El país no es gobernable desde generaciones que sean indiferentes a las necesidades de los jóvenes.
Siempre se dijo que Colombia era un país de niños. Eso, que fue cierto hasta hace unos pocos años, ya no lo es. Durante décadas, cuando el crecimiento demográfico estaba disparado, los menores de 15 años fueron el grupo más importante de la población –aunque muy mal representado políticamente–. Por ejemplo, la inversión en educación básica siempre estuvo por debajo del gasto en pensiones, aunque los menores en edad escolar eran cinco veces más que los pensionados.
Todo esto va a cambiar por la demografía. Si hubiéramos analizado con cuidado las cifras del censo de 2018, las multitudinarias marchas del año pasado no nos habrían tomado por sorpresa.
El punto es que Colombia dejó de ser un país de niños para convertirse en un país de jóvenes. Y, para ser más concretos, de jóvenes deliberantes que no están dispuestos a dejarse imponer la agenda. Además, un grupo con grandes dificultades y razones para estar descontento. Las generaciones mayores les repiten hasta el cansancio que Colombia está mucho mejor que hace veinte años. Esta afirmación, aunque cierta, les entra por un oído y les sale por el otro, pues en nada alivia sus problemas actuales, que son reales.
Los colombianos de entre 15 y 30 años son ahora el grupo más grande de la población. Pesa tanto numéricamente que si participan activamente en las decisiones políticas, serán el electorado determinante en 2022.
Aunque tienen cuatro años más de educación que la generación anterior, sus ingresos todavía son muy bajos. No dependen de sus padres: una tercera parte de los hombres de 25 años y un 25 por ciento de las mujeres son cabeza de hogar. A los 30, ya la mitad de los hombres, y un 30 por ciento de las mujeres, es responsable de un hogar.
A esta realidad hay que sumarle otra. Hoy por hoy, el 40 por ciento de los colombianos pertenecen a la población vulnerable. Esto quiere decir que sus ingresos están por encima del nivel de pobreza, pero lejos de estar en la clase media consolidada. Para ser exactos, en 2018 el ingreso por persona en este grupo estuvo entre $ 257.000 mensuales (la línea de pobreza) y $ 609.000 por mes (el nivel de entrada a la clase media). Dado el aumento reciente del desempleo, es más fácil volver a caer a la pobreza que subir a la clase media. Esto produce una enorme angustia y descontento.
Una de las principales preocupaciones de los jóvenes es la calidad de la educación. Los resultados de las pruebas Pisa –que realiza la Ocde cada tres años a personas de 15 años– cayeron como un verdadero balde de agua fría: los datos de 2018 mostraron un retroceso en Colombia con respecto a los de 2015. Esto señala un problema mayúsculo: las personas hacen esfuerzos por educarse, pero no logran la capacitación adecuada, con lo cual los empleos que obtienen son de mala calidad.
Por eso no es sorprendente que en la encuesta de Gallup sobre satisfacción con la vida muestre un retroceso, aunque el país objetivamente sigue avanzando. Algo que no ayuda en absoluto es que la inmensa mayoría de las personas encuestadas consideran que la corrupción es un fenómeno generalizado, tanto en la órbita pública como en la privada.
Traducir esta insatisfacción y convertirla en cambio es el gran reto del país de los próximos años.
Hay dos formas de enfrentar el descontento. Una, la de los mesías populistas, es inducir caos para proponer que todo debe cambiar y a la postre no cambiar nada. Este es el camino que seguirán políticos oportunistas que buscan pescar en río revuelto. Otro camino es construir sobre lo construido, pero con una agenda de reformas clara y concreta. Entre ellas, hay que empezar por replantear el sistema de financiamiento de las campañas políticas –que es el origen de muchos problemas–.
El país ya no es gobernable desde los extremos ideológicos. Tampoco es gobernable desde generaciones que sean indiferentes a las angustias y necesidades de los jóvenes de hoy.