Es raro cómo a veces lo que más nos pesa no son los días difíciles de hoy, sino las memorias que nunca se hablaron. Esas cosas que nos pasaron cuando éramos pequeños, que creímos que se habían quedado allá, en algún rincón del pasado, pero que de alguna forma vuelven. Se nos instalan en el cuerpo, en la forma en que respiramos, en cómo reaccionamos, en las palabras que no sabemos decir cuando estamos tristes.
Porque no es solo un tema médico o psicológico. Es un tema humano. Es sobre cómo crecer con miedo, con carencias, con gritos que no venían acompañados de amor, o con silencios que dolían más que cualquier palabra. Es sobre haber tenido que ser adultos demasiado pronto. Sobre los que nunca fueron escuchados. Sobre los que aún se preguntan si lo que vivieron era normal.
Yo me he hecho esa pregunta. Muchas veces. Y he aprendido que sanar no es borrar, sino aprender a mirar de nuevo, con ojos más suaves y con herramientas que antes no teníamos. Herramientas que no solo están en la terapia (que es necesaria y valiosa), sino también en lo cotidiano: en una conversación sincera, en un acto de ternura hacia uno mismo, en un espacio como este donde alguien se atreve a escribir y otro se detiene a leer.
Lo que vivimos marca… pero no nos define
Una de las cosas que más me ha hecho ruido al crecer es ver cómo muchas personas, incluso jóvenes, viven con síntomas que no entienden. Les cuesta dormir, tienen miedo constante, o sienten una tristeza que no tiene nombre. Y no lo asocian con su historia, porque nadie les enseñó a hacerlo.
En mi caso, fue un proceso de años. Y aún sigue. Revisar mis vínculos familiares, mis creencias sobre el amor, mi forma de reaccionar cuando siento rechazo. A veces, cuando escribo en mi blog o converso con alguien sobre esto, me doy cuenta de lo fuerte que es cargar con heridas emocionales sin saber que lo son.
Y no es para culpar a los padres o a la familia. Muchas veces ellos también hicieron lo que pudieron con lo que tenían. Pero sí es momento de dejar de romantizar el sufrimiento como parte inevitable del crecimiento. De decir que “así nos tocó” como si fuera una sentencia. Porque no lo es. Lo que nos tocó puede doler, pero también puede transformarse.
La infancia como raíz, no como cárcel
Cuando le conté a alguien mayor sobre este artículo y le dije que los traumas infantiles afectan incluso en la vejez, me miró con una mezcla de escepticismo y ternura. “Eso es puro cuento moderno”, dijo. Pero después de un rato, mientras hablábamos de su papá —que nunca le dijo que lo quería—, se quedó callado. Y ahí entendí que incluso cuando no lo nombramos, el dolor se asoma.
No se trata de vivir anclados al pasado, pero tampoco de ignorarlo. Como lo he reflexionado muchas veces en Mensajes Sabatinos, solo quien tiene el valor de mirar hacia atrás con honestidad puede construir algo realmente libre hacia adelante.
Y eso vale no solo para las personas. También para las organizaciones. Lo he visto en espacios como Organización Todo En Uno, donde el enfoque humano se mezcla con tecnología, pero sin olvidar que detrás de cada proceso hay una historia. A veces incluso, una herida que necesita ser vista.
Sanar también es recordar con otro corazón
Hay una frase que escuché alguna vez: “Uno no sana para dejar de sentir, sino para poder sentir sin que duela tanto.” Y creo que ahí está una clave profunda. No vamos a borrar lo que fuimos, pero sí podemos resignificarlo.
Una infancia difícil puede dejar cicatrices, sí. Pero también puede darnos una sensibilidad única. Una capacidad de empatía que otros no tienen. Una forma de escuchar que no se aprende en libros, sino en el silencio de una habitación donde se lloró solo muchas veces.
Lo importante es que no nos quedemos ahí. Que no nos acostumbremos al vacío, al miedo, al maltrato. Que busquemos ayuda. Que nos hablemos bonito. Que abramos conversaciones donde antes había secretos. Que le demos otro final a lo que parecía una historia repetida.
¿Y si tu historia fuera semilla?
A veces imagino mi vida como un campo. Y pienso que cada experiencia fue una semilla: unas más amargas, otras llenas de sol. Algunas crecieron torcidas por falta de agua o por demasiado viento. Pero todas pueden florecer si las cuido desde ahora. Incluso las que llegaron rotas.
Si alguna vez te sentiste insuficiente, solo, con miedo o sin rumbo… no estás solo. Hay muchos como tú, como yo, como tantos otros que también están aprendiendo a mirar atrás con menos culpa y más compasión. Que están transformando el dolor en arte, en palabras, en proyectos, en fe.
Esa es la fuerza de una generación que ya no quiere cargar más con lo que no le corresponde. Que sí quiere hablar. Que sí quiere sanar. Que sí quiere amar con más conciencia.
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