Nunca he tenido un gato, pero he tenido la suerte de que muchos gatos me hayan tenido a mí. Aparecen en momentos inesperados: en la esquina del barrio donde viven los silencios, en la terraza de la casa de mi abuela, o en el último escalón de una escalera olvidada. Los gatos no se poseen. Ellos deciden a quién se acercan, a quién le ronronean, a quién le comparten su pausa.
Y quizá por eso me llamó la atención el título de un artículo que vi hace poco: “¿Qué fruta espanta a los gatos? El truco natural para alejarlos de lugares prohibidos”. Más allá de la información que prometía —que sí, en efecto, algunos cítricos como la naranja o el limón pueden ser útiles para disuadir a los gatos de ciertos espacios— lo que más me quedó fue esa palabra: espantar.
Espantar es más que alejar. Es provocar miedo. Es interrumpir el ritmo de algo vivo.
Entiendo que no todos los lugares son adecuados para un gato: que no deben estar sobre la estufa, dentro del motor del carro, o escarbando entre las plantas del jardín. Pero también me pregunto: ¿cuándo se volvió normal imponer nuestra comodidad por encima del instinto de otro ser?
Porque los gatos no son solo mascotas. Son pequeños exploradores con alma de filósofo. Van donde quieren, observan desde donde otros no se atreven, y en su aparente indiferencia esconden una profunda capacidad de conexión. No tienen amo, pero sí eligen con quién caminar. Y si deciden invadir una mesa o una repisa, muchas veces es porque quieren estar cerca, no porque quieran molestar.
Eso me lo enseñó un gato callejero que se trepaba todos los días a la biblioteca del colegio donde estudié. Nunca entró. Solo se quedaba en la ventana, mirando hacia adentro. Yo, que siempre estaba buscando un rincón para escapar de las multitudes, lo encontré a él. A veces compartíamos el silencio. A veces le leía en voz baja. A veces no hacíamos nada. Y en ese “nada” pasaba todo.
Por eso me cuesta pensar en trucos para “espantarlos”.
No digo que no existan límites. Claro que sí. En toda relación saludable los hay. Pero la clave está en el cómo. En vez de espantar, ¿no sería mejor redirigir, adaptar, comprender? En vez de rociar limón por la casa, ¿por qué no crear espacios seguros donde ellos puedan estar? ¿Por qué no entender su lenguaje antes de imponer el nuestro?
Vivimos en una sociedad que muchas veces quiere domesticar incluso lo que no entiende. Que prefiere controlar en lugar de observar. Que ve a los animales como problemas si no se comportan como peluches obedientes. Pero los gatos —igual que la vida— no están hechos para obedecer sin sentido. Están hechos para ser.
Y si de verdad nos importa convivir con ellos, no se trata de eliminar su presencia, sino de generar acuerdos invisibles. Como en cualquier vínculo: si algo te incomoda, comunícalo con respeto. Si algo no funciona, busca una alternativa. Si algo se rompe, reconstruye con empatía.
Yo lo he aprendido no solo con gatos, sino con personas, con amigos, con familia. Lo he aprendido en los textos de Mensajes Sabatinos, donde el respeto por la vida y sus ritmos está por encima de cualquier regla impuesta. También lo he sentido en Amigo de ese Ser Supremo, donde la conexión con lo sagrado pasa por reconocer la dignidad de todo ser viviente, incluso de aquel que maúlla en las noches sin pedir permiso.
En el fondo, este blog no trata de frutas ni de repelentes. Trata de cómo elegimos convivir. De qué tanto estamos dispuestos a incomodarnos un poco para hacer espacio a otros. De si nuestra comodidad vale más que el derecho de un gato a caminar libre por la terraza.
Trata, tal vez, de aprender a compartir.
Porque a veces queremos jardines sin rasguños, sofás sin pelos, y ventanas sin huellas. Pero ¿de qué sirve una casa perfecta si no está viva?
Los cítricos pueden ayudar, sí. Pero más ayuda la paciencia. Más ayuda el entendimiento. Más ayuda la ternura de saber que ese ser que se trepa a tu escritorio no lo hace por molestar, sino porque confía en ti. Y si eso no es sagrado, entonces no sé qué lo es.
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