jueves, 22 de mayo de 2025

Y si fuéramos nosotros los que un día amanecemos sin hogar? Una reflexión sobre los perros, la eutanasia y lo que no queremos ver



A veces hay noticias que no se ven en titulares grandes, pero que te rasgan el alma si estás lo suficientemente despierto para sentirlas. Esta vez me pasó con un artículo sobre la eutanasia en perros callejeros, concretamente en Colombia, donde aún se debate si es una solución o un reflejo brutal de todo lo que hemos dejado perder como sociedad. Y no puedo negar que algo dentro de mí se quebró un poco cuando terminé de leerlo. Porque más allá de los datos, los protocolos y las leyes, hay una pregunta que no me dejó dormir esa noche: ¿cuándo empezamos a normalizar que algunos seres, por estar en la calle, pierdan el derecho a vivir?

No soy veterinario, no soy activista formal de derechos animales, ni he dedicado mi vida a rescatar perros. Pero sí he convivido con ellos desde niño. Los vi entrar a mi casa sin pedir permiso y salir de ella como parte de la familia. Vi a mi papá llorar por un perro como se llora por un abuelo. Y aprendí que los animales no son “mascotas”. Son espejo. Son compañía que no pide explicaciones. Son amor sin etiquetas. Por eso este tema me duele. Me incomoda. Y siento que nos debería doler a todos.

Porque no estamos hablando solo de perros. Estamos hablando de lo que hacemos con lo que estorba. Con lo que “no cabe” en la estructura. Con lo que ensucia la estética de una ciudad que quiere mostrarse moderna, mientras sus calles esconden hambre, abandono y miedo. Y sí, muchos de esos perros están enfermos, heridos o viejos. Pero… ¿ese es motivo suficiente para eliminarlos? ¿Acaso nosotros no envejecemos también? ¿No nos enfermamos? ¿Qué haríamos si un día alguien nos declara “inviables” solo porque dejamos de ser útiles?

La eutanasia debería ser un acto de compasión cuando no hay más alternativas, no una política de gestión urbana. Pero en muchos casos se convierte en eso: en un “control poblacional” disfrazado de humanidad. Y lo digo con rabia, pero también con responsabilidad. Porque entiendo que los refugios están desbordados, que hay recursos limitados, y que no todos los perros pueden ser adoptados. Pero también sé que hemos fallado como comunidad al no educar, al no esterilizar, al no mirar a los ojos a esos seres que caminan por la calle como si fueran nadie.

He visto más empatía en la mirada de un perro sin nombre que en muchos discursos bien escritos. He sentido más consuelo acostado junto a uno que en muchas terapias costosas. Y aún así, los dejamos morir como si fueran basura orgánica. Nos excusamos en la “falta de cupos”, en el “riesgo sanitario”, en el “bienestar general”. Pero no podemos seguir creyendo que matar es cuidar. Que desaparecer es proteger.

Desde mi mirada como joven, como colombiano y como persona que aún cree que se puede vivir con conciencia, pienso que el problema va más allá del perro. El problema es que cada vez somos más rápidos para desechar lo que no podemos resolver. Y eso aplica a relaciones, a ancianos, a enfermos mentales, a migrantes, a lo que no se adapta. A todo lo que incomoda. Como si solo mereciera vivir lo que funciona perfectamente.

Y ahí es donde esta conversación conecta con la espiritualidad que he compartido en mi blog personal y en el de mi familia (Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías). Porque si creemos en un Dios –en el nombre que quieras darle– ¿cómo justificamos un acto que anula la vida de otro ser sin una opción distinta? ¿Cómo concilia nuestra fe con nuestras decisiones públicas?

No estoy diciendo que todas las eutanasias sean crueles o injustas. Hay momentos en los que la muerte puede ser una liberación para un alma que sufre sin retorno. Pero eso es muy distinto a hacer de la eutanasia una solución sistemática al problema del abandono. Porque el abandono no empieza en la calle. Empieza cuando educamos sin valores. Cuando compramos perros como juguetes. Cuando los vemos como cosas y no como vínculos. Cuando no esterilizamos, cuando no protegemos, cuando no enseñamos a los niños que una vida –sea la que sea– vale más que un adorno bonito de casa.

Por eso me duele leer que algunos municipios han optado por eutanasias masivas como forma de control poblacional. Porque eso me habla de una sociedad que no quiere hacerse cargo. Que prefiere apagar lo que no sabe manejar. Y me dan ganas de escribir más, de hablarlo en mis grupos de amigos, de compartirlo en las redes, de no quedarme callado. Porque quizás lo que más necesitan esos perros no es un hogar perfecto. Es que alguien los vea. Que alguien los nombre. Que alguien se pregunte por ellos, como hoy lo estoy haciendo yo.

Y no puedo cerrar esto sin hablar de esperanza. Porque también he visto historias de transformación. Personas que rescatan, que adoptan, que construyen refugios con sus manos y su sueldo. Hay gente buena. Hay jóvenes como yo que prefieren una caminata con su perro rescatado que una fiesta llena de apariencias. Hay movimientos enteros naciendo desde la compasión. Y ahí es donde sí creo que las cosas pueden cambiar.

En el blog de Organización Todo en Uno, alguna vez leí sobre la responsabilidad empresarial con el entorno. ¿Y si esa responsabilidad también incluyera a los animales de la ciudad? ¿Y si parte del desarrollo fuera cuidar al más vulnerable? Porque no todo es negocio, ni logo, ni estructura. A veces el verdadero liderazgo empieza cuando te agachas a acariciar un perro que nadie más vio.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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