Una joven de 17 años cuenta cómo, desde que era una niña, padeció de episodios de profunda tristeza.
Ese día su profesora no quiso recibirle una excusa, poco a poco la presión aumentaba, sentía que todo a su alrededor se le venía encima, no podía respirar, sus lágrimas comenzaron a salir, sus manos y sus piernas le temblaban y frente a ella, alumnos de todos los cursos la miraban. La bomba a presión estalló.
Daniela tiene solo 17 años, pero ya ha padecido todos los estragos de una depresión no tratada a tiempo. Ese sentimiento constante de tristeza comenzó cuando solo tenía 7 años. “A mí, por ejemplo, no me gustaba ir al colegio, me parecía terrible la idea, siempre tenía un ánimo bajo”.
Buscar ayuda no se le cruzó por la mente en ese momento y lo que ocurrió con el tiempo es que fue normalizando ese sentimiento. Lloraba mucho, se aislaba, era una niña sin amigos pero que obtenía buenos resultados escolares. Los síntomas de una enfermedad seguían anidando en su ser y cuando trataba de exteriorizar sus sentimientos solo escuchaba la típica frase de siempre. “Tú lo tienes todo para ser feliz, familia, estudio, juventud (…)”. Nadie entendía que para estar triste, a veces, no se necesita ninguna razón.
Nada la motivaba, nada tenía sentido, si era de día o de noche, si había frío o calor, no existía diferencia para esta niña. Los días pasaban consumidos por una monotonía insufrible. “Para ese momento yo reprimía todas mis emociones, padecía todo en silencio”.
Daniela pasaba noches sin dormir y se exigía todos los días más y más. “En mi casa nunca me presionaron por tener buenas notas, pero, de alguna manera, yo sentía que era lo único en lo que era buena. Mi única responsabilidad era el colegio y yo sentía que tenía que tener buenos resultados”.
En el 2018, cuando cumplió 15 años, sintió que ya no podía más, sus pensamientos de desesperanza la estaban dominando, a veces ni siquiera era capaz de controlar el llanto, las náuseas, el dolor de cabeza. “Pero solo hasta que ingresé a décimo, en 2019, tuve que contarle a mi familia. Ya no podía más, necesitaba ayuda. Tuve crisis de ansiedad en las que me ahogaba, me sudaban las manos, terrible”.
Cuando fue al médico, primero le decían que era estrés; otras, ansiedad, hasta que por fin la metieron en un programa de salud mental. Pero no fue lo que esperaba, tardó dos meses para que le dieran una cita, como si no hubiera esperado lo suficiente. “Y cuando me revisaban unos decían que tenía un trastorno depresivo, otros que era ansiedad y así pasaron varias citas en donde me sentí muy mal porque la psicóloga me hacía hablar delante de mi mamá y pues eso no era lo que yo quería”.
Daniela sentía el deseo de abrirse completamente con los profesionales, pero en esa experiencia solo aumentaba su insomnio, se sentía cansada todo el tiempo y, lo más grave, los pensamientos de que su vida ya no tenía sentido aumentaron. “Sería mejor si yo no estuviera, era un pensamiento muy fuerte en mí, tenía miedo, mi mente me estaba dominando”. Dice que si no fuera por su familia, no estaría contando la historia. Luego de cuatro encuentros, la remitieron a psiquiatría, pero la joven sintió que no había culminado ningún proceso.
Poco tiempo después la joven tuvo una crisis estando en su colegio. Daniela no sentía empatía por parte de los profesores. Incluso, una de ellas se resistía a recibirle las excusas médicas. “Esto hizo que yo entrara en una crisis de ansiedad dentro del colegio. Hasta me mandó para la coordinación”.
Esto hizo que yo entrara en una crisis de ansiedad dentro del colegio. Hasta me mandó para la coordinación
Empezó a llorar, se le escapaba el oxígeno, temblaba, y todo eso mientras sus compañeros la miraban aterrados. Eso llamó la atención del coordinador, que intentó calmarla. Por primera vez se tomaban el tiempo de leer las excusas y entender que lo que ella tenía era una enfermedad: trastorno de ansiedad. “Por fin les pude explicar que a mí no me gustaba usar mi enfermedad para no ir a clases o para manipular. Duré ahí como dos horas y nunca llamaron a mi acudiente”. Simplemente, en este colegio, como en muchos, la comunidad educativa no estaba preparada para manejar este tipo de crisis.
Con este episodio, la ideación y los pensamientos de muerte se incrementaron en Daniela. “Yo seguía reprimiendo mis emociones, pasaba noches sin dormir, mi cabeza no paraba”. Lo más preocupante para la familia fue que la remitieron a un psiquiatra de adultos y le formularon antidepresivos. “La primera pregunta que me hizo fue que si yo me quería morir, eso fue en plena pandemia, cuando todos los síntomas se incrementaron”.
La desconexión en este tiempo fue total, Daniela fue consumida por horarios de trabajo extenuante, muchas veces impuestos por ella misma. “Empezaba mi día a las 7 de la mañana y podía terminarlo a la medianoche. Quería ser la mejor, pero me estaba privando de muchas cosas”. Las crisis se exacerbaron, comenzaba a llorar de la nada o quería dormir todo el tiempo y en medio del encierro la familia se incriminaba por su enfermedad. “Que si mi papá viajaba mucho, que si mi mamá me sobreprotegía, empezamos a buscar culpables y eso no estuvo bien”.
Gracias a su hermana, Daniela frenó el tratamiento con antidepresivos y comenzó un nuevo proceso en la Fundación Funidep. “Llevo cuatro meses. Estoy comenzando a aceptar mi enfermedad, a tener mejor comunicación con mis papás y viceversa. Creo que la gente ha normalizado una situación que es realmente más compleja”.
Daniela ha vivido en carne propia la inexperiencia de los colegios para manejar casos como el de ella. “Un psicólogo para 1.500 estudiantes es insólito. A los docentes les hace falta involucrarse más con sus estudiantes, entender que tienen problemas y sentimientos”.
Por ejemplo, el paso de quinto a sexto no fue fácil para esta joven. Dice que hubo un momento en el que se sintió forzada a quemar ciertas etapas de su niñez para encajar en su grupo de amigas. “Eso es algo que afecta mucho a los jóvenes, lo mismo que las redes sociales. Yo, por ejemplo, fijé mi mirada en muchas cosas triste y eso terminó por minar más mi situación. Yo tuve que eliminar cuentas porque me di cuenta que eso acrecentaba mi ansiedad”.
Daniela dice que es hora de que la sociedad comience a hablar de las enfermedades mentales y el suicidio. “Pero no solo la enfermedad del artista o la modelo, sino de personas comunes y corrientes, como los jóvenes que no tenemos dinero para un tratamiento; y otra cosa, necesitamos de psicólogos más profesionales, yo pasé por muchos y la experiencia es lamentable”.
A pesar de su enfermedad, Daniela, de 17 años, tiene muchos ideales. Quiere estudiar licenciatura en Ciencias Sociales pero las puertas abiertas son pocas, por lo menos en las universidades públicas. “Seguiré luchando; por lo menos, ya encontré un camino".75 suicidios reportados en colegios en tres años prenden las alarmas
La salud mental de los estudiantes es un tema recién explorado y tratado en los colegios, tanto públicos como privados. Sin embargo, hay que rescatar el esfuerzo del Distrito por centrar su atención en este tema, no solo a la luz de los casos de suicidio conocidos por las instituciones educativas, sino por el advenimiento de la pandemia, que hizo mella en la salud de los estudiantes. “Hay una necesidad imperante de trabajar de manera conjunta por la construcción de espacios de diálogo frente a las afectaciones que ha traído el confinamiento”, dijo la secretaria de Educación, Edna Patricia Bonilla.
Solo durante tres años, 2018, 2019 y 2020, un total de 75 suicidios consumados fueron reportados en el ‘Sistema de alertas desagregados por tipo de colegio’. Pero, según cifras de Medicina Legal, en esos mismos tres años hay reportes de 102 casos de suicidio en las diferentes localidades entre menores de 18 años. Se debe tener en cuenta que muchos casos terminan reportados como accidentes porque en ocasiones no hay quien investigue a fondo.
Por eso, el Distrito ha creado el ‘Programa integral de educación socioemocional, ciudadana y de escuelas como territorios de paz’ para el fortalecimiento de la orientación escolar, dentro del cual está el ‘Sistema de alertas’ para que los estudiantes puedan reportar: abuso y violencia, maternidad y paternidad temprana, accidentalidad, trastornos de aprendizaje, consumo de sustancias psicoactivas y finalmente, conducta suicida. Es decir, los datos que presenta la SED son sobre presunta ocurrencia de hechos para activar alertas y brindar acompañamiento. La comprobación, en todo caso, es de la competencia de las autoridades judiciales.
Este sistema también ha dilucidado que es los niños de entre 12 y 14 años en los que más se ha identificado afectación en la salud mental. También se ha podido evidenciar cuáles son los síntomas identificados en el ‘Sistema de alertas 2020’. Un 27,86 % habla de la muerte o el suicidio o incluso declara el deseo de hacerse daño entre compañeros, un 26,20 % muestra una dificultad repentina en los deberes, un 11,05 % habla de sentirse desesperado o culpable, un 10,55 % presenta comportamientos autodestructivos como consumir alcohol en exceso, drogas ilícitas o se produce cortadas en el cuerpo, el 9,58 % cambió de forma repentina su comportamiento, el 5,51 % mostró depresión, llanto, tristeza, soledad, y otros porcentajes menores muestran actitudes como pérdida de interés en actividades que antes disfrutaba, hablar acerca de marcharse, cambiar hábitos alimentarios o de sueño, dificultad para concentrarse o pensar claramente, alejarse de los amigos o no querer salir e incluso regalar sus pertenencias.