Cuando decidí abrirle las puertas de mi casa a un pequeño gato, no sabía realmente a qué me enfrentaba. Lo veía en videos de internet, en publicaciones de amigos, en esas historias que parecían sacadas de una película de domingo por la tarde. Pero nadie me había contado lo que verdaderamente implica convivir con un ser tan libre, tan presente y tan demandante de amor en su forma más genuina.
Muchos piensan que vivir con un gato es sencillo, que basta con darle comida y un lugar para dormir. Tal vez por eso, al leer el reciente artículo sobre los costos de mantener un gato en Colombia, entendí que aunque las cifras son reales, apenas son la superficie de todo lo que significa este vínculo. Sí, el alimento puede costar entre $23.000 y $131.000 pesos el kilo dependiendo de la calidad. Sí, hay que comprar arena, invertir en areneros, rascadores o gimnasios que pueden superar los $300.000 pesos. Pero el costo más grande no se mide en dinero: se mide en presencia, en tiempo y en compromiso emocional.
Cada mañana cuando veo esos ojos que parecen guardar la sabiduría de siglos, recuerdo algo que escribí alguna vez en mi blog: "Los verdaderos maestros llegan en formas inesperadas". Y un gato, silencioso y atento, te enseña a vivir en el ahora. A veces exige atención, a veces necesita espacio. Exactamente como nosotros, cuando realmente nos escuchamos a nosotros mismos.
En la práctica, un gato promedio puede necesitar alrededor de $100.000 a $200.000 pesos mensuales si consideramos comida, arena sanitaria, algo de entretenimiento y cuidados básicos como cortaúñas o un cepillo. Pero lo que ninguna cuenta bancaria puede calcular es la inversión emocional: entender su lenguaje silencioso, aceptar su independencia sin sentirnos rechazados, valorar sus muestras sutiles de cariño sin exigir más de lo que puede dar.
En una sociedad cada vez más desconectada de lo esencial, convivir con un gato puede ser un acto de rebelión silenciosa. No es solo tener una mascota; es volver a escuchar el lenguaje de lo simple, de lo honesto. Tal como reflexionamos alguna vez en los textos de Mensajes Sabatinos, cada acto de amor genuino, por pequeño que sea, sostiene algo mucho más grande que nosotros mismos.
Y es curioso, porque en un mundo donde todo se acelera, donde cada notificación busca robarse nuestra atención, los gatos nos enseñan que hay otra velocidad de vida. Que no todo tiene que resolverse ya. Que a veces basta con encontrar un rayo de sol en el piso y recostarnos, simplemente porque sí.
Desde la perspectiva de alguien que ha crecido rodeado de aprendizajes familiares, de conversaciones sobre espiritualidad y sobre cómo entender el mundo que cambia, no puedo evitar preguntarme: ¿no será que los gatos vinieron a recordarnos algo que olvidamos en nuestra carrera por ser más, tener más, aparentar más? En Amigo de ese ser supremo aprendí que muchas veces, la conexión real ocurre en el silencio, en la presencia que no exige.
Adoptar o convivir con un gato no debería ser un acto impulsivo. Es un pacto de cuidado mutuo. No solo porque ellos dependen de nosotros para su bienestar físico, sino porque nosotros, muchas veces sin saberlo, dependemos de ellos para reconectar con nuestra humanidad más profunda.
Y sí, los números importan. Hay que planificar, entender que tener un gato implica responsabilidad. Pero más importante aún es comprender que estamos recibiendo un compañero de vida, un espejo de nuestra propia capacidad de amar sin condiciones, de respetar sin controlar.
En la economía de la vida, el verdadero valor de un gato no se mide en pesos, ni en cifras, ni en presupuestos mensuales. Se mide en miradas compartidas, en momentos de calma, en esa sensación inexplicable de saber que, al menos por un instante, todo está bien.
Hoy quiero invitarte a mirar más allá de los costos. A preguntarte si estás dispuesto a dar y recibir ese tipo de amor sencillo, libre y verdadero. Porque al final, convivir con un gato no es un gasto: es una inversión en tu propia alma.
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