jueves, 19 de junio de 2025

Sembrando vida en el mar: la esperanza coralina del Caribe colombiano


Hay momentos en los que la vida nos confronta con realidades que, aunque distantes en apariencia, tocan fibras profundas de nuestra existencia. Así me sucedió al conocer la labor de un grupo de científicos colombianos que buscan salvar a los corales del Caribe reproduciendo a los más resistentes 

Los corales, esos seres vivos que forman estructuras submarinas de una belleza indescriptible, están en peligro. El aumento de la temperatura de los océanos, la contaminación y las enfermedades han provocado un blanqueamiento masivo de corales, afectando la biodiversidad marina y, por ende, la vida de millones de personas que dependen de estos ecosistemas.

En respuesta a esta crisis, científicos de diversas instituciones colombianas han unido esfuerzos para reproducir sexualmente corales resistentes, con el objetivo de restaurar los arrecifes y preservar la vida marina. Esta iniciativa no solo busca salvar a los corales, sino también concientizar sobre la importancia de proteger nuestros ecosistemas marinos .

Desde mi perspectiva como joven colombiano, esta labor me inspira profundamente. Me recuerda que cada acción cuenta y que, aunque los desafíos sean grandes, la unión y el compromiso pueden generar cambios significativos.

En mi blog personal, he compartido reflexiones sobre la importancia de cuidar nuestro entorno y cómo, desde nuestras acciones cotidianas, podemos contribuir a un mundo más sostenible. 

Además, en Mensajes Sabatinos, encontrarás escritos que invitan a la introspección y al fortalecimiento de nuestra conexión con la naturaleza y lo espiritual.

La conservación de los corales no es solo una tarea de científicos; es una responsabilidad compartida. Desde nuestras decisiones de consumo hasta la forma en que educamos a las futuras generaciones, cada gesto cuenta.

Si deseas profundizar en este tema y conocer más sobre cómo puedes contribuir, te recomiendo visitar Amigo de. Ese ser supremo en el cual crees y confías, donde encontrarás reflexiones que fortalecen la conexión entre la espiritualidad y el cuidado del medio ambiente.

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miércoles, 18 de junio de 2025

Entre la pantalla y la verdad: lo que realmente aprendes en un posgrado virtual



Hay cosas que uno no aprende en un salón. Y no porque el conocimiento no sea importante o porque los profes no tengan lo suyo. No. Es porque hay un tipo de aprendizaje que se da cuando estás solo frente a una pantalla, sin nadie encima diciéndote qué hacer, y te toca decidir si estudias… o no. Si terminas el módulo… o te distraes. Si te retas… o si haces lo mínimo para pasar.

Yo he estado ahí. Lo digo como alguien que, aunque aún no ha hecho un posgrado (porque tengo 21 años y estoy en ese otro tipo de universidad llamada “vida real”), he visto a mi familia, a mis amigos, e incluso a mis lectores enfrentar esa experiencia. Y me ha tocado preguntarme muchas veces: ¿vale la pena estudiar virtualmente? ¿No se pierde lo humano? ¿No se vuelve todo como mecánico?

La respuesta no es un sí o un no. Es más como un “depende de vos”.

Hoy, en Colombia, más de 446.000 personas están estudiando programas virtuales. Y no, no es porque todos sean fans de Zoom o de los videos de 40 minutos que parecen eternos. Es porque muchos trabajan, tienen hijos, responsabilidades, o simplemente viven en lugares donde estudiar presencial es un lujo. Y si algo he aprendido de los testimonios que llegan a mi blog El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, es que la educación a distancia no es una moda: es una necesidad.

Pero ojo, que necesidad no significa resignación. Muchos están eligiendo lo virtual porque realmente les ofrece más. Porque ya no se trata solo de repetir lo que dice el profe o ir al aula por cumplir. Se trata de asumir el proceso como propio. Y eso —créeme— no todos están listos para hacerlo.

Yo, que crecí en una familia donde estudiar era una forma de resistir, de avanzar, de no quedarse en lo que el mundo te da por defecto, he entendido que la educación virtual bien llevada puede ser más transformadora que una presencial mal vivida. Lo digo con todo el respeto a las universidades, pero también con todo el amor a quienes estudian con el celular en una mano y el trabajo en la otra.

Sí, hay universidades que se pasan de teóricas y no adaptan sus clases al formato virtual. Sí, hay plataformas que parecen diseñadas para que odies estudiar. Pero también hay otras —las menos, pero existen— que lo hacen bien. Que enseñan no solo contenidos, sino habilidades como la autonomía, la gestión del tiempo, el pensamiento crítico. Y eso, en este mundo que nos exige reinventarnos cada año, es más valioso que mil diplomas colgados en la pared.

Lo que sí me preocupa es que, a veces, detrás del “todo virtual”, se esconda una desconexión emocional. ¿Dónde queda el debate? ¿Dónde el abrazo después del parcial? ¿Dónde el amigo que te acompaña en el almuerzo mientras hablas de lo difícil que estuvo la clase?

La educación no debería ser solo transmisión de información. También debería ser espacio para construir vínculos, para mirarnos a los ojos, para escuchar otras voces. Por eso creo que, aunque los posgrados virtuales están creciendo y son valiosos (como bien analiza el artículo de La República), necesitamos que esa educación se humanice. Que no sea solo una plataforma con módulos, sino una experiencia con alma.

En uno de los textos de Mensajes Sabatinos, leí algo que me marcó: “Estudiar también es una forma de amar la vida.” Y me quedé pensando que, quizás, la educación virtual también puede ser eso: una forma de amar lo que somos capaces de construir cuando nadie nos está mirando.

Porque al final, un posgrado —virtual o presencial— no se mide solo por el título. Se mide por lo que cambia en vos. Por las ideas que te nacen, por las creencias que se te rompen, por la versión de ti mismo que vas pariendo mientras avanzás.

Así que si estás pensando en estudiar un posgrado virtual, no lo hagas por moda. Ni por presión. Ni por “tener más hojas de vida”. Hacelo si sentís que hay algo en vos que quiere seguir creciendo. Y si lo hacés, hacelo con todo. Poné el corazón en cada clase. Abrí cámara, si podés. Participá. Preguntá. Discutí. Armá red. Pedí ayuda. Que no se te pase la oportunidad de aprender de verdad.

Y si ya estás estudiando y sentís que te estás apagando, que todo es mecánico, que perdés el sentido… frená. Respiralo. Y recordá por qué empezaste. Tal vez necesites cambiar de estrategia, de ritmo, de foco. Pero no renuncies a crecer.

Yo, mientras tanto, seguiré escribiendo. Escuchando. Y acompañando desde este lugar donde la palabra todavía tiene fuerza.

¿Quién dijo que no se puede aprender también desde un blog?

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martes, 17 de junio de 2025

Un milímetro que lo cambia todo: sobre lo que guardamos en el cerebro (y lo que aún no entendemos)

 


Leí hace poco que un grupo de científicos logró mapear con altísima precisión un solo milímetro cúbico del cerebro humano. Un milímetro. Tan solo eso. Y, aun así, encontraron 57.000 neuronas, 230 milímetros de axones y más de 150 millones de sinapsis. Todo eso, en una mota casi invisible de nuestro sistema nervioso.

No sé a ti, pero a mí eso me voló la cabeza. Literalmente.

Porque si hay tanto universo en algo tan pequeño… ¿cuánto más no hemos comprendido de lo que somos?

Nos enseñan a ver el cerebro como una máquina. Un órgano. Un sistema. Pero noticias como esta nos recuerdan que más que una máquina, el cerebro es un misterio vivo. Es una especie de selva microscópica donde cada célula tiene historia, dirección, sentido. Y lo más impresionante es que allí, entre impulsos eléctricos y conexiones bioquímicas, se alojan nuestras memorias, decisiones, miedos, lenguajes, sueños, rabias, ideas, silencios…

A veces, cuando me siento a escribir en mi blog personal, me pregunto: ¿de dónde viene esto que estoy pensando? ¿Qué parte de mí decide que hoy quiero hablar del amor o del abandono? ¿Por qué una idea aparece y otra no? Y aunque no tengo respuestas claras, creo que hay algo casi sagrado en este caos organizado que llevamos dentro del cráneo.

Un milímetro cúbico de cerebro puede contener más información que muchas bibliotecas. Pero eso no lo hace solo poderoso. Lo hace también frágil. Porque lo que pasa en el cerebro no es solo técnico: es profundamente humano.

Piensa en alguien con Alzheimer, por ejemplo. En cómo los recuerdos se deshacen como papel mojado. O en alguien con ansiedad, cuyo cerebro anticipa amenazas aunque no existan. O en quienes viven con epilepsia, y sus neuronas disparan señales sin aviso. Todo eso también es cerebro. Y también somos nosotros.

Por eso este tipo de avances científicos no me emocionan solo por lo impresionante de la tecnología. Me emocionan porque pueden ayudarnos a cuidar mejor lo que somos. A entender el dolor de otros. A tratar el sufrimiento con dignidad.

También me hizo pensar en algo que leí hace años en Amigo de ese ser supremo: que la mente es la última frontera del alma. Y aunque suene abstracto, creo que se refiere a que entender el cerebro no es solo entender cómo pensamos, sino cómo sentimos, cómo amamos, cómo creemos.

Porque sí, los datos son importantes. Pero también lo es el misterio. Y quizás lo más bonito de este descubrimiento es que, aunque ahora conocemos mejor ese pequeño rincón neuronal, todavía no podemos explicarlo todo. Y eso está bien. Nos recuerda que la ciencia no está peleada con la humildad. Que avanzar no significa tener todas las respuestas, sino estar dispuesto a seguir preguntando.

Mi generación ha crecido con una relación ambigua con el cerebro: lo idealizamos, lo explotamos, lo sobrecargamos. Lo exigimos con multitareas, lo saturamos de estímulos, lo llenamos de notificaciones. Y a veces, ni siquiera lo escuchamos.

Tal vez es momento de recuperar esa escucha.

De valorar el descanso como parte del rendimiento.
De entender que no todo pensamiento es verdad.
De sanar lo que está herido no solo con terapia o medicamentos, sino también con ternura, con arte, con conexión real.

Un milímetro de cerebro nos recordó que hay más sinapsis en nuestra cabeza que estrellas en algunas galaxias. ¿Qué vamos a hacer con ese poder?

Yo, al menos, quiero usarlo para escribir mejor. Para amar con más conciencia. Para entender que dentro de cada persona hay un mundo tan complejo, tan lleno de caminos invisibles, que sería absurdo juzgar desde afuera lo que pasa por dentro.

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lunes, 16 de junio de 2025

El aire que respiro también piensa: una reflexión sobre la IA y el futuro que merecemos

 


A veces camino por la ciudad y me detengo un momento en una esquina cualquiera, solo para observar. No para tomar una foto ni para revisar el celular. Solo para sentir cómo respira el lugar. Y muchas veces, la respuesta es dura: la ciudad no respira. La ciudad tose. Se asfixia. Y en medio de ese caos que llamamos “desarrollo”, uno se pregunta: ¿cómo seguimos llamando progreso a algo que nos deja sin aire?

Hace poco vi el titular de un artículo que decía: “Así puede la Inteligencia Artificial contribuir a mejorar la calidad del aire urbano”. Y lo primero que pensé fue: por fin una noticia que no habla de IA para vender más, vigilar más o reemplazar humanos, sino para sanar.

Porque sí, la IA puede ser una herramienta de control, de consumo… o de conciencia. Todo depende de cómo la usemos.

Imagina sensores en tiempo real monitoreando partículas contaminantes. Imagina algoritmos que predicen picos de polución antes de que ocurran. Imagina rutas de tráfico rediseñadas automáticamente para reducir emisiones. Imagina árboles sembrados no al azar, sino estratégicamente, gracias a un mapa de calor creado por datos reales. Eso no es ciencia ficción. Es posibilidad.

Pero la tecnología no basta si no cambiamos la forma en que nos relacionamos con la ciudad.

Yo crecí viendo cómo la gente aprendía a ignorar el aire. A vivir con tos como si fuera normal. A cerrar las ventanas por el humo, no por el frío. A usar tapabocas antes de la pandemia solo por la contaminación. Nos acostumbramos. Y eso es lo más peligroso: acostumbrarnos a lo que nos daña.

Por eso me parece poderosa la unión entre la IA y el activismo ambiental. Porque no se trata solo de saber más, sino de actuar mejor. No de vigilar, sino de cuidar. Y ojalá cada avance tecnológico viniera acompañado de una pregunta ética: ¿esto nos hace más humanos o más máquinas?

En Amigo de ese ser supremo leí una vez que cuidar la creación es una forma de oración. Y en Mensajes Sabatinos, se habla del silencio como medicina. ¿Cómo puede haber silencio si el ruido del tráfico nos sigue gritando en la cara? ¿Cómo puede haber salud espiritual si nuestro cuerpo respira veneno?

Y ahí es donde la IA puede ser una aliada, no un enemigo. Si dejamos que nos ayude a ver lo que a simple vista ignoramos. Si la usamos no para explotar más recursos, sino para proteger los que nos quedan. Si la convertimos en una conciencia externa que complemente —no sustituya— la interna.

Como joven, me duele ver cómo se habla de tecnología solo en función del consumo. Pero también me alegra ver que cada vez hay más mentes y corazones trabajando en proyectos de impacto real. Jóvenes como yo que sueñan con ciudades verdes, con data al servicio de la vida, con sensores que detectan esperanza.

Porque la IA no debería ser un fin en sí misma. Debería ser una herramienta para recuperar lo que hemos perdido: equilibrio, respeto, aire limpio.

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domingo, 15 de junio de 2025

Aún no he conocido a Félix, pero lo escucho cada vez que toco la tierra

 


No crecí viéndolo en televisión, porque cuando Félix Rodríguez de la Fuente murió, ni siquiera mis padres habían nacido. Pero algo en su voz —que luego descubrí en documentales viejos de YouTube— me tocó. Esa manera en la que hablaba de los lobos, del águila imperial, del equilibrio de los ecosistemas, no era solo científica. Era profundamente humana. Espiritual. Como si entendiera que el mundo no es algo que dominamos, sino algo del que somos parte.

45 años después de su partida, su mensaje sigue retumbando en los silencios de una sociedad que ha confundido progreso con destrucción.

Yo nací en 2003, en pleno siglo XXI, y me tocó un mundo donde lo natural se convirtió en “contenido”. Donde la fauna se muestra con filtros y la selva es fondo de pantalla. Donde hablar del planeta a veces se ve como “romántico” o “naive”, cuando en realidad es lo más urgente que tenemos. Por eso me impacta tanto lo adelantado que fue Félix. Porque en los 70 ya hablaba de cosas que hoy seguimos ignorando.

A veces me pregunto qué pensaría al ver que el oso andino se sigue cazando en Colombia, o que el 80% de los jóvenes urbanos en Latinoamérica nunca ha acampado en la naturaleza. ¿Qué diría si supiera que más gente conoce el algoritmo de TikTok que el ciclo del agua?

Y ahí es donde su voz vuelve a tener sentido. Porque no hablaba solo para proteger animales: hablaba para recordarnos quiénes somos.

Yo crecí entre ciudades. Asfalto, pantallas, ruido. Pero también crecí escuchando historias de campo en mi familia. En Mensajes Sabatinos, mi abuelo escribe sobre el viento como si fuera un personaje. En Amigo de ese ser supremo, se habla del vínculo entre lo divino y lo natural. Y en mi propio blog, yo intento construir puentes entre todo eso: lo ancestral, lo actual, lo posible.

Porque aunque no tengamos un Félix Rodríguez en la TV actual, tenemos el legado. Y también tenemos una responsabilidad: no dejar que su mensaje se vuelva solo memoria. Que no sea una figura de museo, sino una semilla viva en nuestros actos cotidianos.

¿Sabías que Félix no era biólogo de profesión? Era médico. Y sin embargo, fue uno de los mayores educadores ambientales de habla hispana. Eso me inspira. Porque demuestra que para cuidar el planeta no necesitas un título específico. Solo necesitas conexión, compromiso, y la capacidad de mirar a un animal a los ojos sin sentirte superior.

Hoy, más que nunca, necesitamos eso.

Necesitamos jóvenes que se atrevan a mirar el mundo con asombro. Que sepan más de árboles que de influencers. Que conozcan el canto de los pájaros que viven en su barrio. Que entiendan que conservar no es solo plantar árboles un día al año, sino vivir de otra forma.

Y no se trata de ser perfecto. Yo también uso redes. También consumo. También tengo contradicciones. Pero Félix me recuerda que no se trata de radicalismos, sino de conciencia. De decisiones pequeñas. De coherencia progresiva.

Tal vez por eso hoy escribo esto. Porque siento que aunque no viví su época, algo de él vive en los que creemos que la vida —toda la vida— merece respeto.

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sábado, 14 de junio de 2025

El recurso más desperdiciado del siglo: tu atención

Vivimos atrapados en un mundo que nos exige estar “conectados” todo el tiempo, pero que rara vez nos pide estar presentes. Y no sé tú, pero yo me he encontrado muchas veces abriendo el celular sin saber por qué, navegando entre pantallas sin propósito, y apagando el día con la sensación de que estuve en todos lados, menos en mí.

Dicen que el commoditie más valioso hoy no es el oro, ni el litio, ni el agua, sino la atención humana. No porque sea escasa, sino porque ya no sabemos cuidarla. La regalamos, la fragmentamos, la invertimos mal. Se la damos a lo que grita más fuerte, a lo que brilla más, a lo que vibra en la pantalla… aunque por dentro no nos diga nada.

El artículo que inspiró este blog hablaba justamente de eso: cómo la atención ha sido convertida en un producto, algo que las empresas compran, las plataformas monetizan y los algoritmos persiguen como si fuera el tesoro final. Y es verdad. Basta con ver cómo funcionan las redes sociales: están diseñadas no para informarte, sino para retenerte. No para educarte, sino para que no te vayas. Tu mirada, tu click, tu scroll… todo tiene precio.

Pero ¿y si empezamos a recuperar la atención como acto sagrado?

No lo digo desde el rechazo a la tecnología (yo mismo escribo, creo, leo y vivo en la red), sino desde la conciencia. Desde esa pausa que nos recuerda que lo más valioso no es todo lo que podemos consumir, sino todo lo que podemos percibir cuando enfocamos.

Yo aprendí el valor de la atención escuchando a mi abuelo leer en voz alta. A veces ni entendía todo lo que decía, pero me quedaba mirando cómo pronunciaba las palabras, cómo se le movía la ceja izquierda cuando una frase lo emocionaba. Aprendí que prestar atención no era solo mirar, sino estar. Estar de verdad. Con todos los sentidos.

Y también aprendí que cuando alguien te escucha de verdad, cuando te mira sin distracciones, cuando te responde desde el silencio antes que desde el juicio… eso vale más que cualquier trending topic.

En Bienvenido a mi blog, alguna vez escribí sobre cómo estamos perdiendo la capacidad de sostener la mirada. Y en Mensajes Sabatinos, hay muchas reflexiones que nos invitan a contemplar el tiempo, no solo a correr tras él. La atención no es solo foco: es presencia. Es respeto. Es vínculo.

Y claro, no estoy diciendo que todo deba ser lento o profundo. También está bien reír con memes, perderse un rato en un reel, distraerse. Pero lo peligroso es cuando toda nuestra vida queda reducida a estímulos sin sentido, a ruido que anestesia.

El problema no es tener muchas opciones. El problema es no saber elegir.

Y ahí es donde, como generación, tenemos que hacernos responsables. Porque si nuestra atención es el commoditie más cotizado del siglo, entonces aprender a administrarla es un acto de soberanía. Decidir a qué le das tu energía, a qué le das tu tiempo, es decidir en quién te estás convirtiendo.

¿A qué estás prestando atención hoy?

¿A lo que te alimenta o a lo que te consume?

¿A lo que te hace crecer o a lo que te entretiene pero te vacía?

Yo estoy aprendiendo a cuidar mi atención como quien cuida un fuego. Apagando notificaciones, poniendo el celular boca abajo cuando hablo con alguien, leyendo un libro sin saltarme capítulos. A veces fallo. Pero otras veces lo logro. Y en esos momentos, la vida se siente más real.

Porque escuchar a alguien sin mirar la pantalla. Sentarse a escribir sin multitareas. Ver un atardecer sin compartirlo. Eso, hoy, es casi revolucionario.

Y tú… ¿hace cuánto no haces algo sin distracciones?

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viernes, 13 de junio de 2025

Escuchar con el alma: lo que el oído humano todavía no capta

 


Siempre me ha parecido curioso que tengamos dos oídos y una sola boca. Tal vez es una forma simbólica de decirnos que escuchar debería ocupar el doble de espacio que hablar. Pero en un mundo tan ruidoso, tan lleno de opiniones rápidas y respuestas automáticas, escuchar realmente se ha vuelto un arte… casi en peligro de extinción.

El otro día leí un artículo titulado “¿Quién escucha mejor?” que comparaba las capacidades auditivas entre diferentes culturas y contextos del mundo. Hablaba del oído como herramienta biológica, de cómo influye la edad, el ambiente, e incluso el idioma que hablamos. Todo eso, desde un enfoque científico, claro. Pero a mí me dejó pensando en otro tipo de escucha: esa que no se mide en decibelios, sino en intención.

Porque saber oír es una cosa. Escuchar, de verdad, es otra muy distinta.

Yo crecí en una familia donde muchas veces el silencio era más elocuente que las palabras. Y aprendí muy temprano a leer los gestos, las pausas, los suspiros escondidos entre frases comunes. Aprendí a identificar cuando alguien decía “estoy bien” pero el tono lo contradecía. Aprendí que escuchar también es notar lo que no se dice.

Y esa escucha, la que va más allá del oído físico, es la que más necesita el mundo hoy.

Nos enseñan a responder, a opinar, a ganar debates, pero rara vez nos enseñan a escuchar sin querer tener la razón. A escuchar para comprender, no para contestar. A quedarnos callados sin sentirnos incómodos. A hacer espacio para el otro, aunque no pensemos igual.

En Bienvenido a mi blog, alguna vez leí una frase que decía algo así como: “El verdadero amor escucha incluso lo que no entiende del todo”. Y eso se me quedó grabado. Porque no se trata de tener todas las respuestas, sino de estar presentes. A veces, estar presente ya es suficiente.

En lo científico, claro, es interesante saber que hay culturas donde la gente puede identificar tonos que otros ni siquiera perciben, o que hay lenguas que entrenan el oído de formas distintas. Pero también hay saberes ancestrales, como los que se relatan en Mensajes Sabatinos, que nos hablan de la escucha interior, del oído del alma. Ese que se afina en el silencio, en la meditación, en la contemplación del otro sin juicio.

¿Quién escucha mejor entonces?

¿El que capta más frecuencias o el que comprende el dolor detrás de una risa?
¿El que tiene mejor audición o el que se queda contigo en silencio cuando no sabes qué decir?

Yo creo que escuchar es un acto espiritual. Escuchar a alguien sin interrumpirlo es un regalo. Escuchar sin intentar corregir, sin minimizar lo que siente, es un gesto de amor. Escuchar incluso cuando no se está de acuerdo, es madurez.

Y ni hablar de lo que pasa cuando nos escuchamos a nosotros mismos. Eso sí que es difícil. Porque a veces nos metemos tanto ruido mental, tantas exigencias, tantas voces ajenas que nos dicen qué hacer, que olvidamos cómo suena nuestra voz interna. La callamos. La ignoramos. Y con el tiempo, la confundimos con el murmullo del mundo.

Yo he aprendido —y sigo aprendiendo— a escucharme más. A detenerme. A preguntarme: ¿esto lo quiero yo o lo quiere el resto por mí? ¿Esto que siento es verdadero o es una reacción automática? ¿Esta decisión me hace bien o solo me da aprobación externa?

Y es que el oído humano, por más afinado que sea, no sirve de nada si no lo acompañamos con corazón. La escucha completa ocurre cuando mente, cuerpo y alma se alinean para recibir al otro.

En Amigo de ese Ser Supremo, muchas veces se habla de cómo Dios (o como cada quien lo conciba) no habla fuerte. Habla en susurros. Y por eso hay que aprender a callar para oírlo. A estar quietos para reconocer su voz. A sintonizarnos.

Tal vez eso deberíamos practicar más: la sintonía. Con la vida. Con los demás. Con lo que somos de verdad.

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jueves, 12 de junio de 2025

Gatos, frutas cítricas y los límites invisibles

 


Nunca he tenido un gato, pero he tenido la suerte de que muchos gatos me hayan tenido a mí. Aparecen en momentos inesperados: en la esquina del barrio donde viven los silencios, en la terraza de la casa de mi abuela, o en el último escalón de una escalera olvidada. Los gatos no se poseen. Ellos deciden a quién se acercan, a quién le ronronean, a quién le comparten su pausa.

Y quizá por eso me llamó la atención el título de un artículo que vi hace poco: “¿Qué fruta espanta a los gatos? El truco natural para alejarlos de lugares prohibidos”. Más allá de la información que prometía —que sí, en efecto, algunos cítricos como la naranja o el limón pueden ser útiles para disuadir a los gatos de ciertos espacios— lo que más me quedó fue esa palabra: espantar.

Espantar es más que alejar. Es provocar miedo. Es interrumpir el ritmo de algo vivo.

Entiendo que no todos los lugares son adecuados para un gato: que no deben estar sobre la estufa, dentro del motor del carro, o escarbando entre las plantas del jardín. Pero también me pregunto: ¿cuándo se volvió normal imponer nuestra comodidad por encima del instinto de otro ser?

Porque los gatos no son solo mascotas. Son pequeños exploradores con alma de filósofo. Van donde quieren, observan desde donde otros no se atreven, y en su aparente indiferencia esconden una profunda capacidad de conexión. No tienen amo, pero sí eligen con quién caminar. Y si deciden invadir una mesa o una repisa, muchas veces es porque quieren estar cerca, no porque quieran molestar.

Eso me lo enseñó un gato callejero que se trepaba todos los días a la biblioteca del colegio donde estudié. Nunca entró. Solo se quedaba en la ventana, mirando hacia adentro. Yo, que siempre estaba buscando un rincón para escapar de las multitudes, lo encontré a él. A veces compartíamos el silencio. A veces le leía en voz baja. A veces no hacíamos nada. Y en ese “nada” pasaba todo.

Por eso me cuesta pensar en trucos para “espantarlos”.

No digo que no existan límites. Claro que sí. En toda relación saludable los hay. Pero la clave está en el cómo. En vez de espantar, ¿no sería mejor redirigir, adaptar, comprender? En vez de rociar limón por la casa, ¿por qué no crear espacios seguros donde ellos puedan estar? ¿Por qué no entender su lenguaje antes de imponer el nuestro?

Vivimos en una sociedad que muchas veces quiere domesticar incluso lo que no entiende. Que prefiere controlar en lugar de observar. Que ve a los animales como problemas si no se comportan como peluches obedientes. Pero los gatos —igual que la vida— no están hechos para obedecer sin sentido. Están hechos para ser.

Y si de verdad nos importa convivir con ellos, no se trata de eliminar su presencia, sino de generar acuerdos invisibles. Como en cualquier vínculo: si algo te incomoda, comunícalo con respeto. Si algo no funciona, busca una alternativa. Si algo se rompe, reconstruye con empatía.

Yo lo he aprendido no solo con gatos, sino con personas, con amigos, con familia. Lo he aprendido en los textos de Mensajes Sabatinos, donde el respeto por la vida y sus ritmos está por encima de cualquier regla impuesta. También lo he sentido en Amigo de ese Ser Supremo, donde la conexión con lo sagrado pasa por reconocer la dignidad de todo ser viviente, incluso de aquel que maúlla en las noches sin pedir permiso.

En el fondo, este blog no trata de frutas ni de repelentes. Trata de cómo elegimos convivir. De qué tanto estamos dispuestos a incomodarnos un poco para hacer espacio a otros. De si nuestra comodidad vale más que el derecho de un gato a caminar libre por la terraza.

Trata, tal vez, de aprender a compartir.

Porque a veces queremos jardines sin rasguños, sofás sin pelos, y ventanas sin huellas. Pero ¿de qué sirve una casa perfecta si no está viva?

Los cítricos pueden ayudar, sí. Pero más ayuda la paciencia. Más ayuda el entendimiento. Más ayuda la ternura de saber que ese ser que se trepa a tu escritorio no lo hace por molestar, sino porque confía en ti. Y si eso no es sagrado, entonces no sé qué lo es.

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miércoles, 11 de junio de 2025

No es solo un perro: el día que empecé a entender el abandono


Una vez escuché a alguien decir con indiferencia: “No pasa nada, es solo un perro”. Y aunque en ese momento no dije nada, por dentro algo se rompió. No por el comentario en sí, sino por todo lo que revela. Porque en esa frase hay una forma de mirar el mundo, de clasificar la vida, de justificar el abandono como si no doliera. Como si esos seres que caminan junto a nosotros no sintieran, no recordaran, no confiaran. Como si su amor fuera descartable.

Tenía apenas 14 años cuando vi por primera vez cómo abandonaban a un perro frente a una bodega en mi barrio. Era un pastor mestizo, viejito, con mirada triste y andar lento. Lo dejaron ahí, con un costal de concentrado medio vacío y una correa vieja. Lo vi caminar de un lado a otro durante horas, sin entender. Esperando. Esperando. Esperando.

Y no volvieron.

Eso me marcó.

No porque no supiera ya que en Colombia y en el mundo miles de animales eran abandonados cada año, sino porque ahí entendí que detrás de cada cifra hay una historia real. Una conexión rota. Una promesa incumplida. Un corazón traicionado.

En España, por ejemplo, según datos recientes, casi 287.000 perros y gatos fueron abandonados en 2023. La mayoría por causas tan evitables como “camadas no deseadas”, “problemas de comportamiento” o simplemente porque “ya no era divertido tenerlos” (Fundación Affinity). Y aunque ahora existen leyes de bienestar animal que castigan el abandono con multas fuertes, la realidad sigue igual: las cifras no bajan. La indiferencia pesa más que el miedo a la sanción.

Y yo me pregunto: ¿qué está fallando?

Tal vez la raíz no está en las normas, sino en cómo entendemos el vínculo con los animales. Nos han enseñado a verlos como propiedad, como algo útil o decorativo. “El perro que cuida la casa”, “el gato que acompaña a la abuela”, “el cachorro que le prometimos al niño”. Pero pocas veces hablamos de responsabilidad emocional, de convivencia, de respeto profundo por su vida. Y mucho menos, de duelo cuando se rompe esa relación.

En casa crecí rodeado de historias donde los animales eran parte del alma familiar. En Mensajes Sabatinos y en Bienvenido a mi blog, leí textos que hablaban del amor incondicional de un perro como metáfora de la fidelidad divina. En Amigo de ese ser supremo, encontré reflexiones sobre la creación como un todo vivo, donde el ser humano no está por encima, sino en conexión.

Esas ideas me ayudaron a no endurecerme.

Porque cuando ves tanto abandono, tanto maltrato, tanta indiferencia… puedes volverte cínico. Puedes pensar que no hay nada que hacer. Pero también puedes decidirte a no ser parte de eso. Puedes elegir cuidar, respetar, proteger. Puedes decir “no” al consumo impulsivo de mascotas, a la compra sin conciencia, al abandono disfrazado de “entregarlo a alguien más”.

Yo decidí hablar de esto. Desde mi rincón, desde mi blog, desde lo que he vivido.

Porque, como joven, me duele ver a otros jóvenes regalar mascotas como si fueran objetos. Me duele ver cómo TikTok llena de modas pasajeras donde la gente presume cachorros que luego terminan en la calle cuando crecen. Me duele ver que incluso con más acceso a la información, seguimos repitiendo patrones egoístas.

Pero también me llena de esperanza ver a tantos otros que están despertando. Que adoptan. Que esterilizan. Que rescatan. Que educan. Que entienden que un animal no es un adorno para tu vida, sino una vida que confía en ti.

Me emociona ver refugios autogestionados, campañas barriales, adolescentes que dan charlas en colegios sobre el respeto a los animales. Me inspira la fuerza de quienes han hecho de la defensa animal su causa de vida. Y sobre todo, me emociona cada historia de reencuentro, de sanación, de adopción real.

Porque sí: los animales también sanan. A mí me han enseñado a respirar más lento, a ser más paciente, a escuchar el silencio. Me han recordado que el amor se da sin filtros, sin condiciones, sin más pretensión que estar.

Y si estás leyendo esto y alguna vez has abandonado un animal… no te juzgo. Pero sí te invito a mirar de nuevo. A hacerte cargo. A aprender. Porque también es válido reconocer errores y cambiar. Así como muchos animales que han sido abandonados, también los humanos merecemos una segunda oportunidad.

Si alguna vez estás pensando en tener un animal en tu vida, pregúntate con honestidad: ¿Tengo el tiempo? ¿Tengo el espacio emocional? ¿Estoy dispuesto a cuidarlo cuando envejezca, cuando enferme, cuando ya no sea “tan divertido”?

Porque el abandono no siempre se da en una calle. A veces empieza desde el momento en que dejamos de verlos como seres que sienten.

¿Sentiste que esto te habló directo al corazón?

Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita.

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“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

martes, 10 de junio de 2025

Cuando los adultos no crecieron del todo (y fuimos nosotros quienes tuvimos que madurar primero)



Crecí con la sensación de que había cosas de las que no se podía hablar en voz alta. No porque fueran secretos, sino porque dolían. Porque cada vez que preguntaba algo emocional, algo que realmente quería entender, sentía como si tocara una fibra prohibida. Una incomodidad invisible recorría el ambiente. Una respuesta a medias. Una mirada esquiva. Y ahí entendí, sin que nadie me lo dijera, que en mi casa muchas emociones estaban vetadas.

Con el tiempo descubrí que lo que me pasaba tenía nombre. Que no era el único. Que crecer con padres emocionalmente inmaduros es una herida silenciosa. No es algo que se vea en las fotos familiares ni en las redes sociales. Es una especie de eco interno que te acompaña por años: el eco de tus emociones sin respuesta, de tus necesidades no reconocidas, de tu dolor minimizado.

No se trata de culpar. Mis padres, como muchos, hicieron lo mejor que pudieron. Trabajaron, me dieron un techo, comida, estudio. Pero el afecto no solo se mide en gestos materiales. Hay otro tipo de presencia que también es vital: la emocional. Y cuando esa no está, creces con un hueco que ni siquiera sabes cómo nombrar.

Me pasaba que si lloraba, me decían que exageraba. Que si me frustraba, era porque tenía “la piel muy delgada”. Que si me sentía solo, debía “agradecer lo que tenía y no quejarme tanto”. Así aprendí que sentir estaba mal. Que mostrarme vulnerable era ser débil. Que tener emociones era un problema que los demás no querían ver.

Y entonces comencé a esconder lo que sentía.

Y lo escondí tan bien, que por momentos hasta yo mismo me creí la mentira. Me volví funcional. Responsable. “Buen hijo”. Pero dentro de mí, algo siempre faltaba. Me costaba confiar. Me costaba pedir ayuda. Me costaba incluso decir “tengo miedo” o “me duele”. Porque en casa no se aprendía a decir eso.

Descubrí después, leyendo a Lindsay C. Gibson, que los padres emocionalmente inmaduros muchas veces no lo hacen por maldad. Simplemente nunca aprendieron a conectar con su mundo emocional. A veces fueron criados por generaciones aún más duras. Otras veces, arrastran traumas no sanados. Pero eso no borra el impacto que tiene en sus hijos.

Muchos de nosotros, los hijos de esa desconexión, nos convertimos en adultos antes de tiempo. Nos tocó ser los “fuertes” de la casa. Ser los mediadores, los conciliadores, los que no hacen ruido. Y eso, en apariencia, nos dio madurez. Pero era una madurez que no pedimos. Era sobrevivencia.

Y sí, sobrevivimos. Pero después llega el momento de preguntarnos: ¿Ahora cómo vivo?

Porque no basta con sobrevivir. Queremos vivir con sentido, con alegría, con conexión. Pero para eso, primero hay que mirar de frente lo que dolió. Sin odio. Sin victimismo. Con compasión… pero también con honestidad.

A mí me ayudó mucho escribir. Lo hice primero en mi blog El Blog de Juan Manuel Moreno Ocampo, luego en diarios personales. Poner en palabras mi historia me permitió entender que no estaba solo. Que otros jóvenes también habían crecido entre silencios. Que también habían aprendido a poner buena cara mientras se rompían por dentro. Y que también buscaban sanar.

He hablado de esto en mi círculo cercano, pero también me he refugiado en lecturas como las de “Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías”, donde encuentro consuelo espiritual, y en reflexiones profundas que mi familia ha compartido por años, como en Mensajes Sabatinos. En todos esos espacios, lo que más me sana es saber que sentir está bien. Que no es signo de debilidad, sino de estar vivo.

Y sanar no es fácil. A veces la rabia regresa. A veces queremos gritar lo que callamos por años. Pero cada paso que damos hacia nosotros mismos, hacia entendernos, es un acto de valentía. Porque en el fondo, lo que estamos haciendo es reparentarnos. Darnos el amor que nos faltó. Abrazarnos como nadie lo hizo cuando más lo necesitábamos.

Si tú también creciste con un padre o una madre emocionalmente inmadura, no estás solo. No estás rota o roto. No estás condenado a repetir patrones. Puedes romper la cadena. Puedes crear algo distinto. Puedes aprender a hablar de lo que sientes sin culpa. Puedes poner límites sin miedo. Puedes construir vínculos donde no tengas que ocultarte para ser querido.

Y sí, cuesta. Pero es posible. Porque, aunque parezca extraño, en ese dolor también hay una semilla: la de tu propia transformación.

Yo sigo aprendiendo. Sigo cayendo y levantándome. Pero ahora ya no camino a oscuras. Ya no cargo culpas que no me corresponden. Ya no busco aprobación en lugares donde no me ven.

Ahora, simplemente, me elijo. Y en ese gesto, empiezo a ser libre.

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lunes, 9 de junio de 2025

No somos solo hormonas… pero tampoco somos máquinas


Hay preguntas que uno se hace en los momentos menos esperados. A mí, por ejemplo, me dio por pensar en todo esto mientras caminaba solo una tarde, viendo cómo el viento movía los árboles. ¿Qué es eso que nos mueve de verdad? ¿Cuánto de lo que sentimos, pensamos o decidimos es realmente nuestro? ¿Y cuánto es simplemente una reacción química que ocurre allá, en el laboratorio secreto de nuestro cerebro?

Hace poco leí un artículo del New York Times que hablaba sobre cómo las hormonas sexuales afectan el cerebro. Decía que, aunque siempre nos han contado que las hormonas son responsables de cosas como el deseo, el impulso, la agresividad o la ternura, en realidad su influencia va mucho más allá de lo que creemos. No solo durante la adolescencia o la pubertad, sino durante toda la vida. Las hormonas están como una música de fondo que nunca se apaga del todo, afinando cómo vemos el mundo, cómo nos movemos dentro de él y cómo nos sentimos dentro de nuestra propia piel.

No sé ustedes, pero a mí me cuesta aceptar que algo tan invisible pueda tener tanto poder. Uno se cree dueño de sus decisiones, de su carácter, de su “ser”. Pero después te das cuenta de que hay fuerzas trabajando adentro de ti todo el tiempo. Y entonces viene la pregunta difícil: ¿Qué parte de lo que soy es biología… y qué parte es conciencia?

No tengo una respuesta definitiva. Pero creo que justo ahí empieza un viaje de autoconocimiento que no debería asustarnos, sino impulsarnos.

Si reconozco que las hormonas me influyen, puedo también aprender a observarme mejor. No para juzgarme ni para resignarme, sino para entenderme con más compasión. A veces, detrás de un enojo desproporcionado, o de una tristeza repentina, no hay un fracaso personal, sino un cuerpo intentando equilibrarse, sobrevivir, protegerse.

Hace tiempo escribí en mi blog El Blog de Juan Manuel Moreno Ocampo algo sobre cómo somos un puente entre lo invisible y lo tangible. Este tema me hace sentirlo aún más fuerte. Somos cuerpo, claro. Pero también somos alma, conciencia, voluntad. Negarlo sería tan tonto como ignorarlo.

Y en una sociedad que idealiza el control absoluto sobre uno mismo, aceptar que somos también vulnerabilidad química es un acto de valentía. Vivimos en un mundo hiperconectado, donde la tecnología (y aquí pienso también en los proyectos que apoyamos en Todo en Uno.Net) cada día trata de hacernos más eficientes, más predecibles, más medibles. Pero el ser humano no es una fórmula exacta. Y qué hermoso es recordarlo.

El artículo mencionaba que las hormonas sexuales afectan no solo el comportamiento visible, sino funciones profundas como la memoria, la percepción del peligro, la forma en que aprendemos o cómo reaccionamos emocionalmente. Pensarlo me hizo sentir, de alguna manera, menos solo. Porque cuántas veces uno siente que algo en su interior está “mal” solo porque no encaja en lo que la sociedad espera.

Me da ternura recordar, por ejemplo, mis días de colegio, cuando uno estaba a medio camino entre ser niño y ser adulto, y sentía una mezcla incontrolable de rabia, euforia, tristeza y amor en una sola tarde. Nadie nos explicaba que no era solo una etapa “difícil”, sino un proceso biológico real, complejo y necesario para ser quienes somos hoy.

La ciencia está empezando a entender mejor todo eso. Pero también nosotros, desde nuestra vivencia cotidiana, podemos aprender a escucharnos más. A ver más allá de lo que “deberíamos sentir” o “deberíamos ser”. Y entender que parte de ser adulto no es suprimir esas fuerzas internas, sino convivir con ellas, bailarlas, conocer sus ritmos.

Y me pregunto: en un mundo donde la Inteligencia Artificial ya aprende, decide, e incluso predice comportamientos humanos, ¿qué valor tendrá seguir siendo seres “imperfectos”, emocionales, hormonales, caóticos a veces? Me gusta pensar que ese será justamente nuestro mayor tesoro.

Porque como decía en uno de los mensajes que me marcaron de Mensajes Sabatinos, el alma no se mide por la eficiencia, sino por la autenticidad. Y ser auténtico implica aceptar que no siempre estamos bajo un control perfecto, que no siempre vamos a ser lógicos, que no siempre vamos a ser la mejor versión de nosotros mismos. Y está bien.

Así como hay días donde el café sale perfecto, y otros donde, aunque pongas la misma cantidad de agua y café, simplemente no sabe igual, hay días donde nosotros también variamos. No somos máquinas. Somos procesos en movimiento.

A veces creo que nos vendieron la idea equivocada de que ser maduro es ser invulnerable. Hoy, a mis 21 años, siento que la madurez real es más bien aprender a abrazar nuestras vulnerabilidades, a entender nuestras fluctuaciones internas, a no pelearnos con nuestra propia naturaleza.

Por eso cuando pienso en las hormonas y el cerebro, no lo veo como una amenaza a mi autonomía. Lo veo como un recordatorio de que la vida es mucho más profunda y misteriosa de lo que parece. Que detrás de cada reacción, de cada emoción, de cada impulso, hay un universo latiendo, moviéndose, cambiando.

Y que conocer ese universo es un privilegio, no una carga.

Así que sí: las hormonas nos afectan. Pero no nos definen. Son una parte de la orquesta, pero no la música completa. Nosotros, desde nuestra conciencia, desde nuestra voluntad, desde nuestro amor, elegimos qué melodía queremos tocar.

Gracias por leerme hoy. Y si en algún momento te has sentido raro, extraño, emocional sin explicación, solo recuerda: estás vivo. Estás latiendo. Y eso ya es suficiente milagro para celebrarlo.


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