martes, 27 de mayo de 2025

La economía del motico… y las cosas que no deberían valer solo lo que cuestan



Nunca se me va a olvidar esa vez que en una esquina cualquiera de Manizales, un señor se me acercó con una sonrisa enorme y me dijo: “Parce, ¿me ayuda con algo para el bus? Lo que tenga, así sea un motico”. Y lo dijo tan tranquilo, tan liviano, que por un segundo hasta se me olvidó que estaba pidiendo. Era como si me estuviera ofreciendo algo. Y es que en Colombia, “motico” no es solo una moneda pequeña, es una forma de decir “esto es poco… pero no insignificante”.

Desde ahí me quedó dando vueltas la idea de la “economía del motico”, como la llamó Néstor Santos en su artículo. Porque en el fondo, ese concepto dice mucho más de nosotros que cualquier indicador macroeconómico. Habla de nuestra cultura del “rebúscate”, del “deme lo que tenga”, del “todo suma”. Pero también —y aquí es donde quiero detenerme— habla de algo que a veces se nos olvida: que le ponemos precio a todo… pero valor a casi nada.

No sé si te ha pasado, pero hay momentos donde uno se da cuenta de que todo lo importante en la vida no tiene etiqueta de precio. El abrazo de alguien que te entiende sin decir nada. La risa tonta con un amigo cuando más lo necesitabas. El consejo inesperado de una señora en una fila del banco. Un atardecer viendo el cielo naranja con música de fondo. Esos momentos no cuestan, pero valen. Y eso, justamente, es lo que la economía del motico no alcanza a cubrir.

Porque cuando el “motico” se vuelve la regla, también empezamos a reducir el valor de todo. Le damos una moneda al artista callejero que nos conmovió… y seguimos como si nada. Regateamos al campesino por sus verduras, pero pagamos sin mirar una bebida de marca en un centro comercial. Le ofrecemos “lo que haya” al reciclador, pero pagamos a precio completo por servicios que muchas veces no necesitamos. ¿Y si empezáramos a mirar más allá del costo?

Creo que el gran problema de fondo es que confundimos precio con merecimiento. Y eso nos ha llevado a normalizar desigualdades que duelen. A justificar que alguien viva del “motico” mientras otros sobran lujo y ostentación. Nos da tranquilidad pensar que “al menos le di algo”, como si el gesto resolviera el fondo. Pero en el fondo… ¿qué estamos reforzando? ¿Un sistema que sobrevive con parches, o una humanidad que se transforma desde el reconocimiento verdadero?

Yo he sido testigo de eso en mi propia familia, en los negocios que hemos impulsado desde lo pequeño y lo cotidiano. He visto lo que significa que te paguen tarde, que no valoren tu tiempo, que te digan “eso es fácil, eso no vale tanto”. Y también he visto lo contrario: personas que reconocen, que valoran, que entienden que no se trata solo de pagar, sino de honrar el intercambio. En eso hemos trabajado con proyectos como los que compartimos en Mi Contabilidad, tratando de llevar orden, pero también justicia a la economía de los de a pie.

Hay una frase que leí en uno de los escritos de Bienvenido a mi blog (https://juliocmd.blogspot.com/) que me quedó grabada: “El valor de algo no siempre se mide en ceros… sino en el eco que deja en otros.” Y creo que eso también aplica para lo económico. Porque lo que no se valora, se desgasta. Y si seguimos viviendo en una lógica de “moticos”, corremos el riesgo de que hasta la dignidad se vuelva regateable.

Pero ojo, que no se me malinterprete. Yo no estoy en contra de los “moticos”. A veces eso es todo lo que se tiene. Y ahí también hay belleza. El problema es cuando se vuelve la excusa para no reconocer al otro. Cuando se vuelve el estándar. Cuando dejamos de preguntarnos cuánto vale realmente el trabajo, la palabra, el tiempo, la historia de alguien.

Me emociona mucho cuando veo a jóvenes que están reinventando la economía desde otros lugares. Desde la colaboración, el trueque, el intercambio justo, la tecnología con conciencia. Desde lo que algunos llaman “economía del cuidado”, y otros llaman simplemente “ser buena gente”. Y creo que ahí hay algo poderoso: que no necesitamos ser economistas para transformar la economía. Solo necesitamos volver a mirar con ojos humanos lo que hemos convertido en simple transacción.

Hay una escena muy sencilla que viví hace poco y que quiero compartir para cerrar. Estaba en la calle, con un amigo, y vimos a un joven que vendía chocolates. Nos ofreció uno por $1.000. Mi amigo le compró tres, le pagó $10.000 y le dijo: “Quédese con el cambio”. El joven sonrió, le dio uno más, y dijo: “Este se lo regalo por valorar lo que hago”. Y yo pensé: eso es economía expandida. Eso es cuando el dinero deja de ser solo intercambio y se convierte en reconocimiento. En gratitud. En gesto humano.

Entonces, si has llegado hasta aquí leyendo, solo quiero dejarte esta pregunta:
¿En qué parte de tu vida estás funcionando solo con moticos?
¿Dónde podrías empezar a reconocer el valor real de lo que das y de lo que recibes?
Porque si hay algo que nos ha enseñado esta época de cambio, es que todo puede ser replanteado… incluso lo que creíamos incuestionable como el precio de las cosas.

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lunes, 26 de mayo de 2025

Cuándo comienza el abandono?


Cuando era niño, en mi casa siempre hubo gatos. No recuerdo una etapa de mi vida en la que no hubiera al menos uno rondando por la sala, durmiendo sobre el espaldar del sofá o mirando por la ventana como si entendiera algo que los humanos aún no alcanzamos. No eran “mascotas” en el sentido tradicional: eran parte de la casa, parte de la historia, parte de mí. Aprendí con ellos lo que es el silencio lleno, lo que es acompañar sin invadir, lo que es querer sin palabras.

Por eso cuando leo o escucho frases como “hay que reducir el abandono de gatos” o “campañas de adopción para disminuir la sobrepoblación”, no puedo evitar pensar que vamos tarde. Que la conversación —necesaria, sí— se está quedando en lo visible. Porque el abandono no comienza el día que alguien abre la puerta y deja a un animal en la calle. Comienza mucho antes.

El abandono comienza cuando creemos que los seres vivos existen para entretenernos.
Comienza cuando regalamos un gato como si fuera un peluche.
Cuando no le enseñamos a un niño que ese animal también se angustia, también tiene días malos, también necesita su espacio.
Cuando tratamos a los animales como si no tuvieran historia, ni alma, ni derecho a decidir.

Ahí empieza el abandono: en la desconexión.

Y esto lo digo no desde el juicio, sino desde lo que he aprendido en carne propia, en mi familia, en conversaciones reales y silenciosas que me han acompañado toda la vida. En uno de mis blogs favoritos de mi padre —Bienvenido a mi blog— hay una entrada que dice algo que me marcó: “Nada que se ama profundamente se abandona con facilidad” (leer aquí). Y eso me hizo pensar que quizá la clave no está en enseñar a no abandonar… sino en enseñar a amar mejor. A acompañar distinto.

Porque amar no es llenar de mimos cuando me conviene. Amar es también cuidar cuando molesta. Es asumir el compromiso de convivir, incluso cuando hay pelos en la ropa, maullidos a las tres de la mañana o rascadas en la puerta. Y eso aplica a los gatos, pero también a las personas. A los amigos. A los viejos. A la vida.

Vivimos en una cultura del descarte, donde todo es desechable. Si no me sirve, si no me responde, si no es como quiero… lo suelto. Y eso lo estamos aplicando también a los animales. Según cifras recientes, solo en Colombia se reportan más de 250.000 gatos abandonados en las calles cada año. Muchos nacieron ahí. Otros llegaron porque “ya no podían tenerlos”. Pero pocos se preguntan qué pasó antes. Qué tan profundo fue el vínculo. Qué tanto fue amor y qué tanto fue proyección.

En mi blog https://juanmamoreno03.blogspot.com he escrito sobre esta necesidad de volver a conectar con la vida, con lo vivo. Porque no se trata solo de proteger animales. Se trata de recuperar la capacidad de sentirnos parte del todo. De dejar de creernos el centro. Y de actuar con más ternura, sí, pero también con más responsabilidad.

Una vez, hace años, vi una escena que aún llevo grabada. Un niño, de unos ocho años, paseaba con su mamá y un gato negro se les cruzó. El niño se agachó, lo miró y le dijo bajito:
“¿Estás solo?”
Y yo no sé por qué, pero esa pregunta me dio un nudo en la garganta. No por el gato. Por todos. Por nosotros. Porque muchas veces no es el gato el que está solo. Somos nosotros los que, aunque rodeados de pantallas, personas y ruido, caminamos con esa sensación de estar a la deriva.

El futuro sin gatos abandonados no se construye solo con campañas de esterilización o adopción. Eso es fundamental, claro. Pero lo más profundo se juega en la conciencia. En cómo criamos. En cómo consumimos. En cómo tratamos al otro, incluso si ese otro no habla. Y ahí es donde se cruzan la espiritualidad, la ecología, el amor y la ética. Lo decía en una de mis reflexiones para Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías (leer aquí): cuando miras con respeto a un ser vulnerable, te estás reconectando con tu parte divina. No porque seas mejor, sino porque dejas de creerte superior.

Hoy, muchos de mis amigos tienen gatos adoptados. Gatos con tres patas, con un solo ojo, con historias duras que no caben en un post de Instagram. Y sin embargo, son seres que han traído sanación, compañía, sentido. Porque a veces, lo que el mundo desecha es lo que más puede enseñarte a amar.

Entonces sí, hablemos de un futuro sin gatos abandonados. Pero no como una meta a alcanzar, sino como un proceso a vivir. Empezando por nosotros. Por nuestras decisiones. Por cómo educamos el amor. Por cómo aprendemos a quedarnos.

Porque el abandono no se elimina con leyes solamente. Se sana con conciencia.
Y tal vez, si aprendemos a no abandonar a los gatos… podamos también dejar de abandonarnos entre nosotros.

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Estamos aprendiendo a amar sin abandonar.

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domingo, 25 de mayo de 2025

No somos una campaña: lo que la Generación Z realmente está buscando



¿Alguna vez te has sentido observado como si fueras un experimento?

Yo sí. Y no solo por las redes, los algoritmos o los profesores. También por las empresas. Por las marcas. Por los políticos. Por adultos que aún creen que a los jóvenes se nos conquista con memes, colores neón y una que otra “tendencia”. Nos estudian como si fuéramos una tribu exótica a la que hay que descifrar para venderle algo, como si no pensáramos, como si no sintiéramos con fuerza, o como si no tuviéramos un propósito que arde por dentro.

Hace poco leí un artículo titulado “Cómo captar a la Generación Z en México” y aunque el enfoque parecía positivo, en el fondo sentí ese viejo patrón de intentar “captarnos” como si fuéramos objetos de mercado y no sujetos de transformación. Se hablaba de que usamos TikTok, de que valoramos el sentido de propósito, de que tenemos poco tiempo de atención y muchas ganas de cambiar el mundo. Y aunque algo de eso es cierto, la forma en que se presenta me dejó pensando:
¿Captar? ¿Enganchar? ¿Convencer?
¿Y si la pregunta no es cómo captarnos, sino cómo escucharnos?
¿Y si en vez de campañas se atrevieran a construir comunidad?

Porque no somos una campaña. Somos una generación que nació en medio de la incertidumbre y aprendió a hablar de salud mental antes de que se pusiera de moda. Una generación que vivió pandemias en la adolescencia, que fue testigo del colapso climático antes de entrar a la universidad, que creció entre apps pero también entre pérdidas.
Y que, a pesar de todo, no ha perdido la esperanza. Solo que la estamos canalizando distinto.

Yo nací en el 2003. Tengo 21 años. Me crié entre clases de colegio, mensajes familiares, silencios que duelen, canciones que marcan, y conversaciones con personas que, como mi papá, me enseñaron que se puede ser firme sin dejar de ser humano. Que no hay contradicción entre la tecnología y la espiritualidad. Que se puede estudiar Ingeniería y llorar con un poema. Que se puede construir una empresa y seguir sintiendo con el alma abierta.

Por eso, cuando me hablan de “captar” a mi generación, mi primera reacción es desconfiar. Porque nosotros ya no creemos en discursos vacíos. Nos alejamos de lo que no vibra con autenticidad. Preferimos una historia contada desde la verdad que una campaña diseñada desde el marketing. Preferimos una empresa que reconozca que no lo sabe todo, a una que finge cercanía. Y sí, usamos TikTok. Pero también meditamos. Leemos. Cuestionamos. Apagamos el celular cuando sentimos que nos estamos perdiendo.

En mi blog https://juanmamoreno03.blogspot.com, muchas veces he compartido esa tensión interna entre lo que el mundo espera de mí y lo que realmente soy. No siempre es fácil. Vivimos en una época que nos exige estar conectados todo el tiempo, pero que rara vez nos enseña a conectar con nosotros mismos. Nos dicen que debemos tener éxito, pero no nos muestran cómo lidiar con el miedo. Nos aplauden cuando producimos, pero nos abandonan cuando colapsamos.

Y en medio de todo eso, lo único que pedimos —de verdad— es un poco más de verdad.
Verdad en los discursos.
Verdad en las intenciones.
Verdad en la forma de hacer empresa, de hacer política, de hacer familia.

Hay una entrada muy especial en el blog de mi papá, Bienvenido a mi blog, que habla sobre los líderes que “no buscan aplausos, sino despertar conciencias” (leer entrada aquí). Y siento que ahí está la clave: lo que necesitamos no es más “influencers” de ocasión. Necesitamos líderes coherentes. Gente real. Marcas que se atrevan a decir “esto no lo sabemos, pero queremos aprender contigo”. Que reconozcan que la humildad también es estrategia.

Y ojo, no estoy diciendo que todo esté mal. Hay proyectos que sí nos representan, que nos invitan, que nos inspiran. Como los mensajes que leo cada semana en el blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde se habla de fe, de humanidad y de propósito sin imponer ni manipular. O como algunos emprendimientos sociales que no solo “nos venden sostenibilidad”, sino que realmente trabajan desde ella.

Porque esa es otra cosa que a veces olvidan cuando hablan de nosotros: que también estamos emprendiendo. Que también estamos sanando. Que también estamos formando comunidades. Que también estamos liderando causas. Y que muchas veces lo hacemos en silencio, sin necesidad de que nos aplaudan, pero con una fuerza que viene desde muy adentro.

Entonces no, no somos una audiencia por captar. Somos una generación que está pidiendo coherencia. Que quiere que la espiritualidad no se quede en frases bonitas, sino que se viva en las decisiones. Que sueña con tecnología al servicio de la humanidad. Que no se conforma con saber, sino que quiere entender. Y que está dispuesta a caminar con quienes no nos subestiman, sino que caminan a nuestro lado.

¿Sabes cuál es la campaña que sí nos mueve? La que nace del alma.
La que no necesita slogans porque está viva en cada gesto.
La que no busca likes, sino la transformación real.

Y para quienes me preguntan cómo conectar con la Generación Z, les diría:
No lo hagan desde el marketing. Háganlo desde la escucha.
Desde el silencio que acoge. Desde la conversación que no busca ganar, sino comprender.
Desde el respeto profundo por quienes estamos aprendiendo a vivir en un mundo que, a veces, se siente demasiado rápido para poder respirar.

Pero aún respiramos.
Y aún escribimos.
Y aún creemos.


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sábado, 24 de mayo de 2025

El instante en que empieza el abandono: lo que los gatos callejeros nos recuerdan de nosotros mismos



Una de las cosas que más me ha enseñado la vida es que no todo lo importante hace ruido. El abandono, por ejemplo, casi nunca grita. Sucede en silencio. A veces empieza con una distracción, otras con una excusa bienintencionada. Una mudanza, una alergia, una promesa de volver por ellos que nunca se cumple. Y lo que era un lazo, se convierte en olvido. Lo he visto con personas. Lo he sentido en la piel. Pero hoy quiero hablar de gatos. Porque el abandono también se ve en sus ojos.

Leí hace poco un artículo del New York Times sobre la crisis silenciosa de los gatos callejeros en Puerto Rico. Miles, tal vez cientos de miles, sobreviven en las calles, muchos de ellos descendientes de gatos que alguna vez durmieron sobre una cama caliente, fueron acariciados por niños y alimentados con croquetas de supermercado. Algo se me encogió adentro. Porque no estamos hablando de animales salvajes, sino de vidas que fueron amadas. Y luego, desechadas.

El abandono no empieza cuando el gato ya está en la calle. Empieza mucho antes: cuando deja de ser prioritario, cuando ya no hay tiempo para su caja de arena, cuando su maullido se vuelve molesto. Y esa forma de abandono me resulta muy parecida a lo que hacemos con nosotros mismos. Con nuestros sueños, nuestras emociones, nuestras relaciones. A veces nos abandonamos sin darnos cuenta. Dejamos que lo urgente le gane a lo esencial. Perdemos el contacto con lo que un día fue amado.

Y es que los gatos tienen algo que no todos los humanos sabemos ver: dignidad silenciosa. No suplican. No arman escándalos. Simplemente se van. Se esconden. Se adaptan. Y en ese gesto tan sutil, está toda la tristeza del mundo. Porque lo natural no debería ser la calle, el hambre, la enfermedad, la soledad. Lo natural debería ser el vínculo. La permanencia. La responsabilidad afectiva.

Mientras leía sobre los refugios sobrecargados, las iniciativas ciudadanas, la falta de esterilización, me sentí atrapado entre dos emociones: la rabia y la ternura. Rabia porque pareciera que siempre hay presupuesto para cosas enormes pero nunca para lo que construye humanidad. Ternura porque siempre hay alguien que, con lo poco que tiene, sigue alimentando una colonia de gatos, esterilizando por su cuenta, ofreciendo agua limpia en una esquina olvidada.

No se trata solo de animales. Se trata de lo que decimos de nosotros mismos al tratarlos como desechos. Se trata del tipo de sociedad que estamos creando. Porque, como escribí en uno de mis blogs, "Nos parecemos a lo que cuidamos", y también a lo que abandonamos. Si dejamos a un ser vivo en la calle sin mirar atrás, ¿qué dice eso de nosotros? Si justificamos el abandono con frases como "es solo un gato" o "ya encontrará otro hogar", ¿no estamos también normalizando que lo descartable es aceptable?

Tal vez por eso vuelvo tanto a las palabras de Mensajes Sabatinos, donde se nos recuerda que la espiritualidad empieza en lo cotidiano. En el cuenco de agua fresca. En la sombra que le dejas a un animal en un día de calor. En la coherencia entre lo que dices que crees y lo que realmente haces.

Yo no tengo la solución a esta crisis. Pero sí tengo la convicción de que el cambio empieza por mirar. Por no desviar la mirada cuando veas un gato en la calle. Por educar, esterilizar, compartir este tipo de temas. Por adoptar en vez de comprar. Por hablar de esto en familia, en redes, en la universidad. Porque el abandono no se soluciona con compasión momentánea, sino con una conciencia que se transforma en acción.

A veces me pregunto si los gatos sabrán que fueron dejados. Si entenderán la traición. Y aunque no hablen, yo creo que sí. Porque la memoria emocional no es solo humana. Y porque el corazón de un ser vivo siempre registra el vacío. Por eso me duele pensar que tantos de ellos están esperando algo que nunca volverá. Y por eso creo que nuestra responsabilidad no es salvarlos todos, sino evitar que haya más historias así.

🌐 Imagen sugerida para este blog: Ilustración artística con estilo realista: un gato solitario sentado sobre una vereda desgastada al atardecer, con una mirada triste pero serena. Al fondo, la sombra de una casa y una ventana abierta. Colores: tonos tierra, naranja suave, azul gris. Emoción: melancolía, dignidad, esperanza.

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viernes, 23 de mayo de 2025

Lo que no se ve también marca: una reflexión sobre el cannabis prenatal y el futuro que estamos gestando



Yo no soy papá. Ni tío. Ni padrino. Pero soy hijo, y también soy ese amigo que ha visto a otros lidiar con cosas que nadie eligió. Porque muchas veces nos olvidamos que existir no empieza cuando nacemos, sino desde mucho antes. Y no hablo solo desde lo espiritual, que también, sino desde la ciencia, desde lo invisible que pasa en el cuerpo de una madre mientras su hijo apenas es un proyecto de ser humano. Ahí ya estamos tomando decisiones que pueden marcar una vida entera, sin saberlo.

Hace poco leí un artículo en Psyciencia que me dejó pensativo: hablaba de la exposición prenatal al cannabis y cómo eso está afectando el desarrollo infantil. Lo primero que sentí fue una especie de tristeza mezclada con impotencia, porque lo entiendo: vivimos en un mundo donde hay dolor, ansiedad, incertidumbre, y muchos consumen cannabis buscando alivio. Pero, ¿en qué momento esa búsqueda de alivio desconecta tanto del futuro que se lleva dentro?

Lo que me tocó fue que no es una opinión moralista ni un juicio. Es evidencia. Estudios sólidos, como el de la Universidad Estatal de Washington, muestran que el cannabis puede alterar el desarrollo del cerebro del feto, afectando procesos como el aprendizaje, la memoria, la atención o incluso la regulación emocional. Y no estamos hablando de daños evidentes al nacer, sino de cosas que se van revelando a medida que los niños crecen. Como si la semilla ya viniera con heridas que nadie ve.

En mi casa siempre se ha hablado claro. Desde pequeño me enseñaron que cada elección tiene consecuencias, pero también que muchas veces la sociedad no ofrece alternativas reales. A una mujer embarazada que se siente sola, con miedo, que tal vez vive en pobreza o violencia, ¿qué le estamos dando como contención? Es fácil decirle que no consuma, pero ¿qué hacemos para que no lo necesite? ¿Dónde está el entorno amoroso, el sistema de salud empático, el acompañamiento emocional sin juicio?

Esto no es solo un tema de medicina. Es un tema de responsabilidad colectiva. Porque si el cerebro de un bebé puede verse alterado por sustancias consumidas durante el embarazo, entonces la pregunta real es: ¿qué tipo de sociedad estamos gestando, desde el vientre mismo?

Y a veces la cosa se complica más porque el discurso de la "legalización" lo ha romantizado todo. Que el cannabis es natural, que es medicinal, que no hace daño. Y puede que en muchos casos tenga usos terapéuticos válidos. Pero el embarazo no es cualquier estado del cuerpo. Es un puente entre dos existencias. Y ese puente no puede estar lleno de humo, aunque sea de algo que la ley permita.

Me duele pensar en todos los niños que ya cargan con limitaciones que nunca eligieron. Y me cuestiona profundamente como joven de 21 años, que ve en su generación una mezcla de conciencia y desconexión. Porque somos los que queremos cambiar el mundo, pero a veces normalizamos cosas sin entender sus consecuencias a largo plazo.

Este tema me hizo pensar en muchas otras cosas invisibles que nos marcan. No solo sustancias, también palabras no dichas, abrazos negados, emociones que no se gestionan. Y que también se heredan, como si fueran genéticas. Hay heridas que no sangran, pero se transmiten. Por eso creo que esta conversación no es solo para médicos o embarazadas. Es para todos los que alguna vez vamos a cuidar, acompañar, amar o influir en la vida de otro ser.

Siento que el llamado aquí es a despertar. A no minimizar. A tener conversaciones incómodas pero necesarias. Y sobre todo, a acompañar con amor. Porque nadie debería pasar un embarazo en soledad o en crisis. Y porque ningún niño debería pagar los vacíos que la sociedad no supo llenar.

Si esto que te comparto te removió un poco por dentro, te invito a seguir leyendo temas así en mi blog: El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, o incluso pasarte por Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde muchas veces se habla de estas verdades que no se ven, pero que definen.

🌐 Imagen sugerida para este blog: Una ilustración de estilo realista, mostrando a una mujer joven embarazada, de mirada reflexiva, caminando por una calle tranquila con atardecer al fondo. En su vientre, una sombra leve proyecta la silueta de un bebé. El ambiente es melancólico pero esperanzador. Paleta: tonos naranjas suaves, azul noche, sombras negras, luz blanca tenue.

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jueves, 22 de mayo de 2025

Y si fuéramos nosotros los que un día amanecemos sin hogar? Una reflexión sobre los perros, la eutanasia y lo que no queremos ver



A veces hay noticias que no se ven en titulares grandes, pero que te rasgan el alma si estás lo suficientemente despierto para sentirlas. Esta vez me pasó con un artículo sobre la eutanasia en perros callejeros, concretamente en Colombia, donde aún se debate si es una solución o un reflejo brutal de todo lo que hemos dejado perder como sociedad. Y no puedo negar que algo dentro de mí se quebró un poco cuando terminé de leerlo. Porque más allá de los datos, los protocolos y las leyes, hay una pregunta que no me dejó dormir esa noche: ¿cuándo empezamos a normalizar que algunos seres, por estar en la calle, pierdan el derecho a vivir?

No soy veterinario, no soy activista formal de derechos animales, ni he dedicado mi vida a rescatar perros. Pero sí he convivido con ellos desde niño. Los vi entrar a mi casa sin pedir permiso y salir de ella como parte de la familia. Vi a mi papá llorar por un perro como se llora por un abuelo. Y aprendí que los animales no son “mascotas”. Son espejo. Son compañía que no pide explicaciones. Son amor sin etiquetas. Por eso este tema me duele. Me incomoda. Y siento que nos debería doler a todos.

Porque no estamos hablando solo de perros. Estamos hablando de lo que hacemos con lo que estorba. Con lo que “no cabe” en la estructura. Con lo que ensucia la estética de una ciudad que quiere mostrarse moderna, mientras sus calles esconden hambre, abandono y miedo. Y sí, muchos de esos perros están enfermos, heridos o viejos. Pero… ¿ese es motivo suficiente para eliminarlos? ¿Acaso nosotros no envejecemos también? ¿No nos enfermamos? ¿Qué haríamos si un día alguien nos declara “inviables” solo porque dejamos de ser útiles?

La eutanasia debería ser un acto de compasión cuando no hay más alternativas, no una política de gestión urbana. Pero en muchos casos se convierte en eso: en un “control poblacional” disfrazado de humanidad. Y lo digo con rabia, pero también con responsabilidad. Porque entiendo que los refugios están desbordados, que hay recursos limitados, y que no todos los perros pueden ser adoptados. Pero también sé que hemos fallado como comunidad al no educar, al no esterilizar, al no mirar a los ojos a esos seres que caminan por la calle como si fueran nadie.

He visto más empatía en la mirada de un perro sin nombre que en muchos discursos bien escritos. He sentido más consuelo acostado junto a uno que en muchas terapias costosas. Y aún así, los dejamos morir como si fueran basura orgánica. Nos excusamos en la “falta de cupos”, en el “riesgo sanitario”, en el “bienestar general”. Pero no podemos seguir creyendo que matar es cuidar. Que desaparecer es proteger.

Desde mi mirada como joven, como colombiano y como persona que aún cree que se puede vivir con conciencia, pienso que el problema va más allá del perro. El problema es que cada vez somos más rápidos para desechar lo que no podemos resolver. Y eso aplica a relaciones, a ancianos, a enfermos mentales, a migrantes, a lo que no se adapta. A todo lo que incomoda. Como si solo mereciera vivir lo que funciona perfectamente.

Y ahí es donde esta conversación conecta con la espiritualidad que he compartido en mi blog personal y en el de mi familia (Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías). Porque si creemos en un Dios –en el nombre que quieras darle– ¿cómo justificamos un acto que anula la vida de otro ser sin una opción distinta? ¿Cómo concilia nuestra fe con nuestras decisiones públicas?

No estoy diciendo que todas las eutanasias sean crueles o injustas. Hay momentos en los que la muerte puede ser una liberación para un alma que sufre sin retorno. Pero eso es muy distinto a hacer de la eutanasia una solución sistemática al problema del abandono. Porque el abandono no empieza en la calle. Empieza cuando educamos sin valores. Cuando compramos perros como juguetes. Cuando los vemos como cosas y no como vínculos. Cuando no esterilizamos, cuando no protegemos, cuando no enseñamos a los niños que una vida –sea la que sea– vale más que un adorno bonito de casa.

Por eso me duele leer que algunos municipios han optado por eutanasias masivas como forma de control poblacional. Porque eso me habla de una sociedad que no quiere hacerse cargo. Que prefiere apagar lo que no sabe manejar. Y me dan ganas de escribir más, de hablarlo en mis grupos de amigos, de compartirlo en las redes, de no quedarme callado. Porque quizás lo que más necesitan esos perros no es un hogar perfecto. Es que alguien los vea. Que alguien los nombre. Que alguien se pregunte por ellos, como hoy lo estoy haciendo yo.

Y no puedo cerrar esto sin hablar de esperanza. Porque también he visto historias de transformación. Personas que rescatan, que adoptan, que construyen refugios con sus manos y su sueldo. Hay gente buena. Hay jóvenes como yo que prefieren una caminata con su perro rescatado que una fiesta llena de apariencias. Hay movimientos enteros naciendo desde la compasión. Y ahí es donde sí creo que las cosas pueden cambiar.

En el blog de Organización Todo en Uno, alguna vez leí sobre la responsabilidad empresarial con el entorno. ¿Y si esa responsabilidad también incluyera a los animales de la ciudad? ¿Y si parte del desarrollo fuera cuidar al más vulnerable? Porque no todo es negocio, ni logo, ni estructura. A veces el verdadero liderazgo empieza cuando te agachas a acariciar un perro que nadie más vio.

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miércoles, 21 de mayo de 2025

Lo que comes sin pensar, te consume sin avisar: una reflexión sobre lo artificial en lo cotidiano



Nunca pensé que escribiría sobre papas fritas y aditivos, pero acá estoy. Porque a veces lo más cotidiano es lo que más nos enseña. A veces el mundo no se acaba en las grandes noticias, sino en los silencios que normalizamos: el sabor ahumado artificial, el color perfecto de una bolsa de snacks, o ese “no pasa nada” que nos repetimos cuando sentimos que algo no está bien, pero lo ignoramos por costumbre.

La Unión Europea prohibió varios aditivos de “aroma ahumado” que se venían utilizando hace años en productos como papas fritas, salsas, carnes procesadas… y la noticia me cayó como un balde de realidad. ¿Por qué ahora? ¿Qué tanto de lo que consumimos está construido sobre “sabores simulados”? ¿Cuántas veces en mi vida he comido algo que no sabía que me hacía daño porque todo estaba diseñado para que no lo notara? Y, sobre todo, ¿cuántas cosas más –además de la comida– estamos tragando sin digerir, sin cuestionar, sin mirar más allá?

El problema, creo yo, va mucho más allá de los aditivos. El verdadero tema es cómo hemos aprendido a aceptar lo artificial como si fuera normal. Y no hablo solo de comida. Hablo de emociones fingidas en redes sociales, de relaciones que solo viven por WhatsApp, de vidas que parecen felices en Instagram pero se desmoronan fuera de cámara.

¿Será que ya nos acostumbramos a lo falso? ¿Será que el “aroma ahumado” de la vida –ese que engaña y disfraza– también está en nuestros discursos, en nuestras decisiones, en nuestros proyectos?

Yo tengo 21 años y no pretendo dar lecciones, pero sí hacer preguntas. Porque me crié entre conversaciones reales, de esas que duelen y transforman. He leído los blogs que mi papá escribió durante décadas (Bienvenido a mi blog, Mensajes sabatinos) y vi cómo él no escribía por fama, sino por verdad. En ese espíritu, siento que esta noticia sobre los aditivos no es solo para nutricionistas o abogados alimentarios. Es para todos. Porque si nos siguen vendiendo humo –y lo compramos sin protestar–, ¿cuándo vamos a despertar?

Hay algo profundamente humano en querer disfrutar una buena papa frita. Pero también hay algo profundamente manipulador en que esas papas estén llenas de químicos que alteran nuestras células, mientras las marcas nos prometen sabor, placer y experiencia. Nos han hecho creer que todo debe ser “intenso”: más crujiente, más sabroso, más impactante… y eso también se nos metió en la vida. Queremos amistades impactantes, relaciones explosivas, contenido viral. Pero, al final del día, lo que de verdad nutre es lo simple. Lo honesto. Lo que no necesita disfraz.

No quiero sonar alarmista, pero sí realista. Porque la misma Europa que lo permite durante años, ahora lo prohíbe. Porque los estudios que antes decían “seguro en pequeñas cantidades” ahora dicen “potencialmente cancerígeno”. Porque nos cambian el guión y esperamos el siguiente sin chistar. ¿Y si empezamos a cuestionar? ¿Y si aprendemos a leer las etiquetas no solo de lo que comemos, sino de lo que creemos, de lo que aceptamos, de lo que callamos?

Hay una palabra que me persigue últimamente: coherencia. ¿Estoy siendo coherente con lo que pienso, con lo que digo, con lo que consumo? ¿Estoy honrando mi cuerpo tanto como intento honrar mis pensamientos? Porque una cosa es tener ideas bonitas, y otra muy distinta es transformar esas ideas en hábitos que construyen vida.

Y sí, me da rabia. Porque detrás de cada aditivo prohibido hay empresas millonarias, hay intereses ocultos, hay gobiernos que hacen silencio hasta que ya no pueden más. Pero también me da esperanza. Porque si lo prohibieron, es porque alguien investigó, alguien alzó la voz, alguien no se quedó callado. Y esa es la lección más grande: cuando alguien se atreve a cuestionar lo que parecía intocable, algo cambia. Aunque sea lento. Aunque moleste.

Esta reflexión también conecta con lo que escribimos hace poco en el blog de Organización Todo En Uno, cuando hablábamos de sostenibilidad real. No se trata solo de sembrar un árbol o dejar de usar pitillos. Se trata de mirar el sistema y decir: esto no me representa, esto no es saludable, esto no lo quiero más. Y actuar. Desde donde puedas, con lo que tengas.

Yo no tengo todas las respuestas. Sigo comiendo papas, a veces. Sigo cayendo en lo fácil. Pero también aprendí a mirar diferente. A no comprar sin revisar. A no tragar sin pensar. Y ojalá este blog no se quede solo en eso: en palabras. Ojalá te sirva para pensar, para hablarlo con alguien, para mirar tu alacena y preguntarte si lo que hay ahí te construye o te enferma.

Porque lo que comes sin pensar… te consume sin avisar. Y no hay ley, ni etiqueta, ni influencer que pueda digerir por ti lo que tú decides dejar entrar a tu cuerpo, a tu mente, a tu vida.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”