sábado, 8 de noviembre de 2025

Tres tipos de familias con perros… y lo que dicen de nosotros



Hay temas que parecen simples hasta que los miras de cerca. Un perro, por ejemplo. Lo ves feliz en el parque o acostado en la sala de alguien, y parece solo eso: un perro. Pero cuando te detienes a observar las dinámicas que lo rodean, descubres algo mucho más profundo: el perro no solo revela cómo somos con los animales, sino también cómo nos relacionamos con el amor, la compañía y la vida misma.

Lo he notado desde hace años. Hay tres tipos de familias con perros, y aunque parezca una observación cotidiana, dice mucho sobre lo que somos y sobre lo que estamos buscando.

El primer tipo es el más emocional.
Son esas personas que miran a su perro como a un espejo del alma. Dicen frases como: “él me entiende mejor que nadie” o “sabe cuándo estoy triste”. No lo ven como una mascota, sino como un compañero emocional. A veces, incluso, como el único ser que no los juzga ni los abandona.
Y, sinceramente, los entiendo. Vivimos en una época donde la gente te escucha más por obligación que por empatía, donde el ruido de lo digital dejó poco espacio para las pausas reales. Así que no es raro que un perro se convierta en el refugio emocional más honesto que alguien tiene. En ellos no hay máscaras, ni etiquetas, ni algoritmos que decidan si mereces atención.

El segundo tipo de familia es la que integra al perro como parte de su tribu.
El perro está en las fotos familiares, en los viajes, en los planes de domingo y hasta en las decisiones de pareja. No es solo compañía: es un miembro más del equipo. En este grupo hay un tipo de amor más compartido, más social. Les encanta que su perro salude a todos, que sea parte de los cumpleaños, que tenga su propio plato o su cama personalizada.
Pero detrás de esa alegría hay algo que me parece hermoso: la necesidad humana de crear lazos, de construir familia en todas sus formas, incluso con seres que no hablan como nosotros, pero que sienten igual o más. Y cuando esas familias hablan de su perro, no dicen “mi mascota”, dicen “mi hijo”. Es como si el amor hubiera trascendido las fronteras de especie.

El tercer tipo, en cambio, ve al perro como una responsabilidad.
Son prácticos, organizados. Lo alimentan bien, lo sacan a pasear a las horas correctas, lo llevan al veterinario y siguen un calendario de vacunas impecable. No hay tanta efusividad, pero hay compromiso.
Y aunque a veces parecen los más fríos, en realidad son los que sostienen la estructura invisible del amor responsable. Porque amar no siempre se trata de abrazar: a veces se trata de cuidar. De ser constante, de estar incluso cuando no hay tiempo o ganas.
Ese tipo de amor —el que se demuestra con hechos más que con palabras— es el que sostiene muchas cosas que no se ven.

Si lo piensas bien, todos nos movemos entre estos tres tipos de vínculos.
Con personas, con proyectos, con nosotros mismos. Hay días en los que necesitamos sentir que alguien nos entiende sin hablar (primer tipo). Otros en los que queremos compartir y construir con otros (segundo tipo). Y también hay momentos donde amar se traduce en responsabilidad, en disciplina, en no rendirse (tercer tipo).

Entonces, ¿qué tiene que ver esto con los perros?
Todo. Porque ellos no son solo animales que acompañan: son espejos que reflejan cómo amamos, cómo cuidamos, y qué tipo de conexión buscamos.

He visto a familias discutir más por el perro que por cualquier otra cosa.
No porque el perro sea el problema, sino porque, sin darse cuenta, en él proyectan lo que no logran decir entre ellos. Quien se siente solo busca refugio emocional; quien necesita compartir, busca compañía; quien teme perder el control, busca orden.
El perro, sin quererlo, se convierte en el hilo invisible que une (o revela) la verdad de un hogar.

Y tal vez por eso me parece tan simbólico que el perro sea el “mejor amigo del hombre”. No solo porque es leal, sino porque tiene la capacidad de acompañarte sin pretender cambiarte. Te ve tal como eres. No te exige ser perfecto. Solo te pide presencia.

En estos tiempos en los que todo se mide —las horas, los likes, los logros—, un perro te recuerda lo que no se cuantifica: la autenticidad. No puedes fingir estar bien con un perro, porque él lo siente. No puedes engañar su energía. Y en cierto modo, tampoco puedes huir de ti mismo cuando lo miras a los ojos.

Yo creo que, en el fondo, eso es lo que todos buscamos: alguien o algo que nos mire y nos reconozca sin etiquetas. Que no nos mida por productividad, por estética o por éxito. Que simplemente esté.

Y si llevamos esa idea más allá, podríamos aprender mucho sobre la forma en que tratamos a los demás.
Porque si a veces fallamos en entendernos entre humanos, tal vez sea porque olvidamos esa simplicidad.
El perro no te escucha para responder, sino para acompañarte. No te juzga, solo te siente. Y cuando tú te abres con él, no lo haces esperando una respuesta, sino buscando paz.
¿No sería hermoso si aplicáramos eso también en nuestras relaciones humanas?

Hace poco escribí algo parecido en Amigo de ese ser supremo, sobre cómo la conexión con los seres que amamos —humanos o no— puede ser un camino hacia algo más grande que nosotros. No es religión, es conciencia. Es entender que todo vínculo auténtico tiene algo de divino: el perro que te espera todos los días, la persona que te escucha sin interrupciones, el silencio que compartes con alguien sin sentirte incómodo. Todo eso también es espiritualidad.

Y sí, hay días en los que la vida humana parece demasiado ruidosa.
Pero luego ves a un perro durmiendo tranquilo a tus pies, y recuerdas que la calma no se busca, se crea.
Que el amor no se dice, se demuestra.
Y que los vínculos más puros no necesitan palabras.

Quizás por eso, cuando una familia adopta un perro, también está adoptando un reflejo de sí misma.
El perro se vuelve parte de su historia, de su ritmo, de su energía.
Y en ese intercambio silencioso, cada quien aprende algo:
el emocional aprende a confiar,
el familiar aprende a compartir,
el práctico aprende a sentir.

No importa cuál sea el tipo de familia: mientras haya respeto, cuidado y amor real, el perro será feliz.
Y nosotros también.

Porque, en el fondo, todos necesitamos un poco de esa mirada sincera que te dice sin palabras: “Estoy aquí. Y eso basta.”

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viernes, 7 de noviembre de 2025

Te has dado cuenta de lo que está cambiando?



Hay algo que está pasando frente a nosotros y, aunque parece sutil, está redefiniendo lo que somos como sociedad: estamos dejando de ver a los animales como simples “mascotas” y empezamos a reconocerlos como familia.

Sí, familia. No solo porque compartimos techo o comida, sino porque compartimos vínculos, emociones y silencios. Porque nos enseñan a sentir de otra manera.

Cuando escuché hablar por primera vez de la Ley de Bienestar Animal en España, pensé que era un paso lógico. Pero mientras más leía, más entendía que no era solo una ley: era un espejo. Un reflejo de cómo estamos cambiando internamente. En Colombia y en muchos países de Latinoamérica está ocurriendo lo mismo: México, Chile y otros gobiernos comienzan a reconocer oficialmente que los animales son seres sintientes, no cosas, no propiedades, sino compañeros de vida.

Y no se trata solo de derechos legales o castigos por maltrato. Se trata de entender que estamos evolucionando hacia una familia multiespecie, donde el amor no se mide por ADN, sino por conexión.

La nueva sensibilidad que estamos aprendiendo

He notado —y seguro tú también— que cada vez más familias se presentan diciendo: “somos tres, mi pareja, mi hija y mi perrita”. Nadie se ríe, nadie lo cuestiona. Es algo natural.

Esa naturalidad muestra un cambio profundo: empezamos a reconocer que los vínculos emocionales no dependen de la especie. Que hay afectos que cruzan los límites biológicos.

A veces pienso que los animales están logrando algo que nosotros mismos habíamos olvidado: volver a sentir sin condiciones. Ellos no juzgan, no cargan resentimientos, no te piden que cambies, solo te acompañan.

Y quizás por eso muchas personas encuentran en ellos un tipo de amor que el mundo humano ha hecho cada vez más escaso: ese que no espera nada a cambio.

Cuando el perro se convierte en espejo de la familia

Detrás de cada historia con un perro hay mucho más que ladridos y paseos. Hay una historia emocional que, si se mira de cerca, habla también de nosotros.

He visto familias que adoptan un cachorro buscando compañía, y con el tiempo descubren que lo que realmente estaban buscando era curarse de una ausencia, sanar un duelo, o simplemente tener un motivo para levantarse cada día.

En otros casos, el comportamiento del perro refleja las tensiones internas del hogar: si hay ansiedad, el perro la siente; si hay gritos, el perro se esconde; si hay calma, el perro confía.

Por eso me parece tan potente esta nueva mirada profesional que empieza a surgir: ya no se trata solo de “adiestrar” o “corregir”, sino de acompañar vínculos emocionales.
Lo vi hace poco en un artículo en Organización Empresarial Todo En Uno, donde hablaban sobre cómo las empresas del futuro no se limitarán a ofrecer servicios, sino experiencias basadas en comprensión humana. Creo que esta transformación social hacia la familia multiespecie va por ese mismo camino: entender para servir mejor, conectar para crecer juntos.

Una oportunidad para crecer diferente

Muchos dirán que esto no es más que una moda. Pero las modas no transforman estructuras tan profundas como el concepto de familia.

Estamos ante una oportunidad colectiva de repensar cómo vivimos con los demás seres del planeta. De pasar de la posesión a la convivencia, del control a la cooperación.

Y sí, también hay oportunidades profesionales. Los veterinarios, adiestradores, psicólogos animales y terapeutas familiares que entiendan esta nueva realidad estarán liderando un cambio de paradigma.
El conocimiento técnico ya no será suficiente. Se necesitará empatía, escucha y una visión sistémica que reconozca que un problema con el perro rara vez es solo del perro.

Una lección silenciosa sobre lo humano

A veces me pregunto: ¿qué pasaría si los humanos aprendiéramos a mirarnos con los ojos con los que un perro nos mira?
Tal vez la sociedad entera sanaría un poco. Tal vez aprenderíamos a comunicarnos sin ruido, a confiar sin exigir tanto, a cuidar sin pedir permiso.

En un mundo tan lleno de prisa, de comparaciones y de redes sociales que nos miden por “me gusta”, ellos son un recordatorio de lo esencial: estar presentes.
No necesitan filtros ni validación. Simplemente existen. Y eso, en tiempos tan artificiales, es revolucionario.

Lo que está cambiando no es el mundo, somos nosotros

Quizás este movimiento hacia las familias multiespecie sea solo la superficie de algo más grande: una transformación de conciencia.
Estamos empezando a entender que la vida no es jerárquica, sino interdependiente. Que cuidar de otro ser —sea humano, animal o incluso una planta— es también una forma de cuidarnos a nosotros mismos.

En uno de los textos de Amigo de ese Ser Supremo, leí una frase que me marcó:

“El amor no distingue formas; solo reconoce la vibración de quien siente.”

Eso me hizo pensar que quizá el cambio no viene de las leyes, sino del corazón. De esa pequeña decisión diaria de mirar con respeto a quienes comparten este planeta con nosotros.

No es una tendencia, es evolución

Cada generación redefine lo que significa “familia”.
La nuestra —la de quienes nacimos con internet y crecimos viendo el mundo transformarse cada cinco años— tiene la oportunidad de expandir el concepto más allá del humano.

No se trata de poner a los animales por encima de las personas, sino de recordar que todos compartimos el mismo hogar.
La Tierra no es un zoológico ni una fábrica de recursos. Es una casa viva que respira con nosotros.

Quizá lo más revolucionario que podamos hacer como especie no sea conquistar Marte, sino reaprender a convivir con lo que ya existe aquí.

Lo que viene

Los próximos años traerán más leyes, sí, pero también más conciencia.
Los hogares serán más empáticos. Los niños crecerán entendiendo que la vida se respeta, no se utiliza. Los profesionales de todas las áreas aprenderán que su labor tiene sentido solo si mejora el bienestar común.

Y quienes sigan creyendo que “el perro es solo un perro”, tal vez descubran un día que ese perro fue su mayor maestro.
Porque el cambio real no se impone. Se contagia, como el cariño cuando es sincero.

¿Te has dado cuenta de lo que está cambiando?

No son solo las leyes, ni los mercados. Somos nosotros, aprendiendo a amar distinto.

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jueves, 6 de noviembre de 2025

Deja de luchar contra la humanización



Durante años nos han enseñado a desconfiar de lo humano que hay en nosotros. A contener los impulsos de ternura, a controlar el cariño como si sentir fuera una debilidad. Nos repiten que no debemos “humanizar” a los animales, que no debemos llorar por quienes “solo eran una mascota”, que no podemos confiar tanto en las personas, que el corazón se usa con cautela. Pero entre más lo pienso, más claro tengo que el error no está en humanizar… sino en olvidar qué significa ser humano.

Una vez escuché a una educadora canina decir que las familias no deberían hablarle con dulzura a sus perros, que no debían tratarlos como hijos, que eso “desconfiguraba” la relación. Y me hizo pensar en algo más grande: ¿por qué sentimos vergüenza de conectar con lo que nos hace sentir? Tal vez el problema no sea la humanización, sino el modo en que la hemos reducido a un estereotipo: una emoción mal entendida, una proyección mal usada, una sensibilidad que el mundo moderno no sabe gestionar.

Humanizar no es convertir a otro ser en humano. Es reconocer en él lo que nos recuerda que lo somos.

Cuando una familia cree que su perro se “venga” por quedarse solo en casa, lo que hay detrás no es una confusión conductual, sino una forma de expresar su propia empatía. Están traduciendo lo que ven con las únicas herramientas emocionales que conocen: las suyas. En vez de corregirlos, podríamos canalizar esa emoción. Como decía la profesional en el texto original, no se trata de negar la humanización, sino de entender que sin ella no existiría la relación misma entre humanos y animales.

Esa frase me golpeó fuerte: “Sin humanización, no existirían las familias con perros”. Porque al final, lo que nos unió hace miles de años a los animales fue esa misma capacidad de proyectar afecto, de imaginar que el otro también siente, también espera, también teme. Lo que algunos llaman error cognitivo fue, en realidad, la base de nuestra convivencia.

Y si lo piensas, pasa lo mismo entre nosotros. Vivimos en una sociedad que pretende corregir las emociones como si fueran errores de fábrica. “No llores”, “no exageres”, “no te apegues tanto”, “no sientas tanto”. Pero cuando anestesiamos lo humano, también se apaga lo que nos permite conectar, sanar, y crear vínculos verdaderos.

A veces pienso que luchamos contra la humanización porque tememos a lo que revela de nosotros.

Nos da miedo admitir que sentimos más de lo que mostramos. Que hay días en los que necesitamos hablar con alguien, aunque sea un perro. Que nos duele ver sufrir a otro ser, incluso si no puede hablar. Nos da miedo porque eso rompe la coraza del autocontrol, la falsa idea de que sentir nos hace vulnerables.

Pero en realidad, sentir nos hace funcionales. Nos permite entender, anticipar y cuidar. Como decía en uno de los textos de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías: “La empatía no se mide en palabras ni credos, sino en la capacidad de ver al otro como parte de ti.”
Y eso aplica igual para las personas, los animales, la naturaleza, o incluso para una máquina si algún día llegamos a diseñarla con conciencia.

Porque al final, humanizar es una forma de recordar que no somos superiores, sino interdependientes.

En mi generación, crecemos entre contradicciones. Por un lado, se nos pide ser más conscientes, más empáticos, más sensibles al medio ambiente, a los animales, a las emociones. Pero al mismo tiempo se nos castiga por sentir demasiado, por involucrarnos, por “dramatizar”. Se aplaude la inteligencia emocional mientras se ridiculiza la vulnerabilidad.

Yo lo he vivido. En momentos en los que he querido entender el dolor de alguien, me han dicho que no me meta, que no cargue con lo que no me corresponde. Y tal vez tengan razón: no se trata de cargar, sino de acompañar. Pero acompañar implica dejarse afectar, y eso es precisamente lo que la sociedad teme.

Nos enseñan a pensar, pero no a sentir. A razonar, pero no a comprender. A comunicarnos, pero no a escuchar de verdad.

Y así, terminamos educando a los niños —y a los adultos— para ocultar la emoción, para “no humanizar” ni siquiera su propio dolor.

Cuando hablo de humanización, no lo hago solo desde los animales. Hablo también de las relaciones. De la forma en que tratamos al otro cuando su forma de sentir nos incomoda. Del modo en que juzgamos a quienes aman diferente, o cuidan diferente, o sufren diferente. De la rapidez con la que diagnosticamos, corregimos y etiquetamos.

Como si todo lo que se sale del molde necesitara ser “reentrenado”.

En Bienvenido a mi blog, hay una frase que siempre me marcó: “El mundo no necesita menos emociones, sino más razones para sentir sin miedo.”
Esa frase me hace pensar que el verdadero reto de esta época no es dejar de humanizar, sino aprender a hacerlo bien. No desde la proyección o el ego, sino desde la comprensión profunda del otro. Desde un amor responsable, consciente y sin pretensiones.

Porque humanizar mal es imponer. Pero humanizar bien es acompañar.


Hoy creo que la verdadera educación emocional —para personas o animales— empieza cuando dejamos de negar la naturaleza del vínculo. Cuando en lugar de corregir el sentimiento, lo traducimos. Cuando aceptamos que detrás de cada acción hay una historia, una emoción, una necesidad no expresada.

Y esto vale para todo: para un perro que destroza la casa, para un amigo que se aleja, para un padre que grita, para un hijo que calla. Nadie actúa porque sí. Todos estamos intentando entendernos, con las herramientas que tenemos.

Eso también es humanización: reconocer en el otro un reflejo de nuestras propias carencias y esperanzas.

Y si somos sinceros, todos necesitamos ser comprendidos desde ese lugar.

Hay una parte espiritual en todo esto que me resuena profundamente. En Mensajes Sabatinos, se habla mucho del propósito de cada experiencia humana, incluso las que parecen simples. Y creo que humanizar, en el sentido más noble, es parte de ese propósito. Es el lenguaje del alma traducido a gestos cotidianos: cuidar, abrazar, mirar con ternura, sentir compasión.

Cuando alguien dice “no humanices”, tal vez lo que realmente teme es perder el control que le da la distancia. Pero la distancia también enfría el alma.

El mundo no necesita menos humanidad. Necesita más comprensión sobre lo que significa ser humano.

Si algo he aprendido en los últimos años es que el equilibrio no está en dejar de sentir, sino en aprender a dirigir lo que sentimos.

Podemos humanizar sin perder límites. Podemos empatizar sin perder claridad. Podemos amar sin anularnos. Podemos cuidar sin olvidar cuidarnos. No se trata de reprimir la emoción, sino de entenderla y usarla como motor de conexión.

Como decía mi abuelo —y todavía lo recuerdo con esa voz pausada que lo hacía parecer sabio hasta cuando hablaba del clima—:
“Uno no se hace menos racional por llorar. Se hace más humano por no tener miedo de hacerlo.”

Y creo que eso es lo que falta en muchos discursos actuales: valentía emocional. La capacidad de decir “sí, me importa”, “sí, me duele”, “sí, lo entiendo”. Esa es la base de cualquier cambio social o espiritual. Porque mientras no aprendamos a reconocer nuestra propia humanidad, seguiremos buscando control en lugar de conexión.

Así que deja de luchar contra la humanización.

No la veas como un error, sino como una oportunidad de evolución emocional.
No la corrijas, canalízala.
No la juzgues, obsérvala.

Porque cada vez que reconoces la emoción del otro, aunque sea un perro, una persona, o un recuerdo, estás haciendo el trabajo más noble que se puede hacer en esta vida: aprender a mirar con amor.

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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Reflexión desde lo íntimo: ¿Por qué tantos educadores caninos lo están dejando?



Hubo un día en que me encontré con el número 73 %. Setenta y tres por ciento de educadores caninos abandonan su profesión antes de los cinco años. Esa cifra me sacudió por completo — y como joven de 21 años, crecí con entusiasmo por la tecnología, la conciencia colectiva, el vínculo humano-animal y los matices que generan la vida y el trabajo. Y me dije: esto no es solo un dato, es una señal. Hoy quiero caminar contigo por ese sendero de preguntas, luchas y reflexiones que no siempre se cuentan, pero que se viven.

Cuando empecé a leer sobre el fenómeno del “burn‐out” en profesionales de la conducta canina, descubrí algo que me resonó profundamente: no se trata de que el formador de perros no tenga técnica, no se trata de que no sepa de adiestramiento. No. Se trata de un desgaste emocional, de una tensión que se filtra entre lo que desean lograr (para el perro, para la familia) y lo que finalmente se puede conseguir. Ese espacio, intangible pero real, es el que está rompiendo a tantos.

Creo que esa tensión toca tres polos: “el perro”, “la familia humana” y “yo como profesional”. Y cada uno conlleva expectativas, cargas, sueños, frustraciones.

El perro

Cuando decidimos formarnos, amamos a los perros. Nos familiarizamos con sus modos, sus silencios, su cuerpo, su mirada. Pero formar un perro no es solo enseñarle “siéntate”, “camina” o “no saltes”. Es comprender al perro como ser vivo, como vínculo, como espejo de nosotros mismos. Y cuando el vínculo con la familia no responde —cuando el perro avanza y la familia humana no acompaña— se hace difícil. Esa sensación de conocer la ruta, pero que otros no la transiten contigo, genera una herida. Y cuando esa herida se repite sesión tras sesión, empieza a pesar.

La familia humana

En los foros se comenta así:

“A lot of people think being a dog trainer is just about loving dogs — it’s not. … You can’t just show up and show the dog what to do. You have to be a people person, empathetic, … I’ve cried with clients … There are going to be people that are difficult and don’t want to listen.”  

Y en ese simple testimonio aparece lo que rara vez se dice: educar caninos es también educar familias. Es influir sobre relaciones humanas, expectativas, patrones, dinámicas. Y eso requiere más que técnica; requiere contención, paciencia, humildad, conversación. Si el profesional no ha sido entrenado para ese “trabajo humano detrás del perro”, la frustración empieza a crecer.

Yo como profesional

Aquí es donde quiero detenerme bien. Porque algo clave que descubrí es que muchos profesionales sienten que el problema es de ellos: “no lo estoy haciendo bien”, “no estoy progresando”, “elegí mal mi carrera”. Y aceptan que quizá el sacrificio emocional es parte del paquete. Pero, desde mi mirada (y mi juventud que se nutre de conciencia y espiritualidad) quiero decirte: no eres tú solo. No eres tú sólo. Hay algo sistémico que está fallando. Algo que no se enseña. Algo que se subvalora.

Por ejemplo, la investigación revisa el desgaste del cuidador humano de perros con problemas comportamentales —que podría equipararse al formador que está constantemente “en el frente” de la familia-perro-profesional— y dice: “la cercanía de la responsabilidad, el apoyo escaso, la sensación de culpa, la carga emocional, todo genera un desgaste que termina por romper vínculos”.

Si esto sucede entre cuidadores, ¿cuánto más para los educadores que constantemente rediseñan estrategias, intentan motivar familias, gestionan emociones y perros, a veces en situaciones complicadas?

¿Qué está fallando sistemáticamente?

Voy a enlistar tres grandes áreas que, en mi reflexión, requieren atención profunda:

1. Formación incompleta en “familia humana”
Se forma al profesional en técnicas, métodos, conducta canina. Pero pocas veces en “trabajar con familias”, en gestionar resistencia, en entender dinámicas humanas (“mi perro tira, mi pareja no coopera, mis hijos interfieren”). Sin ese entrenamiento, muchas sesiones se convierten en “yo controlo al perro y nadie me escucha” y eso desgasta.

2. Falta de espacio para el propio profesional
El educador se convierte en contenedor de frustraciones: de la familia, del perro, de sus propias expectativas. ¿Dónde está su red, su supervisión, su formación continua, su salud emocional? En el foro citado más arriba, se afirma que “burn-out is real because you try to help everybody but can’t always help everybody.” Es decir: incluso con buen corazón, hay un límite invisible al que muchos no prestan atención.

3. Modelo de negocio o mercado que no considera el humano detrás del perro
En muchos casos se espera al educador como “solución rápida”, como “apresurar resultados”, como “producto”. Eso introduce presión, expectativas externas y autocrítica. Y cuando la familia humana no cumple el plan, o cuando la adopción del cambio es lenta, el profesional siente que “fracasa”. Pero quizás no es fracaso, sino un modelo mal diseñado.

Hacia una mirada esperanzada

Y aquí es donde mi tono joven, sí, pero con conciencia, te invita a algo distinto: a repensar la profesión, a reconectar con la vocación, a rediseñar el trabajo.

Cuando yo vislumbro un profesional de conducta canina que se queda en la profesión más de cinco años, no lo veo solo entrenando perros: lo veo también construyendo relaciones humanas, gestionando emociones, desarrollándose como persona, reflexionando sobre su práctica. Veo a alguien que entiende que el vínculo no es solo perro-familia, sino profesional-sí mismo.

¿Y cómo comenzar ese camino?

  • Reconocer que también estás trabajando con humanos: cuando entres a sesión, no solo pienses “cómo le enseño al perro” sino “cómo conecto con los humanos que acompañan al perro”. Ese paso marca la diferencia.

  • Construir soporte interno: hazte preguntas: ¿Cómo cuidaré mi energía? ¿Dónde iré si siento que estoy agotado? ¿Tengo colegas con quienes hablar? Porque el cansancio emocional no es debilidad, es señal de que estás moviendo algo profundo.

  • Rediseñar tu propuesta: quizá ya no solo hagas sesiones técnicas, sino que incluyas conversación previa con la familia, claridad de expectativas, seguimiento de compromiso humano. Esa inversión de tiempo temprano puede ahorrar desgaste después.

  • Volver al “por qué” vocacional: ¿Por qué amaste esta profesión? ¿Qué quieres transformar? Cuando el “qué” (adiestrar perros) se conecta con el “por qué” (mejorar vidas, conectar vínculos, generar consciencia) el trabajo gana otro sentido y el desgaste pierde poder.

Conexiones con vida, espiritualidad y tecnología

Porque, como joven que mira la vida con tecnología, espiritualidad y sociedad, también quiero traer esta mirada: este trabajo no se hace en un vacío. Vivimos en tiempos de conexión digital, de conciencia animal, de colectivos que reclaman ética, responsabilidad, cuidado. Un profesional de conducta canina puede integrarse en esa corriente.

Por ejemplo, la tecnología está proponiendo nuevos escenarios para la relación humano-perro. Un estudio reciente dice que “el papel de la tecnología en la relación humano-perro puede devenir en pesadilla o en sueño” dependiendo de cómo se use.  Es decir: como educador, puedes ver la tecnología como aliada para facilitar, monitorear, acompañar, o puedes verla como factor que distancia, que genera expectativas desmedidas, que transforma la relación en “producto”. Requiere conciencia.

Y la espiritualidad —esa fuerza de conexión, de humildad, de servicio— también tiene lugar. Porque cuando ayudas a perros y familias, estás participando de un acto mayor: aliviar sufrimiento, generar armonía, construir vínculo. Esa dimensión suele olvidarse, y sin ella la profesión se vuelve solo técnica y se apaga el fuego que la encendió.

Mi invitación desde la experiencia joven

Quiero dejarte con algo que me resuena profundo. Hace cuatro años, leyendo algo sobre vocaciones, encontré que lo más importante no es la “gran meta”, sino los pequeños actos diarios que suman. Aquí lo aplico: cada sesión, cada escucha paciente, cada familia que te dice “gracias”, cada perro que hace un pequeño avance… todo cuenta.

Y si hoy estás ahí, sosteniendo la correa de un futuro profesional y sientes ese cansancio, esa duda, ese “¿acaso no vale la pena?”, quiero que lo veas diferente: no estás solo, no es solo tu falla, es señal de que algo puede cambiar. Puedes recuperar la ilusión, rediseñar tu misión, conectar con tu “por qué”, rodearte de soporte y aportarle a tu profesión algo que trascienda: más humanidad, más relación, más consciencia.

Y si eres educador que está dejando la profesión, te digo: puede que sea momento de reinventarte sin abandonar lo que amas. Tal vez no salir del sector, sino transformar tu propuesta: menos perfección, más acompañamiento; menos velocidad, más relación; menos técnica mecánica, más vínculo consciente.

Cierre de presente y futuro

Como joven que mira al mañana sin desconectarse del hoy, te digo: hay espacio para los que quieren quedarse y transformar. Que la cifra del 73 % no sea tu historia, sino el punto de giro que te inspira a escribir la tuya. Porque al final, lo que importa no es sólo el perro que se sienta, sino la familia que entiende, el profesional que crece y la comunidad que se fortalece.

La imagen que acompaña este texto sería: un joven (como yo) de perfil, en medio de un parque urbano al atardecer, con un perro junto a él, ambos en calma, mientras en el fondo un grupo humano conversa. La luz es tenue, dorada; los colores cálidos y serenos. No hay texto, solo transmisión de introspección, conexión, energía joven y madura al mismo tiempo.

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martes, 4 de noviembre de 2025

No sabía que los gatos se subían a los muebles


A veces la vida nos sorprende con cosas que, en realidad, no deberían sorprendernos. Como ese señor que adopta un gato y lo devuelve al día siguiente porque “se sube a los muebles”. O esa familia que abandona a su perro porque “hace ruido con las patas al caminar”. Lo cuentan como si fuera una tragedia, cuando en realidad lo trágico es que nunca entendieron lo que estaban recibiendo: una vida.

Parece gracioso, pero no lo es. Es un espejo. Un reflejo de cómo nos relacionamos con lo que no controlamos, con lo que no entendemos o no se comporta según nuestras expectativas. Adoptar un animal sin comprender su naturaleza es, en el fondo, una metáfora de cómo muchos humanos nos vinculamos con todo: queriendo moldear lo que no nos pertenece, queriendo silenciar lo que respira diferente.

Porque no se trata solo de gatos o perros. Se trata de nosotros.
De nuestra necesidad de tenerlo todo bajo control, de domesticar la realidad para que no nos incomode.

Y sin embargo, lo más hermoso que tienen los animales —y la vida en general— es precisamente eso: su autenticidad indomable.

Recuerdo cuando era niño y mi abuelo decía que quien adopta un animal no lo hace por compañía, sino por aprendizaje. Que los animales enseñan lo que los humanos olvidan: la presencia, la paciencia, la lealtad sin condiciones. Me lo repitió tantas veces que se volvió un eco en mi cabeza cada vez que veo a alguien que adopta “porque le da ternura”.

Pero la ternura sin conciencia se agota rápido.
Y la ternura sin compromiso se convierte en abandono.

Adoptar no es llenar un vacío. Es compartir el tuyo con otro ser que también lo tiene.
Es convivir con un alma distinta a la tuya, que no te habla con palabras, pero sí te lee los silencios.

Cuando un gato se sube a los muebles, no está desobedeciendo; está explorando.
Cuando un perro ladra o camina fuerte, no te está desafiando; está existiendo.

Y cuando un humano se molesta por eso, lo que en realidad le molesta no es el ruido ni el movimiento. Le molesta perder el control.

Vivimos tiempos raros. De pantallas, de filtros, de gente que adopta lo que no puede sostener: una mascota, una relación, una causa, incluso una versión de sí misma. Queremos resultados sin proceso, cariño sin compromiso, compañía sin adaptación.

En el fondo, tal vez no adoptamos animales. Adoptamos expectativas.
Queremos que sean como imaginamos, y cuando no lo son, decimos “no era lo que pensaba”.

Pero ¿cuántas veces la vida entera no es lo que pensabas?
¿Y acaso por eso la devuelves?

La responsabilidad no está en el animal. Está en el humano.
El gato no tiene que dejar de subirse a los muebles. Tú tienes que aprender a vivir con la naturaleza de otro ser.
Ahí empieza la verdadera empatía: cuando entiendes que el mundo no está hecho para complacerte, sino para coexistir contigo.

He visto muchos hogares romperse por cosas pequeñas: pelos en el sofá, una planta mordida, un zapato destruido. Y pienso en cómo esas cosas mínimas son excusas que esconden lo esencial: que no sabemos amar sin condiciones.

El amor, el real, es convivir con lo impredecible.
Es aprender a querer incluso cuando algo no encaja con tu orden interno.
Y eso aplica tanto para los animales como para las personas.

A veces pienso que los refugios deberían tener un cartel que diga:
“Antes de adoptar un animal, adopta una conciencia”.
Porque no se trata de rescatar cuerpos, sino de transformar mentalidades.

Y si lo pensamos, eso mismo aplica en todo lo que hacemos.
Adoptamos ideas, trabajos, amistades, causas… y cuando se vuelven incómodas, las soltamos.
No porque no valgan la pena, sino porque no aprendimos a sostener lo que implica cuidar.

Me gusta pensar que convivir con un animal es una especie de práctica espiritual.
Porque te obliga a mirar más allá de ti mismo.
A entender que el mundo no gira a tu ritmo ni se acomoda a tus caprichos.

Es curioso: los gatos te enseñan independencia, los perros te enseñan lealtad, y ambos te enseñan límites.
Te muestran que la libertad no es desobedecer, sino ser quien eres sin pedir permiso.

Y cuando lo entiendes, empiezas a mirar diferente también a las personas.
Dejas de exigir tanto, de querer cambiar a todos, de pensar que la vida debe ser exactamente como la imaginaste.
Aprendes a observar. A aceptar. A soltar.

Hace poco escribí en Amigo de ese ser supremo que la espiritualidad no se mide por cuántos rezos repites, sino por cuánta compasión practicas.
Y pienso que cuidar de un animal, sin esperar nada a cambio, es una de las formas más puras de espiritualidad que existen.
Porque ellos no te aplauden, no te juzgan, no te premian.
Solo te acompañan.
Y eso, en un mundo tan ruidoso, es un regalo inmenso.

También lo escribí alguna vez en Bienvenido a mi blog: hay quienes buscan el cielo mirando hacia arriba, y otros que lo encuentran en los ojos de su perro.
Y ambos tienen razón.
El cielo no es un lugar. Es un estado de conexión.

Por eso, si alguna vez piensas en adoptar, recuerda que no estás comprando un adorno, estás invitando a un alma a compartir tu espacio.
No esperes que actúe como humano.
Ni que encaje con tus rutinas, ni que te obedezca siempre.
Porque si lo hiciera, perdería lo que lo hace único: su esencia.

Adoptar es aprender a amar lo distinto.
A escuchar sin palabras.
A comprender sin imponer.

Y eso, honestamente, es una lección que muchos humanos aún no han aprendido.

Tal vez el señor que devolvió al gato no entendió que ese gesto decía más de él que del animal.
Y tal vez algún día se dé cuenta de que lo que le incomodaba no era el gato sobre los muebles, sino su propio reflejo: la incapacidad de aceptar lo natural, lo instintivo, lo libre.

Así somos a veces.
Queremos amor sin rasguños, compañía sin ruido, cariño sin pelos en el sofá.
Y la vida, con su manera tan sencilla de enseñarnos, nos pone enfrente un gato, un perro o una persona para recordarnos que amar también es tolerar el caos.

Y que, a veces, el ruido de unas patas sobre el piso es exactamente el sonido de la vida que estás recibiendo.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?
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Juan Manuel Moreno Ocampo
A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.

lunes, 3 de noviembre de 2025

No trabajas con perros. Trabajas con familias.



Nunca pensé que una frase tan simple pudiera tener tanto peso. La escuché hace poco en un video sobre adiestramiento canino, pero en realidad no hablaba de perros, sino de relaciones. De cómo, sin darnos cuenta, tratamos los problemas como si existieran aislados, cuando en verdad forman parte de algo más grande: un sistema. Una familia. Un entorno. Una historia compartida.

Y me quedó sonando.
Porque si lo piensas, no se trata solo de un perro que ladra o se asusta. Se trata de las emociones que giran alrededor, de cómo cada miembro de una familia interpreta y reacciona frente a una misma situación. La madre que lo consuela, el padre que se frustra, el hijo que se ríe, la abuela que le da dulces para calmarlo… y así, sin querer, todos alimentan un mismo problema desde lugares distintos.

Eso me hizo pensar en la vida. En cómo muchas veces creemos que nuestros propios “problemas” son individuales, cuando en realidad nacen de un tejido de relaciones y emociones que compartimos.

He visto familias enteras intentando cambiar algo —un hábito, una conducta, un estilo de vida— y fallando una y otra vez, no porque no tengan la voluntad, sino porque intentan hacerlo solos. Sin mirar el conjunto. Como si el entorno no influyera. Pero lo hace. Siempre lo hace.

Piénsalo: ¿cuántas veces tratamos de mejorar algo en nosotros, sin notar que nuestro entorno sigue enviando las mismas señales?
El ruido del celular, los juicios familiares, los silencios que pesan, las rutinas que nos arrastran.
Queremos cambiar, pero seguimos rodeados de los mismos “estímulos” que nos formaron.

Eso pasa también con los vínculos. Con los amigos, con la pareja, con los compañeros de trabajo. Nadie cambia solo.
Y cuando alguien lo intenta, inevitablemente empieza a mover todo lo que lo rodea.

Hace unos meses, escribí en mi blog JuanMaMoreno03 sobre cómo muchas veces confundimos la independencia con la desconexión. Queremos “ser nosotros mismos”, pero olvidamos que ser nosotros implica también reconocer lo que somos en relación con los demás. No es dependencia, es conciencia.

Lo mismo sucede en los equipos de trabajo, en la universidad o en los proyectos personales. Nadie “entrena” a una persona sin entender su contexto, su historia, su círculo. Si alguien reacciona con ansiedad, miedo o desconfianza, probablemente no sea solo por lo que vive hoy, sino por lo que ha aprendido a vivir desde siempre.

Y en ese sentido, “no trabajas con perros, trabajas con familias” se convierte en una metáfora universal.
Porque no trabajas con individuos aislados. Trabajas con sistemas de experiencias, emociones y patrones que se retroalimentan.

Cuando comencé a ver la vida desde esa perspectiva, todo empezó a tener más sentido.
Comprendí por qué algunos amigos siempre volvían a relaciones que los dañaban.
Por qué ciertas personas no podían “soltar” un trabajo, aunque los consumiera.
Por qué algunos padres repetían inconscientemente las heridas que juraron no repetir.

No es que no quieran cambiar. Es que están dentro de un círculo emocional que se sostiene mutuamente. Y si no se transforma el círculo completo, el cambio individual es frágil, temporal, casi ilusorio.

Eso me hizo recordar algo que leí en el blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías:

“A veces creemos que curar es convencer. Pero curar, de verdad, es comprender.”

Y qué cierto es.
No se trata de imponer ni de corregir. Se trata de mirar con empatía lo que está pasando en conjunto.

En lo personal, me he dado cuenta de que cada vez que intento mejorar algo en mí —mi paciencia, mi disciplina, mi capacidad de escuchar— inevitablemente tengo que mirar cómo esas cosas se ven reflejadas en mis relaciones.
No puedo ser más paciente conmigo si sigo siendo impaciente con los demás.
No puedo crecer emocionalmente si no observo cómo mis emociones afectan a quienes amo.

Somos espejos. No perfectos, pero reales.
Y cuando uno empieza a verse en los ojos de los otros, descubre partes de sí mismo que jamás había notado.

Pienso también en los vínculos entre generaciones.
En cómo muchas veces los más jóvenes cargamos con la ansiedad de ser distintos, de romper moldes, mientras los mayores solo intentan protegernos desde lo que conocen.
Y en ese choque de visiones se pierden tantas oportunidades de entendimiento…
Pero, si hay algo que he aprendido observando mi propia familia, es que detrás de cada consejo, de cada silencio y de cada error, hay una intención de amor.
A veces torpe, a veces confusa, pero amor al fin.

Por eso, cuando hablamos de trabajar “con familias”, no se trata solo del lazo sanguíneo. Se trata de todos esos espacios donde compartimos humanidad: nuestros amigos, nuestros equipos, nuestras comunidades. Todos son familias emocionales.

Hace poco, en una conversación con mi papá —que escribe en Bienvenido a mi blog— me dijo algo que me marcó:

“A veces creemos que el cambio empieza afuera, pero siempre comienza dentro… aunque duela.”

Y eso me volvió a conectar con la idea central de este texto: ningún cambio es sostenible si no se comprende el entorno que lo sostiene.

En terapia familiar, en educación, en liderazgo o incluso en espiritualidad, esto se repite como una verdad universal:
no transformas la conducta, transformas el contexto.
No corriges al individuo, sanas la relación.
No “adiestras” al otro, te entiendes con él.

Tal vez por eso, cuando alguien dice “mi perro no me obedece”, lo que realmente debería preguntarse es:
¿cómo estoy comunicándome yo con él?
¿qué energía transmito?
¿qué incoherencias percibe?
Y eso mismo aplica en la vida:
¿qué incoherencias mostramos cuando decimos amar, pero gritamos?
¿cuando decimos confiar, pero controlamos?
¿cuando pedimos sinceridad, pero no sabemos escucharla?

Entender las dinámicas familiares —o humanas, en general— es entender que la armonía no viene de imponer reglas, sino de sincronizar intenciones.

He aprendido que la empatía no es solo ponerse en el lugar del otro, sino mirar cómo llegamos ambos a ese punto.
Y eso requiere humildad.
Requiere admitir que a veces somos parte del problema que queremos resolver.
Que nuestro miedo, nuestro orgullo o nuestra prisa también moldean las respuestas del otro.

Así que sí, quizá no trabajas con perros.
Trabajas con familias.
Y, si lo piensas bien, todos los días trabajas con familias, incluso si crees que estás solo: tu grupo de amigos, tus compañeros, tus clientes, tus seguidores en redes, tu comunidad.
Cada uno aporta una parte de ti que solo existe en ese vínculo.

No sé si esto te haga reflexionar como me hizo a mí, pero desde que entendí esta frase, veo el mundo con más paciencia.
Ya no me frustro tanto cuando las cosas no cambian al ritmo que quiero.
Porque entiendo que detrás de cada comportamiento, hay una historia.
Y detrás de cada historia, hay una red de vínculos intentando encontrar equilibrio.

Y en ese equilibrio imperfecto, en ese intento de comprendernos sin juzgar, tal vez esté la verdadera esencia de crecer.

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Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”