desde el miedo.
Un perro que te obedece porque te teme no confía en ti: te evita. En cambio, uno que te sigue porque se siente seguro contigo, lo hace desde el amor.

En Amigo de ese Ser Supremo, hay una reflexión que siempre me acompaña: “El verdadero liderazgo no somete, acompaña.”
Y eso, trasladado al vínculo con nuestros animales, cambia por completo la dinámica. No somos sus dueños; somos sus compañeros de vida. Si el perro aprende a caminar a tu lado, no es porque lo obligaste, sino porque te eligió como refugio.

Tercer mito: “Los perros no sienten celos”

Durante mucho tiempo se dijo que los animales no experimentaban emociones complejas. Pero la ciencia ha venido desmontando esa idea. En 2014, la Universidad de California publicó un estudio dirigido por Christine Harris donde se comprobó que los perros sí muestran conductas celosas cuando sus cuidadores prestan atención a otro ser. Se acercan, intentan interponerse o llamar la atención. No es capricho: es emoción pura.

Y no debería sorprendernos. Los perros son, quizá, el espejo más noble de lo humano. Si los celos son una expresión del miedo a perder el afecto, ¿qué diferencia hay entre su reacción y la nuestra cuando sentimos que alguien que queremos se aleja?
Ellos no lo esconden: lo muestran tal cual. Sin máscaras. Sin frases rebuscadas. Solo emoción.

Pienso que parte de nuestra madurez emocional consiste en aceptar que sentir no es debilidad. En los humanos, como en los animales, el afecto no se controla: se cultiva.
Y si entendemos esto, dejamos de mirar los comportamientos caninos como “problemas de conducta” para verlos como señales de conexión o desconexión emocional.

Más allá del adiestramiento: comprender es amar distinto

Hablar de perros es hablar de convivencia, de respeto, de energía compartida.
No basta con enseñarles órdenes o corregir hábitos; hay que comprender el sistema emocional en el que viven. A veces un perro ansioso no necesita castigo, sino coherencia. A veces el “problema” no está en él, sino en la rutina de los humanos que lo rodean.

En el blog Bienvenido a mi Blog, se menciona algo muy cierto: “El amor se demuestra en la paciencia con lo que aún no comprendemos.”
Y eso aplica perfectamente a la relación humano-perro. Si realmente queremos que aprendan, primero debemos aprender nosotros a mirar sin proyectar, a guiar sin dominar, y a cuidar sin sobreproteger.

Los mitos como reflejo de una sociedad desconectada

A veces pienso que estos tres mitos sobre los perros son una metáfora del mundo actual.
Creemos que sabemos lo que el otro siente (como cuando asumimos que la cola que se mueve significa felicidad).
Pensamos que debemos controlar todo (como el falso liderazgo de la manada).
Y negamos nuestras emociones para no parecer vulnerables (como cuando creemos que los perros no sienten celos).

Nos alejamos tanto de lo natural, de lo simple, de lo esencial, que necesitamos volver a mirar a los animales para recordar cómo se ama sin condiciones.
Ellos no calculan, no manipulan, no esperan que seas perfecto. Solo quieren presencia, coherencia y afecto real. Y tal vez ese sea el tipo de amor que más necesitamos reaprender como sociedad.

Un espejo emocional

Hace poco observé a mi perro —un mestizo con más energía que un adolescente con guitarra— mientras se acercaba a otro perro en el parque. Su cuerpo estaba tenso, la cola erguida, las orejas firmes. A los pocos segundos, ambos se relajaron y comenzaron a jugar como si se conocieran de toda la vida.
Ahí entendí algo que se me quedó grabado: los perros no acumulan resentimientos. Viven en el presente, se leen mutuamente con el cuerpo y resuelven desde la sinceridad.

Si los humanos hiciéramos lo mismo —si pudiéramos observar, respirar, comunicarnos sin máscaras— tal vez el mundo sería menos ruidoso y más amable.

Una invitación personal

No escribo esto como experto, sino como alguien que aprende todos los días de los animales, de sus silencios, de sus miradas y de la forma en que logran transformar una casa en hogar.
Porque al final, cada perro que pasa por nuestra vida deja una lección sobre cómo amar mejor, cómo soltar el control y cómo sanar las heridas invisibles del alma.

Entenderlos es, de alguna manera, entendernos.
Y quizás, cuando logremos hacerlo de verdad, ya no necesitaremos tantos mitos. Solo la certeza de que compartir la vida con ellos nos vuelve más humanos.

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 Juan Manuel Moreno Ocampo

“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

jueves, 16 de octubre de 2025

Cómo transmitir profesionalidad a tus clientes


A veces pienso que la profesionalidad no se demuestra en las grandes escenas, sino en los pequeños gestos que casi nadie nota. En esos instantes silenciosos donde parece que no pasa nada, pero en realidad todo está pasando.

Eso lo aprendí, curiosamente, mientras cuidaba gatos ajenos.

Puede sonar trivial —“solo estás revisando una caja de arena”—, pero con el tiempo descubrí que ese gesto dice más sobre el carácter de una persona que cualquier diploma enmarcado. Porque cuidar un gato que no es tuyo es como cuidar la confianza de alguien más. Y ahí es donde empieza la verdadera profesionalidad: en cómo respondes cuando nadie te está mirando.

El detalle invisible

Una caja de arena puede parecer un objeto cualquiera, pero cuando te detienes a observarla, se convierte en un pequeño universo de información. El color, la textura, el olor, la frecuencia… todo te habla del estado emocional y físico del gato. Y del compromiso de quien lo cuida.

A veces los grumos son más pequeños, casi como confeti. Eso indica que el gato orina muchas veces, pero en pequeñas cantidades. No es un diagnóstico veterinario, es simplemente atención al detalle.
En ese momento, la profesionalidad se traduce en empatía: en cómo comunicas lo que observas, sin alarmar ni aparentar saber más que el tutor.
Decir con serenidad:
—Hoy vi que los grumos eran más pequeños de lo habitual. Tal vez sería bueno revisar si está tomando suficiente agua o si algo lo está estresando—
es más profesional que recitar un manual de síntomas.

Esa misma actitud aplica en cualquier ámbito laboral.
Cuando un cliente te confía su negocio, su contabilidad o su marca, no espera que lo deslumbres con tecnicismos, sino que lo mires con atención. Que le hagas saber, con sencillez y respeto, que estás ahí. Que le importas tanto como él se importa.

Profesionalidad no es perfección

A veces se confunde ser profesional con ser perfecto.
Pero la perfección es fría; la profesionalidad, en cambio, es humana.

Un profesional de verdad no es el que nunca comete errores, sino el que asume responsabilidad cuando algo no sale como esperaba.
El que dice: “esto no lo sé, pero voy a investigarlo y te respondo pronto”.
El que escucha más de lo que habla.
El que responde los mensajes con calma y no con soberbia.

Lo mismo pasa con los gatos. Puedes limpiar la caja todos los días, y aun así un día el gato decide hacer sus necesidades en otro lugar. No porque estés fallando, sino porque algo en su entorno cambió: un ruido, una emoción, una ausencia.
Y el profesional no reacciona con frustración; investiga, observa, ajusta. Aprende del proceso.

La comunicación es el puente invisible

He visto que muchos profesionales pierden clientes no por su trabajo, sino por su forma de comunicarse.
No basta con ser bueno; hay que saber transmitir confianza.
El lenguaje corporal, la forma de escribir un mensaje, la manera de dar una recomendación… todo comunica.

Cuando informas al tutor de un gato que la orina tiene un tono rosado, no lo dices desde el miedo. Lo haces desde el cuidado:
—Hoy observé un color un poco inusual; quizá convendría revisar con el veterinario, solo por prevención.—
La diferencia es sutil, pero enorme. Porque no hablas para imponer, sino para acompañar.

En el mundo profesional pasa igual.
La comunicación empática crea vínculos más sólidos que cualquier estrategia comercial.
Y eso lo aprendí también en casa, entre conversaciones sobre empresa, psicología y espiritualidad.
Mi papá, Julio César Moreno Duque, siempre dice que “la tecnología sin humanidad es ruido”.
Y creo que esa frase también se aplica a la profesionalidad: sin empatía, es solo un disfraz.

El reflejo de lo que haces cuando nadie te ve

Hay un momento muy particular cuando cuidas gatos:
es ese instante en que abres la puerta, nadie te observa, y lo único que te acompaña es el silencio del lugar.
Ahí es donde se mide el nivel real de tu compromiso.
Nadie te aplaude, nadie te evalúa, nadie te está filmando.
Pero tú decides limpiar bien, dejar agua fresca, revisar detalles, y anotar observaciones para el tutor.
Eso es profesionalidad.

Porque ser profesional no depende del título que lleves, sino de la intención con la que haces tu trabajo.

Lo mismo ocurre en la vida:
No necesitas que te vean haciendo lo correcto para que valga la pena.
Tu ética no necesita público.
Tu coherencia no necesita testigos.
Y cuando eso se vuelve tu forma natural de actuar, la confianza llega sola.

Profesionalidad: una forma de respeto

Transmitir profesionalidad no se trata de impresionar.
Se trata de respetar el tiempo, el dinero y la confianza de quien te elige.
Cada cliente, cada gato, cada tarea, es una oportunidad para demostrar que entiendes lo valioso que es ser confiable.

Un detalle mínimo, como dejar la caja limpia o enviar un mensaje claro, es una forma de decir:
—Te respeto, y valoro que confíes en mí.—
Y ese respeto, cuando es constante, se transforma en algo más poderoso que una buena reputación: se convierte en una huella.

Por eso, si cuidas gatos, atiendes clientes, llevas proyectos, o lideras personas, recuerda que la profesionalidad no se improvisa.
Se construye en silencio, se refuerza con coherencia y se sostiene con amor por lo que haces.

Lo que aprendí del arenero… y de la vida

La caja de arena, en el fondo, me enseñó más sobre las personas que sobre los gatos.
Porque cada reacción, cada observación, cada decisión, habla del nivel de conciencia con que actuamos.

Cuando te tomas el tiempo de mirar lo que la mayoría ignora, entras en una frecuencia distinta:
la de los que trabajan con propósito, con respeto y con gratitud.

Y es ahí donde la profesionalidad deja de ser una máscara para volverse una forma de vivir.
Una forma silenciosa, pero poderosa, de decirle al mundo:
“Confía en mí. Lo que hago, lo hago con verdad.”

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miércoles, 15 de octubre de 2025

Tu gato no te ve como humano: te ve como un gato gigante



Hay algo curioso en convivir con un gato. Uno cree que lo está cuidando, alimentando y dándole cariño, pero si miras bien… probablemente él te está educando a ti.
Sí, tú, la persona que le compra la comida, le limpia la caja y le habla como si entendiera. En su mundo, no eres su dueño. Eres, literalmente, otro gato más. Solo que enorme. Y torpe. Muy torpe.

Lo supe un día cualquiera, cuando mi gata —Luna— decidió mirarme como si me estuviera analizando. Tenía esa mirada profunda que mezcla ternura, juicio y una pizca de sarcasmo. Me observaba como diciendo: “te creo capaz de aprender, pero no me hagas perder el tiempo”.
Y fue ahí cuando empecé a leer sobre cómo los gatos ven a los humanos. La ciencia lo confirma: ellos no nos perciben como otra especie, sino como parte de su grupo social felino, solo que con una ligera diferencia de tamaño (y cero habilidad para cazar).

Cuando tu gato se frota contra tus piernas, no es amor a lo Disney

Cuando un gato se restriega contra ti, no está diciendo “te amo” como pensamos. Está marcando su territorio. Te está diciendo: “tú eres mío, humano-gato desproporcionado”.
Esa es su forma de incluirte en su manada. De reconocerte como parte de su círculo. Lo hace con otros gatos, y contigo también. No hay diferencia.

Cuando lo entendí, dejé de frustrarme porque no me seguía al cuarto o porque prefería dormir solo. En realidad, su amor es independiente, no sumiso. No necesita demostrarlo todo el tiempo, pero lo siente a su manera.
Y quizás ahí hay una lección: amar también es dejar espacio.

Los gatos son maestros del desapego (y nosotros, sus alumnos ansiosos)

Hay algo que me encanta de los gatos: no dependen emocionalmente de ti, te eligen.
Y eso cambia todo. No te buscan por obligación ni por hambre (bueno, a veces sí por hambre). Te buscan porque quieren.
Ese tipo de amor —el que no exige, no persigue, no controla— es raro en este mundo hiperconectado. Un gato no necesita validación constante. No mide su cariño en likes, ni espera respuesta inmediata a su maullido. Vive el presente con una elegancia que a muchos humanos nos falta.

A veces pienso que si observáramos a los gatos con la misma atención con la que ellos nos observan a nosotros, aprenderíamos mucho sobre cómo relacionarnos mejor.
Por ejemplo, cuando un gato te da la espalda y te muestra su cola (ese momento en el que uno piensa: “qué grosero”), en realidad está diciendo: “confío en ti lo suficiente como para mostrarte mi parte más vulnerable”.
Eso, traducido al lenguaje humano, sería el equivalente a compartir tus miedos sin miedo al juicio.

En su silencio hay sabiduría

Convivir con un gato es convivir con el silencio. No porque no haga ruido, sino porque no te necesita para llenar los vacíos.
Los humanos tendemos a querer llenar todo: el tiempo, las conversaciones, los espacios. Si hay un silencio, nos incomoda.
El gato no. Él puede pasar horas mirando por la ventana, observando el mundo sin moverse, y eso le basta. No busca productividad ni validación. Solo está.

Cuando vi eso, recordé algo que mi familia me ha enseñado toda la vida: el silencio también comunica.
Y no hablo de indiferencia, sino de esa paz que llega cuando ya no necesitas explicar quién eres todo el tiempo.
A veces pienso que los gatos viven más cerca de la espiritualidad de lo que creemos. Si quieres comprobarlo, te invito a leer una reflexión que publiqué en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, donde hablo sobre la conexión invisible entre el alma y los pequeños gestos cotidianos. Los gatos son parte de eso.

Amar sin controlar: la lección más difícil

El día que comprendí que Luna no era mía, sino que compartía su espacio conmigo, algo cambió.
Dejé de medir su cariño por cuánto me seguía y empecé a observarlo en los detalles: en cómo me miraba antes de dormirse, en cómo ronroneaba sin motivo, o en cómo se acercaba solo cuando yo me sentía mal.
Era su forma de decir “estoy aquí”, sin ruido, sin discurso, sin promesas.

Y entonces pensé en cómo tratamos a las personas.
A veces exigimos que nos quieran “como nosotros queremos”. Pedimos atención constante, mensajes rápidos, pruebas visibles. Pero el amor no siempre es demostrativo, y eso también está bien.
El gato no cambia su esencia por agradarte. Te enseña que la autenticidad es más importante que la complacencia. Que se puede estar cerca sin perder libertad.
Y que si alguien decide quedarse, es porque realmente quiere estar ahí.

Los gatos también tienen sus límites (y eso también es amor)

Si alguna vez tu gato te ha mordido suave mientras lo acaricias, no te está atacando. Te está diciendo: “me gusta, pero ya es suficiente”.
Es una forma sana de poner límites.
Y cuántas veces los humanos deberíamos aprender eso: decir “ya es suficiente” sin culpa.
En relaciones, en trabajo, en redes sociales, en la vida.
El gato no busca complacer, busca equilibrio.
Y eso me parece hermoso.

La convivencia perfecta no existe, pero la comprensión sí

Hay días en que Luna me ignora por completo. Ni me mira. Y otros en los que decide dormir sobre mis piernas todo el día.
Aprendí que ambos momentos son igual de valiosos. Porque no se trata de tener el control de su cariño, sino de entender su naturaleza y respetarla.
Así como nosotros necesitamos espacio para pensar, ellos también.

En realidad, convivir con un gato es una especie de espejo emocional. Te muestra tu nivel de paciencia, tu necesidad de control, tus expectativas afectivas.
Y cuando logras entenderlo, también te entiendes un poco más a ti.

Si te gusta este tipo de reflexiones sobre cómo los vínculos con los animales pueden enseñarnos sobre nosotros mismos, te recomiendo leer algo que escribí hace tiempo en Bienvenido a mi Blog sobre la empatía y la convivencia.
Porque sí, entender a tu gato puede ser el primer paso para entenderte a ti mismo.

Y al final… solo somos gatos buscando cariño

Quizás por eso me encanta esta idea de que tu gato te vea como un gato gigante. Porque, en el fondo, todos buscamos lo mismo: sentirnos parte de algo, conectar sin miedo, que alguien nos acepte tal como somos.
Los gatos no juzgan tu estado de ánimo ni tus errores. Solo se acercan si tu energía es tranquila.
Y eso me recuerda que las relaciones más sanas no son las que más ruido hacen, sino las que más paz traen.

Así que la próxima vez que tu gato te mire con cara de “te entiendo, pero no te soporto”, sonríe.
Probablemente te está enseñando lo que significa amar sin invadir.
Y eso, sinceramente, vale más que cualquier manual de convivencia.

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martes, 14 de octubre de 2025

Sabes por qué tu perro se pone triste cuando te vas?



No sé si te ha pasado, pero hay silencios que pesan más que una despedida.

A mí me pasa casi todos los días cuando cierro la puerta y mi perro me mira con esos ojos que parecen entenderlo todo. No dice nada —porque no puede—, pero en su mirada cabe toda una conversación. Es una mezcla de tristeza, lealtad y espera. Y, por alguna razón, me recuerda mucho a cómo los humanos también lidiamos con la distancia, con la ausencia y con el miedo a no ser esperados.

Desde hace un tiempo, me dio curiosidad entender qué pasa realmente en su cabeza cuando me voy. Así que empecé a leer sobre ello, entre artículos, experimentos y experiencias compartidas por otros cuidadores. Descubrí que no era solo una percepción emocional: la ciencia ha confirmado que los perros sienten nuestra ausencia de una forma muy parecida a como los niños pequeños extrañan a sus padres.

Un estudio realizado por Topál y colaboradores en 1998, inspirado en el famoso experimento de apego de Mary Ainsworth, demostró que los perros no solo reconocen a sus dueños: los eligen como su base emocional segura.
Cuando su cuidador sale de la habitación, el perro experimenta ansiedad; deja de explorar, busca la puerta, gime o se tumba mirando hacia donde lo vio por última vez. Pero cuando el cuidador regresa, ocurre algo casi mágico: su cuerpo se relaja, su respiración cambia y vuelve a explorar con confianza.

Ese comportamiento se llama “apego seguro”, y lo curioso es que no todos los perros lo desarrollan igual. Algunos se sienten tranquilos al saber que su humano volverá. Otros, en cambio, viven la separación con ansiedad o desconfianza, lo que se conoce como “apego inseguro”.
Y ahí fue donde me vi reflejado.

Porque, al final, no somos tan distintos. También nosotros aprendemos a depender, a temer el abandono o a sentir paz cuando alguien nos da seguridad. Tal vez por eso los perros nos conmueven tanto: nos recuerdan, sin palabras, lo que significa confiar.

La primera vez que noté que mi perro me esperaba junto a la puerta, pensé que era casualidad. Luego lo vi hacerlo todos los días. No comía, no jugaba, no dormía bien hasta que escuchaba mis pasos de regreso.
Una tarde, después de un día largo, llegué y lo encontré con la cabeza sobre mis zapatos, como si esos objetos tuvieran algo de mí. Fue inevitable pensar en cómo los seres humanos también nos aferramos a los rastros de quienes amamos: una prenda, una carta, una canción… o un olor.

Esa escena me hizo recordar un texto que leí en el blog Amigo de ese Ser Supremo, donde se hablaba del amor sin condiciones. Decía algo así como que “el amor verdadero no exige presencia, solo conexión”. Y quizás eso es exactamente lo que nos enseñan los perros todos los días: que el amor real no necesita ser perfecto, solo constante.

Con el tiempo comprendí que la tristeza que sienten no es simple dependencia. Es una mezcla de biología, memoria y emoción. Los perros tienen una capacidad de reconocimiento temporal y afectivo más desarrollada de lo que imaginamos. Estudios más recientes (como los de la Universidad de Budapest en 2023) demuestran que pueden recordar nuestras rutinas y anticipar cuándo volveremos, asociando sonidos, horarios o gestos con nuestras acciones.
Por eso, cuando tomas las llaves o te pones los zapatos, ya saben lo que viene. Y su tristeza no es solo por el momento de separación, sino por la conciencia del tiempo que estarás lejos.

Pero también he notado algo más profundo: cuando regreso y me recibe moviendo la cola con esa felicidad desbordante, siento que me está diciendo “volviste, y eso basta”. No hay rencor, ni reproche, ni preguntas. Solo gratitud.
Y esa forma de amar —sin juicios, sin condiciones, sin esperar algo a cambio— es una de las más puras que existen.

A veces pienso que los perros son nuestros maestros silenciosos. Nos entrenan en la empatía sin decir una palabra. Nos enseñan a leer miradas, a entender sin hablar, y a valorar lo simple: una caminata, una caricia, un momento juntos.

Recuerdo que hace poco escribí en mi propio blog, Juan Manuel Moreno Ocampo, una reflexión sobre cómo la conexión no se mide por la distancia sino por la intención. Y mi perro lo confirma todos los días.
Puedes pasar horas sin verlo, pero si tu vínculo está lleno de coherencia, amor y cuidado, el lazo se mantiene intacto. En cambio, si te acercas solo desde la rutina, el lazo se desgasta, igual que en cualquier relación humana.

La diferencia es que los perros no mienten. Si te quieren, se nota. Si te extrañan, también. Y si te perdonan, lo hacen de verdad.

Quizás por eso me gusta pensar que los perros son un espejo de lo que somos cuando amamos sin miedo.
Esa mirada triste cuando te vas no es manipulación: es vulnerabilidad pura. Es la forma en que la naturaleza te recuerda que alguien te espera con fe.
Y en un mundo donde la gente se acostumbra a reemplazar vínculos con notificaciones, tener a alguien —aunque sea de cuatro patas— que se alegra solo por tu regreso, es un regalo sagrado.

He aprendido que el apego no es debilidad, sino una expresión de confianza.
Que estar triste cuando alguien se va no te hace dependiente, te hace humano.
Y que los perros, en su inocencia, nos devuelven una lección que muchos olvidamos: la verdadera fortaleza está en atreverse a sentir.

Así que, la próxima vez que veas a tu perro mirarte con tristeza cuando tomes las llaves, no lo ignores.
Agáchate, míralo a los ojos, y dile con ternura: “ya vuelvo”.
Porque aunque no entienda tus palabras, sí entiende tu energía.
Y esa promesa, cuando es real, le basta.

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lunes, 13 de octubre de 2025

La inteligencia artificial espía la comida que tiramos a la basura



No deja de sorprenderme cómo, en silencio, la tecnología ha ido metiéndose en los rincones más íntimos de nuestra cotidianidad. Primero fueron los celulares, luego los relojes, los asistentes de voz… y ahora, incluso la basura. Sí, la basura. No la que acumulamos en redes sociales cuando nos llenamos de información vacía, sino la literal: los restos de comida que tiramos sin pensar demasiado. En 2024, varios sistemas de inteligencia artificial comenzaron a implementarse en supermercados, restaurantes y hogares para “observar” qué alimentos terminan en los basureros. La idea es simple pero poderosa: entender nuestros hábitos de desperdicio para reducirlos. Pero detrás de esa propuesta tecnológica se abre un abanico de preguntas profundas sobre nosotros mismos, nuestro consumo y nuestra relación con el planeta.

Recuerdo que cuando era niño, en mi casa nos enseñaban a no botar la comida, no solo por economía, sino por respeto. Había algo casi espiritual en ese gesto: la comida se agradece, no se desprecia. Hoy, de adulto joven, veo que el mundo parece haber olvidado esa enseñanza. Según la FAO, un tercio de los alimentos producidos globalmente se desperdicia cada año. Y aunque esa cifra se ha mantenido relativamente estable, lo preocupante es que ahora producimos más que nunca. En Colombia, por ejemplo, cerca de 9,76 millones de toneladas de alimentos se pierden o desperdician anualmente. Es una cifra que duele.

Lo interesante —y también inquietante— es que ahora la inteligencia artificial se ha convertido en un nuevo “testigo” de ese desperdicio. Empresas tecnológicas han creado cámaras inteligentes que se instalan en las áreas de desecho de restaurantes y cocinas industriales. Estas cámaras, mediante algoritmos de visión por computadora, reconocen los tipos de alimentos que se botan y calculan cantidades y patrones. Así, los negocios pueden ajustar compras, menús y preparaciones. Incluso, en algunos hogares de Estados Unidos y Europa, hay prototipos de basureros “inteligentes” que registran lo que tiras y te envían reportes semanales a tu celular sobre tus hábitos alimenticios. Una mezcla entre nutricionista, contador… y fiscal ambiental.

En apariencia, todo suena positivo: menos desperdicio, más eficiencia, conciencia ambiental. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿qué implica que una máquina observe nuestros desechos? No es solo un asunto técnico, también es un espejo social. La basura revela más de lo que imaginamos: nuestros excesos, olvidos, contradicciones y hasta nuestra relación emocional con el consumo. Tirar comida sin mirar atrás es, en cierta forma, un acto de desconexión.

En un artículo que escribí hace un tiempo en Bienvenido a mi Blog, reflexionaba sobre cómo muchas veces “la verdadera transformación empieza cuando observamos lo que preferimos ignorar”. Y eso aplica aquí: la IA no está inventando el problema, solo lo está poniendo frente a nosotros con frialdad matemática. Nos hace ver cuántas manzanas dejamos pudrir en la nevera, cuántos panes botamos por comprar de más, cuántos platos servimos sin pensar en la porción adecuada.

Sin embargo, hay un matiz importante: la IA no siente. No le duele ver que un plato de arroz se va a la basura mientras alguien, a pocas cuadras, no tiene qué comer. Su función es registrar y optimizar, no conmoverse. Ahí es donde entra nuestra parte humana, espiritual, ética. La tecnología nos da datos, pero somos nosotros quienes debemos dar el paso hacia la conciencia. De nada sirve tener el mejor sistema de monitoreo si seguimos actuando como si los recursos fueran infinitos.

He visto cómo en algunos países, estas herramientas tecnológicas se han usado de forma creativa. Por ejemplo, en algunos supermercados, cuando se detecta que un lote de alimentos está cerca de vencer, se activan campañas automáticas de descuentos para que se venda antes de ser desechado. En otros casos, restaurantes donan automáticamente el excedente a bancos de alimentos locales. Y hay plataformas que conectan a hogares con huertas comunitarias para reutilizar residuos orgánicos como compost, cerrando el ciclo de una manera más inteligente y sostenible. Todo esto es posible gracias a la combinación de IA, logística digital y comunidades activas.

Pero no podemos quedarnos solo en el “qué bonito”. También hay riesgos. ¿Qué pasa con la privacidad de los datos generados por estos sistemas? Si una IA sabe exactamente qué alimentos consumes, cuándo los desechas y con qué frecuencia, podría construirse un perfil extremadamente detallado de tu vida. No es ciencia ficción: la industria publicitaria podría usar esa información para bombardearnos con ofertas personalizadas, y aseguradoras o entidades financieras podrían usarla para evaluar “hábitos de vida” o incluso riesgos de salud. ¿Hasta qué punto queremos abrirle la puerta a la tecnología dentro de nuestras cocinas y basureros?

En Todo En Uno.NET, se ha hablado varias veces de la importancia de proteger nuestros datos personales en entornos tecnológicos que parecen inofensivos. Un basurero inteligente podría parecer algo menor comparado con un celular, pero en términos de información sensible, puede ser igual de revelador. Saber lo que desechamos es, en muchos casos, saber quiénes somos cuando creemos que nadie nos ve.

También me pregunto por el impacto psicológico que puede tener vivir vigilados incluso en nuestros hábitos más básicos. ¿Podría llevarnos a una relación más consciente con el consumo? Tal vez sí. Pero también podría generar culpa constante o dependencia de la tecnología para “ser buenos”, en vez de cultivar una verdadera ética personal y colectiva. No quiero que una app me diga “botaste mucha comida esta semana” como si fuera un maestro regañón. Prefiero que sea mi propia conciencia, cultivada desde adentro, la que me guíe.

Y aquí entra la dimensión espiritual. No hablo de religión, sino de esa conexión profunda con la vida que se manifiesta en cosas sencillas. Agradecer la comida, valorar el trabajo detrás de cada alimento, entender que lo que tiramos no desaparece mágicamente sino que va a un sistema que afecta ecosistemas, economía y personas reales. En Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, muchas veces se reflexiona sobre el acto de agradecer y cómo este simple gesto transforma nuestra relación con el mundo. Creo que aplicar ese mismo principio al manejo de nuestros residuos sería un cambio silencioso pero poderoso.

Como joven de 21 años que ha crecido rodeado de tecnología, no le tengo miedo a la IA. Me parece fascinante, inspiradora, capaz de resolver problemas que antes parecían imposibles. Pero también sé que no es la salvación por sí sola. Somos nosotros quienes decidimos cómo usarla: como herramienta para mejorar o como muleta para no cambiar. Si dejamos que todo dependa de sistemas automáticos, corremos el riesgo de desconectarnos aún más de la realidad que nos rodea.

Tal vez el verdadero valor de que una IA “espíe” nuestra basura no esté en la vigilancia, sino en la oportunidad de despertar. De ver, con nuevos ojos, aquello que siempre estuvo ahí pero ignorábamos. De cuestionar por qué compramos de más, por qué tiramos sin pensar, por qué medimos la abundancia en exceso y no en equilibrio. Y sobre todo, de recordar que cada acción pequeña, incluso la de no botar una cáscara de banano, tiene un efecto real en el mundo que habitamos.

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