sábado, 10 de mayo de 2025

Las mascotas más famosas del mundo y lo que nos enseñan

 


Desde que tengo uso de razón, he tenido una relación especial con los animales. No es solo que los ame, sino que algo en su presencia, en su comportamiento, siempre me ha invitado a reflexionar sobre la vida. A veces pienso que, en su simplicidad, los animales pueden ser más sabios de lo que pensamos, más conectados con lo esencial. En particular, las mascotas, esas criaturas que eligen vivir junto a nosotros y, a menudo, nos enseñan lecciones de lealtad, amor incondicional y resiliencia.

Hace poco, mientras leía un artículo en Agronegocios, me encontré con una lista de las mascotas más famosas del mundo, aquellas que, a través de sus características o historias, han dejado huella en millones de personas. Entre ellas destacan figuras como Grumpy Cat, el famoso gato con cara de malhumorado, y Boo, el perro de raza pomerania, conocido por su apariencia tierna. Estos animales no solo ganaron popularidad en las redes sociales, sino que también crearon una conexión emocional con muchas personas alrededor del mundo.

¿Qué tiene de especial una mascota que se convierte en un ícono global? Para empezar, la autenticidad. Grumpy Cat no tenía que hacer nada más que mostrar su cara para que el mundo se enamorara de su personalidad única. De alguna forma, estos animales nos representan. Nos representan a todos aquellos que, de alguna manera, nos sentimos raros, incomprendidos o simplemente “diferentes”. Ellos nos enseñan a abrazar nuestras particularidades, a no esconder lo que nos hace ser quienes somos, por más que el mundo no lo entienda o, incluso, nos critique.

Los animales, sobre todo las mascotas, tienen la capacidad de transmitir algo que no siempre sabemos cómo expresar: el ser sin pretensiones. Pienso en mi propia mascota, un perro mestizo que llegó a mi vida sin pedirlo, y lo primero que me enseñó fue que no necesitaba hacer un esfuerzo por ser amado. Su amor, al igual que el de muchos animales, era y es puro, incondicional. Y eso nos lleva a una reflexión interesante: ¿qué nos impide a nosotros dar y recibir amor sin barreras, sin condiciones?

En Mensajes Sabatinos, he compartido con ustedes cómo las barreras emocionales nos alejan de las relaciones auténticas. Somos seres tan complejos que a veces no sabemos cómo amar sin miedo. Nos enseñan a ser desconfiados, a cuidarnos tanto que, cuando nos encontramos con algo o alguien genuinamente amoroso, nos cuesta creer que no hay segundas intenciones. Los perros, los gatos, las mascotas en general, no tienen esa barrera. Ellos no temen, y es esa pureza en su forma de ser la que nos conmueve.

Pienso en todas esas personas que se sienten solas y que, al adoptar una mascota, encuentran una compañía fiel que no les exige nada más que cariño y cuidado. Los animales no nos piden que seamos perfectos. Ellos nos aceptan tal y como somos, con nuestras imperfecciones, con nuestras inseguridades. Y lo que más me impresiona es que, aunque en muchos casos su vida es más corta que la nuestra, su capacidad de vivir en el presente y de amarnos plenamente está más allá de cualquier expectativa.

A lo largo de mi vida, he aprendido que no hay un amor más desinteresado que el de un animal. Este amor, sin condiciones, sin prejuicios, nos deja ver lo que realmente importa: la presencia. ¿Por qué los gatos, los perros, los conejos, las aves, y tantas otras criaturas, se han convertido en parte esencial de nuestras vidas? Porque, como escribí en Amigo de Ese Ser Supremo, ellos nos devuelven a lo esencial: nos enseñan a estar presentes en el momento, a disfrutar de la simpleza de un abrazo, a apreciar lo que de verdad vale.

Si me preguntas por qué los animales y, especialmente, las mascotas son tan importantes para nosotros, creo que la respuesta está en su capacidad de enseñarnos a ser auténticos. Cada mascota, desde las más famosas hasta las menos conocidas, tiene algo que ofrecernos: una lección de cómo ser nosotros mismos, sin filtros ni máscaras, sin esperar nada a cambio. Nos muestran cómo estar presentes en un mundo que a menudo está obsesionado con el futuro, con lo que vendrá, con lo que se debe lograr.

Y es que, en un mundo lleno de presiones sociales y expectativas, las mascotas nos enseñan que, al final del día, lo único que importa es el ahora. Nos invitan a ser más como ellas, a no complicarnos tanto, a disfrutar de los pequeños momentos de la vida, a valorar lo simple, lo puro.

Así que, la próxima vez que veas una mascota famosa en redes sociales o te encuentres con tu propio perro o gato, recuerda que más allá de su fama o su ternura, hay algo profundo que nos enseñan: ser auténticos, vivir en el presente y, sobre todo, amar sin miedo.

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viernes, 9 de mayo de 2025

Por qué los gatos caben en casi cualquier lugar

 


Siempre he creído que los gatos tienen algo especial. No solo por su elegancia o esa indiferencia que parecen cultivar tan naturalmente, sino por algo más profundo, algo que a veces se nos escapa mientras los miramos descansar sobre el borde de una silla o saltar con agilidad de un lugar a otro. Los gatos, sin duda, parecen tener una habilidad única para adaptarse a los espacios, para encontrar su lugar donde parece no haber espacio alguno. Y no estoy hablando solo de su capacidad física, sino también de una cualidad que muchos de nosotros desearíamos tener: la flexibilidad.

¿Te has dado cuenta de cuán fácil parece ser para ellos acurrucarse en un espacio reducido? Pueden entrar en cajas, en cestas, en los rincones más inesperados, en espacios tan pequeños que incluso nosotros, con nuestra humanidad, quedaríamos atrapados. Y no solo en sentido físico, sino también en ese otro espacio más etéreo, más emocional y psicológico. Los gatos saben encontrar su lugar, en cualquier rincón de la casa, y en cualquier rincón de la vida. Ellos parecen tener la capacidad de adaptarse sin perder su esencia, sin perder esa magia que los hace tan misteriosos.

El otro día, mientras leía un artículo de El Tiempo, me quedé pensando en cómo esta habilidad de los gatos podría ser un reflejo de algo mucho más grande. Los expertos explicaban que los gatos tienen una estructura corporal tan flexible que les permite estirarse, comprimirse y adoptar posturas que parecen imposibles para otros animales. Pero más allá de la ciencia, ¿qué simboliza esto para nosotros como seres humanos?

Vivimos en un mundo donde nos enseñan a ser rígidos. Nos dicen que hay un camino, un solo camino, para lograr algo. Nos dicen que tenemos que encajar en un molde, que nuestras decisiones deben seguir un patrón preestablecido. Pero los gatos nos enseñan otra cosa. Ellos no siguen un patrón fijo. Su vida no se ajusta a normas rígidas de espacio, de tiempo o de forma. Ellos se adaptan, se ajustan, se expanden y se contraen, según lo necesiten, pero siempre permaneciendo fieles a su naturaleza. Ellos no se fuerzan a ser algo que no son, y eso los convierte en algo mucho más libre que muchos de nosotros.

Mientras observo a mi propio gato en la casa, se me ocurre que muchos de nosotros, cuando nos enfrentamos a dificultades o a momentos de incertidumbre, perdemos la capacidad de adaptarnos. En lugar de buscar nuevas formas de ocupar los espacios que la vida nos ofrece, nos bloqueamos, nos quedamos atrapados en la idea de que las cosas deben ser como las imaginamos. Como si nuestra vida solo pudiera encajar en una sola caja, en un solo lugar. Pero los gatos nos enseñan que hay otras formas de existir, que se pueden encontrar nuevos espacios, nuevos caminos, siempre y cuando mantengamos la mente abierta y la disposición de adaptarnos.

En Mensajes Sabatinos, siempre trato de hablar sobre cómo la vida nos reta a encontrar nuestro lugar, a veces en momentos donde parece que no hay espacio suficiente para todos nuestros sueños, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Y es que, a veces, sentir que no cabemos en algún lugar es solo un reflejo de nuestra propia incapacidad de adaptarnos a las circunstancias. No siempre se trata de cambiar las circunstancias, sino de cambiar nuestra perspectiva, nuestra forma de interactuar con ellas.

Pensar en los gatos me lleva también a reflexionar sobre nuestra relación con los demás. A menudo, nos olvidamos de lo importante que es aprender a convivir, a compartir espacios, a adaptarnos a las personas que nos rodean. No se trata de imponer nuestra forma de ser o de esperar que los demás se adapten a nosotros, sino de reconocer los espacios comunes, las formas de relacionarnos que nos permitan coexistir de manera armónica, flexible y respetuosa.

Esto me recuerda un post en Amigo de Ese Ser Supremo, donde hablé sobre cómo, muchas veces, lo que nos limita en la vida no es la falta de oportunidades, sino nuestra incapacidad de verlas. Los gatos nos enseñan a buscar las oportunidades, incluso cuando estas parecen pequeñas o invisibles. Ellos no tienen miedo de entrar en lugares estrechos, ni de estirarse hasta donde su cuerpo les permita. Y en esto radica la lección: la vida siempre ofrece un espacio para quienes están dispuestos a adaptarse, a transformarse, a buscar nuevas formas de existir dentro de lo que tienen.

Nosotros también podemos hacer esto. Podemos aprender a ser más flexibles, a permitirnos fluir con los cambios, a no aferrarnos a un camino predeterminado cuando el universo está llenándonos de nuevos caminos por descubrir.

Vivir con flexibilidad no significa renunciar a nuestros sueños o a nuestra identidad. Al contrario, es entender que todo, incluso nuestros sueños, puede tomar nuevas formas, puede expandirse, contraerse y adaptarse. La verdadera libertad no está en encajar en un espacio, sino en aprender a ocupar cualquier espacio con autenticidad y sin miedo.

Cada vez que mi gato se acomoda en un nuevo rincón de la casa, me recuerda que yo también puedo encontrar mi lugar, incluso en los espacios que parecen estar demasiado pequeños o incómodos. Solo tengo que confiar en mi capacidad de adaptarme, de fluir con las circunstancias, de ver los límites no como barreras, sino como oportunidades para crecer.

Y en este proceso, recordaré siempre que, como los gatos, lo más importante no es dónde estoy, sino cómo estoy siendo. Ser flexible no es solo una habilidad física; es una forma de ser, de vivir con mente abierta y corazón dispuesto.


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jueves, 8 de mayo de 2025

Cuando las montañas dejan de hablar

 


Desde que tengo memoria, he sentido una conexión especial con la naturaleza, aunque haya crecido en medio de ciudades llenas de ruido, pantallas y carreras contra el tiempo. Hay algo en los árboles, en el agua, en las montañas, que nos habla de una manera que las palabras humanas no logran replicar. Algo que late, que respira, que nos recuerda de dónde venimos y hacia dónde, inevitablemente, regresamos.

Esta semana, mientras leía un artículo sobre la alarmante escasez de nieve en el Himalaya, no pude evitar sentir una punzada de tristeza mezclada con esa incómoda sensación de urgencia que nos queda cuando sabemos que algo importante se está quebrando... y nosotros apenas lo estamos notando.

El Himalaya, ese techo del mundo, no es solo un ícono majestuoso que adorna libros de geografía o fondos de pantalla inspiradores. Es la fuente de vida para millones de personas en Asia. Ríos como el Ganges, el Mekong y el Yangtsé nacen de su hielo, llevando agua a ciudades, campos, familias enteras. Cuando la nieve desaparece, no solo pierde belleza el paisaje: se pone en jaque la existencia de comunidades completas, de culturas milenarias, de toda una red de vida que, aunque no la veamos, está profundamente entrelazada con la nuestra.

Me pregunté, mientras cerraba la noticia, ¿qué tan conscientes somos realmente de lo frágil que es todo?
Nos creemos invencibles desde nuestras ciudades blindadas de concreto y Wi-Fi. Nos creemos ajenos al dolor de montañas lejanas. Pero la verdad es otra: cada gota de agua que dejamos correr sin pensar, cada pedazo de plástico que tiramos sin culpa, cada industria que elegimos ignorar por comodidad, todo suma. Todo habla. Todo pesa.

En Mensajes Sabatinos, he reflexionado muchas veces sobre esa responsabilidad silenciosa que tenemos con el mundo que habitamos. No como una carga culpable, sino como una forma de amor genuino. Amar no es solo cuidar a quien nos abraza: es cuidar a quien nunca nos ha visto, a quien nunca nos podrá agradecer. Es cuidar esa montaña lejana cuya nieve jamás tocaremos, pero de la cual depende, en alguna cadena invisible, nuestra propia existencia.

Y es que el Himalaya no está tan lejos como creemos.

Vivimos en una época donde la información viaja más rápido que el agua que baja de las montañas. Sabemos lo que está pasando, vemos las imágenes, leemos los titulares... pero muchas veces nos anestesiamos. Como si entre saber y actuar existiera un abismo imposible de cruzar.

¿Será que nos acostumbramos demasiado al dolor ajeno?

¿Será que la belleza también puede morir de indiferencia?

Hoy quiero pensar que no. Hoy quiero rebelarme contra esa resignación silenciosa que a veces me gana cuando veo el mundo arder. Porque si algo he aprendido en mi familia, en las conversaciones compartidas en Amigo de Ese Ser Supremo, es que siempre, siempre, hay algo que podemos hacer. Aunque sea pequeño. Aunque parezca insignificante.

Reducir nuestro consumo irresponsable. Cuidar el agua como si fuera sagrada (porque lo es). Apoyar iniciativas de reforestación y conservación. Educar a otros desde el ejemplo y no solo desde las palabras. Elegir productos que respeten más a la Tierra. Levantar la voz cuando haya que hacerlo.

Tal vez una sola acción nuestra no derrita el hielo ni detenga el deshielo del Himalaya. Pero muchas acciones juntas sí pueden cambiar la historia.

En Bienvenido a mi Blog, he hablado de cómo a veces la esperanza no es un sentimiento, sino una decisión. Y creo que este es uno de esos momentos: donde no basta con sentir, sino que hay que elegir.

Elegir ser parte del cambio.

Elegir no mirar a otro lado.

Elegir cuidar, aun cuando nadie esté mirando.

El Himalaya está hablando. Sus nieves que retroceden son un grito silencioso, una súplica de ayuda que atraviesa océanos, lenguas y banderas. ¿Estamos dispuestos a escuchar? ¿O preferimos seguir haciendo como que nada pasa, hasta que el agua también nos falte a nosotros?

Hoy más que nunca entiendo que la espiritualidad no es solo rezar o meditar: es actuar en coherencia con el amor que decimos tener. Es honrar esa vida que nos sostiene cada mañana, aún cuando no la veamos.

Hoy, al escribir estas líneas, siento el peso hermoso y doloroso de estar vivo en un momento tan crítico de la historia. Y aunque a veces parezca que somos muy pequeños para cambiar algo, sé que nuestra voz, nuestras acciones, nuestras elecciones, suman.

Así que si alguna vez sientes que todo está perdido, mira hacia una montaña. Recuerda que, aún en el hielo que se derrite, hay una oportunidad: la de despertar, la de volver a empezar.


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miércoles, 7 de mayo de 2025

La confianza también se aprende: lo que un perro puede enseñarnos sobre la vida y el cuidado

 


Desde que soy pequeño, los perros han sido parte de mi vida. No recuerdo una sola etapa en la que no haya estado acompañado por su lealtad incondicional, su mirada limpia, su amor que no exige nada. Cuando pienso en ellos, pienso en esa palabra que a veces parece estar en vía de extinción: confianza.

Hace unos días, mientras leía un artículo sobre las enfermedades que se pueden transmitir a través de la saliva de un perro, sentí una mezcla de sorpresa y reflexión. Claro, uno siempre escucha que hay que tener cuidado, que hay bacterias y virus que pueden afectarnos, que la ternura de un lamido también puede tener sus riesgos. Y la ciencia, como siempre, tiene razón. Existen enfermedades como la rabia, infecciones bacterianas como la capnocytophaga, e incluso algunas zoonosis parasitarias que pueden transmitirse si no hay un adecuado control de la salud del animal.

Pero más allá de lo evidente, ese artículo me dejó pensando en algo más grande: ¿qué tanto cuidamos realmente aquello que amamos? ¿Qué tanto entendemos que el amor, la confianza y el cuidado no son opuestos, sino que se necesitan mutuamente?

Crecí en un hogar donde aprendí que amar también es proteger. No proteger desde el miedo o la paranoia, sino desde la conciencia. Por eso, tener un perro, para mí, nunca ha sido solo tener una "mascota"; es asumir una responsabilidad sagrada. Es saber que su bienestar depende de mí tanto como mi bienestar emocional se ha visto tocado por ellos.

Hoy en día, cuando muchos luchamos por mantener la fe en el mundo, cuando desconfiamos hasta del saludo en la calle, tal vez deberíamos observar más a los animales. Ellos confían, pero también sienten cuando algo no está bien. Nos enseñan a no dudar del cariño, pero sí a estar atentos.

Y no se trata de vivir con miedo. Se trata de vivir despiertos.

Así como no deberíamos acercarnos a un perro callejero sin antes asegurarnos de que esté sano o que no esté asustado, tampoco deberíamos abrir del todo el corazón a realidades o personas que, en su dolor o descuido, podrían lastimarnos. No por desconfianza radical, sino por amor propio consciente.

Y esto me lleva a algo que a menudo compartimos en Amigo de Ese Ser Supremo: la vida es un acto de equilibrio constante entre fe y discernimiento. Amar no es volverse ciego; es ver con más profundidad. Confiar no es ignorar el riesgo; es reconocerlo y actuar con sabiduría.

¿Sabías que la mayor parte de las enfermedades transmitidas por saliva canina se pueden prevenir simplemente vacunando a nuestros perros, llevándolos a chequeos veterinarios regulares y practicando una higiene básica? ¡Así de sencillo! Y sin embargo, muchos prefieren pensar "eso nunca me va a pasar" y actúan como si el amor bastara por sí solo.

Pero el amor necesita conciencia para ser verdadero.

Lo mismo pasa en la vida: amar un proyecto no significa no planearlo. Amar a una persona no significa no cuidar tus límites. Amar tu propio futuro no significa no preguntarte cuáles riesgos deberías estar atendiendo ahora.

Como suelo reflexionar en Mensajes Sabatinos, a veces las señales que nos da la vida son como esos pequeños lamidos: gestos tiernos que también contienen lecciones ocultas. Aprender a ver más allá de lo evidente es un arte que se cultiva día a día, con pequeños actos de presencia.

Ahora, sé que hay quienes pueden decir: "¡Qué exageración! ¡Solo es un perro lamiéndote la cara!"
Pero en la vida, las cosas pequeñas son las que terminan importando más. La sonrisa sincera de un amigo, un mensaje que llega justo cuando más lo necesitabas, una caminata al atardecer con tu mascota, sintiendo que, por un momento, todo está bien.

Sí, podemos enfermarnos si no cuidamos esos detalles.
Sí, podemos lastimarnos si no ponemos atención.

Pero también, y sobre todo, podemos vivir mejor si entendemos que amar no es ignorar los riesgos, sino abrazarlos con responsabilidad.

Así como en Bienvenido a mi Blog he compartido sobre el poder de la fe consciente, quiero recordarlo hoy aquí: cada acto de cuidado es también un acto de amor. Cada decisión de prevenir es también una manera de decir “quiero que estés bien”, “quiero estar bien contigo”, “quiero estar bien para lo que la vida tenga para dar”.

Y así, poco a poco, vamos tejiendo una confianza más madura. Una confianza que no niega las sombras, pero que tampoco deja que ellas opaquen la luz.

Hoy, al mirar a mi perro dormido a mis pies mientras escribo estas líneas, pienso en todo lo que él me ha enseñado sin decir una sola palabra. La confianza no es algo que damos una vez y ya. Es algo que construimos, que renovamos, que aprendemos a cuidar como el tesoro que es.

Así que, la próxima vez que un perro te lama la cara y sientas esa mezcla de alegría y ligera incomodidad, sonríe, limpia con cariño si es necesario, lleva a tu amigo peludo al veterinario si hace falta... y recuerda: confiar y cuidar no son enemigos. Son aliados.

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martes, 6 de mayo de 2025

Qué tanto creemos en lo que esperamos?

 


A veces pienso que vivir es como caminar sobre un hilo invisible, entre lo que deseamos y lo que creemos posible. Crecemos soñando en grande: ser astronautas, artistas, líderes, agentes de cambio… pero conforme vamos avanzando, algo empieza a cambiar dentro de nosotros. No es que dejemos de soñar, pero sí empezamos a preguntarnos si de verdad es posible. Si de verdad merecemos lo que anhelamos.

Y justo de eso, en parte, trata lo que estuve leyendo esta semana sobre el "placebo psicodélico" en un ensayo clínico con LSD y TDAH, compartido por Psyciencia. Más allá de los tecnicismos médicos, lo que me golpeó fue algo mucho más humano: el enorme poder que tienen nuestras expectativas. Cómo, sin siquiera haber recibido la sustancia real, muchos participantes sintieron efectos simplemente porque creían que la habían recibido.

Y no pude evitar hacerme una pregunta que me ha rondado todo el día: ¿cuántas veces nuestras vidas han cambiado, no porque haya pasado algo “real” allá afuera, sino porque dentro de nosotros decidimos creer que ya era posible cambiar?

Hay algo fascinante y también un poco perturbador en saber que nuestro cerebro puede construir experiencias tan vívidas basadas en una expectativa. No porque sean "mentira" —eso sería demasiado fácil y hasta cruel decirlo—, sino porque habla de lo profundo que es el vínculo entre lo que sentimos y lo que esperamos sentir.

En un mundo que a veces se burla de los soñadores, que nos vende una idea de éxito basada en métricas tan frías como el dinero o los seguidores en redes, este hallazgo científico me recordó que hay una fuerza silenciosa más poderosa que cualquier algoritmo: la fe. No una fe ciega o religiosa necesariamente (aunque también puede serlo), sino una fe profunda en la posibilidad de que algo cambie, de que algo nuevo sea real.

Y ahí es donde me entra el conflicto. Porque también he visto cómo esa misma fuerza puede ser usada en nuestra contra. ¿Cuántas veces hemos creído en personas que no lo merecían? ¿Cuántas veces hemos apostado todo por un proyecto, una amistad o un amor que al final solo nos dejó vacíos?
A veces tener fe duele. A veces desear mucho algo nos expone brutalmente al vacío de no obtenerlo.

Pero, ¿sabes qué? Prefiero ese riesgo mil veces antes que endurecerme hasta dejar de creer. Prefiero caminar con la posibilidad del dolor antes que anestesiarme con el cinismo.

Mientras leía más sobre el experimento, pensaba en los chicos y chicas que viven con TDAH y la carga que eso significa en una sociedad que aún entiende muy poco de neurodiversidad. Muchos de ellos, seguramente, viven día a día con el estigma de “ser distraídos”, “ser vagos”, “no ser capaces”. ¿Qué pasaría si en lugar de enfocarnos en todo lo que “falta” empezáramos a sembrar en ellos (y en nosotros mismos) la expectativa de que pueden, de que son valiosos, de que su forma diferente de vivir la atención y el mundo también tiene un lugar?

La expectativa es medicina.

La expectativa también puede ser veneno.

Todo depende de qué tan conscientes seamos de lo que estamos esperando… y de lo que estamos dejando que otros nos hagan esperar.

Algo que aprendí muy joven, gracias a las conversaciones profundas en familia y al contacto con el espíritu que compartimos en Amigo de ese Ser Supremo, es que la vida no siempre va a ser justa en el sentido lógico. Pero sí puede ser profundamente justa en el sentido espiritual: cada acto de fe verdadera, cada esperanza sembrada en amor, no se pierde. Puede que no siempre regrese en la forma en que queremos. Pero regresa.

A veces no es la meta la que nos transforma. Es el hecho de haber creído en el camino.

Y esto también conecta con lo que he reflexionado en otros momentos, como escribí en mi blog Bienvenido a mi Blog: la verdadera fuerza de una persona no se mide en las veces que “ganó”, sino en las veces que creyó, aun cuando no había garantías de ganar.

Y hoy, después de darle muchas vueltas al tema, me atrevería a decir algo que a mis 21 años siento con más certeza que nunca: no hay tal cosa como una vida desperdiciada cuando esa vida se vivió apostando por lo que el corazón decía.

¿Que a veces vamos a sentirnos decepcionados? Obvio.
¿Que vamos a caer y sentir que no valía la pena? Probablemente.
¿Que habrá momentos donde la expectativa se sentirá como una traición? Claro.

Pero aun así, el simple hecho de habernos permitido creer ya habrá sido una revolución en un mundo que cada vez apuesta más por la indiferencia, la apatía y el descreimiento.

Piensa en eso la próxima vez que dudes de ti mismo.

Piensa en eso cuando tengas miedo de volver a intentarlo.

Piensa en eso cuando sientas que todo está en tu contra.

Tu expectativa, tu fe, tu amor… aunque parezcan pequeños, pueden mover mundos dentro de ti.

Y eso, créeme, es más potente que cualquier dosis de LSD.


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lunes, 5 de mayo de 2025

Cuando la tristeza se viste de negro

 


Hay días en que la tristeza no es solo un estado de ánimo pasajero. Hay días en que parece una segunda piel, una capa de sombras que se pega al alma y que pesa, duele, se cuela en todo. Y lo peor es que muchas veces no tenemos ni idea de por qué. A veces simplemente nos encontramos ahí, en un rincón de nosotros mismos, preguntándonos cómo llegamos a ese lugar.

Últimamente he pensado mucho en cómo hay partes de nosotros —partes que ni siquiera nos gustan— que pueden ser las verdaderas responsables de esa oscuridad. No hablo solo de problemas externos, de las noticias malas o del estrés de la vida diaria. Hablo de esos rasgos que cargamos por dentro: el cinismo, el narcisismo, la manipulación, la indiferencia… lo que muchos psicólogos llaman “rasgos oscuros” de la personalidad.

Leyendo un artículo en Psyciencia, me di cuenta de que la ciencia también está empezando a ver la conexión entre esos rasgos y la depresión. No es solo una cuestión de sentirse mal porque las cosas no salen bien; es también que ciertas actitudes que adoptamos —o que nos adoptan, porque a veces ni cuenta nos damos— terminan siendo el terreno fértil para que la tristeza crezca hasta convertirse en algo más grande y más oscuro.

Y esto me hizo preguntarme: ¿cuántas veces, tratando de protegernos, nos vamos endureciendo, volviéndonos fríos o desconfiados? ¿Cuántas veces la vida nos empuja a defendernos y, sin darnos cuenta, esa misma defensa nos deja solos, atrapados en nosotros mismos?

Desde pequeño, he visto cómo las heridas no sanadas pueden transformarse en máscaras. Lo he visto en amigos, en familiares, a veces en el espejo. Crecemos pensando que ser "duros" es la mejor manera de sobrevivir, que mostrar menos sentimientos nos hará menos vulnerables. Pero el precio de esa armadura emocional es altísimo: perdemos la capacidad de confiar, de amar con libertad, de pedir ayuda cuando realmente la necesitamos.

Y cuando la vida nos golpea (porque tarde o temprano lo hace), esas máscaras no nos protegen… nos aíslan. Ahí es cuando la tristeza deja de ser solo una emoción momentánea y se convierte en una casa sombría de la que no sabemos cómo salir.

Algunos estudios recientes refuerzan esta conexión. Personas con rasgos de maquiavelismo, narcisismo o psicopatía —no necesariamente en su versión extrema— son más propensas a desarrollar síntomas depresivos. El problema es que esos rasgos no solo afectan cómo vemos a los demás (como amenazas, obstáculos o instrumentos), sino también cómo nos vemos a nosotros mismos: como frágiles, indignos o simplemente vacíos.

La espiritualidad, que siempre ha sido una brújula para mí (y que comparto en Amigo de Ese Ser Supremo), me ha enseñado que el corazón humano no está hecho para el cinismo ni para la frialdad. Estamos diseñados para la conexión, para la empatía, para la compasión. Pero para vivir desde ahí hay que ser valiente, y ese tipo de valentía no siempre nos lo enseñan en casa, en la escuela o en la calle.

En mi propio camino he tenido que enfrentar esas sombras internas. Es más fácil de lo que creemos resbalar hacia el egoísmo o hacia la indiferencia cuando nos sentimos heridos. Pero he aprendido que la verdadera sanación empieza por mirarnos honestamente. Reconocer que a veces sí manipulamos, que a veces sí somos orgullosos, que a veces sí usamos el sarcasmo para ocultar la tristeza.

Mirarlo no para castigarnos, sino para liberarnos.

Porque lo que no se ve, no se puede sanar.

Hay una entrada que escribí hace un tiempo en mi blog personal, donde hablo de cómo la tristeza, lejos de ser una enemiga, puede ser una maestra. Y hoy, entendiendo esto desde otro ángulo, veo que esa maestra muchas veces nos está pidiendo que soltemos nuestras máscaras. Que volvamos a ser vulnerables. Que recordemos que ser humano no es ser perfecto ni ser fuerte todo el tiempo.

Me duele ver cómo en nuestra generación, la salud mental se ha convertido en una batalla diaria. Hay mucha conciencia, sí, pero también mucho miedo de mostrar debilidad real. Publicamos en redes frases sobre autocuidado y amor propio, pero ¿cuántos de nosotros nos damos permiso para llorar cuando nadie está viendo? ¿Cuántos de nosotros tenemos a alguien a quien le podamos decir, sin filtro, “hoy me siento perdido”?

Y me pregunto, ¿qué pasaría si, en lugar de endurecernos para sobrevivir, nos abriéramos más para vivir?

Tal vez entonces la tristeza no tendría que vestirse de negro. Tal vez podría venir, enseñarnos lo que tiene que enseñarnos, y luego dejarnos más fuertes, más humanos.

Sé que no es fácil. Yo también tengo días en los que siento que todo lo que he aprendido no es suficiente para sostenerme. Pero incluso en esos días, me aferro a algo que aprendí de quienes me han precedido, en especial en Mensajes Sabatinos: hay algo dentro de nosotros que nunca se apaga. Una chispa. Una semilla de vida que, aunque esté cubierta de tristeza o de dolor, sigue estando ahí, esperando ser regada con amor, paciencia y verdad.

Hoy, más que nunca, necesitamos recordarlo. Necesitamos hablar de esto entre nosotros. No como expertos, no como psicólogos, sino como seres humanos que caminan lado a lado, que saben que todos, absolutamente todos, llevamos tanto luz como sombra dentro.

Y que reconocer nuestra oscuridad no nos hace malos... nos hace reales.

Así que si estás pasando por un momento difícil, no te castigues. No te escondas detrás del cinismo o la indiferencia. Busca un espacio seguro, una persona de confianza, o incluso un pedazo de papel donde puedas volcar todo eso que te pesa. Y si te sientes muy solo, aquí estoy, desde este rincón pequeño del mundo, diciéndote: no estás solo. No lo estás.

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domingo, 4 de mayo de 2025

Cuando el amor de pareja se vuelve peso: lo que nadie te cuenta sobre criar desde la carencia

 


Reflexiones de un hijo, un joven y un observador de vínculos que sí dejan huella


Hay cosas que uno no elige, pero igual lo marcan. Como la forma en que se aman —o se hieren— tus padres cuando tú apenas estás aprendiendo a hablar. Como el clima emocional de una casa donde las emociones no se dicen, pero se respiran. Como el tono de una discusión que no te grita a ti, pero igual te hace temblar.

He vivido lo suficiente para notar que no todo lo que nos forma es visible. A veces no es lo que te dicen directamente, sino lo que no supieron resolver entre ellos. Hace poco leí un artículo de Psyciencia que hablaba de cómo el apego romántico en las parejas puede influir, sin que lo noten, en cómo educan a sus hijos. Y me hizo ruido. Mucho. Porque no se trata solo de “cómo son como papás”, sino de cómo se tratan como pareja, y cómo esa relación afecta lo demás, incluso lo que debería ser incondicional.

El texto decía que cuando en una relación uno de los dos (o ambos) tiene un apego ansioso, la crianza se puede volver más dura, más reactiva, más autoritaria. ¿Por qué? Porque el estrés que no se resuelve en la relación termina saliendo en la relación con los hijos. Como si el niño o niña se volviera un canal de descarga emocional de lo que no se dijo, de lo que no se curó. Y eso… eso es fuerte.

Yo no soy papá, pero sí he sido hijo. Y como joven, también he sido observador. He visto muchas veces cómo los adultos que no se miran a sí mismos proyectan en sus hijos lo que no se atreven a enfrentar. Papás que castigan con rabia cosas que en realidad les recuerdan a su pareja. Mamás que se refugian en la crianza porque su relación se volvió un desierto emocional. Familias que se rompen en silencio, porque nadie se atreve a hablar de lo que duele sin buscar culpables.

En mi blog juanmamoreno03.blogspot.com suelo escribir desde esa mezcla rara que tengo entre juventud y conciencia. Desde lo que me enseñó la vida, pero también desde lo que heredé de mi papá y mi abuelo: ese amor por escribir, por observar, por darle sentido a lo que parece solo caos. Y todo esto me lleva a pensar: ¿qué tanto de lo que creemos “problemas de crianza” son en realidad heridas de pareja que no se cerraron?

No podemos seguir separando lo emocional de lo relacional. No se puede criar con ternura si en la pareja reina la tensión. No se puede acompañar con empatía si uno mismo está emocionalmente drenado. Por eso, más que “cursos de crianza”, creo que lo que muchas familias necesitan es valentía para mirarse y sanar. Sanar no para culparse, sino para no seguir repitiendo.

Y ahí conecto con algo que se dice poco pero que es urgente decir: no es justo que los hijos carguen el vacío de sus padres. No es justo que un niño tenga que ganarse el afecto porque sus papás no se ganaron el uno al otro con honestidad. No es justo que una adolescente sienta que si se equivoca es el “problema” de la casa, cuando en realidad solo es el reflejo de una estructura que nunca aprendió a hablar con amor.

Tampoco estoy diciendo que los padres tengan que ser perfectos. Nadie lo es. Pero sí creo que ser adulto implica tener el coraje de no echarle la culpa a la infancia propia ni esconderse detrás del rol. He visto gente que, cuando se hace consciente de su estilo de apego, empieza a relacionarse distinto. A pedir ayuda. A no repetir el mismo patrón con sus hijos. Y eso... eso ya es un acto de amor revolucionario.

En Bienvenido a mi blog, mi papá ha escrito sobre esas heridas invisibles que se heredan. Sobre cómo la falta de diálogo emocional termina impactando hasta las finanzas, los negocios, la salud. Y también en Mensajes Sabatinos, donde se nos recuerda que el hogar es un reflejo de lo que somos por dentro, no solo por fuera.

Yo creo que esta generación tiene una ventaja y una responsabilidad. Tenemos más acceso a información, a terapia, a conciencia. Pero también enfrentamos la presión de tener que “romper ciclos” sin tener siempre las herramientas. A veces, se siente como cargar un legado que no elegimos. Pero aún así, creo que se puede. Que se vale sentir, dudar, incluso fallar… pero nunca dejar de buscar sanar.

Y si eres joven como yo, quiero decirte esto: no estás loco por cuestionar cómo fuiste criado. No eres ingrato por querer una crianza diferente. Y si algún día decides formar tu propia familia, hazlo desde la honestidad emocional. No desde el miedo. No desde la deuda. No desde la costumbre.

Porque el amor que no se transforma, se convierte en herida. Pero el amor que se reconoce, se reinventa.

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