viernes, 13 de junio de 2025

Escuchar con el alma: lo que el oído humano todavía no capta

 


Siempre me ha parecido curioso que tengamos dos oídos y una sola boca. Tal vez es una forma simbólica de decirnos que escuchar debería ocupar el doble de espacio que hablar. Pero en un mundo tan ruidoso, tan lleno de opiniones rápidas y respuestas automáticas, escuchar realmente se ha vuelto un arte… casi en peligro de extinción.

El otro día leí un artículo titulado “¿Quién escucha mejor?” que comparaba las capacidades auditivas entre diferentes culturas y contextos del mundo. Hablaba del oído como herramienta biológica, de cómo influye la edad, el ambiente, e incluso el idioma que hablamos. Todo eso, desde un enfoque científico, claro. Pero a mí me dejó pensando en otro tipo de escucha: esa que no se mide en decibelios, sino en intención.

Porque saber oír es una cosa. Escuchar, de verdad, es otra muy distinta.

Yo crecí en una familia donde muchas veces el silencio era más elocuente que las palabras. Y aprendí muy temprano a leer los gestos, las pausas, los suspiros escondidos entre frases comunes. Aprendí a identificar cuando alguien decía “estoy bien” pero el tono lo contradecía. Aprendí que escuchar también es notar lo que no se dice.

Y esa escucha, la que va más allá del oído físico, es la que más necesita el mundo hoy.

Nos enseñan a responder, a opinar, a ganar debates, pero rara vez nos enseñan a escuchar sin querer tener la razón. A escuchar para comprender, no para contestar. A quedarnos callados sin sentirnos incómodos. A hacer espacio para el otro, aunque no pensemos igual.

En Bienvenido a mi blog, alguna vez leí una frase que decía algo así como: “El verdadero amor escucha incluso lo que no entiende del todo”. Y eso se me quedó grabado. Porque no se trata de tener todas las respuestas, sino de estar presentes. A veces, estar presente ya es suficiente.

En lo científico, claro, es interesante saber que hay culturas donde la gente puede identificar tonos que otros ni siquiera perciben, o que hay lenguas que entrenan el oído de formas distintas. Pero también hay saberes ancestrales, como los que se relatan en Mensajes Sabatinos, que nos hablan de la escucha interior, del oído del alma. Ese que se afina en el silencio, en la meditación, en la contemplación del otro sin juicio.

¿Quién escucha mejor entonces?

¿El que capta más frecuencias o el que comprende el dolor detrás de una risa?
¿El que tiene mejor audición o el que se queda contigo en silencio cuando no sabes qué decir?

Yo creo que escuchar es un acto espiritual. Escuchar a alguien sin interrumpirlo es un regalo. Escuchar sin intentar corregir, sin minimizar lo que siente, es un gesto de amor. Escuchar incluso cuando no se está de acuerdo, es madurez.

Y ni hablar de lo que pasa cuando nos escuchamos a nosotros mismos. Eso sí que es difícil. Porque a veces nos metemos tanto ruido mental, tantas exigencias, tantas voces ajenas que nos dicen qué hacer, que olvidamos cómo suena nuestra voz interna. La callamos. La ignoramos. Y con el tiempo, la confundimos con el murmullo del mundo.

Yo he aprendido —y sigo aprendiendo— a escucharme más. A detenerme. A preguntarme: ¿esto lo quiero yo o lo quiere el resto por mí? ¿Esto que siento es verdadero o es una reacción automática? ¿Esta decisión me hace bien o solo me da aprobación externa?

Y es que el oído humano, por más afinado que sea, no sirve de nada si no lo acompañamos con corazón. La escucha completa ocurre cuando mente, cuerpo y alma se alinean para recibir al otro.

En Amigo de ese Ser Supremo, muchas veces se habla de cómo Dios (o como cada quien lo conciba) no habla fuerte. Habla en susurros. Y por eso hay que aprender a callar para oírlo. A estar quietos para reconocer su voz. A sintonizarnos.

Tal vez eso deberíamos practicar más: la sintonía. Con la vida. Con los demás. Con lo que somos de verdad.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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