Cuando era niño, en mi casa siempre hubo gatos. No recuerdo una etapa de mi vida en la que no hubiera al menos uno rondando por la sala, durmiendo sobre el espaldar del sofá o mirando por la ventana como si entendiera algo que los humanos aún no alcanzamos. No eran “mascotas” en el sentido tradicional: eran parte de la casa, parte de la historia, parte de mí. Aprendí con ellos lo que es el silencio lleno, lo que es acompañar sin invadir, lo que es querer sin palabras.
Por eso cuando leo o escucho frases como “hay que reducir el abandono de gatos” o “campañas de adopción para disminuir la sobrepoblación”, no puedo evitar pensar que vamos tarde. Que la conversación —necesaria, sí— se está quedando en lo visible. Porque el abandono no comienza el día que alguien abre la puerta y deja a un animal en la calle. Comienza mucho antes.
Ahí empieza el abandono: en la desconexión.
Y esto lo digo no desde el juicio, sino desde lo que he aprendido en carne propia, en mi familia, en conversaciones reales y silenciosas que me han acompañado toda la vida. En uno de mis blogs favoritos de mi padre —Bienvenido a mi blog— hay una entrada que dice algo que me marcó: “Nada que se ama profundamente se abandona con facilidad” (leer aquí). Y eso me hizo pensar que quizá la clave no está en enseñar a no abandonar… sino en enseñar a amar mejor. A acompañar distinto.
Porque amar no es llenar de mimos cuando me conviene. Amar es también cuidar cuando molesta. Es asumir el compromiso de convivir, incluso cuando hay pelos en la ropa, maullidos a las tres de la mañana o rascadas en la puerta. Y eso aplica a los gatos, pero también a las personas. A los amigos. A los viejos. A la vida.
Vivimos en una cultura del descarte, donde todo es desechable. Si no me sirve, si no me responde, si no es como quiero… lo suelto. Y eso lo estamos aplicando también a los animales. Según cifras recientes, solo en Colombia se reportan más de 250.000 gatos abandonados en las calles cada año. Muchos nacieron ahí. Otros llegaron porque “ya no podían tenerlos”. Pero pocos se preguntan qué pasó antes. Qué tan profundo fue el vínculo. Qué tanto fue amor y qué tanto fue proyección.
En mi blog https://juanmamoreno03.blogspot.com he escrito sobre esta necesidad de volver a conectar con la vida, con lo vivo. Porque no se trata solo de proteger animales. Se trata de recuperar la capacidad de sentirnos parte del todo. De dejar de creernos el centro. Y de actuar con más ternura, sí, pero también con más responsabilidad.
El futuro sin gatos abandonados no se construye solo con campañas de esterilización o adopción. Eso es fundamental, claro. Pero lo más profundo se juega en la conciencia. En cómo criamos. En cómo consumimos. En cómo tratamos al otro, incluso si ese otro no habla. Y ahí es donde se cruzan la espiritualidad, la ecología, el amor y la ética. Lo decía en una de mis reflexiones para Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías (leer aquí): cuando miras con respeto a un ser vulnerable, te estás reconectando con tu parte divina. No porque seas mejor, sino porque dejas de creerte superior.
Hoy, muchos de mis amigos tienen gatos adoptados. Gatos con tres patas, con un solo ojo, con historias duras que no caben en un post de Instagram. Y sin embargo, son seres que han traído sanación, compañía, sentido. Porque a veces, lo que el mundo desecha es lo que más puede enseñarte a amar.
Entonces sí, hablemos de un futuro sin gatos abandonados. Pero no como una meta a alcanzar, sino como un proceso a vivir. Empezando por nosotros. Por nuestras decisiones. Por cómo educamos el amor. Por cómo aprendemos a quedarnos.
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