Crecí con la sensación de que había cosas de las que no se podía hablar en voz alta. No porque fueran secretos, sino porque dolían. Porque cada vez que preguntaba algo emocional, algo que realmente quería entender, sentía como si tocara una fibra prohibida. Una incomodidad invisible recorría el ambiente. Una respuesta a medias. Una mirada esquiva. Y ahí entendí, sin que nadie me lo dijera, que en mi casa muchas emociones estaban vetadas.
Con el tiempo descubrí que lo que me pasaba tenía nombre. Que no era el único. Que crecer con padres emocionalmente inmaduros es una herida silenciosa. No es algo que se vea en las fotos familiares ni en las redes sociales. Es una especie de eco interno que te acompaña por años: el eco de tus emociones sin respuesta, de tus necesidades no reconocidas, de tu dolor minimizado.
No se trata de culpar. Mis padres, como muchos, hicieron lo mejor que pudieron. Trabajaron, me dieron un techo, comida, estudio. Pero el afecto no solo se mide en gestos materiales. Hay otro tipo de presencia que también es vital: la emocional. Y cuando esa no está, creces con un hueco que ni siquiera sabes cómo nombrar.
Me pasaba que si lloraba, me decían que exageraba. Que si me frustraba, era porque tenía “la piel muy delgada”. Que si me sentía solo, debía “agradecer lo que tenía y no quejarme tanto”. Así aprendí que sentir estaba mal. Que mostrarme vulnerable era ser débil. Que tener emociones era un problema que los demás no querían ver.
Y entonces comencé a esconder lo que sentía.
Y lo escondí tan bien, que por momentos hasta yo mismo me creí la mentira. Me volví funcional. Responsable. “Buen hijo”. Pero dentro de mí, algo siempre faltaba. Me costaba confiar. Me costaba pedir ayuda. Me costaba incluso decir “tengo miedo” o “me duele”. Porque en casa no se aprendía a decir eso.
Descubrí después, leyendo a Lindsay C. Gibson, que los padres emocionalmente inmaduros muchas veces no lo hacen por maldad. Simplemente nunca aprendieron a conectar con su mundo emocional. A veces fueron criados por generaciones aún más duras. Otras veces, arrastran traumas no sanados. Pero eso no borra el impacto que tiene en sus hijos.
Muchos de nosotros, los hijos de esa desconexión, nos convertimos en adultos antes de tiempo. Nos tocó ser los “fuertes” de la casa. Ser los mediadores, los conciliadores, los que no hacen ruido. Y eso, en apariencia, nos dio madurez. Pero era una madurez que no pedimos. Era sobrevivencia.
Y sí, sobrevivimos. Pero después llega el momento de preguntarnos: ¿Ahora cómo vivo?
Porque no basta con sobrevivir. Queremos vivir con sentido, con alegría, con conexión. Pero para eso, primero hay que mirar de frente lo que dolió. Sin odio. Sin victimismo. Con compasión… pero también con honestidad.
A mí me ayudó mucho escribir. Lo hice primero en mi blog El Blog de Juan Manuel Moreno Ocampo, luego en diarios personales. Poner en palabras mi historia me permitió entender que no estaba solo. Que otros jóvenes también habían crecido entre silencios. Que también habían aprendido a poner buena cara mientras se rompían por dentro. Y que también buscaban sanar.
He hablado de esto en mi círculo cercano, pero también me he refugiado en lecturas como las de “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías”, donde encuentro consuelo espiritual, y en reflexiones profundas que mi familia ha compartido por años, como en Mensajes Sabatinos. En todos esos espacios, lo que más me sana es saber que sentir está bien. Que no es signo de debilidad, sino de estar vivo.
Y sanar no es fácil. A veces la rabia regresa. A veces queremos gritar lo que callamos por años. Pero cada paso que damos hacia nosotros mismos, hacia entendernos, es un acto de valentía. Porque en el fondo, lo que estamos haciendo es reparentarnos. Darnos el amor que nos faltó. Abrazarnos como nadie lo hizo cuando más lo necesitábamos.
Si tú también creciste con un padre o una madre emocionalmente inmadura, no estás solo. No estás rota o roto. No estás condenado a repetir patrones. Puedes romper la cadena. Puedes crear algo distinto. Puedes aprender a hablar de lo que sientes sin culpa. Puedes poner límites sin miedo. Puedes construir vínculos donde no tengas que ocultarte para ser querido.
Y sí, cuesta. Pero es posible. Porque, aunque parezca extraño, en ese dolor también hay una semilla: la de tu propia transformación.
Yo sigo aprendiendo. Sigo cayendo y levantándome. Pero ahora ya no camino a oscuras. Ya no cargo culpas que no me corresponden. Ya no busco aprobación en lugares donde no me ven.
Ahora, simplemente, me elijo. Y en ese gesto, empiezo a ser libre.
Agendamiento: Whatsapp +57 310 450
7737
Facebook: Juan Manuel Moreno Ocampo
Twitter: Juan Manuel Moreno Ocampo
Comunidad de WhatsApp: Únete a nuestros
grupos
Grupo de WhatsApp: Unete a nuestro
Grupo
Comunidad de Telegram: Únete a nuestro canal
Grupo de Telegram: Unete a nuestro Grupo
👉 “¿Quieres más tips como
este? Únete al grupo exclusivo de WhatsApp”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario