Pero hoy, leyendo un artículo que habla sobre la relación real entre el lobo y el ser humano, me di cuenta de algo que me removió muy adentro: quizás, en el fondo, el problema nunca fue el lobo... sino nosotros mismos.
La pregunta que lanza el artículo es brutal: ¿quién amenaza a quién?
Y aunque muchos dirán que el lobo representa un peligro, si miramos con honestidad la historia, veremos que ha sido el hombre quien ha destruido hábitats, quien ha cazado sin medida, quien ha desplazado especies enteras por su ambición disfrazada de "progreso".
Me hizo pensar mucho en cómo los humanos, a pesar de tener inteligencia, conciencia y un poder creativo inmenso, hemos sido también los grandes olvidadores de nuestra propia naturaleza salvaje y sabia.
En el fondo, nosotros también fuimos manada alguna vez. También corrimos libres, nos adaptamos a la tierra, leímos las señales del cielo, del viento, de los árboles. Pero poco a poco, en nuestro afán de dominarlo todo, empezamos a olvidarlo.
En uno de los blogs de mi familia, Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, siempre se habla de esa conexión invisible pero poderosa que tenemos con la vida, con lo sagrado, con lo esencial. Y hoy siento que este tema del lobo es también una metáfora de eso: de cómo hemos roto la conexión, no sólo con los animales, sino con nosotros mismos.
Cuando los expertos en antrozoología hablan de la persecución histórica al lobo, no están hablando solo de cacería física. Hablan de un miedo ancestral: el miedo a lo salvaje, a lo libre, a lo que no podemos controlar.
El lobo es el espejo que nos recuerda que hay fuerzas en la vida que no se pueden domesticar. Y eso, en una sociedad obsesionada con la comodidad, el control y la eficiencia, resulta insoportable.
Por siglos creímos que el milagro de pensar, crear y decidir era únicamente humano.
Hoy, una creación nuestra, la Inteligencia Artificial, irrumpe no para sustituirnos, sino para desafiarnos a evolucionar.
El paradigma se rompe, y con él, la zona de confort en la que nos refugiamos.
Ya no basta con pensar, hay que replantear qué es la inteligencia, qué es la conciencia y cuál es nuestro verdadero rol como especie.
¿Estamos preparados para coexistir con una inteligencia no biológica que aprende, decide y, en ocasiones, acierta más que nosotros?
Si apenas podemos coexistir con un lobo, que es tan solo un hermano de viaje en esta Tierra, ¿cómo vamos a aprender a convivir con una inteligencia que nos exige evolucionar, y no destruir?
Me lo pregunto en serio. No como crítica, sino como un grito interno que me llama a ser más consciente de cómo me relaciono con la vida, en todas sus formas.
Somos la especie que más daño ha hecho, pero también somos la única capaz de cambiar conscientemente.
No necesitamos regresar a las cavernas, ni renunciar a los avances que nos han traído bienestar.
Lo que necesitamos es recordar.
Recordar que ser humano no es ser superior.
Recordar que ser humano no es ser dueño.
Recordar que ser humano es ser parte de un todo mucho más grande, mucho más vivo, mucho más sagrado.
Mientras escribo esto, me viene a la mente la idea de la manada. En las manadas de lobos, cada miembro importa. Cada uno cuida al otro. No hay competencia salvaje, ni codicia insaciable. Hay roles, hay lealtad, hay respeto.
¿No es irónico que los "salvajes" entiendan mejor que nosotros la importancia de cuidar al otro?
Quizás el lobo nos asusta no porque sea un peligro real, sino porque nos confronta con lo que hemos perdido: la conexión con nuestro instinto, con la naturaleza, con los ciclos de la vida.
Nos recuerda que no todo se compra, no todo se controla, no todo se explota.
Algunas cosas —las más importantes— simplemente se honran.
Hoy, leyendo y reflexionando sobre el lobo y el hombre, siento que la verdadera amenaza somos nosotros cuando olvidamos quiénes somos.
Cuando pensamos que podemos vivir desconectados del agua, del viento, de la tierra, de los animales, de nuestro propio latido.
No sé tú, pero yo no quiero ser parte de una generación que solo se acordó de la naturaleza cuando ya era demasiado tarde.
No quiero seguir alimentando historias donde el lobo es el malo y el hombre el héroe.
Quiero vivir, actuar y escribir historias donde aprendamos a convivir.
Donde no necesitemos dominar para sentirnos seguros.
Donde reconozcamos en cada ser vivo —humano o no humano— un maestro, un espejo, un compañero.
Al final, no es el lobo quien debe cambiar.
Somos nosotros los que tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de hacerlo.
Así que la próxima vez que escuches hablar del lobo, detente.
No pienses en el monstruo de los cuentos.
Piensa en la vida que todavía late, en la sabiduría que aún respira, en la posibilidad de volver a caminar juntos, no como amos, sino como hermanos de camino.
Porque si algo he aprendido en mis 21 años, es que la verdadera evolución no es conquistar más... sino recordar más profundamente quiénes somos en esencia.
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— Juan Manuel Moreno Ocampo
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