Hay temas que parecen fríos al comienzo. Hablar de tecnología y alimentación puede sonar a cosas de grandes empresas, fábricas, cifras que van y vienen. Pero cuando le rascamos un poquito a la superficie, cuando nos atrevemos a mirar más allá del titular llamativo o del artículo de revista lleno de términos técnicos, descubrimos que detrás de cada avance hay una historia profundamente humana. Y la mía, como la tuya, está tejida entre el pan que comemos, la tierra que cultivamos y el código que ahora empieza a decidir qué llega o no a nuestra mesa.
Nací en 2003. Para muchos, soy parte de una generación hiperconectada, pero también me gusta pensar que somos los hijos de la contradicción: queremos avanzar, pero sin dejar de sentir. Crecemos con pantallas, pero buscamos raíces. Y cuando me encontré con el artículo de la Revista IAlimentos sobre la integración de la Inteligencia Artificial en la cadena de valor de la industria alimentaria, algo dentro de mí hizo clic.
Porque no es solo hablar de eficiencia, de reducción de costos o de algoritmos que optimizan procesos. Es preguntarnos: ¿qué estamos comiendo realmente?, ¿quién decide qué llega a nuestra mesa?, ¿cómo cuidamos el alma de lo que consumimos mientras nos dejamos fascinar por la automatización?
He crecido escuchando a mi abuelo hablarle a las matas como si fueran personas, mientras también escuchaba a mi padre emocionarse con los avances del software contable (¡como el que compartimos en micontabilidadcom.blogspot.com! 😄). He visto el campo colombiano lleno de sabiduría ancestral, y al mismo tiempo me he maravillado con lo que puede hacer un sistema de IA que analiza miles de datos para prevenir el desperdicio de alimentos. ¿Es posible que ambas cosas puedan coexistir?
Entre el algoritmo y la semilla
La IA en la industria alimentaria promete muchas cosas: mejor trazabilidad de los productos, detección temprana de enfermedades en cultivos, eficiencia energética, personalización de dietas… Suena bien, y en muchos casos lo es. Pero también hay que estar despiertos. No se trata de rechazar la tecnología, sino de invitarla a entrar con conciencia.
Por ejemplo, uno de los desafíos que plantea esta integración es la dependencia tecnológica. Si dejamos en manos de unos pocos algoritmos privados decisiones tan vitales como qué se cultiva, cómo se distribuye y qué comemos, ¿no corremos el riesgo de perder soberanía alimentaria? ¿De olvidarnos del conocimiento campesino que no cabe en ningún software?
Es como si la IA pudiera ser un jardinero automático… pero sin alma. Y ahí es donde entramos nosotros, los jóvenes conscientes. Porque no todo lo nuevo es bueno por ser nuevo, ni todo lo tradicional es valioso solo por ser viejo. Hay que aprender a mirar con ojos del corazón.
Tecnología con propósito, no con avaricia
A veces me frustra ver cómo muchas empresas adoptan la IA solo para aumentar ganancias, sin preguntarse por el impacto ambiental o social. Pero también me llena de esperanza encontrar proyectos que usan estas herramientas con verdadero sentido humano. Desde huertas urbanas que se apoyan en sensores inteligentes para optimizar el riego, hasta ONGs que detectan zonas de hambre con visión computacional para actuar rápido. Ahí hay luz.
He reflexionado mucho sobre esto en mis propios espacios de escritura, como en mi blog principal o en textos más espirituales como los de Amigo de ese gran Ser Supremo, donde intento recordarme que la inteligencia no es solo artificial: también es emocional, ética, espiritual. Una IA que no considera al ser humano, al planeta y al alma… no es verdaderamente inteligente.
Y eso va también para nosotros, quienes estamos del otro lado de la pantalla. Porque cada vez que elegimos qué comprar, qué consumir o qué apoyar, también estamos alimentando un sistema. Literal y simbólicamente.
¿Qué comemos cuando comemos?
Esta pregunta, aunque parezca sencilla, me ha perseguido muchas veces. ¿Estamos nutriendo nuestro cuerpo o solo llenando un vacío? ¿Sabemos de dónde viene lo que comemos? ¿Reconocemos las manos que sembraron ese arroz, esa papa, ese aguacate?
La tecnología puede ayudarnos a responder estas preguntas si la usamos con intención. Imagina escanear un producto con tu celular y ver la historia completa del agricultor que lo cultivó, las condiciones climáticas, los costos justos pagados. Ya existen apps que se acercan a eso. Pero también imagina que esa misma IA termina siendo usada para manipular precios, ocultar datos o invisibilizar a los pequeños productores.
Por eso me parece clave que desde espacios como Organización Todo En Uno y otros blogs hermanos, sigamos insistiendo en la transparencia, en la ética y en el valor del conocimiento compartido. El cumplimiento de Habeas Data en datos personales no solo aplica a nuestras fotos o a los correos que enviamos: también debería proteger lo que comemos, lo que sembramos, lo que soñamos.
Una generación que piensa, siente y crea
No me da miedo la tecnología. Me emociona. Me reta. Pero me niego a dejar de sentir. No quiero que la comida se convierta en un algoritmo sin alma, en una cadena de decisiones sin corazón. Por eso escribo. Por eso me conecto contigo hoy, lector o lectora, que quizás también estás buscando respuestas en medio del ruido.
Este tema no termina aquí. En Mensajes Sabatinos, suelo escribir sobre las señales que nos da la vida cuando nos detenemos a escuchar. Y esta es una de ellas: la tecnología viene, sí, pero el alma de la comida —y de quienes la producen— no puede olvidarse.
Cierro con esta idea que me acompaña desde siempre: que la modernidad no nos robe el milagro. Porque detrás de cada plato hay más que nutrientes o calorías. Hay historias, memorias, luchas, esperanzas. Que la IA nos ayude a mejorar eso, no a silenciarlo.
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