viernes, 12 de septiembre de 2025

Y si cuidar de un gato te salvara del agotamiento



Hay días en los que siento que todo lo que hacemos es dar. Dar tiempo, dar atención, dar energía, dar cariño. Y aunque me gusta cuidar de otros, a veces me descubro tan vacío que me pregunto si no me estoy perdiendo en el intento. Esta historia de Irene —que conocí a través de un relato viral sobre el cuidado y los gatos— me tocó profundamente porque parece hablar de esa línea invisible que separa cuidar de agotarse. La releí varias veces y la sentí cercana. Por eso quiero traerla aquí, para reflexionar juntos desde la juventud, pero con la madurez que da ver a la gente que queremos —abuelas, madres, tías— entregarse hasta quedarse sin fuerzas.

Irene era una mujer dedicada a cuidar personas mayores. Su jornada empezaba temprano y terminaba tarde. Y en medio de esa rutina, algo se le fue apagando: la paciencia, la ternura, incluso el sentido de lo que hacía. Hasta que llegó Curro, el gato de Clara. Irene aceptó cuidarlo casi por inercia, pero ese acto pequeño abrió un espacio que la salvó. No fue magia ni terapia instantánea: fue presencia, silencio, ritual, y también la oportunidad de cuidar a alguien sin la presión de estar siempre “al máximo”.

Cuando leí eso pensé en mi propia generación. Somos jóvenes, pero vivimos agotados. No es solo por el estudio o el trabajo: es por la hiperconexión, por la exigencia constante de estar disponibles, por las comparaciones infinitas. A veces cuidamos sin quererlo: cuidamos de amigos, de proyectos, de redes sociales, de causas. Y nos olvidamos de cuidarnos. Me he dado cuenta de que, para mucha gente de mi edad, adoptar un animal, hacer voluntariado o reconectar con la naturaleza se convierte en una forma silenciosa de terapia. No es que un gato te solucione la vida, pero puede recordarte cómo estar presente.

Hace unos meses escribí en mi blog personal sobre la importancia de los pequeños rituales en medio del caos. Lo enlazo porque veo un hilo común: tanto Irene como yo y muchas personas encontramos alivio en lo cotidiano, en lo sencillo. He visto algo similar en textos de Mensajes Sabatinos donde se habla de la fe puesta en lo ordinario y de cómo en los actos pequeños está la posibilidad de transformarnos. Y también lo leí en Amigo de ese ser supremo, donde se menciona que la espiritualidad no siempre se encuentra en los grandes templos, sino en la presencia silenciosa de un ser que nos acompaña.

Cuidar de Curro fue para Irene como un espejo: le mostró que podía seguir cuidando, pero sin anularse. En lo personal, yo lo veo reflejado en mis propias luchas. En ocasiones me he sentido saturado de compromisos, de expectativas familiares y sociales. Y sin embargo, basta con salir a caminar con mi perro o sentarme a observar el atardecer para que la vida recobre perspectiva. No es escapismo; es reconexión. Es como si estos seres —humanos o animales— nos enseñaran a volver al aquí y al ahora, sin pedirnos nada a cambio.

Lo más fuerte del relato es que Irene no solo recuperó las ganas de cuidar: transformó su trabajo. Hoy cuida gatos cuando sus familias no pueden, pero también se cuida a sí misma. Y eso me hace pensar en la economía del cuidado, tan invisibilizada en países como Colombia. He visto en Organización Todo En Uno artículos sobre cómo las empresas y comunidades pueden sostener redes de cuidado sin explotar a quienes cuidan. Y me pregunto: ¿no deberíamos aplicar esa lógica también en nuestra vida privada? ¿No deberíamos buscar modelos donde cuidar no sea sinónimo de sacrificarse hasta desaparecer?

En mi generación, hay una corriente silenciosa que quiere redefinir el éxito. Ya no es solo “ganar más” o “subir más rápido”. Es también “tener tiempo”, “sentir paz”, “cuidar sin agotarse”. Y ahí entra la importancia de hablar de salud mental. Conozco amigos que han encontrado en los animales una forma de anclaje. También conozco casos donde ese vínculo fue tan fuerte que los ayudó a salir de la depresión o a regular su ansiedad. Hay estudios recientes que muestran cómo interactuar con mascotas disminuye el cortisol y aumenta la oxitocina. Pero más allá de los datos, hay algo simbólico: cuidar de un gato te recuerda que la vida no tiene que ser tan complicada, que basta con estar ahí.

Me gusta pensar que la historia de Irene y Curro es también una metáfora de un cambio social más amplio. Pasar de cuidar por obligación a cuidar por elección, de hacerlo desde el deber al hacerlo desde la presencia. Y eso vale para el trabajo, para la familia, para la pareja. He hablado de esto con mi propia familia: mis padres, mi abuelo, mis tías. Muchos de ellos cargaron con responsabilidades enormes sin tener herramientas emocionales. Nosotros tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de aprender otras formas.

En mis noches de escritura suelo releer textos antiguos en Bienvenido a mi blog, donde se habla de resiliencia y de amor en tiempos difíciles. Me doy cuenta de que, aunque cambien los contextos, la pregunta es la misma: ¿cómo cuidar sin quemarnos? Irene encontró su respuesta en Curro. Otros la encuentran en la meditación, en la música, en la terapia, en la amistad, en la fe. La clave está en no confundir cuidado con autoabandono.

Quizás por eso me gustó tanto esta historia. Porque es sencilla pero radical. Nos recuerda que no necesitamos grandes cambios para transformar nuestro día a día: basta con un acto, un gesto, un compromiso pequeño que nos devuelva a nosotros mismos. Cuidar de un gato puede salvarte del agotamiento, pero solo porque te devuelve la posibilidad de estar presente. Y eso vale más que cualquier receta mágica.

Me gustaría terminar con una reflexión personal: a veces pensamos que ser joven significa poder con todo, y que si estamos agotados es porque no sabemos organizarnos. Pero la verdad es que ser joven hoy también es lidiar con un mundo saturado de estímulos, crisis y urgencias. No está mal aceptar que necesitamos pausas, que necesitamos cuidado, que necesitamos también ser cuidados. Tal vez ese sea uno de los mayores aprendizajes que mi generación pueda aportar al futuro: que cuidar de otros no tiene que significar destruirse en el proceso.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí

Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

jueves, 11 de septiembre de 2025

Lo dejó todo por los gatos



A veces pienso que la vida se mide en elecciones pequeñas que parecen insignificantes, pero que tienen un eco enorme. Como cuando decides no mirar hacia otro lado, aunque sea más cómodo. Esa decisión de detenerte frente a lo que incomoda, frente a lo que duele, es lo que cambia la historia.

Leía la historia de Brigitte Bardot, aquella actriz francesa que podría haberse quedado para siempre en el pedestal de la fama. Tenía todo: belleza, éxito, reconocimiento. Pero un día se cansó de los flashes, de los aplausos y de las sonrisas fingidas. Eligió otra cosa: eligió a los gatos, a los animales olvidados, a los ojos temblorosos que casi nadie quiere ver. Eligió ensuciarse las manos en lugar de mantenerlas impecables para las cámaras.

Y ahí me pregunté: ¿qué haría yo si estuviera en su lugar? Porque a los 21 años no tengo fama mundial ni alfombras rojas, pero sí tengo elecciones todos los días. Elijo si me quedo en la comodidad de lo conocido o si me arriesgo a mirar lo que duele, lo que me reta, lo que me obliga a cambiar.

He visto cómo la gente dice “me encantan los gatos” o “amo a los animales”, pero cuando se trata de acción, de cuidar, de rescatar, de asumir la incomodidad de un compromiso, pocos se atreven. Es más fácil quedarse en la frase bonita, en el gesto superficial. Pero si lo pienso bien, ¿de qué sirve un amor que no se convierte en hechos?

En mi casa aprendí que amar no es sentir bonito, es hacerse responsable. Mi abuelo solía decirme que no se trata de cuánto dices querer, sino de cuánto te levantas cuando nadie te ve para demostrarlo. Y creo que Bardot entendió eso: que la belleza sin propósito se marchita, que el éxito sin impacto se vacía.

Hoy vivimos en un mundo obsesionado con mostrar, con acumular seguidores, con construir una imagen impecable. Pero en el fondo muchos sentimos ese vacío de lo que no tiene raíz. Y me da vueltas la pregunta: ¿qué pasaría si todos eligiéramos incomodarnos un poco más? Si en lugar de solo publicar una foto con un gatito tierno en Instagram, decidiéramos apoyar un refugio, rescatar un animal abandonado o al menos ser coherentes con nuestras palabras.

Sé que no todos vamos a fundar una ONG ni tenemos recursos millonarios. Pero también sé que no hace falta. Basta con un gesto. Con dar de comer a ese gato callejero que merodea tu cuadra, con ser voluntario en una jornada de esterilización, con no mirar hacia otro lado. Es como dice un artículo que encontré en Organización Todo en Uno: cuando la acción se vuelve un hábito, deja de ser un sacrificio y se convierte en parte de tu identidad.

Hay quienes piensan que nada cambia con un solo acto. Pero he visto cómo cambia la vida de un animal cuando alguien decide tenderle la mano. Ese gato que estaba flaco, asustado, con los ojos llenos de miedo, y que ahora duerme tranquilo en un sillón. Ese perro que ya no tiene que rebuscar en la basura porque alguien lo adoptó. Y sí, puede sonar pequeño, pero es ahí donde el mundo empieza a cambiar.

Cuando miro estas historias, me doy cuenta de que en realidad no son solo sobre los animales, son sobre nosotros. Porque elegir el camino incómodo nos transforma también a nosotros. Nos humaniza, nos recuerda que todavía podemos sentir empatía en un mundo que corre el riesgo de volverse frío y automático. Y eso conecta mucho con lo que escribo en mi propio espacio, en mi blog personal, donde hablo de cómo las decisiones simples son las que van moldeando el corazón.

Creo que Bardot giró porque entendió que no se trata de cuánto nos aplauden, sino de a quiénes tocamos con lo que hacemos. Y esa reflexión me golpea fuerte porque, aunque yo no tenga una vida pública como la suya, sí tengo un círculo de decisiones que afectan a alguien: a mis amigos, a mi familia, a los animales que cruzan mi camino, a las personas que leen lo que escribo.

La pregunta es la misma para todos: ¿vamos a quedarnos cómodos, celebrando lo que decimos amar, o vamos a elegir lo incómodo y transformar aunque sea una vida?

Yo no quiero que mis palabras se queden estériles. No quiero que mi amor por los animales o por la gente sea solo discurso. Quiero que cada día, de a poco, se convierta en acciones que incomoden, que me saquen del guion fácil, que me recuerden que vivir con verdad es mucho más que recibir likes.

Y sí, la vida a veces te pide girar. Dejar el foco, como Bardot, y entrar en ese lugar donde nadie quiere ir, pero donde realmente se te necesita. Ahí es donde está el verdadero escenario.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Y si el problema no era la gata… sino yo?



A veces la vida nos lanza señales que parecen pequeñas, insignificantes, pero que en realidad son un espejo en el que se reflejan nuestras propias heridas. La historia de Raquel y aquella gata sin nombre me atravesó de una forma inesperada. Ella, una veterinaria que había aprendido a sobrevivir a fuerza de anestesiar su corazón, se encontró con un animal que no quería comer, que no maullaba, que apenas respiraba como si cada segundo le costara la vida. No era solo una gata enferma: era un alma en duelo.

Y en medio de ese silencio, Raquel se reconoció. Porque también nosotros, los humanos, llevamos duelos invisibles. Duelos que no siempre tienen que ver con la muerte física, sino con esas pérdidas que no sabemos nombrar: la confianza que alguien nos arrebató, el sueño que dejamos morir en un rincón, la inocencia que nunca vuelve.

Yo pienso que a los 21 uno no debería sentirse “gastado”, pero hay días en que la rutina, la presión, la comparación con los demás y las expectativas que parecen nunca cumplirse nos roban la vitalidad. Como si de repente viviéramos como esa gata: presentes de cuerpo, pero ausentes por dentro. ¿No te ha pasado que sonríes, hablas, trabajas, pero en el fondo una parte tuya sigue mirando hacia un rincón vacío que nadie más ve?

Lo curioso es que nos educan para “saber”, para “resolver”, para “diagnosticar” como Raquel en su clínica. Pero pocas veces nos enseñan a sentir. Y sin embargo, es eso lo que más necesitamos. En mi familia he escuchado muchas veces que la vida no se trata solo de ser eficiente, sino de ser capaz de sostener con ternura incluso lo que no entendemos. Y es justo ahí donde el dolor ajeno se conecta con el propio.

Me acuerdo de una conversación que tuve con mi papá —él, que lleva décadas construyendo con disciplina y también con cicatrices— me decía: “El problema no siempre es lo que te pasa, sino lo que dejas de sentir por miedo a romperte.” Y lo comprendí mejor leyendo su propio blog Bienvenido a mi blog, donde escribe sobre la vida como un aprendizaje constante. Porque a veces, lo más humano que podemos hacer es permitir que algo o alguien nos despierte la sensibilidad que habíamos guardado bajo llave.

Esa gata, sin buscarlo, le devolvió a Raquel la capacidad de cuidar de otra forma. No solo con antibióticos y técnicas, sino con presencia, con una mirada que no convierte a alguien en un “expediente” sino en un ser único. Me parece brutal pensar que fue un animal en shock el que le recordó que la medicina más poderosa sigue siendo el corazón. Y creo que lo mismo pasa con nosotros: la vida nos pone frente a “gatos invisibles” que en realidad son reflejos de nuestro propio duelo no resuelto.

En mis días más pesados, he sentido esa tentación de desconectarme. De pasar por alto lo que duele. De decirme: “mañana será otro día” mientras entierro preguntas que merecen ser miradas. Pero cuando leo espacios como Mensajes sabatinos, donde se habla de fe, tiempo y gratitud, recuerdo que ignorar el dolor no lo hace desaparecer, solo lo posterga. Y en cambio, cuando lo reconocemos, puede transformarse en ternura, en fuerza, incluso en propósito.

La reflexión aquí no es solo sobre veterinaria, ni sobre animales, ni siquiera sobre Raquel. Es sobre ti y sobre mí. ¿Qué heridas has preferido no mirar? ¿Qué parte de ti vive anestesiada porque piensas que sentir demasiado te va a destruir? Quizá lo que más nos asusta no es el dolor en sí, sino la posibilidad de descubrir que no estamos tan enteros como aparentamos.

Yo no sé si la gata de Raquel sanó del todo. Quizá nunca lo hizo. Pero sí sé que Raquel sanó un pedazo de sí misma al reconocer que cuidar no es solo aplicar un tratamiento, sino también atreverse a sentir lo que duele. Y me pregunto: ¿qué pasaría si nosotros también nos atreviéramos a hacer lo mismo con nuestras propias historias?

Quizá la próxima vez que veas a alguien callado, ausente, o incluso a ti mismo en el espejo con la mirada perdida, recuerdes esto: hay duelos que no se ven, pero que necesitan compañía. No soluciones rápidas, no frases hechas. Solo alguien que se quede cerca, aunque sea en silencio.

Y ahí está la paradoja más hermosa: cuando acompañamos de verdad a otro ser vivo, sin quererlo, nos estamos acompañando también a nosotros mismos. Porque en el fondo, todos somos esa gata alguna vez. Y todos necesitamos ser Raquel también.

 ¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

martes, 9 de septiembre de 2025

Amar a los gatos no es solo un post en Instagram


Hay algo curioso en cómo n


os relacionamos con los gatos. Hoy en día basta abrir Instagram o TikTok para encontrarnos con millones de videos de maullidos tiernos, saltos inesperados y miradas profundas que parecen esconder un misterio. Decimos “me encantan los gatos” mientras compartimos memes y selfies con ellos, como si la conexión estuviera reducida a un par de likes y corazones en la pantalla. Y no está mal: es parte de esta era digital en la que la ternura se consume como cualquier otro contenido.

Pero, ¿qué pasa cuando un gato realmente nos necesita? ¿Qué ocurre cuando detrás de la foto viene la enfermedad, el abandono, la mudanza o la soledad de un animal que depende de ti? Ahí, el “me encantan los gatos” no alcanza. Ahí empieza la diferencia entre lo que parece amor y lo que de verdad lo es.

Me llamó la atención descubrir que alguien como Julia Roberts —sí, la estrella de cine, la sonrisa icónica de los noventa— hace ese trabajo silencioso. No la ves publicando largas declaraciones sobre cuánto adora a los animales. No busca un aplauso. Ella ayuda. Adopta gatos rescatados, apoya refugios, destina tiempo y recursos. Y lo hace sin convertirlo en espectáculo. Quizás esa sea la mayor lección: que el verdadero amor se demuestra en silencio, en actos pequeños y constantes, y no necesariamente en un post que se vuelve viral.

Pensando en esto me di cuenta de algo que atraviesa no solo el cuidado de los animales, sino también nuestra forma de vivir: el amor real implica estar. Estar cuando duele, cuando incomoda, cuando no es “instagrameable”. Esa reflexión me conecta con las charlas que he leído en Mensajes Sabatinos, donde la espiritualidad se traduce en acciones simples y cotidianas que nos recuerdan que la fe, al igual que el amor, se sostiene en hechos más que en palabras.

Yo crecí escuchando historias en mi familia sobre la importancia de respetar la vida en todas sus formas. De niño, recuerdo a mi papá insistiendo en que cada ser, incluso los más pequeños, tenía un propósito en este mundo. En ese entonces lo veía como una enseñanza lejana, casi romántica. Hoy, a mis 21 años, lo entiendo como una responsabilidad real. No basta con admirar lo bello: hay que comprometerse con lo frágil, con lo que necesita cuidado.

Y aquí es donde me cuestiono: ¿de qué sirve decir que amamos a los gatos —o a cualquier ser— si no somos capaces de agacharnos a recogerlos cuando tiemblan de miedo? El amor no es solo un estado emocional, es una práctica. Una decisión diaria. Y en esa práctica no necesitas ser famoso ni millonario. No necesitas tener una fundación con tu nombre ni donar millones de dólares. Basta con dar un primer paso: alimentar, acompañar, escuchar, abrir tu casa aunque sea por una noche de frío.

Me pasa lo mismo con la forma en que usamos las redes. ¿Cuántas veces compartimos mensajes de conciencia, frases inspiradoras, causas que nos parecen nobles… pero no damos un paso más allá? En el fondo, ese activismo de sofá nos da la ilusión de estar involucrados sin ensuciarnos las manos. Pero al igual que con los gatos, el cambio no sucede con el like. Sucede cuando bajamos al suelo.

La buena noticia es que no se trata de hacer todo. Nadie puede salvar a todos los gatos, ni cambiar todas las injusticias del mundo. Pero sí podemos marcar la diferencia en una esquina de la realidad. A veces es tan simple como convertirnos en compañía para el gato de un vecino cuando se ausenta, o apoyar el refugio más cercano con lo poco que tenemos. Y si lo llevamos a otros terrenos, también puede ser escuchar a un amigo en silencio cuando no sabe cómo seguir, o acompañar a alguien mayor que se siente olvidado.

Al escribir esto, pienso en lo que alguna vez publiqué en mi blog personal. Hablar de gatos es también hablar de nosotros. Somos una generación que tiene la oportunidad de elegir: quedarnos en la superficie o sumergirnos en la profundidad de lo que significa cuidar. La espiritualidad, la tecnología, la sociedad… todo converge en una misma pregunta: ¿estamos dispuestos a estar ahí cuando realmente hace falta?

La actriz de Hollywood nos mostró que se puede ayudar en silencio. Pero lo más poderoso es que tú y yo también podemos hacerlo desde donde estamos. No hace falta tener reflectores encima. Basta con actuar. Con dejar de repetir “me encantan los gatos” y empezar a demostrarlo en esos momentos en los que nadie nos está mirando.

Y quizá, al final, los gatos nos enseñan una lección más grande de lo que creemos: ellos no te aplauden, no te dan likes, no te premian con discursos. Solo confían, solo descansan en ti. Y esa confianza silenciosa es el mejor reconocimiento que alguien puede recibir.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.

✒️ Firma auténtica
— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

lunes, 8 de septiembre de 2025

Para qué adoptar un gato que no te quiere ver?



Hay decisiones en la vida que parecen ilógicas cuando se miran desde afuera. Adoptar un gato que no te quiere ver es una de ellas. La mayoría de personas esperan amor inmediato, fotos tiernas para Instagram, una compañía disponible en todo momento. Pero, ¿qué pasa cuando el gato no responde a esas expectativas? ¿Qué pasa cuando, en lugar de correr hacia ti, se esconde debajo de un mueble y apenas se atreve a existir en tu presencia?

He pensado mucho en esto, porque la historia de Laia y su gata Nina se parece, en realidad, a muchas de nuestras propias historias humanas. Adoptar a Nina fue un acto de amor que parecía fracasar desde el inicio: ella huía, se escondía, evitaba cualquier contacto. Laia llegó a preguntarse si no le había cambiado simplemente una jaula por otra. Y esa pregunta, que parece tan doméstica, en realidad refleja algo más grande: ¿qué significa convivir con lo distinto, con lo frágil, con lo que no está listo para abrirse?

Yo mismo he sentido esa contradicción en la vida. He conocido personas que, como Nina, viven escondidas en su propio dolor, en sus propios silencios, y uno se pregunta si realmente se puede llegar a ellas. Pero el tiempo me ha mostrado que la ternura no siempre es inmediata; a veces es resistencia, paciencia, un acto de quedarse, como hizo Laia. Ella decidió no rendirse. No exigir. Simplemente estar. Ese gesto de presencia silenciosa cambió todo. Y un día, sin previo aviso, Nina salió de la sombra y se acurrucó a su lado. No porque le hubieran insistido, sino porque sintió que, por fin, era seguro hacerlo.

En una sociedad obsesionada con la rapidez, los resultados y la gratificación instantánea, esta historia me recuerda que lo más valioso de los vínculos no siempre es visible al inicio. Queremos que los afectos sean claros, las respuestas inmediatas y las recompensas palpables. Pero lo humano (y lo animal, al final somos parte de la misma vida) se teje de procesos lentos, de confianzas que nacen en silencio. Como escribí alguna vez en mi propio blog, la vida no es un espectáculo para los demás: es un proceso íntimo donde a veces las respuestas llegan tarde, pero llegan con una fuerza transformadora.

Quizás por eso me conmueve tanto la decisión de Laia de quedarse. De no juzgar a Nina por no ser “el gato de Instagram”, sino de aceptar que el vínculo tendría otro ritmo, otra forma. Es lo mismo que pasa en las relaciones humanas cuando dejamos de comparar a las personas con lo que deberían ser y las acompañamos en lo que realmente son. ¿No es acaso lo mismo en nuestras familias, en nuestras amistades, incluso en nuestros espacios de trabajo? Muchas veces exigimos amor, productividad o cercanía en tiempos que no son los del otro. Y terminamos generando más distancia que encuentro.

Recuerdo que en Mensajes Sabatinos encontré una frase que me marcó: “El amor no siempre es ruidoso; a veces es simplemente la capacidad de permanecer en silencio sin huir”. Ese pensamiento me llevó a reflexionar sobre cuántas veces me he sentido como Nina: encerrado en mis propias sombras, con miedo a salir. Y cuántas veces alguien se quedó ahí, sin presionarme, hasta que me sentí listo para volver a confiar.

Adoptar un gato que no te quiere ver no es una contradicción: es un recordatorio de que no todo amor se construye de inmediato. Que a veces lo más grande se gesta en lo pequeño, en la paciencia de sentarse al lado de un armario a leer en voz baja, esperando a que el otro sienta que puede acercarse. En ese acto, hay más amor del que creemos: es un amor sin condiciones, que no pide ser visto para existir.

Laia entendió que acompañar no era forzar, sino abrir espacio. Y yo creo que eso mismo necesitamos en nuestra vida social: abrir espacios de confianza para quienes han aprendido a esconderse. No todos los vínculos son instantáneos, pero todos tienen la posibilidad de florecer si existe respeto.

En un mundo que corre demasiado, tal vez lo más revolucionario sea aprender a esperar. A no rendirse. A no dar por fracasado lo que simplemente aún no está listo para mostrarse. Porque, como en el caso de Nina, un día cualquiera, sin avisar, la vida nos sorprende y nos muestra que sí valía la pena quedarse.

Al final, ¿para qué adoptar un gato que no te quiere ver?
Tal vez para recordarte que el amor no siempre llega cuando tú quieres, sino cuando el otro puede.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí

✒️ — Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

domingo, 7 de septiembre de 2025

Y si un gato callejero te salvara de la depresión?


Hay historias que parecen pequeñas, insignificantes, casi invisibles a los ojos del mundo, pero que en realidad son capaces de cambiar una vida entera. No hablamos de viajes espectaculares, de conquistas épicas ni de esas metas que todos celebran en redes sociales, sino de algo más silencioso, más íntimo y, quizá, más verdadero: un encuentro inesperado con un ser que no habla tu idioma, pero que logra tocar tu alma.

Clara estaba perdida. No en el sentido literal de no saber dónde estaba, sino en el otro, el más duro: no reconocerse a sí misma. Tras su separación, los días se habían vuelto grises, como si cada amanecer no trajera luz sino más peso. Se levantaba tarde, apenas comía, y pasaba horas mirando el celular sin retener nada. El mundo giraba, pero ella estaba quieta. Y lo más doloroso no era la soledad, sino esa sensación de apagarse poco a poco, como una vela que se consume sin hacer ruido.

Y entonces ocurrió. Una noche cualquiera, de regreso del supermercado, vio al borde de un portal a un gato callejero. Temblaba, cojeaba, y tenía una costra en el ojo. Sus miradas se cruzaron: dos seres heridos, dos soledades enfrentadas. Clara pudo seguir de largo, como todos hacemos tantas veces cuando sentimos que no tenemos fuerzas ni para cargar con nosotros mismos. Pero no lo hizo.

Lo recogió, le preparó un espacio con lo que tenía, y al día siguiente lo llevó al veterinario. Esa misma noche durmió profundamente, algo que no lograba hacía semanas. Y lo entendió: al cuidar a ese gato, estaba recordando la parte de sí misma que sabía cuidar, sostener y dar calor. Ese gesto pequeño fue su punto de inflexión.

Yo leo esta historia y pienso en la cantidad de veces que creemos que la salvación tiene que llegar con trompetas, con terapia cara o con un viaje al otro lado del mundo. Y sí, todo eso puede ayudar. Pero, ¿qué pasa cuando la vida nos rescata a través de algo tan cotidiano como un gato en la calle? ¿Cuántas veces habremos pasado de largo frente a lo que pudo ser nuestro propio “Duende”?

Hay algo muy humano en ese cruce de caminos. En mi vida, más de una vez he sentido que me sostenían cosas simples: un abrazo inesperado, un café con alguien que me escuchó sin juzgar, o incluso una palabra escrita en los blogs que hacen parte de mi historia familiar. En Bienvenido a mi blog, por ejemplo, he leído reflexiones que me recuerdan que las crisis, aunque parecen finales, a menudo son comienzos disfrazados. Y en Mensajes Sabatinos, he encontrado frases que parecen pequeñas oraciones sembradas en la rutina, pero que hacen eco en el alma.

Clara no resucitó por un milagro ruidoso, sino porque recordó algo vital: somos seres de cuidado. Nos construimos en el acto de dar y recibir. Ese gato, al exigirle atención y ternura, le devolvió la capacidad de sentir que su vida aún tenía valor.

Me pongo a pensar en cómo esto conecta con lo que vivimos en sociedad. Nos hemos acostumbrado a encerrarnos en pantallas, a decir “no puedo” o “no tengo tiempo”, mientras la depresión crece como una sombra silenciosa en muchos jóvenes. Lo irónico es que, muchas veces, la respuesta está en algo tan concreto como hacernos responsables de otro ser vivo, sea un gato, una planta o un amigo que necesita hablar.

Lo pienso también desde lo espiritual. En Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, siempre se recuerda que las señales de lo divino no llegan envueltas en espectáculos, sino en lo sencillo. ¿Y qué más sencillo que un gato callejero? A veces la vida —o Dios, o el universo, como quieras llamarlo— se manifiesta así: en lo vulnerable, en lo que te obliga a salir de ti mismo para volver a sentirte humano.

Pero no es solo espiritualidad. También es un recordatorio de cómo funciona la mente. En psicología se habla de cómo el vínculo y la responsabilidad hacia otro ser despiertan neurotransmisores que sacan al cerebro del bucle de tristeza. No es magia, es biología: el simple hecho de cuidar activa la oxitocina y la dopamina, devolviéndonos la motivación. Esa conexión entre ciencia y vida cotidiana es algo que también exploro en mi propio espacio: mi blog personal, donde me gusta mezclar la reflexión con lo que vivimos día a día como jóvenes en este tiempo de incertidumbre y sobreinformación.

Lo que me queda de la historia de Clara y su gato es que nadie se salva solo, pero tampoco siempre necesitamos a alguien “grande” que nos rescate. A veces basta un maullido, un gesto, una oportunidad de salir del ensimismamiento. No hay que romantizar el dolor ni decir que las mascotas reemplazan la terapia, pero sí reconocer que pueden ser puertas hacia la sanación.

Yo mismo he sentido que los momentos de oscuridad se alivian cuando algo me obliga a ver hacia afuera: un proyecto compartido, un texto escrito para alguien más, o incluso la disciplina de darle continuidad a lo que uno ama, como se hace en Organización Todo En Uno, donde se reflexiona sobre cómo la constancia construye futuro.

Hoy pienso en Clara y en su Duende como una metáfora para cualquiera de nosotros. Tal vez la pregunta no es si un gato puede salvarte de la depresión, sino si estás dispuesto a abrirte cuando la vida te pone enfrente algo —o alguien— que te recuerda que aún eres capaz de cuidar, y que todavía hay algo dentro de ti que vale la pena despertar.

Y si la próxima vez que la vida te deje un Duende en el camino, decides no seguir de largo, quizá descubras que no estabas tan perdido como pensabas.


Agendamiento: Whatsapp +57 310 450 7737

Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo

Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo

Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos

Grupo de WhatsApp:    Unete a nuestro Grupo

Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal  

Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo

👉 “¿Quieres más tips como este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.


sábado, 6 de septiembre de 2025

Cuidar a un gato es cuidar una parte de ti que el mundo no ve



Hay cosas en la vida que parecen simples hasta que decides detenerte y mirarlas de cerca. A mí me pasó con los gatos. Podría decir que me gustan porque son tiernos, porque acompañan en el silencio o porque tienen esa independencia que a veces envidio, pero en realidad descubrí que cada vez que cuido a un gato estoy cuidando una parte mía que rara vez muestro. Esa que se toma en serio los silencios, que se emociona con un parpadeo lento, que entiende que no todo lo que vale la pena se puede explicar con palabras.

No exagero cuando digo que un ronroneo me ha devuelto la paz en momentos donde parecía que todo estaba perdido. Hay días en los que uno siente que el mundo va demasiado rápido, que lo que esperan de ti es que seas productivo, fuerte, “suficientemente adulto” para cargar responsabilidades que pesan más de lo que parece. En esos días, un gato que se tumba a tu lado sin pedir nada se vuelve un recordatorio brutal: puedes detenerte, puedes respirar distinto, puedes simplemente existir sin rendir cuentas.

Doris Lessing escribió: “Vivir con un gato es convivir con otra conciencia.” Y esa frase me persigue porque siento que es verdad. Los gatos no están ahí para cumplir nuestras expectativas, no son “mascotas decorativas”, son conciencias paralelas que caminan junto a la tuya. Te enseñan a mirar con detalle, a valorar lo sutil, a amar sin exigir que el otro sea distinto. Y en una sociedad donde pareciera que todo el tiempo hay que demostrar algo, ese tipo de amor libre de condiciones se siente como un oasis.

Cuando alguien me pregunta por qué los cuido con tanto respeto, yo siempre pienso que no es solo por ellos, sino por lo que representan. Porque si soy capaz de atender las necesidades de un ser que no me habla en mi idioma, pero que sí me comunica emociones, entonces también soy capaz de atender la parte mía que tampoco grita, pero que necesita ternura y calma. Y ahí es cuando entiendo que cuidar a un gato es, de verdad, cuidarme a mí mismo.

Lo curioso es que esta sensibilidad no siempre es bien vista. Crecí escuchando que ser “demasiado sensible” era una debilidad, que había que endurecerse para sobrevivir, que el mundo no perdona. Pero cuando miro a un gato confiadamente durmiendo a mi lado, siento que esa sensibilidad que tanto escondemos es lo mejor que tenemos. Es la que nos conecta, la que nos hace humanos, la que nos devuelve la capacidad de amar sin miedo.

Hace poco escribí en mi propio blog sobre lo fácil que es perder de vista lo esencial cuando nos dejamos arrastrar por las exigencias externas. Y creo que los gatos nos salvan de eso. Ellos no esperan que seas perfecto, solo que seas real. Tal vez por eso muchas veces pienso que cuidarlos es un entrenamiento para la vida: escuchar más, juzgar menos, dar espacio, respetar el ritmo del otro.

También es cierto que cuidar no es solo acariciar y dar comida. Es hacerlo bien. Con conocimiento, con criterio, con respeto. Entender sus necesidades, reconocer que no son “juguetes” sino seres con personalidad propia. Cuando alguien me pide cuidar a su gato, siento la responsabilidad de entrar en un hogar ajeno no solo para atender a un animal, sino para proteger ese pedazo invisible del dueño que confió en mí. Porque sí, cuando compartes tu vida con un gato, una parte de ti también está en juego: tu vulnerabilidad, tu capacidad de confiar, tu manera de amar.

Y quizás lo más transformador es reconocer que ese cuidado funciona en doble vía. Ellos también nos cuidan. Nos cuidan de la prisa, de la dureza, de la desconexión con lo simple. Nos recuerdan que el silencio no es vacío, que mirar despacio no es perder el tiempo, que la ternura es un poder que no necesita explicación.

Por eso, cuando hablo de cuidar gatos, en realidad hablo de cuidar a esa parte nuestra que no siempre mostramos, la que el mundo no ve pero que sostiene lo que somos. Porque al final, lo invisible también necesita cuidado. Y a veces un ronroneo puede sanar más que mil palabras.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

📲 WhatsApp directo: +57 310 450 7737
📘 Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
🐦 Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
💬 Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros grupos
📢 Canal de Telegram: Únete aquí

✒️ Firma auténtica
— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”