martes, 17 de junio de 2025

Un milímetro que lo cambia todo: sobre lo que guardamos en el cerebro (y lo que aún no entendemos)

 


Leí hace poco que un grupo de científicos logró mapear con altísima precisión un solo milímetro cúbico del cerebro humano. Un milímetro. Tan solo eso. Y, aun así, encontraron 57.000 neuronas, 230 milímetros de axones y más de 150 millones de sinapsis. Todo eso, en una mota casi invisible de nuestro sistema nervioso.

No sé a ti, pero a mí eso me voló la cabeza. Literalmente.

Porque si hay tanto universo en algo tan pequeño… ¿cuánto más no hemos comprendido de lo que somos?

Nos enseñan a ver el cerebro como una máquina. Un órgano. Un sistema. Pero noticias como esta nos recuerdan que más que una máquina, el cerebro es un misterio vivo. Es una especie de selva microscópica donde cada célula tiene historia, dirección, sentido. Y lo más impresionante es que allí, entre impulsos eléctricos y conexiones bioquímicas, se alojan nuestras memorias, decisiones, miedos, lenguajes, sueños, rabias, ideas, silencios…

A veces, cuando me siento a escribir en mi blog personal, me pregunto: ¿de dónde viene esto que estoy pensando? ¿Qué parte de mí decide que hoy quiero hablar del amor o del abandono? ¿Por qué una idea aparece y otra no? Y aunque no tengo respuestas claras, creo que hay algo casi sagrado en este caos organizado que llevamos dentro del cráneo.

Un milímetro cúbico de cerebro puede contener más información que muchas bibliotecas. Pero eso no lo hace solo poderoso. Lo hace también frágil. Porque lo que pasa en el cerebro no es solo técnico: es profundamente humano.

Piensa en alguien con Alzheimer, por ejemplo. En cómo los recuerdos se deshacen como papel mojado. O en alguien con ansiedad, cuyo cerebro anticipa amenazas aunque no existan. O en quienes viven con epilepsia, y sus neuronas disparan señales sin aviso. Todo eso también es cerebro. Y también somos nosotros.

Por eso este tipo de avances científicos no me emocionan solo por lo impresionante de la tecnología. Me emocionan porque pueden ayudarnos a cuidar mejor lo que somos. A entender el dolor de otros. A tratar el sufrimiento con dignidad.

También me hizo pensar en algo que leí hace años en Amigo de ese ser supremo: que la mente es la última frontera del alma. Y aunque suene abstracto, creo que se refiere a que entender el cerebro no es solo entender cómo pensamos, sino cómo sentimos, cómo amamos, cómo creemos.

Porque sí, los datos son importantes. Pero también lo es el misterio. Y quizás lo más bonito de este descubrimiento es que, aunque ahora conocemos mejor ese pequeño rincón neuronal, todavía no podemos explicarlo todo. Y eso está bien. Nos recuerda que la ciencia no está peleada con la humildad. Que avanzar no significa tener todas las respuestas, sino estar dispuesto a seguir preguntando.

Mi generación ha crecido con una relación ambigua con el cerebro: lo idealizamos, lo explotamos, lo sobrecargamos. Lo exigimos con multitareas, lo saturamos de estímulos, lo llenamos de notificaciones. Y a veces, ni siquiera lo escuchamos.

Tal vez es momento de recuperar esa escucha.

De valorar el descanso como parte del rendimiento.
De entender que no todo pensamiento es verdad.
De sanar lo que está herido no solo con terapia o medicamentos, sino también con ternura, con arte, con conexión real.

Un milímetro de cerebro nos recordó que hay más sinapsis en nuestra cabeza que estrellas en algunas galaxias. ¿Qué vamos a hacer con ese poder?

Yo, al menos, quiero usarlo para escribir mejor. Para amar con más conciencia. Para entender que dentro de cada persona hay un mundo tan complejo, tan lleno de caminos invisibles, que sería absurdo juzgar desde afuera lo que pasa por dentro.

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lunes, 16 de junio de 2025

El aire que respiro también piensa: una reflexión sobre la IA y el futuro que merecemos

 


A veces camino por la ciudad y me detengo un momento en una esquina cualquiera, solo para observar. No para tomar una foto ni para revisar el celular. Solo para sentir cómo respira el lugar. Y muchas veces, la respuesta es dura: la ciudad no respira. La ciudad tose. Se asfixia. Y en medio de ese caos que llamamos “desarrollo”, uno se pregunta: ¿cómo seguimos llamando progreso a algo que nos deja sin aire?

Hace poco vi el titular de un artículo que decía: “Así puede la Inteligencia Artificial contribuir a mejorar la calidad del aire urbano”. Y lo primero que pensé fue: por fin una noticia que no habla de IA para vender más, vigilar más o reemplazar humanos, sino para sanar.

Porque sí, la IA puede ser una herramienta de control, de consumo… o de conciencia. Todo depende de cómo la usemos.

Imagina sensores en tiempo real monitoreando partículas contaminantes. Imagina algoritmos que predicen picos de polución antes de que ocurran. Imagina rutas de tráfico rediseñadas automáticamente para reducir emisiones. Imagina árboles sembrados no al azar, sino estratégicamente, gracias a un mapa de calor creado por datos reales. Eso no es ciencia ficción. Es posibilidad.

Pero la tecnología no basta si no cambiamos la forma en que nos relacionamos con la ciudad.

Yo crecí viendo cómo la gente aprendía a ignorar el aire. A vivir con tos como si fuera normal. A cerrar las ventanas por el humo, no por el frío. A usar tapabocas antes de la pandemia solo por la contaminación. Nos acostumbramos. Y eso es lo más peligroso: acostumbrarnos a lo que nos daña.

Por eso me parece poderosa la unión entre la IA y el activismo ambiental. Porque no se trata solo de saber más, sino de actuar mejor. No de vigilar, sino de cuidar. Y ojalá cada avance tecnológico viniera acompañado de una pregunta ética: ¿esto nos hace más humanos o más máquinas?

En Amigo de ese ser supremo leí una vez que cuidar la creación es una forma de oración. Y en Mensajes Sabatinos, se habla del silencio como medicina. ¿Cómo puede haber silencio si el ruido del tráfico nos sigue gritando en la cara? ¿Cómo puede haber salud espiritual si nuestro cuerpo respira veneno?

Y ahí es donde la IA puede ser una aliada, no un enemigo. Si dejamos que nos ayude a ver lo que a simple vista ignoramos. Si la usamos no para explotar más recursos, sino para proteger los que nos quedan. Si la convertimos en una conciencia externa que complemente —no sustituya— la interna.

Como joven, me duele ver cómo se habla de tecnología solo en función del consumo. Pero también me alegra ver que cada vez hay más mentes y corazones trabajando en proyectos de impacto real. Jóvenes como yo que sueñan con ciudades verdes, con data al servicio de la vida, con sensores que detectan esperanza.

Porque la IA no debería ser un fin en sí misma. Debería ser una herramienta para recuperar lo que hemos perdido: equilibrio, respeto, aire limpio.

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domingo, 15 de junio de 2025

Aún no he conocido a Félix, pero lo escucho cada vez que toco la tierra

 


No crecí viéndolo en televisión, porque cuando Félix Rodríguez de la Fuente murió, ni siquiera mis padres habían nacido. Pero algo en su voz —que luego descubrí en documentales viejos de YouTube— me tocó. Esa manera en la que hablaba de los lobos, del águila imperial, del equilibrio de los ecosistemas, no era solo científica. Era profundamente humana. Espiritual. Como si entendiera que el mundo no es algo que dominamos, sino algo del que somos parte.

45 años después de su partida, su mensaje sigue retumbando en los silencios de una sociedad que ha confundido progreso con destrucción.

Yo nací en 2003, en pleno siglo XXI, y me tocó un mundo donde lo natural se convirtió en “contenido”. Donde la fauna se muestra con filtros y la selva es fondo de pantalla. Donde hablar del planeta a veces se ve como “romántico” o “naive”, cuando en realidad es lo más urgente que tenemos. Por eso me impacta tanto lo adelantado que fue Félix. Porque en los 70 ya hablaba de cosas que hoy seguimos ignorando.

A veces me pregunto qué pensaría al ver que el oso andino se sigue cazando en Colombia, o que el 80% de los jóvenes urbanos en Latinoamérica nunca ha acampado en la naturaleza. ¿Qué diría si supiera que más gente conoce el algoritmo de TikTok que el ciclo del agua?

Y ahí es donde su voz vuelve a tener sentido. Porque no hablaba solo para proteger animales: hablaba para recordarnos quiénes somos.

Yo crecí entre ciudades. Asfalto, pantallas, ruido. Pero también crecí escuchando historias de campo en mi familia. En Mensajes Sabatinos, mi abuelo escribe sobre el viento como si fuera un personaje. En Amigo de ese ser supremo, se habla del vínculo entre lo divino y lo natural. Y en mi propio blog, yo intento construir puentes entre todo eso: lo ancestral, lo actual, lo posible.

Porque aunque no tengamos un Félix Rodríguez en la TV actual, tenemos el legado. Y también tenemos una responsabilidad: no dejar que su mensaje se vuelva solo memoria. Que no sea una figura de museo, sino una semilla viva en nuestros actos cotidianos.

¿Sabías que Félix no era biólogo de profesión? Era médico. Y sin embargo, fue uno de los mayores educadores ambientales de habla hispana. Eso me inspira. Porque demuestra que para cuidar el planeta no necesitas un título específico. Solo necesitas conexión, compromiso, y la capacidad de mirar a un animal a los ojos sin sentirte superior.

Hoy, más que nunca, necesitamos eso.

Necesitamos jóvenes que se atrevan a mirar el mundo con asombro. Que sepan más de árboles que de influencers. Que conozcan el canto de los pájaros que viven en su barrio. Que entiendan que conservar no es solo plantar árboles un día al año, sino vivir de otra forma.

Y no se trata de ser perfecto. Yo también uso redes. También consumo. También tengo contradicciones. Pero Félix me recuerda que no se trata de radicalismos, sino de conciencia. De decisiones pequeñas. De coherencia progresiva.

Tal vez por eso hoy escribo esto. Porque siento que aunque no viví su época, algo de él vive en los que creemos que la vida —toda la vida— merece respeto.

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sábado, 14 de junio de 2025

El recurso más desperdiciado del siglo: tu atención

Vivimos atrapados en un mundo que nos exige estar “conectados” todo el tiempo, pero que rara vez nos pide estar presentes. Y no sé tú, pero yo me he encontrado muchas veces abriendo el celular sin saber por qué, navegando entre pantallas sin propósito, y apagando el día con la sensación de que estuve en todos lados, menos en mí.

Dicen que el commoditie más valioso hoy no es el oro, ni el litio, ni el agua, sino la atención humana. No porque sea escasa, sino porque ya no sabemos cuidarla. La regalamos, la fragmentamos, la invertimos mal. Se la damos a lo que grita más fuerte, a lo que brilla más, a lo que vibra en la pantalla… aunque por dentro no nos diga nada.

El artículo que inspiró este blog hablaba justamente de eso: cómo la atención ha sido convertida en un producto, algo que las empresas compran, las plataformas monetizan y los algoritmos persiguen como si fuera el tesoro final. Y es verdad. Basta con ver cómo funcionan las redes sociales: están diseñadas no para informarte, sino para retenerte. No para educarte, sino para que no te vayas. Tu mirada, tu click, tu scroll… todo tiene precio.

Pero ¿y si empezamos a recuperar la atención como acto sagrado?

No lo digo desde el rechazo a la tecnología (yo mismo escribo, creo, leo y vivo en la red), sino desde la conciencia. Desde esa pausa que nos recuerda que lo más valioso no es todo lo que podemos consumir, sino todo lo que podemos percibir cuando enfocamos.

Yo aprendí el valor de la atención escuchando a mi abuelo leer en voz alta. A veces ni entendía todo lo que decía, pero me quedaba mirando cómo pronunciaba las palabras, cómo se le movía la ceja izquierda cuando una frase lo emocionaba. Aprendí que prestar atención no era solo mirar, sino estar. Estar de verdad. Con todos los sentidos.

Y también aprendí que cuando alguien te escucha de verdad, cuando te mira sin distracciones, cuando te responde desde el silencio antes que desde el juicio… eso vale más que cualquier trending topic.

En Bienvenido a mi blog, alguna vez escribí sobre cómo estamos perdiendo la capacidad de sostener la mirada. Y en Mensajes Sabatinos, hay muchas reflexiones que nos invitan a contemplar el tiempo, no solo a correr tras él. La atención no es solo foco: es presencia. Es respeto. Es vínculo.

Y claro, no estoy diciendo que todo deba ser lento o profundo. También está bien reír con memes, perderse un rato en un reel, distraerse. Pero lo peligroso es cuando toda nuestra vida queda reducida a estímulos sin sentido, a ruido que anestesia.

El problema no es tener muchas opciones. El problema es no saber elegir.

Y ahí es donde, como generación, tenemos que hacernos responsables. Porque si nuestra atención es el commoditie más cotizado del siglo, entonces aprender a administrarla es un acto de soberanía. Decidir a qué le das tu energía, a qué le das tu tiempo, es decidir en quién te estás convirtiendo.

¿A qué estás prestando atención hoy?

¿A lo que te alimenta o a lo que te consume?

¿A lo que te hace crecer o a lo que te entretiene pero te vacía?

Yo estoy aprendiendo a cuidar mi atención como quien cuida un fuego. Apagando notificaciones, poniendo el celular boca abajo cuando hablo con alguien, leyendo un libro sin saltarme capítulos. A veces fallo. Pero otras veces lo logro. Y en esos momentos, la vida se siente más real.

Porque escuchar a alguien sin mirar la pantalla. Sentarse a escribir sin multitareas. Ver un atardecer sin compartirlo. Eso, hoy, es casi revolucionario.

Y tú… ¿hace cuánto no haces algo sin distracciones?

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viernes, 13 de junio de 2025

Escuchar con el alma: lo que el oído humano todavía no capta

 


Siempre me ha parecido curioso que tengamos dos oídos y una sola boca. Tal vez es una forma simbólica de decirnos que escuchar debería ocupar el doble de espacio que hablar. Pero en un mundo tan ruidoso, tan lleno de opiniones rápidas y respuestas automáticas, escuchar realmente se ha vuelto un arte… casi en peligro de extinción.

El otro día leí un artículo titulado “¿Quién escucha mejor?” que comparaba las capacidades auditivas entre diferentes culturas y contextos del mundo. Hablaba del oído como herramienta biológica, de cómo influye la edad, el ambiente, e incluso el idioma que hablamos. Todo eso, desde un enfoque científico, claro. Pero a mí me dejó pensando en otro tipo de escucha: esa que no se mide en decibelios, sino en intención.

Porque saber oír es una cosa. Escuchar, de verdad, es otra muy distinta.

Yo crecí en una familia donde muchas veces el silencio era más elocuente que las palabras. Y aprendí muy temprano a leer los gestos, las pausas, los suspiros escondidos entre frases comunes. Aprendí a identificar cuando alguien decía “estoy bien” pero el tono lo contradecía. Aprendí que escuchar también es notar lo que no se dice.

Y esa escucha, la que va más allá del oído físico, es la que más necesita el mundo hoy.

Nos enseñan a responder, a opinar, a ganar debates, pero rara vez nos enseñan a escuchar sin querer tener la razón. A escuchar para comprender, no para contestar. A quedarnos callados sin sentirnos incómodos. A hacer espacio para el otro, aunque no pensemos igual.

En Bienvenido a mi blog, alguna vez leí una frase que decía algo así como: “El verdadero amor escucha incluso lo que no entiende del todo”. Y eso se me quedó grabado. Porque no se trata de tener todas las respuestas, sino de estar presentes. A veces, estar presente ya es suficiente.

En lo científico, claro, es interesante saber que hay culturas donde la gente puede identificar tonos que otros ni siquiera perciben, o que hay lenguas que entrenan el oído de formas distintas. Pero también hay saberes ancestrales, como los que se relatan en Mensajes Sabatinos, que nos hablan de la escucha interior, del oído del alma. Ese que se afina en el silencio, en la meditación, en la contemplación del otro sin juicio.

¿Quién escucha mejor entonces?

¿El que capta más frecuencias o el que comprende el dolor detrás de una risa?
¿El que tiene mejor audición o el que se queda contigo en silencio cuando no sabes qué decir?

Yo creo que escuchar es un acto espiritual. Escuchar a alguien sin interrumpirlo es un regalo. Escuchar sin intentar corregir, sin minimizar lo que siente, es un gesto de amor. Escuchar incluso cuando no se está de acuerdo, es madurez.

Y ni hablar de lo que pasa cuando nos escuchamos a nosotros mismos. Eso sí que es difícil. Porque a veces nos metemos tanto ruido mental, tantas exigencias, tantas voces ajenas que nos dicen qué hacer, que olvidamos cómo suena nuestra voz interna. La callamos. La ignoramos. Y con el tiempo, la confundimos con el murmullo del mundo.

Yo he aprendido —y sigo aprendiendo— a escucharme más. A detenerme. A preguntarme: ¿esto lo quiero yo o lo quiere el resto por mí? ¿Esto que siento es verdadero o es una reacción automática? ¿Esta decisión me hace bien o solo me da aprobación externa?

Y es que el oído humano, por más afinado que sea, no sirve de nada si no lo acompañamos con corazón. La escucha completa ocurre cuando mente, cuerpo y alma se alinean para recibir al otro.

En Amigo de ese Ser Supremo, muchas veces se habla de cómo Dios (o como cada quien lo conciba) no habla fuerte. Habla en susurros. Y por eso hay que aprender a callar para oírlo. A estar quietos para reconocer su voz. A sintonizarnos.

Tal vez eso deberíamos practicar más: la sintonía. Con la vida. Con los demás. Con lo que somos de verdad.

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jueves, 12 de junio de 2025

Gatos, frutas cítricas y los límites invisibles

 


Nunca he tenido un gato, pero he tenido la suerte de que muchos gatos me hayan tenido a mí. Aparecen en momentos inesperados: en la esquina del barrio donde viven los silencios, en la terraza de la casa de mi abuela, o en el último escalón de una escalera olvidada. Los gatos no se poseen. Ellos deciden a quién se acercan, a quién le ronronean, a quién le comparten su pausa.

Y quizá por eso me llamó la atención el título de un artículo que vi hace poco: “¿Qué fruta espanta a los gatos? El truco natural para alejarlos de lugares prohibidos”. Más allá de la información que prometía —que sí, en efecto, algunos cítricos como la naranja o el limón pueden ser útiles para disuadir a los gatos de ciertos espacios— lo que más me quedó fue esa palabra: espantar.

Espantar es más que alejar. Es provocar miedo. Es interrumpir el ritmo de algo vivo.

Entiendo que no todos los lugares son adecuados para un gato: que no deben estar sobre la estufa, dentro del motor del carro, o escarbando entre las plantas del jardín. Pero también me pregunto: ¿cuándo se volvió normal imponer nuestra comodidad por encima del instinto de otro ser?

Porque los gatos no son solo mascotas. Son pequeños exploradores con alma de filósofo. Van donde quieren, observan desde donde otros no se atreven, y en su aparente indiferencia esconden una profunda capacidad de conexión. No tienen amo, pero sí eligen con quién caminar. Y si deciden invadir una mesa o una repisa, muchas veces es porque quieren estar cerca, no porque quieran molestar.

Eso me lo enseñó un gato callejero que se trepaba todos los días a la biblioteca del colegio donde estudié. Nunca entró. Solo se quedaba en la ventana, mirando hacia adentro. Yo, que siempre estaba buscando un rincón para escapar de las multitudes, lo encontré a él. A veces compartíamos el silencio. A veces le leía en voz baja. A veces no hacíamos nada. Y en ese “nada” pasaba todo.

Por eso me cuesta pensar en trucos para “espantarlos”.

No digo que no existan límites. Claro que sí. En toda relación saludable los hay. Pero la clave está en el cómo. En vez de espantar, ¿no sería mejor redirigir, adaptar, comprender? En vez de rociar limón por la casa, ¿por qué no crear espacios seguros donde ellos puedan estar? ¿Por qué no entender su lenguaje antes de imponer el nuestro?

Vivimos en una sociedad que muchas veces quiere domesticar incluso lo que no entiende. Que prefiere controlar en lugar de observar. Que ve a los animales como problemas si no se comportan como peluches obedientes. Pero los gatos —igual que la vida— no están hechos para obedecer sin sentido. Están hechos para ser.

Y si de verdad nos importa convivir con ellos, no se trata de eliminar su presencia, sino de generar acuerdos invisibles. Como en cualquier vínculo: si algo te incomoda, comunícalo con respeto. Si algo no funciona, busca una alternativa. Si algo se rompe, reconstruye con empatía.

Yo lo he aprendido no solo con gatos, sino con personas, con amigos, con familia. Lo he aprendido en los textos de Mensajes Sabatinos, donde el respeto por la vida y sus ritmos está por encima de cualquier regla impuesta. También lo he sentido en Amigo de ese Ser Supremo, donde la conexión con lo sagrado pasa por reconocer la dignidad de todo ser viviente, incluso de aquel que maúlla en las noches sin pedir permiso.

En el fondo, este blog no trata de frutas ni de repelentes. Trata de cómo elegimos convivir. De qué tanto estamos dispuestos a incomodarnos un poco para hacer espacio a otros. De si nuestra comodidad vale más que el derecho de un gato a caminar libre por la terraza.

Trata, tal vez, de aprender a compartir.

Porque a veces queremos jardines sin rasguños, sofás sin pelos, y ventanas sin huellas. Pero ¿de qué sirve una casa perfecta si no está viva?

Los cítricos pueden ayudar, sí. Pero más ayuda la paciencia. Más ayuda el entendimiento. Más ayuda la ternura de saber que ese ser que se trepa a tu escritorio no lo hace por molestar, sino porque confía en ti. Y si eso no es sagrado, entonces no sé qué lo es.

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miércoles, 11 de junio de 2025

No es solo un perro: el día que empecé a entender el abandono


Una vez escuché a alguien decir con indiferencia: “No pasa nada, es solo un perro”. Y aunque en ese momento no dije nada, por dentro algo se rompió. No por el comentario en sí, sino por todo lo que revela. Porque en esa frase hay una forma de mirar el mundo, de clasificar la vida, de justificar el abandono como si no doliera. Como si esos seres que caminan junto a nosotros no sintieran, no recordaran, no confiaran. Como si su amor fuera descartable.

Tenía apenas 14 años cuando vi por primera vez cómo abandonaban a un perro frente a una bodega en mi barrio. Era un pastor mestizo, viejito, con mirada triste y andar lento. Lo dejaron ahí, con un costal de concentrado medio vacío y una correa vieja. Lo vi caminar de un lado a otro durante horas, sin entender. Esperando. Esperando. Esperando.

Y no volvieron.

Eso me marcó.

No porque no supiera ya que en Colombia y en el mundo miles de animales eran abandonados cada año, sino porque ahí entendí que detrás de cada cifra hay una historia real. Una conexión rota. Una promesa incumplida. Un corazón traicionado.

En España, por ejemplo, según datos recientes, casi 287.000 perros y gatos fueron abandonados en 2023. La mayoría por causas tan evitables como “camadas no deseadas”, “problemas de comportamiento” o simplemente porque “ya no era divertido tenerlos” (Fundación Affinity). Y aunque ahora existen leyes de bienestar animal que castigan el abandono con multas fuertes, la realidad sigue igual: las cifras no bajan. La indiferencia pesa más que el miedo a la sanción.

Y yo me pregunto: ¿qué está fallando?

Tal vez la raíz no está en las normas, sino en cómo entendemos el vínculo con los animales. Nos han enseñado a verlos como propiedad, como algo útil o decorativo. “El perro que cuida la casa”, “el gato que acompaña a la abuela”, “el cachorro que le prometimos al niño”. Pero pocas veces hablamos de responsabilidad emocional, de convivencia, de respeto profundo por su vida. Y mucho menos, de duelo cuando se rompe esa relación.

En casa crecí rodeado de historias donde los animales eran parte del alma familiar. En Mensajes Sabatinos y en Bienvenido a mi blog, leí textos que hablaban del amor incondicional de un perro como metáfora de la fidelidad divina. En Amigo de ese ser supremo, encontré reflexiones sobre la creación como un todo vivo, donde el ser humano no está por encima, sino en conexión.

Esas ideas me ayudaron a no endurecerme.

Porque cuando ves tanto abandono, tanto maltrato, tanta indiferencia… puedes volverte cínico. Puedes pensar que no hay nada que hacer. Pero también puedes decidirte a no ser parte de eso. Puedes elegir cuidar, respetar, proteger. Puedes decir “no” al consumo impulsivo de mascotas, a la compra sin conciencia, al abandono disfrazado de “entregarlo a alguien más”.

Yo decidí hablar de esto. Desde mi rincón, desde mi blog, desde lo que he vivido.

Porque, como joven, me duele ver a otros jóvenes regalar mascotas como si fueran objetos. Me duele ver cómo TikTok llena de modas pasajeras donde la gente presume cachorros que luego terminan en la calle cuando crecen. Me duele ver que incluso con más acceso a la información, seguimos repitiendo patrones egoístas.

Pero también me llena de esperanza ver a tantos otros que están despertando. Que adoptan. Que esterilizan. Que rescatan. Que educan. Que entienden que un animal no es un adorno para tu vida, sino una vida que confía en ti.

Me emociona ver refugios autogestionados, campañas barriales, adolescentes que dan charlas en colegios sobre el respeto a los animales. Me inspira la fuerza de quienes han hecho de la defensa animal su causa de vida. Y sobre todo, me emociona cada historia de reencuentro, de sanación, de adopción real.

Porque sí: los animales también sanan. A mí me han enseñado a respirar más lento, a ser más paciente, a escuchar el silencio. Me han recordado que el amor se da sin filtros, sin condiciones, sin más pretensión que estar.

Y si estás leyendo esto y alguna vez has abandonado un animal… no te juzgo. Pero sí te invito a mirar de nuevo. A hacerte cargo. A aprender. Porque también es válido reconocer errores y cambiar. Así como muchos animales que han sido abandonados, también los humanos merecemos una segunda oportunidad.

Si alguna vez estás pensando en tener un animal en tu vida, pregúntate con honestidad: ¿Tengo el tiempo? ¿Tengo el espacio emocional? ¿Estoy dispuesto a cuidarlo cuando envejezca, cuando enferme, cuando ya no sea “tan divertido”?

Porque el abandono no siempre se da en una calle. A veces empieza desde el momento en que dejamos de verlos como seres que sienten.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

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