sábado, 4 de octubre de 2025

Cuando perros y gatos hablan el mismo idioma (sin palabras)



Siempre me ha parecido fascinante la idea de que en casa habitamos un pequeño universo donde cada ser tiene su propio lenguaje. Cuando miro a mi perro y a mi gata, no dejo de preguntarme cómo es que se entienden sin necesidad de palabras. No comparten el mismo código biológico, no tienen una gramática común ni una escuela donde les hayan enseñado a convivir. Y sin embargo, basta con observarlos un rato para descubrir que hay algo más grande sosteniendo ese vínculo: la capacidad innata de escuchar con todo el cuerpo y leer con el corazón.

Yo crecí en un hogar donde los silencios decían tanto como las palabras. Mi familia me enseñó que no siempre hay que hablar para transmitir cariño, que a veces un gesto basta para reconocer al otro. Y quizá por eso me conmueve ver cómo perros y gatos, tan distintos en naturaleza, pueden llegar a entenderse. Como si fueran espejos que aprenden a traducirse mutuamente. Esa convivencia me recuerda que nosotros, los humanos, también estamos llamados a aprender el lenguaje de quienes son diferentes, aunque nos cueste, aunque al inicio parezca imposible.

He leído en estudios como los publicados por Animal Cognition o la Universidad de Lincoln que los animales de diferentes especies logran descifrar patrones corporales y sonidos después de convivir un tiempo juntos. Un perro aprende que el maullido agudo de una gata no siempre es una amenaza, sino una invitación a prestar atención. Una gata reconoce que el movimiento alegre de una cola perruna no es peligro, sino un gesto amistoso. Y en esa traducción silenciosa se construye un puente invisible. Me pregunto si los humanos no deberíamos reaprender lo mismo: leer la intención detrás del gesto antes de reaccionar con miedo o rechazo.

Recuerdo una tarde en la que mi gata se subió al sofá para dormir tranquila. Mi perro, entusiasmado, quería jugar. Ella lo miró con fastidio, levantó apenas la cola y con un simple giro de orejas le dijo “no ahora”. Y él, en lugar de insistir, se echó a su lado como un hermano resignado. Ese instante sencillo me pareció una clase magistral de respeto mutuo. Pensé: ¿cuántas discusiones humanas podrían evitarse si aprendiéramos a aceptar el “no ahora” del otro sin sentirlo como un rechazo personal?

En mis reflexiones me cruzo a menudo con los escritos de mi padre, donde habla del valor del tiempo, de la paciencia y de las relaciones auténticas (por ejemplo en Bienvenido a mi blog). Yo, desde mis 21 años, lo leo y siento que esas enseñanzas también caben en la relación entre especies. Porque perros y gatos no se entienden de la noche a la mañana; necesitan convivencia, ensayo y error, y sobre todo la voluntad de ajustarse al ritmo del otro. Lo mismo nos pasa a nosotros en la familia, en la sociedad y en los proyectos colectivos.

Me parece increíble que la ciencia confirme lo que el corazón ya sospecha: los animales que conviven con otras especies tienen menos estrés, más sociabilidad y una mayor capacidad de interpretar señales sociales. Lo dice la American Veterinary Medical Association, pero yo lo veo todos los días en mi casa. Y pienso que en el fondo es una metáfora de la vida misma: cuando convivimos con la diferencia, aprendemos a expandir nuestra sensibilidad y a crecer emocionalmente.

Claro, no siempre todo es armonía. A veces hay choques, gruñidos, carreras que parecen persecuciones, maullidos ofendidos o ladridos que rebotan en las paredes. Pero incluso en esos conflictos hay aprendizaje. Un perro que se frena ante el zarpazo juguetón de una gata está entendiendo límites. Una gata que deja que un perro se acerque a su comida por un segundo está practicando tolerancia. Y ambos están construyendo una jerga de convivencia que no necesita diccionarios, solo presencia, ensayo y respeto.

Cuando pienso en esta pequeña Torre de Babel doméstica, siento que los humanos no deberíamos ser tan distintos. Y sin embargo, nos cuesta. Nos aferramos a idiomas, ideologías, culturas y diferencias como si fueran muros insalvables. En lugar de traducirnos, nos atrincheramos. Y ahí es cuando vuelvo a mirar a mis compañeros de cuatro patas y me pregunto: ¿qué pasaría si en vez de defender tanto mi propio idioma, intentara aprender el del otro, aunque sea con gestos torpes? Quizá descubriría que el amor, al final, es el idioma más universal.

Este tema me conecta con algo que escribí hace poco en mi propio blog: la necesidad de recuperar la empatía en medio del ruido digital. Porque hoy, mientras los algoritmos deciden qué vemos y qué creemos, los animales siguen recordándonos que hay un canal mucho más puro: el de la mirada, el movimiento, el simple estar. Ellos no necesitan filtros ni pantallas para ser auténticos. Y nosotros, que nos decimos más evolucionados, muchas veces olvidamos esa lección.

Me gusta imaginar que, en cada hogar donde conviven perros y gatos, se está ensayando un pequeño milagro: el de la traducción sin palabras. Ese milagro nos enseña que la diversidad no es un obstáculo, sino una riqueza. Que la diferencia no es una amenaza, sino una oportunidad para ampliar nuestro propio lenguaje. Y que la convivencia, aunque imperfecta, siempre es posible cuando hay voluntad de escucharse.

A veces pienso que Dios, o ese ser supremo en el cual confío y del cual hablo en mi blog espiritual, se ríe con ternura al vernos tan complicados con nuestros idiomas y discursos. Porque mientras nosotros discutimos sobre quién tiene la razón, un perro y un gato en la sala de una casa cualquiera están recordándonos que el amor no necesita traducción. Solo presencia.

Así que la próxima vez que veas a tu perro y a tu gato compartir un silencio, míralos bien. Están hablando. Están construyendo un idioma secreto hecho de gestos, sonidos y respeto. Y quizá, si los escuchas con atención, descubras que también están diciéndote algo a ti: que todavía es posible entendernos, incluso en un mundo lleno de lenguas distintas.

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viernes, 3 de octubre de 2025

Cómo mimar a tu gata senior y disfrutar juntas al máximo



Imagino la vida de una gata como un libro lleno de capítulos hermosos. Al principio, todo es energía desbordada, saltos imposibles y esa curiosidad que nunca se apaga. Pero llega un momento, casi sin darnos cuenta, en el que pasamos de la travesura constante a la calma profunda. Ese es el capítulo senior, y para mí no es un final, sino un tiempo de plenitud, de silencios compartidos, de ternura en cada mirada.

Me pasa algo curioso: cuando observo a una gata en su etapa madura, siento que también estoy viendo un espejo de la vida humana. Ese instante en el que entendemos que no necesitamos correr detrás de todo para sentirnos vivos, que basta con un rincón cálido y alguien con quien estar para que el mundo vuelva a tener sentido. Mi gata, o la de cualquiera que haya tenido el privilegio de acompañar a una, enseña justamente eso: que la madurez no es pérdida, sino transformación.

Hoy quiero hablarte de cómo cuidar y mimar a tu gata senior, pero sobre todo de cómo aprovechar esa etapa para crecer tú también. Porque sí, cuidarla es cuidarte, y lo que compartes con ella se convierte en una especie de escuela emocional silenciosa, donde aprendes paciencia, compasión y gratitud.

Piensa en esto: a partir de los 7 u 8 años, las gatas ya entran en la categoría “senior”. Puede que aún las veas ágiles, que sigan explorando, pero su cuerpo empieza a dar señales distintas. A veces duerme más, a veces duda antes de saltar, a veces busca tu regazo más seguido que antes. Es normal. Y ahí es donde entra tu papel: acompañar, sostener, facilitar.

Una de las primeras cosas que descubres es que la alimentación ya no puede ser la misma. Es como cuando en casa nos damos cuenta de que no todo lo que comíamos de adolescentes nos sienta bien a los 20 o a los 30. Lo mismo pasa con tu gata: necesita proteínas de calidad, menos grasa, suplementos que cuiden sus articulaciones. Una amiga veterinaria me contaba hace poco que la glucosamina y la condroitina son casi un regalo divino para las patas cansadas de los felinos mayores. Y yo pensaba: qué increíble que algo tan sencillo pueda darle más años de comodidad.

El peso es otro detalle crucial. Porque sí, las gatas gorditas se ven tiernas, pero el sobrepeso en esta etapa es una carga enorme: trae consigo riesgo de diabetes, problemas renales, artrosis. El consejo no es que la pongas a dieta estricta, sino que observes, que ajustes, que consultes con su veterinaria y encuentres el equilibrio perfecto entre nutrición y disfrute.

Pero mimar a tu gata no es solo alimentarla bien. Es también regalarle movimiento, aunque sea en pequeñas dosis. Hay quien cree que porque son mayores ya no quieren jugar, pero la realidad es que su mente lo sigue necesitando. No hablo de juegos agotadores, sino de plumeritos suaves, pelotas pequeñas o rompecabezas de comida que la hagan pensar. A veces son cinco minutos, pero esos cinco minutos le iluminan la mirada y refuerzan el vínculo invisible que tienen contigo.

Y aquí entra algo que me toca personalmente: la compañía emocional. En mi vida, he visto cómo las relaciones cambian cuando las cuidamos en los momentos más frágiles. Así mismo con una gata senior: el vínculo se profundiza. Ella empieza a buscar más tu calor, más tus manos, más tu presencia. Es casi como si supiera que no tiene que demostrar nada, que puede ser simplemente ella. Y en esa vulnerabilidad se esconde un amor inmenso.

Los chequeos veterinarios se convierten en parte de la rutina. Y aunque a veces nos cuesta —por tiempo, por dinero, por el miedo de escuchar un diagnóstico—, son indispensables. Enfermedades como la renal crónica o los problemas dentales aparecen más de lo que imaginamos. Un chequeo anual, al menos, es como abrir una ventana al futuro: te permite anticiparte, prevenir, cuidar.

También el hogar cambia. Donde antes podía subir con un salto limpio, ahora quizá necesite una rampa improvisada o un escalón bajo. Donde antes dormía en lo alto del armario, ahora preferirá una cama mullida al nivel del suelo. Y eso no es renuncia, es adaptación. Como cuando nosotros mismos dejamos de trasnochar porque entendemos que la vida se disfruta mejor al amanecer.

Y aquí es donde conecto con algo que escribí en mi blog personal: la importancia de aceptar los ritmos de la vida sin aferrarnos a lo que ya pasó. Una gata senior no es una versión apagada de sí misma, es una maestra distinta. No corre como antes, pero enseña a valorar lo pequeño: un ronroneo suave, una siesta compartida, el simple hecho de estar.

Cuidar a una gata en su etapa senior no es una carga, es un privilegio. Porque cada día con ella es un recordatorio de lo esencial: el tiempo es un regalo, no un derecho. Y si lo miras bien, ella no solo está envejeciendo… también te está mostrando cómo hacerlo tú algún día, con dignidad, calma y ternura.

Yo pienso que, al final, lo que realmente hace feliz a una gata senior no es solo la comida, ni el juego, ni las visitas al veterinario. Es sentir que sigue siendo parte de tu vida, que no sobra, que todavía tiene un lugar. Es saber que, incluso en la lentitud, alguien la mira con amor. Y esa es una lección que podríamos aplicar a tantas personas mayores que nos rodean y que, a veces, olvidamos acompañar.

Así que, si hoy tienes la suerte de vivir con una gata senior, mírala distinto. Dale la comida adecuada, sí. Llévala al veterinario, claro. Pero sobre todo, siéntate con ella. Escucha su ronroneo. Déjala dormir a tu lado. Porque esos momentos, aunque parecen pequeños, son los que al final llenan las páginas de la historia compartida. Y créeme: cuando falten, serán los que más recuerdes.

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jueves, 2 de octubre de 2025

Un abandono que empieza en silencio



Un gato dejado en la calle.
Una puerta que se cierra.
Una historia que se rompe de golpe.

Nos suena familiar, ¿no? Ese es el abandono que todos imaginamos: físico, evidente, cruel. Pero lo que muchas veces no vemos es que el abandono también puede empezar mucho antes de que un gato sea dejado en la calle. Puede comenzar dentro de la misma casa, en silencio, cuando sin darnos cuenta dejamos de mirar, de escuchar, de intentar comprender.

Me impresiona pensar que no es diferente a lo que pasa en las relaciones humanas. Una amistad que se enfría no siempre muere porque alguien se va, sino porque dejamos de hacer el esfuerzo de estar presentes. Un vínculo familiar se rompe no solo por discusiones, sino también por el cansancio de no saber cómo sostenerlo. Y un gato… ese ser que confía en nosotros sin reservas, también puede sentirse abandonado aun cuando siga durmiendo en nuestro sofá.

He leído en Mensajes Sabatinos (https://escritossabatinos.blogspot.com/) cómo el silencio puede ser tan fuerte como la palabra, y me doy cuenta de que en los vínculos con los animales pasa igual: el silencio pesa. Pesa cuando dejamos de interpretar un maullido como una necesidad y lo vemos como una molestia. Pesa cuando la paciencia se acaba y olvidamos que ellos también sienten miedo, ansiedad o dolor.

No es que dejemos de quererlos. Es que, como seres humanos, también nos agotamos. Nadie nos enseñó cómo manejar la frustración cuando el gato araña un mueble, cuando no se adapta a un cambio de casa o cuando enferma y no sabemos cómo acompañarlo. El abandono, entonces, no nace del odio… nace del cansancio, de la falta de herramientas, de no tener a quién preguntar cómo seguir queriendo bien.

Eso me recuerda lo que alguna vez escribí en El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo (https://juanmamoreno03.blogspot.com/): la verdadera soledad no aparece cuando estamos físicamente solos, sino cuando dejamos de sentirnos comprendidos. Un gato puede estar rodeado de gente y aun así sentirse solo, igual que nosotros en medio de una fiesta.

Quizá lo más duro es reconocer que convivir con un animal implica acompañarlo también en lo invisible. No se trata solo de llenar su plato de comida o limpiar la arena, sino de sostener un puente invisible entre su mundo y el nuestro. Un puente que requiere paciencia, empatía y, sobre todo, voluntad de escuchar aunque no hablen nuestro idioma.

¿Y si lo pensamos más allá? Ese puente es el mismo que necesitamos construir entre las personas. Con nuestros padres, hermanos, amigos, parejas… o incluso con nosotros mismos. Porque sí, muchas veces también nos abandonamos: dejamos de escucharnos, de atender nuestras emociones, de mirarnos con cariño cuando más lo necesitamos.

Por eso, creo que leer un texto como este no es solo una reflexión sobre gatos. Es un espejo. Un recordatorio de que todos, humanos y animales, pedimos lo mismo: no ser dejados atrás en lo invisible.

Y aquí hay algo que me da esperanza: el hecho de que estés leyendo esto ya es un acto diferente. Significa que todavía quieres entender, que todavía tienes la capacidad de mirar con otra intención. Eso también cuenta. Eso ya reconstruye un poquito el puente.

Lo veo como un llamado. No solo a cuidar mejor a nuestros animales, sino a cuidar mejor los vínculos en general. A atrevernos a pedir ayuda cuando no sabemos cómo seguir. A reconocer que amar no siempre es fácil, pero que siempre es posible aprender nuevas formas de hacerlo.

En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/), aprendí que acompañar es un acto espiritual: es estar presente incluso cuando no tenemos todas las respuestas. Esa enseñanza aplica tanto para un gato que maúlla en la madrugada como para un amigo que no encuentra sentido a sus días.

Y entonces me pregunto: ¿cuántas veces hemos sentido que alguien nos “abandonó” aun estando cerca? ¿Cuántas veces hemos sido nosotros quienes dejamos de mirar, no por falta de amor, sino por cansancio, por miedo, por sentirnos superados?

La clave, creo, está en atrevernos a volver. Volver la mirada, volver el gesto, volver al puente. No con reproches, no con culpas, sino con la humildad de aceptar que los vínculos no se sostienen solos. Se sostienen con elección diaria, con paciencia, con silencios compartidos y también con errores que se reparan.

Quizá lo más hermoso de todo esto es que siempre hay tiempo para empezar de nuevo. Un gato puede volver a confiar si volvemos a mirarlo con amor. Una relación humana puede sanar si nos damos el permiso de tender otra vez la mano. Nosotros mismos podemos rearmarnos si dejamos de ignorar lo que sentimos.

Ese es el aprendizaje más profundo: el abandono no tiene que ser definitivo. Puede convertirse en un recordatorio de lo frágiles que son los vínculos y, al mismo tiempo, de lo valiosos que son.

Hoy, mientras escribo estas palabras, pienso en todos los puentes que aún puedo reconstruir. Con mis seres queridos, con los animales que me han acompañado, conmigo mismo. Y me doy cuenta de que la vida, al final, no es otra cosa que esa constante decisión de volver a conectar.

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miércoles, 1 de octubre de 2025

La pregunta que cambia todo



Hay preguntas que parecen sencillas, casi ingenuas, pero que cuando se lanzan al aire tienen el poder de mover algo dentro de nosotros. Me pasó hace poco con una de esas preguntas que parecen de cajón y terminan siendo espejo. La cuestión fue simple: si tu perro fuera una persona en tu casa, ¿qué rol tendría?

Puede sonar a juego, a dinámica de psicología barata, o a excusa de conversación casual. Pero créeme que no lo es. La respuesta que cada miembro de una familia da puede revelar más de lo que diría en meses de terapia, discusiones o silencios acumulados. Porque no estamos hablando solo del perro, sino de lo que proyectamos en él, de cómo vivimos la convivencia, de lo que cargamos sin darnos cuenta.

Yo mismo me hice la pregunta. Tengo la suerte de haber crecido rodeado de vínculos fuertes, familiares y también espirituales. En mi casa, el perro fue siempre algo más que un animal: era cómplice, era guardián, era ese ser silencioso que parecía entender lo que nadie decía en voz alta. Si lo pienso desde ahí, en diferentes etapas de mi vida él fue cosas distintas: a veces el hermano menor que necesitaba protección, otras el mediador que calmaba los enojos, y muchas veces el rebelde que se escapaba justo cuando todos queríamos que obedeciera.

Lo impactante no es que el perro cambie de rol, sino que nosotros mismos lo hacemos. Y eso habla de lo que llevamos dentro. Cuando alguien dice que su perro es “el bebé de la familia”, lo que se refleja es quizá una sobreprotección que se extiende a todo lo demás: hijos que no se sueltan, padres que no confían, vínculos que asfixian. Cuando alguien lo ve como el “mediador”, puede ser porque realmente está absorbiendo tensiones, como un pequeño salvavidas emocional que paga el precio del estrés humano. Y si lo ven como el “rebelde incomprendido”, tal vez la incoherencia no está en el perro, sino en la falta de reglas claras entre las personas.

Lo pienso y me doy cuenta de que esta pregunta es, en realidad, un espejo de la vida. Como escribí en mi blog personal, lo que decimos sobre los demás —animales, amigos, familia— habla más de nosotros que de ellos. Y entonces el perro se convierte en excusa, en puente, en un traductor de dinámicas familiares profundas que normalmente nos cuesta aceptar.

Lo curioso es que la sociedad funciona parecido. A veces el perro de la familia es como el ciudadano en un país. Si se le ve como el bebé indefenso, el Estado lo sobreprotege y termina limitando su autonomía. Si se le carga como mediador, la gente termina resolviendo conflictos que deberían solucionar quienes gobiernan. Si se le etiqueta como rebelde, quizás lo que falta son reglas claras y justas para todos. He visto esa misma lógica en empresas, en colegios, en grupos de amigos. Cambian los escenarios, pero el fondo es el mismo: la forma en que tratamos al más vulnerable revela la salud real de los vínculos.

En un texto que encontré en Mensajes Sabatinos, se hablaba de cómo las relaciones nos ponen frente a nosotros mismos como un reflejo divino. Y pensé que esta pregunta del perro encaja ahí: porque no se trata del perro, sino de lo que somos incapaces de ver en nosotros mismos. Cuando alguien dice “él es el rebelde incomprendido”, tal vez está hablando de sí mismo, de lo que nunca se atrevió a expresar. Cuando otro dice “es el mediador”, quizá reconoce en el perro lo que él mismo hace: cargar la paz de la casa sobre sus hombros en silencio.

También me hizo recordar algo que escribí en un momento de crisis en Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías. Hablaba de cómo a veces la espiritualidad se disfraza en formas inesperadas: una mirada, un abrazo, un silencio. Hoy pienso que también puede ser un perro que nos refleja, con su fidelidad o con su rebeldía, lo que nosotros no queremos admitir.

Y claro, este ejercicio no se queda en lo personal. Me pregunto cuántas veces nos atrevemos a hacer preguntas que cambian la perspectiva. Vivimos llenos de respuestas automáticas, de rutinas, de frases hechas, pero pocas veces nos detenemos a preguntarnos de verdad: ¿Qué papel estoy jugando yo en mi familia, en mi trabajo, en mi comunidad? Porque no basta con señalar al perro, al hijo, al jefe o al político. La pregunta que cambia todo es la que nos devuelve la mirada.

A mis 21 años, todavía me debato entre querer respuestas claras y aceptar que la vida no siempre las da. Pero lo que sí tengo claro es que las preguntas son brújulas. Una sola puede abrir grietas en certezas que parecían firmes, y esas grietas son oportunidades para entrar en contacto con una verdad más honesta. No siempre cómoda, pero sí más viva.

Tal vez por eso me gusta tanto escribir, porque las palabras son preguntas disfrazadas. Preguntas que me hago a mí mismo y que lanzo al aire para ver si alguien más las recoge. Y si no, al menos me ayudan a no olvidarme de que vivir con conciencia significa atreverse a mirar más allá de lo evidente.

Así que la próxima vez que alguien te pregunte qué papel juega tu perro en tu familia, no te rías ni lo respondas rápido. Respira. Escucha lo que sale. Y date cuenta de que quizá esa respuesta te está contando algo sobre ti, sobre los tuyos, sobre lo que callan o sobre lo que sueñan. Y, sobre todo, entiende que en lo simple también habita lo profundo.

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martes, 30 de septiembre de 2025

Qué es la Revolución Multiespecie?



Hay preguntas que parecen pequeñas, pero cuando las piensas bien te cambian la mirada.
“¿Qué es la revolución multiespecie?” es una de esas.
Porque no es solo una tendencia, ni una moda de redes sociales. Es una forma distinta de entendernos.
Una manera de vivir que no te pide que renuncies a ser humano, sino que te invita a reconocer que no estamos solos en la experiencia de sentir.

Crecí en un hogar donde siempre hubo animales cerca. Perros, gatos, pájaros que mi abuelo rescataba y liberaba cuando podían volar. De niño creía que era algo natural, casi inevitable. Pero con los años me di cuenta de que no era solo costumbre, era un acto político y espiritual: vivir reconociendo al otro como legítimo, aunque no hable mi idioma.

Hoy, cuando hablo de la revolución multiespecie, no me refiero a casas llenas de patitas corriendo —aunque también puede ser así—, sino a un cambio en nuestra forma de mirar. Se trata de ver a los animales no humanos como miembros reales de nuestras familias, con emociones, historias y derechos propios. Se trata de derribar la idea de “mascota” como objeto y abrazar la idea de “compañero” como sujeto.

En España, esta realidad está creciendo. Según el INE (2022), cerca del 40 % de los hogares ya conviven con al menos un animal. Y en 2022 llegó un hito histórico: los animales fueron reconocidos legalmente como seres sintientes. Esto significa que ya no son “cosas”, sino sujetos de derechos, con capacidad de sentir y, por tanto, dignos de respeto. Ese cambio legal es apenas la punta del iceberg de un cambio cultural enorme.

En Colombia, aunque la legislación avanza más despacio, ya se sienten vientos similares. Cada vez más personas exigen leyes que protejan a los animales, que garanticen su bienestar y que castiguen el maltrato. Y más allá de la ley, se empieza a notar un cambio en la conversación: los animales son parte del nosotros.

La revolución multiespecie también tiene una dimensión íntima. No es solo política. Es emocional.
Cuando tu perro te mira y ambos liberan oxitocina —la misma hormona del amor que se libera cuando abrazas a alguien querido— no es un dato de curiosidad, es un recordatorio de que somos especies distintas con un mismo mapa emocional. Nagasawa et al. (2015) lo demostraron en Science: la mirada mutua entre perros y humanos aumenta la oxitocina en ambos, fortaleciendo el vínculo.

Esto, en la práctica, significa que cuando compartes tu vida con un animal no humano, no solo estás dando cuidado, también estás recibiéndolo. Te ayuda a regular tu estrés, a moverte más, a estar presente. Westgarth et al. (2017) mostraron que quienes viven con perros caminan un 30 % más que quienes no, y no solo por obligación: el movimiento compartido mejora la salud mental y física.

Pero la revolución multiespecie no es solo cuidar. Es aprender a leer.
Cada animal tiene su lenguaje: gestos, posturas, silencios, miradas, pausas. Aprender ese idioma es como aprender un lenguaje secreto lleno de amor y complicidad. Evita malentendidos, fortalece el vínculo y transforma la convivencia.

No es casualidad que muchas personas lleguen a Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías buscando respuestas espirituales y terminen hablando de sus animales. La espiritualidad y la convivencia multiespecie no están tan lejos. Ambas parten de reconocer el misterio del otro.

Y sí, la revolución multiespecie también implica responsabilidad.
Implica entender que no basta con alimentar o vacunar.
Implica respetar tiempos, espacios y emociones.
Implica dejar de ver a los animales como proyectos de perfección y empezar a verlos como sujetos con ritmos propios.
Implica reconocer que, a veces, necesitamos aprender —o desaprender— para cuidar mejor.

A mí me pasó.
Con mi primera perrita creí que “educar” era imponer. Con el tiempo aprendí que educar era acompañar. Que en lugar de moldearla a mi gusto, debía aprender su lenguaje, su carácter, su historia. Y al hacerlo descubrí algo: no solo se transformó ella, también me transformé yo.

Esta revolución no sucede en abstracto. Sucede en cada casa, en cada paseo, en cada mirada. Sucede cuando eliges no pegar, cuando eliges esperar, cuando eliges aprender antes de castigar. Sucede cuando te preguntas no “¿qué me da mi perro?” sino “¿qué necesita mi perro?”.

Algunas personas me han preguntado si esto no es “exagerado”. Si no estoy “humanizando” a los animales. Yo creo que no. Lo que estamos haciendo es animalizarnos un poco más nosotros: reconocer que no somos tan distintos, que la vulnerabilidad y la emoción no son exclusivas de la especie humana.

En ese sentido, escribir en Mi Blog personal y en Bienvenido a mi Blog me ha permitido ver cómo mucha gente que antes veía a los animales como un “extra” en su vida ahora los ve como un “centro”. Y cuando eso pasa, cambia también la forma en que se relacionan con otros humanos. Se vuelven más empáticos, más atentos, menos violentos.

Estamos viviendo una revolución hermosa: la revolución multiespecie.
No tiene banderas, ni partidos, ni líderes únicos. Se vive en el día a día, en la decisión de adoptar en vez de comprar, en la paciencia de educar sin violencia, en la alegría de compartir silencios. Es una forma de vida en la que el respeto, la comprensión y el cariño son la base.

Si estás pensando en ampliar tu familia con un nuevo compañero peludo o ya formas parte de esta maravillosa realidad, recuerda que tu vida cambiará para siempre. No será solo más alegre. Será más consciente. Será más humana en el mejor sentido.

Gracias por formar parte de esta bonita revolución peluda. Gracias por leerme, por cuestionarte, por no conformarte con medias verdades y buscar tu propio camino.

Con muchísimo cariño,

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lunes, 29 de septiembre de 2025

Mi perro ladraba sin parar (hasta que entendí esto)



Hay momentos en los que uno se siente al borde del colapso. Yo lo viví con Kira, mi perro. Recuerdo la mirada de los vecinos cuando escuchaban sus ladridos en el pasillo, en el ascensor, en la portería. Recuerdo mi propia frustración tratando de entender qué hacía mal, por qué no podía calmarlo. Crecí en un hogar donde me enseñaron a leer entre líneas, a prestar atención a las señales pequeñas, a las pausas de la vida. Pero con Kira parecía que nada funcionaba. Y fue en ese punto, entre culpa y agotamiento, donde descubrí una verdad que cambió para siempre mi manera de vivir con un animal: los ladridos no eran el problema, eran el síntoma.

Lo comparto porque sé que no soy el único. Muchos de los que me leen en mi blog o en Mensajes Sabatinos han pasado por lo mismo: la sensación de que “el perro no aprende” o “es imposible cambiarlo”. Pero no es así. Y quiero contarte, desde mi experiencia y lo que he investigado después, cuáles son las razones más habituales de los ladridos excesivos y qué puedes hacer para acompañar de verdad a tu perro. No desde la queja ni desde el castigo, sino desde la escucha, la empatía y la comprensión. Es algo que también he aprendido leyendo a otros autores en blogs aliados como Bienvenido a mi Blog y reflexionando sobre la relación entre seres vivos en Amigo de ese Ser Supremo.

Me di cuenta primero del estrés. Kira ladraba porque algo lo desbordaba. No era capricho. No era un acto “contra mí”. Era su manera de liberar tensión. Igual que yo respiro hondo cuando algo me asusta. Igual que tú puedes llorar cuando estás agotada. Así que empecé a observar: ¿cuándo ladraba más?, ¿qué le incomodaba?, ¿qué detonaba esa reacción? Fui creando rutinas más predecibles, menos estímulos estresantes, espacios seguros donde él pudiera retirarse sin presión. Y, como decía un estudio de la Asociación Americana de Veterinarios, el simple hecho de reducir la ansiedad ambiental puede bajar drásticamente los ladridos. Yo lo vi. No fue de un día para otro, pero lo vi.

También descubrí el aburrimiento. Kira pasaba muchas horas solo cuando yo estaba en la universidad o trabajando. Un perro sin suficiente estimulación física y mental se aburre, y el aburrimiento se convierte en ladrido. Fue entonces cuando incorporé juegos de olfato, juguetes interactivos y paseos más largos y tranquilos. De repente, el ladrido dejó de ser su único canal de expresión. Y como confirma la Universidad de Bristol, los perros con rutinas de enriquecimiento ambiental ladran menos y viven más calmados. Esto cambió no solo a Kira, también a mí. Empecé a entender que cuidar no es solo dar alimento y techo; es dar tiempo, presencia y oportunidades para expresarse.

Otro hallazgo fue el refuerzo involuntario. Muchas veces, sin querer, le premiaba justo cuando ladraba. Lo regañaba, lo miraba, lo calmaba. Pero eso era atención, y la atención es un refuerzo poderoso. Aprendí a esperar a que estuviera en silencio para atenderlo. Aprendí a reconocer mis propias reacciones. Sophia Yin, veterinaria especialista en comportamiento, explica cómo evitar reforzar conductas no deseadas es la clave para que dejen de repetirse. Y es verdad. Cambié mis hábitos, y Kira empezó a cambiar los suyos.

Y finalmente, aprendí a no dar nada por sentado con la salud. A veces un cambio en el ladrido es un dolor escondido, un malestar físico. Los perros no te dicen “me duele aquí” con palabras. Te lo dicen con cambios en su comportamiento. Así que si tu perro empieza a ladrar de repente y no es su patrón habitual, lleva al veterinario. Descartar problemas físicos es tan importante como reforzar hábitos. La ASPCA lo menciona: ante cambios bruscos en el comportamiento, la revisión médica es esencial.

Mientras todo esto pasaba, yo también cambiaba por dentro. Empecé a ver a Kira no como un “problema que debía corregir” sino como un compañero que me estaba pidiendo ayuda a su manera. El ladrido dejó de ser ruido y se convirtió en un mensaje. Y cuando cambió mi mirada, cambió nuestra relación. Los ladridos bajaron, la calma volvió y hasta mis vecinos lo notaron. No fue un milagro. Fue empatía, información y constancia.

Esta experiencia me ha hecho pensar mucho en cómo nos relacionamos con los demás. Con los perros, con las personas, con nosotros mismos. Cuántas veces vemos un comportamiento y no nos preguntamos qué hay debajo. Cuántas veces castigamos síntomas en lugar de atender causas. Es algo que también he explorado en Organización Empresarial Todo en Uno.NET, donde hablamos de procesos, hábitos y acompañamiento; porque al final, se trata siempre de aprender a mirar más allá del síntoma.

Sé que este blog se lee desde lugares distintos. Algunos lo leerán como tutores de perros. Otros como padres, madres, o simplemente como personas curiosas por las relaciones entre especies. Mi invitación es la misma: escucha. Observa. No des por sentado. Las soluciones fáciles y los castigos rápidos rara vez funcionan. Lo que transforma es la paciencia, la coherencia y el respeto. Incluso —y sobre todo— cuando hay ladridos.

Cuando pienso en mi vida con Kira, veo cómo ese proceso también me enseñó sobre mí mismo. Me enseñó que no soy “malo” por frustrarme, ni “inútil” por no saberlo todo. Me enseñó que aprender requiere humildad y valentía. Y me enseñó que todos necesitamos un espacio seguro para expresar lo que nos duele. Si hoy tu perro ladra demasiado y sientes que “no puedes más”, te abrazo desde aquí. No es contra ti. Es un mensaje. Y si aprendes a leerlo, se abre una puerta enorme.

Hay un concepto que me gusta repetir: convivir es traducir. Traducir lo que no se dice con palabras. Traducir lo que se expresa en gestos, movimientos, silencios. Con Kira aprendí a traducir ladridos. Con mis amigos y familia aprendo a traducir miradas. Conmigo mismo aprendo a traducir mis emociones. Y esa es, quizá, la tarea más humana de todas.

Cuando me preguntan “¿qué hago con mi perro que ladra mucho?”, ya no doy recetas rápidas. Les cuento esta historia. Les hablo de empatía, de coherencia, de salud, de juego. Porque detrás de cada ladrido hay una historia. Y porque cada tutor tiene la capacidad de transformar esa historia con paciencia y acompañamiento.

No me gusta terminar estos textos como si fueran manuales. Prefiero dejarlos abiertos, como una conversación que sigue. Pero sí quiero decirte algo: si has llegado hasta aquí leyendo, ya estás haciendo algo distinto. Ya estás prestando atención. Ya estás dispuesta a entender, no solo a corregir. Y eso, créeme, es el primer paso hacia el cambio.

Así que la próxima vez que escuches a tu perro ladrar, respira. Pregúntate “¿qué necesita?”. Mira alrededor. Revisa tus rutinas. Consulta con profesionales si hace falta. No estás sola en esto. Todos estamos aprendiendo. Y ese aprendizaje, cuando se comparte, es más ligero.

Y tal vez, como me pasó a mí, descubras que el ladrido de tu perro es también un espejo de tu propia vida: tus ritmos, tus miedos, tus ausencias. Y que al ayudarlo a él, te ayudas a ti misma.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

domingo, 28 de septiembre de 2025

Todas las medias verdades sobre gat@s que te han contado


Hay historias que nos marcan sin darnos cuenta. Recuerdo cuando escuché por primera vez la fábula del león y el ratón. Me la contaron de niño para enseñarme que nadie es menos que nadie, que hasta el más pequeño puede ayudar al más grande. Y sí, es una bonita metáfora. Pero cuando crecí, empecé a convivir con felinos y a mirar el mundo de otro modo. Entendí que muchas veces esas historias son solo eso: historias.

Si has vivido con un gato, sabes que probablemente disfrutaría más jugando con el ratón que liberándolo para una oportunidad en el futuro. Y no por crueldad: porque su lenguaje es otro, su manera de relacionarse es distinta, sus códigos no son los nuestros.

Como en esta historia, hay muchísimas cosas que nos cuentan sobre los gatos —y sobre cómo “deberíamos” convivir con ellos— que en realidad son medias verdades. Y esas medias verdades terminan afectando a las familias multiespecie, haciéndoles tomar decisiones equivocadas.

Cuando empecé a leer Mensajes Sabatinos y otros blogs de reflexión espiritual, noté algo: muchas veces repetimos frases heredadas sin revisarlas. Con los gatos pasa igual. Y cada frase mal entendida puede convertirse en un mito que altera nuestra relación con ellos.

Me gustaría compartirte algunas de las medias verdades más comunes que he visto y cómo las he vivido yo, para que puedas mirarlas con otros ojos.

Una de las más grandes: “Los gatos son indiferentes”. Cuántas veces escuchamos eso. Pero la verdad es que los gatos no son indiferentes: tienen otra forma de demostrar su afecto. Su amor no grita, no salta, no se agita. Se tumba cerca. Te mira despacio. Parpadea lento. Se sienta justo donde tú vas a estar. Ese es el lenguaje de la presencia, no de la indiferencia.

Otra media verdad muy extendida: “Los gatos son traicioneros”. He oído esto desde pequeño. Pero la traición es un concepto humano. Los gatos pueden reaccionar de forma abrupta cuando están asustados o sobreestimulados, pero no planean nada en contra tuya. Sus límites son claros y, si los aprendes a leer, descubrirás que su comportamiento es predecible y honesto.

También está la frase: “Los gatos se encariñan con la casa, no con las personas.” Esto es solo parcialmente cierto. Sí, los gatos son sensibles a su territorio, pero también crean vínculos profundos con las personas. Estudios de la Universidad Estatal de Oregón (2019) muestran que muchos gatos establecen apego seguro con sus humanos, igual que los bebés.

En Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías se habla de cómo la presencia silenciosa también es vínculo, y creo que esa es la clave para entender a un gato. Su vínculo no se construye desde la exigencia ni desde la dependencia, sino desde la constancia y el respeto.

Otra media verdad es “Los gatos son fáciles de cuidar porque son independientes.” Es cierto que son más autosuficientes que un perro, pero no significa que no necesiten atención emocional, estimulación mental o visitas al veterinario. Esa idea de independencia absoluta lleva a muchos a descuidar su salud o su entorno.

Y por último, “Un gato feliz es un gato gordo.” Nada más lejos de la realidad. La obesidad felina es uno de los problemas más graves en hogares modernos. Un gato saludable es activo, curioso y tiene un peso adecuado para su complexión. La gordura no es sinónimo de bienestar, es un signo de alerta.

Todo esto me hace pensar que convivir con gatos es un acto de humildad. No puedes imponer tus reglas ni tus mitos. Tienes que aprender a observar, a escuchar lo invisible, a sostener un vínculo que no se parece al que nos enseñaron.

En Mi Blog Personal he escrito sobre cómo el amor verdadero no es posesión, es acompañamiento. Con los gatos es exactamente eso: acompañar su naturaleza sin intentar moldearla a nuestra conveniencia.

Yo también caí en esas medias verdades. Pensé que Kira (mi gata de la infancia) “sabía cuidarse sola”, que “no necesitaba tanto afecto”. Y con los años entendí que sí lo necesitaba, solo que no lo pedía con palabras. Cuando finalmente empecé a jugar más con ella, a observarla sin celular en la mano, a respetar sus ritmos, nuestra relación cambió.

Aprender a cuidar a un gato es aprender a leer un lenguaje nuevo. Un lenguaje hecho de pausas, silencios, gestos mínimos. Es aprender que, en la convivencia multiespecie, tú no eres el protagonista absoluto, eres un compañero.

Por eso este blog no es solo para cuestionar mitos. Es una invitación a desaprender. A que cada familia con gatos se pregunte: “¿Esto que creo es real o solo es costumbre?” A que busquen información actualizada y empática. A que se den permiso para mirar más allá de las frases heredadas.

En un mundo donde los estímulos son ruidosos y rápidos, un gato nos recuerda la importancia de la lentitud, del respeto, de los vínculos silenciosos. Nos recuerda que no todo se explica: algunas cosas se sienten.

Así que la próxima vez que escuches una “verdad absoluta” sobre los gatos, mírala con cariño y desconfianza. Porque, como con el león y el ratón, hay enseñanzas escondidas en los cuentos, pero también hay realidades que necesitan ser contadas de otra forma.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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