Hay días en que la tristeza no es solo un estado de ánimo pasajero. Hay días en que parece una segunda piel, una capa de sombras que se pega al alma y que pesa, duele, se cuela en todo. Y lo peor es que muchas veces no tenemos ni idea de por qué. A veces simplemente nos encontramos ahí, en un rincón de nosotros mismos, preguntándonos cómo llegamos a ese lugar.
Últimamente he pensado mucho en cómo hay partes de nosotros —partes que ni siquiera nos gustan— que pueden ser las verdaderas responsables de esa oscuridad. No hablo solo de problemas externos, de las noticias malas o del estrés de la vida diaria. Hablo de esos rasgos que cargamos por dentro: el cinismo, el narcisismo, la manipulación, la indiferencia… lo que muchos psicólogos llaman “rasgos oscuros” de la personalidad.
Leyendo un artículo en Psyciencia, me di cuenta de que la ciencia también está empezando a ver la conexión entre esos rasgos y la depresión. No es solo una cuestión de sentirse mal porque las cosas no salen bien; es también que ciertas actitudes que adoptamos —o que nos adoptan, porque a veces ni cuenta nos damos— terminan siendo el terreno fértil para que la tristeza crezca hasta convertirse en algo más grande y más oscuro.
Y esto me hizo preguntarme: ¿cuántas veces, tratando de protegernos, nos vamos endureciendo, volviéndonos fríos o desconfiados? ¿Cuántas veces la vida nos empuja a defendernos y, sin darnos cuenta, esa misma defensa nos deja solos, atrapados en nosotros mismos?
Desde pequeño, he visto cómo las heridas no sanadas pueden transformarse en máscaras. Lo he visto en amigos, en familiares, a veces en el espejo. Crecemos pensando que ser "duros" es la mejor manera de sobrevivir, que mostrar menos sentimientos nos hará menos vulnerables. Pero el precio de esa armadura emocional es altísimo: perdemos la capacidad de confiar, de amar con libertad, de pedir ayuda cuando realmente la necesitamos.
Y cuando la vida nos golpea (porque tarde o temprano lo hace), esas máscaras no nos protegen… nos aíslan. Ahí es cuando la tristeza deja de ser solo una emoción momentánea y se convierte en una casa sombría de la que no sabemos cómo salir.
Algunos estudios recientes refuerzan esta conexión. Personas con rasgos de maquiavelismo, narcisismo o psicopatía —no necesariamente en su versión extrema— son más propensas a desarrollar síntomas depresivos. El problema es que esos rasgos no solo afectan cómo vemos a los demás (como amenazas, obstáculos o instrumentos), sino también cómo nos vemos a nosotros mismos: como frágiles, indignos o simplemente vacíos.
La espiritualidad, que siempre ha sido una brújula para mí (y que comparto en Amigo de Ese Ser Supremo), me ha enseñado que el corazón humano no está hecho para el cinismo ni para la frialdad. Estamos diseñados para la conexión, para la empatía, para la compasión. Pero para vivir desde ahí hay que ser valiente, y ese tipo de valentía no siempre nos lo enseñan en casa, en la escuela o en la calle.
En mi propio camino he tenido que enfrentar esas sombras internas. Es más fácil de lo que creemos resbalar hacia el egoísmo o hacia la indiferencia cuando nos sentimos heridos. Pero he aprendido que la verdadera sanación empieza por mirarnos honestamente. Reconocer que a veces sí manipulamos, que a veces sí somos orgullosos, que a veces sí usamos el sarcasmo para ocultar la tristeza.
Mirarlo no para castigarnos, sino para liberarnos.
Porque lo que no se ve, no se puede sanar.
Hay una entrada que escribí hace un tiempo en mi blog personal, donde hablo de cómo la tristeza, lejos de ser una enemiga, puede ser una maestra. Y hoy, entendiendo esto desde otro ángulo, veo que esa maestra muchas veces nos está pidiendo que soltemos nuestras máscaras. Que volvamos a ser vulnerables. Que recordemos que ser humano no es ser perfecto ni ser fuerte todo el tiempo.
Me duele ver cómo en nuestra generación, la salud mental se ha convertido en una batalla diaria. Hay mucha conciencia, sí, pero también mucho miedo de mostrar debilidad real. Publicamos en redes frases sobre autocuidado y amor propio, pero ¿cuántos de nosotros nos damos permiso para llorar cuando nadie está viendo? ¿Cuántos de nosotros tenemos a alguien a quien le podamos decir, sin filtro, “hoy me siento perdido”?
Y me pregunto, ¿qué pasaría si, en lugar de endurecernos para sobrevivir, nos abriéramos más para vivir?
Tal vez entonces la tristeza no tendría que vestirse de negro. Tal vez podría venir, enseñarnos lo que tiene que enseñarnos, y luego dejarnos más fuertes, más humanos.
Sé que no es fácil. Yo también tengo días en los que siento que todo lo que he aprendido no es suficiente para sostenerme. Pero incluso en esos días, me aferro a algo que aprendí de quienes me han precedido, en especial en Mensajes Sabatinos: hay algo dentro de nosotros que nunca se apaga. Una chispa. Una semilla de vida que, aunque esté cubierta de tristeza o de dolor, sigue estando ahí, esperando ser regada con amor, paciencia y verdad.
Hoy, más que nunca, necesitamos recordarlo. Necesitamos hablar de esto entre nosotros. No como expertos, no como psicólogos, sino como seres humanos que caminan lado a lado, que saben que todos, absolutamente todos, llevamos tanto luz como sombra dentro.
Y que reconocer nuestra oscuridad no nos hace malos... nos hace reales.
Así que si estás pasando por un momento difícil, no te castigues. No te escondas detrás del cinismo o la indiferencia. Busca un espacio seguro, una persona de confianza, o incluso un pedazo de papel donde puedas volcar todo eso que te pesa. Y si te sientes muy solo, aquí estoy, desde este rincón pequeño del mundo, diciéndote: no estás solo. No lo estás.
Agendamiento: Whatsapp +57 310 450
7737
Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros
grupos
Grupo de WhatsApp: Unete a nuestro
Grupo
Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal
Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo
👉 “¿Quieres más tips como
este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario