Hay preguntas que no se resuelven con argumentos. Preguntas que, más que buscar una respuesta, nos devuelven a un lugar íntimo: a la memoria, a la herida, al amor que sentimos por los nuestros. Esta semana, después de leer el artículo de The New York Times sobre cómo en Suecia muchos abuelos no cuidan a sus nietos por decisión o por cómo está estructurado el sistema, me quedé pensando. No en los suecos, sino en nosotros. En lo que significa ser abuelo, o mejor, en lo que significa tener uno.
Mi abuelo me enseñó a escuchar antes de opinar, a leer entre líneas, a entender la ciudad como una conversación diaria entre el alma y el ruido. A los 12 años me dijo: “Primero entérese del mundo antes de salir a hablar de él”. Y aunque lo decía con una sonrisa, para mí era un principio. Fue él quien me mostró que la información es una forma de respeto, que estar informado es también una manera de amar. Así crecí. Así sigo. Así escribo.
Por eso, leer que en países como Suecia —que admiramos muchas veces por sus políticas sociales o su bienestar— los abuelos no están tan presentes en la vida diaria de sus nietos, me confronta. No desde el juicio fácil, sino desde una tristeza silenciosa. Porque hay una riqueza emocional en el vínculo entre generaciones que no se puede reemplazar con ninguna política pública, por más buena que sea. Hay algo que se rompe, que se enfría, cuando a los abuelos se les vuelve “opcionales”.
Claro, entiendo que allá el sistema es distinto: los padres tienen licencia, el Estado apoya con cuidado infantil, y hay una cultura que valora la independencia. Pero ¿a qué costo? ¿Qué pasa con la memoria viva de una familia? ¿Qué pasa con esa energía suave, sin prisa, que solo un abuelo sabe transmitir? ¿Quién les cuenta a los niños de dónde vienen, si no es el que ya vivió bastante como para saberlo?
Y no es solo cosa de romanticismo. Es también una pregunta espiritual, social y hasta política. Porque una sociedad que desconecta sus generaciones, por muy funcional que parezca, está construyendo vínculos débiles. Y eso, eventualmente, se paga. Se paga con soledad. Con desconocimiento del pasado. Con adolescentes que no saben de dónde vienen ni por qué su mamá llora cuando escucha ese bolero en la cocina. O peor: que ni siquiera han visto llorar a su mamá porque todo se volvió demasiado funcional.
En Colombia, en cambio, muchos crecimos entre brazos de abuelos. Aunque trabajaran. Aunque no fuera fácil. Aunque fuera más desde el amor que desde la organización. Ellos estaban. Y con estar, bastaba. No eran perfectos, pero eran presentes. Y eso dejó huella.
A veces me da miedo que, en nombre del progreso, estemos perdiendo esa riqueza. Que nos compremos la idea de que cuidar es un atraso. Que estar disponible para el otro es “una pérdida de tiempo”. Y no lo digo solo por los abuelos. Lo digo por todos. Por nosotros los jóvenes también. Porque estamos aprendiendo a vivir sin tiempo para nadie. Y cuando te acostumbras a no tener tiempo para el otro, te estás entrenando para que tampoco tengan tiempo para ti.
Quizás por eso me gusta tanto lo que se escribe en blogs como Mensajes Sabatinos, donde la pausa, el afecto y la espiritualidad se vuelven maneras de reconectarnos. O en Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde los vínculos no se explican con estadísticas sino con fe. Porque a veces la única manera de entender el alma es desde el silencio y el asombro. Y eso, los abuelos, lo sabían hacer muy bien.
Este no es un texto para idealizarlos. Yo también he conocido abuelos ausentes, duros, o incluso dañinos. La edad no da sabiduría automática. Pero sí nos da oportunidad. Y creo que como jóvenes tenemos que repensar qué rol queremos jugar en esa cadena de afectos. ¿Nos estamos preparando para ser abuelos sabios algún día? ¿O estamos tan ocupados sobreviviendo que ni siquiera nos vemos cuidando a nadie más?
Me preocupa que la conversación actual sobre “libertad” esté dejando por fuera a la ternura. Que cada vez pensemos más en cómo proteger nuestra autonomía, pero menos en cómo entregarnos con sentido. Porque la vida no se trata solo de no deberle nada a nadie, sino también de saberse parte de algo más grande. De una historia. De una familia. De una humanidad.
Y eso empieza en casa.
En lo pequeño.
En cómo le contestas a tu mamá cuando te pregunta si ya comiste. En si recuerdas el cumpleaños de tu tía. En si aún abrazas a tu abuela sin mirar el reloj. En si tus vínculos siguen siendo humanos, o ya parecen chats pendientes que solo abres cuando te sobra tiempo.
Por eso creo que este tema va más allá de Suecia. Habla de todos nosotros. De qué estamos haciendo con nuestras raíces, con nuestras memorias, con los afectos que podrían hacernos menos solitarios y más humanos. No se trata de volver al pasado. Se trata de rescatar lo que sigue siendo esencial en cualquier época: cuidar y dejarnos cuidar.
Y ese es el mensaje que también intento dejar en mi blog, Juan Manuel Moreno Ocampo, donde cada entrada es una conversación conmigo mismo, con mi familia, con la vida. Donde escribo para no olvidar lo que me enseñaron. Para recordar que los vínculos son la única tecnología que no envejece. Que un abuelo que te escucha puede ser más terapéutico que diez sesiones de psicología (y te lo dice alguien que también cree en la psicología). Que cuando la vida se complica, lo más simple puede salvarnos: una historia contada en voz baja. Una foto en blanco y negro. Un silencio compartido.
En días como estos, donde todo va tan rápido, donde la inteligencia artificial avanza y las emociones se digitalizan, creo que volver a mirar a nuestros abuelos —los reales, los simbólicos, los que fuimos o los que aún no nos atrevimos a ser— es un acto de resistencia. De humanidad. De amor sin algoritmo.
¿Tú aún hablas con el tuyo?
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