miércoles, 14 de mayo de 2025

El juego de la vida: más allá de la pantalla



La vida a veces se parece mucho a un videojuego. No porque tengamos superpoderes o porque nos enfrentemos a dragones gigantes (aunque a veces los problemas se sienten igual de grandes), sino porque cada etapa que vivimos parece un nuevo nivel, con nuevos desafíos, nuevas reglas y, sobre todo, nuevas formas de descubrir quiénes somos realmente.

Pensaba en eso mientras leía el artículo sobre los juegos más esperados antes de que acabe este año. Y aunque hablaban de títulos específicos como "Starfield", "Assassin's Creed Mirage" o "Call of Duty: Modern Warfare III", sentí que en el fondo estábamos hablando de algo más que entretenimiento. Estábamos hablando de esperanza.

Esperamos estos juegos porque, de alguna manera, necesitamos nuevas historias. Necesitamos nuevos mundos a los cuales lanzarnos, nuevas batallas que librar (aunque sean virtuales), nuevas misiones que nos recuerden que, incluso en un universo ficticio, el esfuerzo, la valentía y la persistencia siguen teniendo valor.

En mi día a día, veo a muchos de mi generación buscando eso: espacios donde sientan que su esfuerzo vale algo, que sus sueños importan. Y a veces, en el mundo real, eso se vuelve difícil de encontrar. Nos movemos entre sistemas que valoran más la productividad que el corazón, entre redes sociales que premian la apariencia antes que la verdad, entre trabajos que a veces sofocan más de lo que inspiran.

Entonces, claro, tiene sentido que los videojuegos nos emocionen. No porque escapemos de la realidad, sino porque, en muchos casos, nos recuerdan que cada elección que hacemos puede tener impacto, que cada obstáculo puede ser superado, que cada nivel tiene su recompensa.

Mientras leía sobre "Spider-Man 2", pensaba en cómo todos, en algún momento, llevamos una máscara. A veces para protegernos, a veces para escondernos, a veces porque sentimos que si mostramos nuestro verdadero rostro seremos rechazados. Y sin embargo, como también escribo en mi blog Juan Manuel Moreno Ocampo, la verdadera fuerza no está en ocultarnos, sino en atrevernos a ser.

Cada lanzamiento de un nuevo juego es también una oportunidad para conectar con otras personas. Con amigos que se reúnen a jugar, con comunidades que celebran cada avance, con desconocidos que en un equipo aleatorio terminan siendo aliados inesperados. Hay algo profundamente humano en esa búsqueda de conexión a través de la aventura compartida.

Y sin embargo, también sé que, como toda herramienta, el mundo gamer tiene sus luces y sus sombras. Hay quienes se pierden en el juego para no enfrentar su vida. Hay quienes sustituyen sus sueños reales por logros digitales. Y eso, en el fondo, es una tristeza que no debería pasarnos desapercibida.

No se trata de demonizar los videojuegos, ni de glorificarlos sin sentido. Se trata de recordar que, como en todo en la vida, el valor está en cómo usamos lo que tenemos. Un juego puede ser escape o inspiración. Puede ser adicción o puede ser impulso para crear, para imaginar, para conectarnos.

Mientras escribo esto, pienso en lo que compartimos en Mensajes Sabatinos: la importancia de vivir con más conciencia, de preguntarnos a cada paso: ¿Esto que estoy haciendo, me está acercando o alejando de quien quiero ser?

Creo que cada juego esperado este año es también una especie de recordatorio silencioso: siempre hay nuevos mundos por descubrir, nuevas formas de superarnos, nuevas misiones que solo nosotros podemos cumplir.

La verdadera pregunta no es si vamos a ganar o perder en un juego. La verdadera pregunta es si, después de apagar la pantalla, estamos listos para seguir jugando el juego más importante de todos: el de nuestra vida real.

Porque la vida, a diferencia de los videojuegos, no tiene "saves" automáticos. Cada elección importa. Cada día cuenta. Cada batalla interna que libramos deja una marca.

Y aún así, también como en los mejores juegos, siempre hay redención posible. Siempre hay una segunda oportunidad, siempre hay un nuevo nivel si no nos rendimos.

Quizás eso es lo que más me emociona de pensar en los juegos que están por salir. No las gráficas espectaculares ni las mecánicas innovadoras. Sino esa chispa de esperanza que nos recuerda que siempre podemos volver a empezar, que siempre hay una aventura esperándonos, que nunca estamos completamente derrotados mientras sigamos intentando.

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martes, 13 de mayo de 2025

Lo sagrado que olvidamos: reflexiones desde un perro callejero en Egipto



Hace unos días me encontré con un artículo que hablaba de algo que, sinceramente, me dejó pensando más de lo que esperaba. Hablaba sobre los perros que en Egipto alguna vez fueron considerados sagrados, venerados como guardianes de templos, compañeros de dioses, y que hoy, lamentablemente, enfrentan la vida callejera, el abandono y el olvido.

Cuando leí eso, sentí una mezcla extraña de tristeza y de revelación. Porque ¿cántas veces no nos pasa lo mismo a nosotros, a nuestras ideas, a nuestros sueños, a nuestros propios valores? Algo que en algún momento fue sagrado en nuestra vida, de repente parece no importar. El respeto, la familia, la fe, la amistad, el propósito… Se van quedando como esos perros olvidados, vagando entre las calles del olvido y la indiferencia.

Mientras más leía sobre esos perros, más sentía que no estaba solo reflexionando sobre animales abandonados, sino sobre una sociedad que a veces olvida lo mejor de sí misma. En Egipto antiguo, los perros no solo tenían un valor funcional, sino espiritual. Se entendía que había una conexión sagrada entre los humanos y los animales, un respeto por la vida en todas sus formas. Hoy, en medio de tanta tecnología, de tantos avances, de tanta "civilización", a veces parecemos haber perdido justamente eso: el respeto profundo por la vida.

Me acordé también de algunas cosas que he escrito en mi blog Juan Manuel Moreno Ocampo, sobre cómo nuestra sociedad va corriendo de una meta a otra sin detenerse a mirar el corazón de las cosas. El corazón de lo que somos, de lo que compartimos, de lo que cuidamos. Como también lo reflexiono en Bienvenido a mi Blog, vivir con prisa sin conciencia nos está alejando de algo esencial.

A veces siento que los perros de Egipto son un espejo brutal de nuestra própia condición: veneramos lo que nos sirve, lo que nos da algo, pero ¿qué pasa cuando ya no lo necesitamos? Nos volvemos indiferentes, olvidamos. Lo hacemos con los animales, sí. Pero también lo hacemos con personas, con relaciones, con ideales.

En mi día a día, veo cómo muchos jóvenes (y adultos también) vivimos entre la presión de "ser alguien", de "lograr algo", de "mostrar éxitos" rápido. Y en ese camino, a veces pisoteamos cosas que deberían seguir siendo sagradas: la amistad verdadera, el respeto por nuestros padres, la búsqueda honesta de la fe, la compasión por el que tiene menos.

Todo esto me llevó a preguntarme: ¿Qué es hoy sagrado para mí? ¿Qué cosas debería seguir cuidando como un tesoro, aunque el mundo me grite que no importan?

Y la verdad, me di cuenta de que son cosas muy sencillas: la lealtad, la gratitud, la fe sencilla en que cada día es un regalo, la búsqueda de una vida que tenga sentido más allá de la apariencia.

Me conmovía pensar que quizá, como humanidad, necesitamos volver a honrar aquello que no nos da nada "productivo", pero que nos hace profundamente humanos: abrazar a un amigo, escuchar de verdad a alguien que sufre, detenernos a agradecer por estar vivos, cuidar de un animal callejero simplemente porque merece ser cuidado.

Leyendo todo esto, no podía evitar recordar también textos de Amigo de Ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde se habla de cómo la espiritualidad real no está en los grandes templos ni en las ceremonias espectaculares, sino en los actos pequeños, humildes, silenciosos, de amor real.

Y quizá sea eso lo que nos falta muchas veces. No grandes planes para cambiar el mundo, sino pequeños actos para no dejar que lo sagrado muera en nosotros. Tal vez no podamos rescatar a todos los perros olvidados de Egipto. Tal vez no podamos salvar todo lo que se ha perdido. Pero sí podemos, cada uno en nuestro metro cuadrado de vida, decidir vivir de forma que no olvidemos lo que importa de verdad.

Quizás es eso lo que necesitamos hoy: un poco más de memoria, un poco más de corazón, un poco más de compromiso con lo esencial. No porque sea rentable, no porque nos de likes, no porque sea tendencia. Sino porque nos recuerda que somos más que consumidores, que somos más que pasajeros apresurados. Somos guardianes de algo que, si dejamos morir, nos deja también vacíos por dentro.

Imagen sugerida: Una ilustración realista de un perro callejero caminando solo entre ruinas antiguas bajo un atardecer dorado. El perro, aunque parece frágil, lleva en su mirada una dignidad silenciosa. Colores cálidos, melancólicos pero esperanzadores.

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lunes, 12 de mayo de 2025

El valor real de convivir con un gato: algo más que dinero

 


Cuando decidí abrirle las puertas de mi casa a un pequeño gato, no sabía realmente a qué me enfrentaba. Lo veía en videos de internet, en publicaciones de amigos, en esas historias que parecían sacadas de una película de domingo por la tarde. Pero nadie me había contado lo que verdaderamente implica convivir con un ser tan libre, tan presente y tan demandante de amor en su forma más genuina.

Muchos piensan que vivir con un gato es sencillo, que basta con darle comida y un lugar para dormir. Tal vez por eso, al leer el reciente artículo sobre los costos de mantener un gato en Colombia, entendí que aunque las cifras son reales, apenas son la superficie de todo lo que significa este vínculo. Sí, el alimento puede costar entre $23.000 y $131.000 pesos el kilo dependiendo de la calidad. Sí, hay que comprar arena, invertir en areneros, rascadores o gimnasios que pueden superar los $300.000 pesos. Pero el costo más grande no se mide en dinero: se mide en presencia, en tiempo y en compromiso emocional.

Cada mañana cuando veo esos ojos que parecen guardar la sabiduría de siglos, recuerdo algo que escribí alguna vez en mi blog: "Los verdaderos maestros llegan en formas inesperadas". Y un gato, silencioso y atento, te enseña a vivir en el ahora. A veces exige atención, a veces necesita espacio. Exactamente como nosotros, cuando realmente nos escuchamos a nosotros mismos.

En la práctica, un gato promedio puede necesitar alrededor de $100.000 a $200.000 pesos mensuales si consideramos comida, arena sanitaria, algo de entretenimiento y cuidados básicos como cortaúñas o un cepillo. Pero lo que ninguna cuenta bancaria puede calcular es la inversión emocional: entender su lenguaje silencioso, aceptar su independencia sin sentirnos rechazados, valorar sus muestras sutiles de cariño sin exigir más de lo que puede dar.

En una sociedad cada vez más desconectada de lo esencial, convivir con un gato puede ser un acto de rebelión silenciosa. No es solo tener una mascota; es volver a escuchar el lenguaje de lo simple, de lo honesto. Tal como reflexionamos alguna vez en los textos de Mensajes Sabatinos, cada acto de amor genuino, por pequeño que sea, sostiene algo mucho más grande que nosotros mismos.

Y es curioso, porque en un mundo donde todo se acelera, donde cada notificación busca robarse nuestra atención, los gatos nos enseñan que hay otra velocidad de vida. Que no todo tiene que resolverse ya. Que a veces basta con encontrar un rayo de sol en el piso y recostarnos, simplemente porque sí.

Desde la perspectiva de alguien que ha crecido rodeado de aprendizajes familiares, de conversaciones sobre espiritualidad y sobre cómo entender el mundo que cambia, no puedo evitar preguntarme: ¿no será que los gatos vinieron a recordarnos algo que olvidamos en nuestra carrera por ser más, tener más, aparentar más? En Amigo de ese ser supremo aprendí que muchas veces, la conexión real ocurre en el silencio, en la presencia que no exige.

Adoptar o convivir con un gato no debería ser un acto impulsivo. Es un pacto de cuidado mutuo. No solo porque ellos dependen de nosotros para su bienestar físico, sino porque nosotros, muchas veces sin saberlo, dependemos de ellos para reconectar con nuestra humanidad más profunda.

Y sí, los números importan. Hay que planificar, entender que tener un gato implica responsabilidad. Pero más importante aún es comprender que estamos recibiendo un compañero de vida, un espejo de nuestra propia capacidad de amar sin condiciones, de respetar sin controlar.

En la economía de la vida, el verdadero valor de un gato no se mide en pesos, ni en cifras, ni en presupuestos mensuales. Se mide en miradas compartidas, en momentos de calma, en esa sensación inexplicable de saber que, al menos por un instante, todo está bien.

Hoy quiero invitarte a mirar más allá de los costos. A preguntarte si estás dispuesto a dar y recibir ese tipo de amor sencillo, libre y verdadero. Porque al final, convivir con un gato no es un gasto: es una inversión en tu propia alma.

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domingo, 11 de mayo de 2025

Somos la Generación que Nació en Internet: Entre la Realidad y el Pixel

 


Hay una pregunta que, a veces, me ronda en las noches mientras dejo el celular a un lado y miro el techo tratando de encontrarme conmigo mismo: ¿quién seríamos sin internet?

Nosotros, los que nacimos a partir de 1995, no conocimos un mundo sin conexión. El sonido de un módem antiguo, las primeras fotos pixeladas, los chats interminables y luego los smartphones en nuestras manos desde antes de tener claridad total de quiénes éramos. Somos la generación que creció viendo videos de YouTube en lugar de esperar a que el canal de televisión pasara algo bueno. Somos la generación que aprendió que un “like” podía significar aprobación… o que su ausencia podía doler más de lo que debería.

Cuando leí el reciente estudio publicado por La República sobre qué hacemos los de la Generación Z en internet, me sentí reflejado. No porque fuera novedad, sino porque puso números a algo que vivimos cada día sin pensarlo: consumimos videos, usamos redes sociales como si fueran una extensión de nuestros sentidos, compramos en línea, nos informamos a través de plataformas donde antes solo buscábamos memes.

YouTube es nuestro reino, dicen las estadísticas. 93% de nosotros hemos entrado alguna vez, y yo diría que más de la mitad entramos cada día. No solo para ver tutoriales o música, también para aprender, para inspirarnos, para escapar. Instagram, TikTok, Snapchat, Facebook, son parte de nuestra cotidianidad, como las conversaciones de pasillo lo fueron para generaciones pasadas.

Pero me pregunto… ¿en qué momento dejamos de usar internet para vivir y empezamos a vivir para el internet?

Hoy pareciera que cada cosa que hacemos necesita ser documentada, compartida, validada. Como si la vida no tuviera valor si no acumula vistas o reacciones. A veces siento que estamos perdiendo un poco de esa magia de vivir solo para nosotros mismos, de saborear momentos sin la necesidad de publicarlos.

Esta reflexión no es una crítica amarga. Al contrario, es una invitación a tomar conciencia. Porque también es verdad que jamás en la historia tuvimos acceso tan fácil a la información, a la posibilidad de emprender, de conectarnos con personas que piensan diferente, de expandir nuestra visión del mundo. Y eso, si lo sabemos usar, es un regalo brutal.

He visto cómo muchos de mi generación crean contenido que inspira, que enseña, que transforma. Cómo redes como TikTok dejaron de ser solo bailecitos para volverse también espacios de debate, de denuncia social, de creatividad pura. En mi propio espacio, en mi blog, he tratado de ser parte de esa corriente que no solo fluye con la marea, sino que busca aportar algo real.

Vivimos en una paradoja hermosa y complicada. Tenemos toda la tecnología del mundo al alcance de un clic, pero nos sentimos solos muchas veces. Podemos hablar con alguien al otro lado del planeta en segundos, pero a veces no sabemos cómo decirle “te quiero” a quien tenemos al frente.

Somos la generación de la inmediatez, pero también tenemos hambre de profundidad. Queremos todo rápido, pero, en el fondo, ansiamos relaciones que duren, proyectos que signifiquen, vidas que valgan.

No somos solo memes y trends. También somos los que leen libros digitales, los que aprenden de finanzas en TikTok, los que descubren espiritualidad real en canales de YouTube, los que se preguntan si este mundo que heredamos puede cambiarse si nosotros cambiamos primero.

Por eso creo que cada vez es más urgente hacer una pausa y preguntarnos: ¿cómo estamos usando la red? ¿Estamos consumiendo contenido que nos construya o solo nos distraemos de nosotros mismos?

En blogs como Mensajes Sabatinos o en espacios de espiritualidad como Amigo de Ese Ser Supremo, he encontrado recordatorios de que no todo debe ser tan inmediato, que a veces vale más un instante de silencio real que cien publicaciones virales.

Hoy sé que YouTube, TikTok, Instagram, no son el problema. La clave es cómo los usamos. Si los usamos para expandirnos o para escondernos. Si los usamos para compartir vida o para consumir vacío.

A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.

Y en esa verdad, internet puede ser una herramienta maravillosa, o una prisión invisible. La elección, como todo lo importante en esta vida, es profundamente personal.


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sábado, 10 de mayo de 2025

Las mascotas más famosas del mundo y lo que nos enseñan

 


Desde que tengo uso de razón, he tenido una relación especial con los animales. No es solo que los ame, sino que algo en su presencia, en su comportamiento, siempre me ha invitado a reflexionar sobre la vida. A veces pienso que, en su simplicidad, los animales pueden ser más sabios de lo que pensamos, más conectados con lo esencial. En particular, las mascotas, esas criaturas que eligen vivir junto a nosotros y, a menudo, nos enseñan lecciones de lealtad, amor incondicional y resiliencia.

Hace poco, mientras leía un artículo en Agronegocios, me encontré con una lista de las mascotas más famosas del mundo, aquellas que, a través de sus características o historias, han dejado huella en millones de personas. Entre ellas destacan figuras como Grumpy Cat, el famoso gato con cara de malhumorado, y Boo, el perro de raza pomerania, conocido por su apariencia tierna. Estos animales no solo ganaron popularidad en las redes sociales, sino que también crearon una conexión emocional con muchas personas alrededor del mundo.

¿Qué tiene de especial una mascota que se convierte en un ícono global? Para empezar, la autenticidad. Grumpy Cat no tenía que hacer nada más que mostrar su cara para que el mundo se enamorara de su personalidad única. De alguna forma, estos animales nos representan. Nos representan a todos aquellos que, de alguna manera, nos sentimos raros, incomprendidos o simplemente “diferentes”. Ellos nos enseñan a abrazar nuestras particularidades, a no esconder lo que nos hace ser quienes somos, por más que el mundo no lo entienda o, incluso, nos critique.

Los animales, sobre todo las mascotas, tienen la capacidad de transmitir algo que no siempre sabemos cómo expresar: el ser sin pretensiones. Pienso en mi propia mascota, un perro mestizo que llegó a mi vida sin pedirlo, y lo primero que me enseñó fue que no necesitaba hacer un esfuerzo por ser amado. Su amor, al igual que el de muchos animales, era y es puro, incondicional. Y eso nos lleva a una reflexión interesante: ¿qué nos impide a nosotros dar y recibir amor sin barreras, sin condiciones?

En Mensajes Sabatinos, he compartido con ustedes cómo las barreras emocionales nos alejan de las relaciones auténticas. Somos seres tan complejos que a veces no sabemos cómo amar sin miedo. Nos enseñan a ser desconfiados, a cuidarnos tanto que, cuando nos encontramos con algo o alguien genuinamente amoroso, nos cuesta creer que no hay segundas intenciones. Los perros, los gatos, las mascotas en general, no tienen esa barrera. Ellos no temen, y es esa pureza en su forma de ser la que nos conmueve.

Pienso en todas esas personas que se sienten solas y que, al adoptar una mascota, encuentran una compañía fiel que no les exige nada más que cariño y cuidado. Los animales no nos piden que seamos perfectos. Ellos nos aceptan tal y como somos, con nuestras imperfecciones, con nuestras inseguridades. Y lo que más me impresiona es que, aunque en muchos casos su vida es más corta que la nuestra, su capacidad de vivir en el presente y de amarnos plenamente está más allá de cualquier expectativa.

A lo largo de mi vida, he aprendido que no hay un amor más desinteresado que el de un animal. Este amor, sin condiciones, sin prejuicios, nos deja ver lo que realmente importa: la presencia. ¿Por qué los gatos, los perros, los conejos, las aves, y tantas otras criaturas, se han convertido en parte esencial de nuestras vidas? Porque, como escribí en Amigo de Ese Ser Supremo, ellos nos devuelven a lo esencial: nos enseñan a estar presentes en el momento, a disfrutar de la simpleza de un abrazo, a apreciar lo que de verdad vale.

Si me preguntas por qué los animales y, especialmente, las mascotas son tan importantes para nosotros, creo que la respuesta está en su capacidad de enseñarnos a ser auténticos. Cada mascota, desde las más famosas hasta las menos conocidas, tiene algo que ofrecernos: una lección de cómo ser nosotros mismos, sin filtros ni máscaras, sin esperar nada a cambio. Nos muestran cómo estar presentes en un mundo que a menudo está obsesionado con el futuro, con lo que vendrá, con lo que se debe lograr.

Y es que, en un mundo lleno de presiones sociales y expectativas, las mascotas nos enseñan que, al final del día, lo único que importa es el ahora. Nos invitan a ser más como ellas, a no complicarnos tanto, a disfrutar de los pequeños momentos de la vida, a valorar lo simple, lo puro.

Así que, la próxima vez que veas una mascota famosa en redes sociales o te encuentres con tu propio perro o gato, recuerda que más allá de su fama o su ternura, hay algo profundo que nos enseñan: ser auténticos, vivir en el presente y, sobre todo, amar sin miedo.

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viernes, 9 de mayo de 2025

Por qué los gatos caben en casi cualquier lugar

 


Siempre he creído que los gatos tienen algo especial. No solo por su elegancia o esa indiferencia que parecen cultivar tan naturalmente, sino por algo más profundo, algo que a veces se nos escapa mientras los miramos descansar sobre el borde de una silla o saltar con agilidad de un lugar a otro. Los gatos, sin duda, parecen tener una habilidad única para adaptarse a los espacios, para encontrar su lugar donde parece no haber espacio alguno. Y no estoy hablando solo de su capacidad física, sino también de una cualidad que muchos de nosotros desearíamos tener: la flexibilidad.

¿Te has dado cuenta de cuán fácil parece ser para ellos acurrucarse en un espacio reducido? Pueden entrar en cajas, en cestas, en los rincones más inesperados, en espacios tan pequeños que incluso nosotros, con nuestra humanidad, quedaríamos atrapados. Y no solo en sentido físico, sino también en ese otro espacio más etéreo, más emocional y psicológico. Los gatos saben encontrar su lugar, en cualquier rincón de la casa, y en cualquier rincón de la vida. Ellos parecen tener la capacidad de adaptarse sin perder su esencia, sin perder esa magia que los hace tan misteriosos.

El otro día, mientras leía un artículo de El Tiempo, me quedé pensando en cómo esta habilidad de los gatos podría ser un reflejo de algo mucho más grande. Los expertos explicaban que los gatos tienen una estructura corporal tan flexible que les permite estirarse, comprimirse y adoptar posturas que parecen imposibles para otros animales. Pero más allá de la ciencia, ¿qué simboliza esto para nosotros como seres humanos?

Vivimos en un mundo donde nos enseñan a ser rígidos. Nos dicen que hay un camino, un solo camino, para lograr algo. Nos dicen que tenemos que encajar en un molde, que nuestras decisiones deben seguir un patrón preestablecido. Pero los gatos nos enseñan otra cosa. Ellos no siguen un patrón fijo. Su vida no se ajusta a normas rígidas de espacio, de tiempo o de forma. Ellos se adaptan, se ajustan, se expanden y se contraen, según lo necesiten, pero siempre permaneciendo fieles a su naturaleza. Ellos no se fuerzan a ser algo que no son, y eso los convierte en algo mucho más libre que muchos de nosotros.

Mientras observo a mi propio gato en la casa, se me ocurre que muchos de nosotros, cuando nos enfrentamos a dificultades o a momentos de incertidumbre, perdemos la capacidad de adaptarnos. En lugar de buscar nuevas formas de ocupar los espacios que la vida nos ofrece, nos bloqueamos, nos quedamos atrapados en la idea de que las cosas deben ser como las imaginamos. Como si nuestra vida solo pudiera encajar en una sola caja, en un solo lugar. Pero los gatos nos enseñan que hay otras formas de existir, que se pueden encontrar nuevos espacios, nuevos caminos, siempre y cuando mantengamos la mente abierta y la disposición de adaptarnos.

En Mensajes Sabatinos, siempre trato de hablar sobre cómo la vida nos reta a encontrar nuestro lugar, a veces en momentos donde parece que no hay espacio suficiente para todos nuestros sueños, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Y es que, a veces, sentir que no cabemos en algún lugar es solo un reflejo de nuestra propia incapacidad de adaptarnos a las circunstancias. No siempre se trata de cambiar las circunstancias, sino de cambiar nuestra perspectiva, nuestra forma de interactuar con ellas.

Pensar en los gatos me lleva también a reflexionar sobre nuestra relación con los demás. A menudo, nos olvidamos de lo importante que es aprender a convivir, a compartir espacios, a adaptarnos a las personas que nos rodean. No se trata de imponer nuestra forma de ser o de esperar que los demás se adapten a nosotros, sino de reconocer los espacios comunes, las formas de relacionarnos que nos permitan coexistir de manera armónica, flexible y respetuosa.

Esto me recuerda un post en Amigo de Ese Ser Supremo, donde hablé sobre cómo, muchas veces, lo que nos limita en la vida no es la falta de oportunidades, sino nuestra incapacidad de verlas. Los gatos nos enseñan a buscar las oportunidades, incluso cuando estas parecen pequeñas o invisibles. Ellos no tienen miedo de entrar en lugares estrechos, ni de estirarse hasta donde su cuerpo les permita. Y en esto radica la lección: la vida siempre ofrece un espacio para quienes están dispuestos a adaptarse, a transformarse, a buscar nuevas formas de existir dentro de lo que tienen.

Nosotros también podemos hacer esto. Podemos aprender a ser más flexibles, a permitirnos fluir con los cambios, a no aferrarnos a un camino predeterminado cuando el universo está llenándonos de nuevos caminos por descubrir.

Vivir con flexibilidad no significa renunciar a nuestros sueños o a nuestra identidad. Al contrario, es entender que todo, incluso nuestros sueños, puede tomar nuevas formas, puede expandirse, contraerse y adaptarse. La verdadera libertad no está en encajar en un espacio, sino en aprender a ocupar cualquier espacio con autenticidad y sin miedo.

Cada vez que mi gato se acomoda en un nuevo rincón de la casa, me recuerda que yo también puedo encontrar mi lugar, incluso en los espacios que parecen estar demasiado pequeños o incómodos. Solo tengo que confiar en mi capacidad de adaptarme, de fluir con las circunstancias, de ver los límites no como barreras, sino como oportunidades para crecer.

Y en este proceso, recordaré siempre que, como los gatos, lo más importante no es dónde estoy, sino cómo estoy siendo. Ser flexible no es solo una habilidad física; es una forma de ser, de vivir con mente abierta y corazón dispuesto.


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jueves, 8 de mayo de 2025

Cuando las montañas dejan de hablar

 


Desde que tengo memoria, he sentido una conexión especial con la naturaleza, aunque haya crecido en medio de ciudades llenas de ruido, pantallas y carreras contra el tiempo. Hay algo en los árboles, en el agua, en las montañas, que nos habla de una manera que las palabras humanas no logran replicar. Algo que late, que respira, que nos recuerda de dónde venimos y hacia dónde, inevitablemente, regresamos.

Esta semana, mientras leía un artículo sobre la alarmante escasez de nieve en el Himalaya, no pude evitar sentir una punzada de tristeza mezclada con esa incómoda sensación de urgencia que nos queda cuando sabemos que algo importante se está quebrando... y nosotros apenas lo estamos notando.

El Himalaya, ese techo del mundo, no es solo un ícono majestuoso que adorna libros de geografía o fondos de pantalla inspiradores. Es la fuente de vida para millones de personas en Asia. Ríos como el Ganges, el Mekong y el Yangtsé nacen de su hielo, llevando agua a ciudades, campos, familias enteras. Cuando la nieve desaparece, no solo pierde belleza el paisaje: se pone en jaque la existencia de comunidades completas, de culturas milenarias, de toda una red de vida que, aunque no la veamos, está profundamente entrelazada con la nuestra.

Me pregunté, mientras cerraba la noticia, ¿qué tan conscientes somos realmente de lo frágil que es todo?
Nos creemos invencibles desde nuestras ciudades blindadas de concreto y Wi-Fi. Nos creemos ajenos al dolor de montañas lejanas. Pero la verdad es otra: cada gota de agua que dejamos correr sin pensar, cada pedazo de plástico que tiramos sin culpa, cada industria que elegimos ignorar por comodidad, todo suma. Todo habla. Todo pesa.

En Mensajes Sabatinos, he reflexionado muchas veces sobre esa responsabilidad silenciosa que tenemos con el mundo que habitamos. No como una carga culpable, sino como una forma de amor genuino. Amar no es solo cuidar a quien nos abraza: es cuidar a quien nunca nos ha visto, a quien nunca nos podrá agradecer. Es cuidar esa montaña lejana cuya nieve jamás tocaremos, pero de la cual depende, en alguna cadena invisible, nuestra propia existencia.

Y es que el Himalaya no está tan lejos como creemos.

Vivimos en una época donde la información viaja más rápido que el agua que baja de las montañas. Sabemos lo que está pasando, vemos las imágenes, leemos los titulares... pero muchas veces nos anestesiamos. Como si entre saber y actuar existiera un abismo imposible de cruzar.

¿Será que nos acostumbramos demasiado al dolor ajeno?

¿Será que la belleza también puede morir de indiferencia?

Hoy quiero pensar que no. Hoy quiero rebelarme contra esa resignación silenciosa que a veces me gana cuando veo el mundo arder. Porque si algo he aprendido en mi familia, en las conversaciones compartidas en Amigo de Ese Ser Supremo, es que siempre, siempre, hay algo que podemos hacer. Aunque sea pequeño. Aunque parezca insignificante.

Reducir nuestro consumo irresponsable. Cuidar el agua como si fuera sagrada (porque lo es). Apoyar iniciativas de reforestación y conservación. Educar a otros desde el ejemplo y no solo desde las palabras. Elegir productos que respeten más a la Tierra. Levantar la voz cuando haya que hacerlo.

Tal vez una sola acción nuestra no derrita el hielo ni detenga el deshielo del Himalaya. Pero muchas acciones juntas sí pueden cambiar la historia.

En Bienvenido a mi Blog, he hablado de cómo a veces la esperanza no es un sentimiento, sino una decisión. Y creo que este es uno de esos momentos: donde no basta con sentir, sino que hay que elegir.

Elegir ser parte del cambio.

Elegir no mirar a otro lado.

Elegir cuidar, aun cuando nadie esté mirando.

El Himalaya está hablando. Sus nieves que retroceden son un grito silencioso, una súplica de ayuda que atraviesa océanos, lenguas y banderas. ¿Estamos dispuestos a escuchar? ¿O preferimos seguir haciendo como que nada pasa, hasta que el agua también nos falte a nosotros?

Hoy más que nunca entiendo que la espiritualidad no es solo rezar o meditar: es actuar en coherencia con el amor que decimos tener. Es honrar esa vida que nos sostiene cada mañana, aún cuando no la veamos.

Hoy, al escribir estas líneas, siento el peso hermoso y doloroso de estar vivo en un momento tan crítico de la historia. Y aunque a veces parezca que somos muy pequeños para cambiar algo, sé que nuestra voz, nuestras acciones, nuestras elecciones, suman.

Así que si alguna vez sientes que todo está perdido, mira hacia una montaña. Recuerda que, aún en el hielo que se derrite, hay una oportunidad: la de despertar, la de volver a empezar.


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— Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."