jueves, 22 de mayo de 2025

Y si fuéramos nosotros los que un día amanecemos sin hogar? Una reflexión sobre los perros, la eutanasia y lo que no queremos ver



A veces hay noticias que no se ven en titulares grandes, pero que te rasgan el alma si estás lo suficientemente despierto para sentirlas. Esta vez me pasó con un artículo sobre la eutanasia en perros callejeros, concretamente en Colombia, donde aún se debate si es una solución o un reflejo brutal de todo lo que hemos dejado perder como sociedad. Y no puedo negar que algo dentro de mí se quebró un poco cuando terminé de leerlo. Porque más allá de los datos, los protocolos y las leyes, hay una pregunta que no me dejó dormir esa noche: ¿cuándo empezamos a normalizar que algunos seres, por estar en la calle, pierdan el derecho a vivir?

No soy veterinario, no soy activista formal de derechos animales, ni he dedicado mi vida a rescatar perros. Pero sí he convivido con ellos desde niño. Los vi entrar a mi casa sin pedir permiso y salir de ella como parte de la familia. Vi a mi papá llorar por un perro como se llora por un abuelo. Y aprendí que los animales no son “mascotas”. Son espejo. Son compañía que no pide explicaciones. Son amor sin etiquetas. Por eso este tema me duele. Me incomoda. Y siento que nos debería doler a todos.

Porque no estamos hablando solo de perros. Estamos hablando de lo que hacemos con lo que estorba. Con lo que “no cabe” en la estructura. Con lo que ensucia la estética de una ciudad que quiere mostrarse moderna, mientras sus calles esconden hambre, abandono y miedo. Y sí, muchos de esos perros están enfermos, heridos o viejos. Pero… ¿ese es motivo suficiente para eliminarlos? ¿Acaso nosotros no envejecemos también? ¿No nos enfermamos? ¿Qué haríamos si un día alguien nos declara “inviables” solo porque dejamos de ser útiles?

La eutanasia debería ser un acto de compasión cuando no hay más alternativas, no una política de gestión urbana. Pero en muchos casos se convierte en eso: en un “control poblacional” disfrazado de humanidad. Y lo digo con rabia, pero también con responsabilidad. Porque entiendo que los refugios están desbordados, que hay recursos limitados, y que no todos los perros pueden ser adoptados. Pero también sé que hemos fallado como comunidad al no educar, al no esterilizar, al no mirar a los ojos a esos seres que caminan por la calle como si fueran nadie.

He visto más empatía en la mirada de un perro sin nombre que en muchos discursos bien escritos. He sentido más consuelo acostado junto a uno que en muchas terapias costosas. Y aún así, los dejamos morir como si fueran basura orgánica. Nos excusamos en la “falta de cupos”, en el “riesgo sanitario”, en el “bienestar general”. Pero no podemos seguir creyendo que matar es cuidar. Que desaparecer es proteger.

Desde mi mirada como joven, como colombiano y como persona que aún cree que se puede vivir con conciencia, pienso que el problema va más allá del perro. El problema es que cada vez somos más rápidos para desechar lo que no podemos resolver. Y eso aplica a relaciones, a ancianos, a enfermos mentales, a migrantes, a lo que no se adapta. A todo lo que incomoda. Como si solo mereciera vivir lo que funciona perfectamente.

Y ahí es donde esta conversación conecta con la espiritualidad que he compartido en mi blog personal y en el de mi familia (Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías). Porque si creemos en un Dios –en el nombre que quieras darle– ¿cómo justificamos un acto que anula la vida de otro ser sin una opción distinta? ¿Cómo concilia nuestra fe con nuestras decisiones públicas?

No estoy diciendo que todas las eutanasias sean crueles o injustas. Hay momentos en los que la muerte puede ser una liberación para un alma que sufre sin retorno. Pero eso es muy distinto a hacer de la eutanasia una solución sistemática al problema del abandono. Porque el abandono no empieza en la calle. Empieza cuando educamos sin valores. Cuando compramos perros como juguetes. Cuando los vemos como cosas y no como vínculos. Cuando no esterilizamos, cuando no protegemos, cuando no enseñamos a los niños que una vida –sea la que sea– vale más que un adorno bonito de casa.

Por eso me duele leer que algunos municipios han optado por eutanasias masivas como forma de control poblacional. Porque eso me habla de una sociedad que no quiere hacerse cargo. Que prefiere apagar lo que no sabe manejar. Y me dan ganas de escribir más, de hablarlo en mis grupos de amigos, de compartirlo en las redes, de no quedarme callado. Porque quizás lo que más necesitan esos perros no es un hogar perfecto. Es que alguien los vea. Que alguien los nombre. Que alguien se pregunte por ellos, como hoy lo estoy haciendo yo.

Y no puedo cerrar esto sin hablar de esperanza. Porque también he visto historias de transformación. Personas que rescatan, que adoptan, que construyen refugios con sus manos y su sueldo. Hay gente buena. Hay jóvenes como yo que prefieren una caminata con su perro rescatado que una fiesta llena de apariencias. Hay movimientos enteros naciendo desde la compasión. Y ahí es donde sí creo que las cosas pueden cambiar.

En el blog de Organización Todo en Uno, alguna vez leí sobre la responsabilidad empresarial con el entorno. ¿Y si esa responsabilidad también incluyera a los animales de la ciudad? ¿Y si parte del desarrollo fuera cuidar al más vulnerable? Porque no todo es negocio, ni logo, ni estructura. A veces el verdadero liderazgo empieza cuando te agachas a acariciar un perro que nadie más vio.

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miércoles, 21 de mayo de 2025

Lo que comes sin pensar, te consume sin avisar: una reflexión sobre lo artificial en lo cotidiano



Nunca pensé que escribiría sobre papas fritas y aditivos, pero acá estoy. Porque a veces lo más cotidiano es lo que más nos enseña. A veces el mundo no se acaba en las grandes noticias, sino en los silencios que normalizamos: el sabor ahumado artificial, el color perfecto de una bolsa de snacks, o ese “no pasa nada” que nos repetimos cuando sentimos que algo no está bien, pero lo ignoramos por costumbre.

La Unión Europea prohibió varios aditivos de “aroma ahumado” que se venían utilizando hace años en productos como papas fritas, salsas, carnes procesadas… y la noticia me cayó como un balde de realidad. ¿Por qué ahora? ¿Qué tanto de lo que consumimos está construido sobre “sabores simulados”? ¿Cuántas veces en mi vida he comido algo que no sabía que me hacía daño porque todo estaba diseñado para que no lo notara? Y, sobre todo, ¿cuántas cosas más –además de la comida– estamos tragando sin digerir, sin cuestionar, sin mirar más allá?

El problema, creo yo, va mucho más allá de los aditivos. El verdadero tema es cómo hemos aprendido a aceptar lo artificial como si fuera normal. Y no hablo solo de comida. Hablo de emociones fingidas en redes sociales, de relaciones que solo viven por WhatsApp, de vidas que parecen felices en Instagram pero se desmoronan fuera de cámara.

¿Será que ya nos acostumbramos a lo falso? ¿Será que el “aroma ahumado” de la vida –ese que engaña y disfraza– también está en nuestros discursos, en nuestras decisiones, en nuestros proyectos?

Yo tengo 21 años y no pretendo dar lecciones, pero sí hacer preguntas. Porque me crié entre conversaciones reales, de esas que duelen y transforman. He leído los blogs que mi papá escribió durante décadas (Bienvenido a mi blog, Mensajes sabatinos) y vi cómo él no escribía por fama, sino por verdad. En ese espíritu, siento que esta noticia sobre los aditivos no es solo para nutricionistas o abogados alimentarios. Es para todos. Porque si nos siguen vendiendo humo –y lo compramos sin protestar–, ¿cuándo vamos a despertar?

Hay algo profundamente humano en querer disfrutar una buena papa frita. Pero también hay algo profundamente manipulador en que esas papas estén llenas de químicos que alteran nuestras células, mientras las marcas nos prometen sabor, placer y experiencia. Nos han hecho creer que todo debe ser “intenso”: más crujiente, más sabroso, más impactante… y eso también se nos metió en la vida. Queremos amistades impactantes, relaciones explosivas, contenido viral. Pero, al final del día, lo que de verdad nutre es lo simple. Lo honesto. Lo que no necesita disfraz.

No quiero sonar alarmista, pero sí realista. Porque la misma Europa que lo permite durante años, ahora lo prohíbe. Porque los estudios que antes decían “seguro en pequeñas cantidades” ahora dicen “potencialmente cancerígeno”. Porque nos cambian el guión y esperamos el siguiente sin chistar. ¿Y si empezamos a cuestionar? ¿Y si aprendemos a leer las etiquetas no solo de lo que comemos, sino de lo que creemos, de lo que aceptamos, de lo que callamos?

Hay una palabra que me persigue últimamente: coherencia. ¿Estoy siendo coherente con lo que pienso, con lo que digo, con lo que consumo? ¿Estoy honrando mi cuerpo tanto como intento honrar mis pensamientos? Porque una cosa es tener ideas bonitas, y otra muy distinta es transformar esas ideas en hábitos que construyen vida.

Y sí, me da rabia. Porque detrás de cada aditivo prohibido hay empresas millonarias, hay intereses ocultos, hay gobiernos que hacen silencio hasta que ya no pueden más. Pero también me da esperanza. Porque si lo prohibieron, es porque alguien investigó, alguien alzó la voz, alguien no se quedó callado. Y esa es la lección más grande: cuando alguien se atreve a cuestionar lo que parecía intocable, algo cambia. Aunque sea lento. Aunque moleste.

Esta reflexión también conecta con lo que escribimos hace poco en el blog de Organización Todo En Uno, cuando hablábamos de sostenibilidad real. No se trata solo de sembrar un árbol o dejar de usar pitillos. Se trata de mirar el sistema y decir: esto no me representa, esto no es saludable, esto no lo quiero más. Y actuar. Desde donde puedas, con lo que tengas.

Yo no tengo todas las respuestas. Sigo comiendo papas, a veces. Sigo cayendo en lo fácil. Pero también aprendí a mirar diferente. A no comprar sin revisar. A no tragar sin pensar. Y ojalá este blog no se quede solo en eso: en palabras. Ojalá te sirva para pensar, para hablarlo con alguien, para mirar tu alacena y preguntarte si lo que hay ahí te construye o te enferma.

Porque lo que comes sin pensar… te consume sin avisar. Y no hay ley, ni etiqueta, ni influencer que pueda digerir por ti lo que tú decides dejar entrar a tu cuerpo, a tu mente, a tu vida.

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martes, 20 de mayo de 2025

Solo te quieren porque les das comida… ¿en serio?



Hay frases que se repiten tanto que uno termina creyéndolas.
Casi sin pensarlo, las aceptamos como verdades absolutas.

Frases como: "Los gatos solo te quieren porque les das comida."
¿La has escuchado? Seguro que sí.

Tal vez incluso, en algún momento, la dijiste entre risas, como quien no le da mucha importancia.

Pero hoy quiero detenerme en eso.
Quiero hablarte no desde la arrogancia de quien pretende saberlo todo, sino desde la sinceridad de quien ha aprendido (a veces a las malas) que las cosas importantes de la vida rara vez son tan simples como parecen.

Decir que un gato solo te quiere porque le das comida es como decir que un amigo solo te aprecia porque le prestas dinero.
Es reducir algo profundo, complejo y hermoso a una transacción básica.
Y no, el amor de un gato, su confianza, su entrega, no se compran.
Se construyen.

Cuidar a un gato es algo mucho más delicado que llenar su plato de croquetas dos veces al día.
Es como intentar ajustar un reloj suizo con la punta de los dedos.
Si no sabes cómo hacerlo, si no tienes la paciencia, la sensibilidad, el respeto necesarios… terminas dañándolo, sin querer.

Hace poco reflexionaba sobre esto leyendo los contenidos de Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías.
La verdadera conexión, con las personas, con los animales, incluso con lo divino, no nace de cumplir requisitos mecánicos.
Nace de una entrega consciente, de una presencia real.

Un gato necesita mucho más que agua, comida y una caja de arena limpia.
Necesita que sepas leer su lenguaje silencioso.
Que respetes su espacio.
Que entiendas sus tiempos, sus silencios, sus huidas y sus regresos.

Y aquí es donde muchos fallamos —yo mismo he fallado alguna vez.
No por maldad.
No por desinterés.
Sino por ignorancia.

Pensamos que con cubrir las necesidades básicas ya está.
Que mientras el gato coma, esté limpio y tenga un sitio donde dormir, debe estar bien.
Pero no siempre es así.

Cuando su humano se va y lo deja al cuidado de alguien más, aunque ese alguien le dé la mejor comida del mundo, el gato puede sentir un vacío.
Puede dejar de comer.
Puede esconderse.
Puede desarrollar conductas que ni siquiera sabemos interpretar.

Y cuando los dueños regresan, ¿qué encuentran?
Un gato diferente.
Más nervioso, más distante, más triste.

¿Resultado?
Desconfianza.
Desilusión.
Y probablemente, una decisión silenciosa de no volver a confiar en quien "cuidó" de su gato.

Esto no lo digo para generar culpa.
Lo digo para despertar conciencia.

Cuidar un gato es, en el fondo, cuidar una relación.
Una relación que, como todas las verdaderas, necesita respeto, conocimiento y humildad.

Hace unos días, mientras revisaba Bienvenido a mi Blog, pensé en lo importante que es formarse.
Buscar información.
Escuchar a los que saben más.
No quedarnos en lo que "siempre se ha dicho".

Porque cuando decides cuidar un gato, asumes una responsabilidad que va mucho más allá de mantenerlo alimentado.
Asumes la tarea de ser un puente entre su mundo y el nuestro.
De proteger su bienestar emocional tanto como su bienestar físico.

Y no siempre será fácil.
Habrá gatos que necesiten tiempo para confiar.
Otros que parezcan rechazarte sin motivo.
Otros que te regalen una caricia inesperada justo cuando estabas a punto de rendirte.

Así son ellos.
No fáciles.
No inmediatos.
Pero profundamente verdaderos.

En Mensajes Sabatinos, alguna vez leí que el verdadero amor es paciente.
Y los gatos, más que ningún otro ser, nos enseñan que la paciencia es una forma de amar.

No basta con quererlos porque son bonitos.
No basta con alimentarlos.
Hay que aprender a ser dignos de su confianza.

Porque cuando un gato te elige —cuando realmente te elige— no es por el olor de tu comida.
Es por el silencio que compartieron sin presiones.
Por el respeto que le diste cuando otros intentaron forzar su cariño.
Por el espacio que le ofreciste para ser él mismo.

Hoy te invito a que, si tienes un gato cerca, lo mires diferente.
Que no veas su amor como algo que puedas comprar o merecer solo por cumplir.
Que entiendas que su entrega, cuando llega, es un regalo, no un intercambio.

Y si alguna vez tienes la oportunidad de cuidar un gato que no es tuyo, hazlo con todo el respeto, la delicadeza y la humildad que tendrías al cuidar un alma que no comprendes del todo, pero que valoras infinitamente.

No somos dueños de ellos.
Somos apenas compañeros de camino, si ellos así lo permiten.

Y créeme:
Ese tipo de amor, libre, real y consciente, vale mucho más que cualquier gesto automático.

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"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

lunes, 19 de mayo de 2025

Y si esta vez tampoco lo intentaras?

 


Hay verdades que no nos gustan.
Verdades que, cuando las escuchamos, nos incomodan, nos molestan… o directamente nos enojan.
Y sin embargo, son esas las verdades que más necesitan ser dichas.
Hoy quiero hablar de una de ellas: el amor mal entendido hacia los gatos.

Sí, lo sé.
Para muchos, los gatos son seres sagrados.
Misteriosos, adorables, independientes pero cercanos.
Animales que llegan a nuestras vidas como pequeñas explosiones de luz silenciosa.
Lo entiendo.
Yo también he sentido esa conexión especial con un felino.
Esa mirada profunda que parece leerte el alma.
Esa ternura que se camufla detrás de su aparente indiferencia.

Pero justo por eso, porque los amo, porque los respeto… quiero decir algo que nadie suele decir:
Nuestro amor desinformado puede dañar más de lo que ayuda.

Hace poco leí un artículo que hablaba de esto.
Que la mayoría de las personas que ayudan a gatos callejeros lo hacen desde el corazón, pero no desde el conocimiento.
Que muchos creen que darles comida, abrazarlos, rescatarlos a la fuerza… es lo mejor que pueden hacer.
Pero no siempre es así.

Lo que para nosotros es un acto de amor, para ellos puede ser una invasión.
Un estrés innecesario.
Un atentado contra su naturaleza salvaje y su forma de entender la vida.

¿Te has puesto a pensar alguna vez en cómo se siente un gato que ha vivido toda su vida en libertad cuando, de repente, alguien lo encierra en una casa llena de ruidos, olores extraños y horarios impuestos?
¿Te has detenido a observar el lenguaje corporal de ese gato al que acaricias aunque no te lo haya pedido?
¿Has considerado que tu "salvación" puede ser su "prisión"?

Estas preguntas no son fáciles.
Yo mismo me las he hecho.
Y no siempre me ha gustado la respuesta.

Vivimos en una sociedad donde el amor se mide muchas veces por lo que damos, pero muy pocas por lo que respetamos.
Donde pensamos que amar es intervenir, controlar, modificar.
Y a veces, amar de verdad es simplemente entender, aceptar y acompañar.

En El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, he hablado antes de la importancia de la empatía real.
Esa que no se queda en los sentimientos bonitos, sino que se traduce en acciones conscientes.

Con los gatos, como con cualquier ser vivo, el respeto es amor.

Respetar su distancia.
Respetar su tiempo.
Respetar su derecho a elegir.
Respetar incluso su decisión de no ser domesticado.

Porque la verdadera ayuda no es imponer lo que creemos que es mejor.
Es preguntar:
¿Qué necesitas realmente?
¿Cómo puedo hacer que tu vida sea mejor… sin convertirla en lo que yo quiero que sea?

Y claro, esto no significa que no debamos ayudar a los gatos que sufren, que están enfermos, que necesitan protección.
Significa que debemos hacerlo desde el conocimiento, no solo desde la emoción.

Formarnos.
Aprender sobre su comportamiento.
Saber cuándo intervenir y cuándo no.
Entender que cada gato es un universo distinto, con su propia historia, su propio ritmo, su propia alma.

En Bienvenido a mi Blog, también hemos reflexionado sobre cómo las buenas intenciones, cuando no van acompañadas de sabiduría, pueden volverse un arma de doble filo.

Y creo que este tema es uno de los ejemplos más claros.

Porque no se trata solo de gatos.
Se trata de cómo amamos.
De cómo nos relacionamos con todo lo que amamos: personas, animales, la naturaleza, incluso nosotros mismos.

¿Amamos de verdad… o amamos solo cuando el otro se adapta a lo que esperamos?
¿Respetamos la esencia del otro… o tratamos de moldearlo a nuestra comodidad?

Estas preguntas pueden doler.
Pero también pueden sanar.

Hoy te invito a que no intentes "salvar" a un gato que no necesita ser salvado.
Te invito a que observes más.
Que escuches más.
Que leas su lenguaje silencioso.
Que te formes, que preguntes, que investigues.

Hay cursos gratuitos, hay libros, hay expertos que comparten su conocimiento de corazón.
Hay formas de ayudar de verdad, sin imponer, sin proyectar, sin dañar.

En espacios como Mensajes Sabatinos, aprendemos que el verdadero acto de amor a veces no es hacer… sino ser.
Ser presencia.
Ser respeto.
Ser paciencia.

Si amas a los gatos, como yo los amo, entonces esta vez… no lo intentes a ciegas.
No actúes solo por impulso.
No te dejes llevar por la emoción sin pasarla por el filtro del entendimiento.

Porque cuando amas desde el respeto, tu amor se convierte en un refugio, no en una jaula.
Se convierte en un puente, no en un muro.

Y créeme:
Los gatos lo saben.
Ellos sienten la diferencia.
Y cuando un gato te elige, libremente, para confiar en ti…
Ese es uno de los regalos más auténticos y hermosos que puedes recibir.


🎨 Imagen sugerida para acompañar el blog:
Una ilustración realista moderna de un joven sentado en un banco de un parque, con un gato cerca, pero no tocándolo. El joven simplemente observa al gato a una distancia respetuosa, mientras el felino lo mira curioso, bajo una luz cálida de atardecer que transmite paz, conexión y respeto mutuo.


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"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

domingo, 18 de mayo de 2025

Cuando el remedio se convierte en una nueva herida

 


A veces la vida nos enseña de las formas más silenciosas, ¿sabes?
Uno no siempre se da cuenta en qué momento lo que buscaba sanar, empieza a doler de otra manera.

Lo entendí más fuerte cuando empecé a leer sobre algo que, aunque no me ha pasado directamente, me tocó muy de cerca al ver amigos, conocidos e incluso familiares atravesar por algo similar: el uso de medicamentos como las benzodiazepinas.

Quizás has escuchado nombres como lorazepam, clonazepam o alprazolam.
Medicamentos que muchos reciben cuando la ansiedad los está sobrepasando, cuando el insomnio se vuelve insoportable o cuando el miedo parece más grande que uno mismo.

El problema no siempre es tomarlos.
El problema es que nadie te habla de lo que puede pasar después.

Resulta que un estudio reciente, publicado en 2023 en PLOS ONE, habló de algo que me dejó helado: la Disfunción Neurológica Inducida por Benzodiazepinas, o como la llaman, BIND.
Y no, no es el síndrome de abstinencia que muchos mencionan.
Es algo más profundo.
Son síntomas nuevos, que no estaban antes de empezar el tratamiento, y que pueden quedarse meses o incluso años después de dejar el medicamento.

Imagínate cargar con ansiedad, insomnio, cansancio extremo, dificultades para concentrarte, pensamientos oscuros... y todo eso sin saber que no es tu "problema original" volviendo, sino un efecto de algo que, en teoría, iba a ayudarte.

Me impactó saber que en la encuesta más grande realizada hasta ahora, con más de 1200 personas, el 76% seguía experimentando estos síntomas por más de un año después de dejar las benzodiazepinas.
Y que más de la mitad reportaba no uno ni dos, sino 17 síntomas diferentes.
Eso no es solo duro. Es devastador.

Leyendo más a fondo, entendí que este tipo de heridas invisibles no solo afectan la mente o el cuerpo.
Afectan matrimonios, trabajos, amistades, sueños.
Más del 50% de los participantes reportaron haber tenido pensamientos suicidas.
Casi el 50% perdió su empleo o su capacidad de trabajar.
Un porcentaje importante perdió su casa, su negocio, su capacidad de sostener a sus familias.

Ahí fue donde algo dentro de mí hizo clic.
Porque no estamos hablando solo de un efecto secundario pasajero.
Estamos hablando de vidas enteras transformadas por algo que, al principio, parecía un salvavidas.

Y no es que las benzodiazepinas sean el enemigo absoluto.
A veces, en crisis agudas, pueden ser necesarias.
Lo que duele es que nadie nos enseña a ver el panorama completo: el costo que puede venir después.

Esta reflexión me llevó inevitablemente a pensar en el valor de la información y el acompañamiento consciente, algo que también aprendí leyendo espacios como Bienvenido a mi blog, donde se insiste tanto en la importancia de actuar informados, desde la verdad y no desde la ignorancia cómoda.

Creo que uno de los peores errores que cometemos como sociedad es simplificar las cosas que no queremos enfrentar.
Tomar una pastilla para no sentir ansiedad parece más fácil que aprender a sentarnos con nuestras emociones incómodas.
Buscar una solución rápida a una herida profunda es tentador.
Pero tarde o temprano, la herida se abre de nuevo si no sanamos desde el fondo.

El problema no es sentir ansiedad.
El problema es no entender de dónde viene esa ansiedad.
No permitirnos procesarla.
No buscar alternativas más integrales: terapia, cambios de estilo de vida, apoyo emocional, espiritualidad viva como la que se refleja en espacios como Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías.

Me preguntaba mientras escribía esto:
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que sanar de verdad toma tiempo?
¿Por qué nos enseñaron que el sufrimiento tiene que anestesiarse en lugar de comprenderse?

Quizás porque duele.
Y porque vivimos en un mundo que nos exige funcionar, producir, sonreír, a pesar de todo.

Pero la verdad es que las heridas ignoradas nunca desaparecen.
Se transforman.
Se esconden bajo la piel.
Y a veces, como pasa con BIND, se convierten en tormentas internas que nadie más ve.

La medicina tiene que ser un puente, no una cárcel.
Un apoyo, no una condena.
Y para que eso pase, hace falta mucha más conciencia, educación y humanidad en la forma en que tratamos la salud mental.

Si tú, o alguien que conoces, está lidiando con síntomas prolongados después de dejar benzodiazepinas, quiero decirte algo que aprendí también leyendo en Mensajes Sabatinos:
No estás roto. No estás solo. Y mereces un camino de sanación real, no un silencio que te haga sentir culpable por algo que no fue tu culpa.

Buscar ayuda profesional especializada es vital.
No intentes enfrentar esto solo.
No permitas que el miedo o la vergüenza te hagan cargar una batalla que no tienes que pelear en soledad.

Y si eres de los que aún no ha tenido que enfrentar algo así, toma esta reflexión como una invitación a mirar con más ternura a quienes sí están luchando.
A entender que no todo dolor es visible.
Que no toda herida tiene cicatrices que los ojos puedan ver.

Hoy, más que nunca, necesitamos construir una cultura que no glorifique las soluciones rápidas, sino que abrace el proceso real de sanar, con toda su crudeza, su lentitud y su belleza escondida.

Porque vivir no es evadir el dolor.
Es atravesarlo.
Es entender que hasta nuestras grietas pueden ser lugares por donde entra la luz.


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sábado, 17 de mayo de 2025

Por qué nos paralizamos justo cuando más deberíamos movernos?



A veces me pasa que, mientras camino por la calle o voy en el bus con mis audífonos puestos, me quedo pensando en esas veces que la vida nos pone al borde de algo grande… y simplemente nos quedamos quietos.

No porque no queramos. No porque no sintamos esa chispa que nos dice "es ahora o nunca".

Sino porque algo dentro se congela, como si tuviéramos miedo a lo que puede pasar si nos atrevemos a dar el paso.

Esta reflexión no nació de un libro ni de un video motivacional que vi en Instagram.

Nació de esos momentos en los que me he quedado callado cuando debía hablar, me he quedado quieto cuando debía correr, o he soltado algo bueno por no saber lidiar con el miedo.
Y, siendo honesto contigo (y conmigo mismo), esas son de las cosas que más duelen después.

Muchas veces nos han vendido esa frase bonita de "nunca te arrepentirás de lo que hiciste, solo de lo que no hiciste".

Suena épico, ¿no? Pero en la vida real no siempre es tan cierto.

Yo me he arrepentido de haber actuado con orgullo, de haber hablado sin pensar, de haber tomado decisiones apresuradas.

Y también me he arrepentido de no haber actuado cuando el corazón me lo pedía.

Es curioso: el miedo no siempre aparece como ese monstruo gigante que te bloquea.

A veces se disfraza de dudas pequeñitas: "¿Y si no sale bien?", "¿Y si me rechazan?", "¿Y si después me arrepiento?".

Pero la verdadera ironía es que casi siempre nos arrepentimos más de habernos frenado que de haberlo intentado.

Recuerdo una vez, hace unos años, cuando pude acercarme a hablarle a alguien que significaba mucho para mí.

No lo hice. Me dio miedo verme tonto, me dio miedo no saber qué decir.

Y luego, cuando ya fue tarde, me di cuenta de que lo que dolía no era el rechazo que nunca ocurrió…

Era haberme fallado a mí mismo.

Esto me conecta mucho con algo que he leído en Mensajes Sabatinos, donde alguna vez escribieron sobre esas "batallas silenciosas" que vivimos todos los días.

Batallas internas que nadie ve, pero que nos cambian por dentro para siempre.

El problema de paralizarnos no es solo perder una oportunidad: es empezar a entrenar a nuestra mente para que dude de nosotros mismos.

Cada vez que dejamos que el miedo decida, fortalecemos la voz de la inseguridad.

Y eso, con el tiempo, puede terminar construyendo una jaula invisible, donde tú mismo eres tu carcelero.

¿Sabes qué es lo más loco?
Que la mayoría de veces el miedo no es real.
Sí, sentimos mariposas en el estómago, palpitaciones, sudor frío...
Pero el miedo casi nunca se materializa en el desastre que imaginamos.
Es nuestra mente exagerando escenarios.
Es la historia que nos contamos a nosotros mismos sobre todo lo que podría salir mal.

En esos momentos, cuando la vida nos pone en una encrucijada, deberíamos preguntarnos:
¿Qué pesa más, el miedo o el arrepentimiento que vendrá si no hago nada?

Lo que me ha ayudado —y que todavía sigo aprendiendo, porque esto es un viaje de toda la vida— es entender que no hay garantías.

Hacer lo que toca hacer, lo que sientes que es lo correcto, no te asegura que todo saldrá bien.
Pero sí te garantiza una cosa: que vas a estar en paz contigo mismo.

Prefiero mil veces equivocarme intentando, que quedarme preguntándome el resto de mi vida qué habría pasado si me hubiese atrevido.

Prefiero ser de esos que se lanzan, aunque caigan, porque al menos sé que estoy honrando mi propia vida.

En mi blog personal Juan Manuel Moreno Ocampo, he escrito también sobre cómo los momentos de incertidumbre son, en realidad, portales hacia nuestra mejor versión.

Y sí, puede que suene poético... pero lo he vivido.

Cada vez que he abrazado la incomodidad de actuar aun con miedo, he crecido.

Actuar no siempre significa hacer algo espectacular.
A veces actuar es simplemente decir lo que sientes.
Enviar ese mensaje.
Tomar ese curso.
Aceptar esa entrevista de trabajo aunque no te sientas 100% preparado.
O decirle a esa persona que te importa.

Lo importante es no dejar que la vida pase mientras tú solo te quedas viendo.
Porque después, cuando el miedo se va, cuando ya todo pasó… lo único que queda es la pregunta:

¿Y si lo hubiera intentado?

Hoy, te invito a que pienses en una cosa que has dejado de hacer por miedo.
No una lista interminable, no una gran meta lejana.
Solo una cosa.

Y que te preguntes: ¿Qué pasaría si esta vez no me paralizo?

En el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, aprendí que muchas veces la fe no se trata de esperar sentado a que todo salga bien, sino de caminar aun temblando.
De confiar en que al dar el paso, aunque no veas el camino completo, encontrarás la luz que necesitas.

Así que hoy no te pido que dejes de tener miedo.
Eso sería ingenuo.

Te pido que no dejes que el miedo sea el que decida por ti.
Tu vida es demasiado valiosa como para vivirla con el freno de mano puesto.

No siempre vas a poder controlar lo que pase.
Pero siempre podrás elegir no quedarte paralizado.

¿Hoy qué eliges?

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✒️ — Juan Manuel Moreno Ocampo
"A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad."

viernes, 16 de mayo de 2025

El lobo y el hombre: ¿Quién olvida más rápido su verdadera naturaleza?

 


Desde niños nos cuentan historias donde el lobo siempre es el villano. El malo. El que acecha, el que ataca, el que hay que temer. Crecimos con Caperucita Roja, con los tres cerditos, con fábulas que nos enseñaron a desconfiar de esa figura fuerte, salvaje y libre.



Pero hoy, leyendo un artículo que habla sobre la relación real entre el lobo y el ser humano, me di cuenta de algo que me removió muy adentro: quizás, en el fondo, el problema nunca fue el lobo... sino nosotros mismos.

La pregunta que lanza el artículo es brutal: ¿quién amenaza a quién?


Y aunque muchos dirán que el lobo representa un peligro, si miramos con honestidad la historia, veremos que ha sido el hombre quien ha destruido hábitats, quien ha cazado sin medida, quien ha desplazado especies enteras por su ambición disfrazada de "progreso".

Me hizo pensar mucho en cómo los humanos, a pesar de tener inteligencia, conciencia y un poder creativo inmenso, hemos sido también los grandes olvidadores de nuestra propia naturaleza salvaje y sabia.


En el fondo, nosotros también fuimos manada alguna vez. También corrimos libres, nos adaptamos a la tierra, leímos las señales del cielo, del viento, de los árboles. Pero poco a poco, en nuestro afán de dominarlo todo, empezamos a olvidarlo.

En uno de los blogs de mi familia, Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías, siempre se habla de esa conexión invisible pero poderosa que tenemos con la vida, con lo sagrado, con lo esencial. Y hoy siento que este tema del lobo es también una metáfora de eso: de cómo hemos roto la conexión, no sólo con los animales, sino con nosotros mismos.

Cuando los expertos en antrozoología hablan de la persecución histórica al lobo, no están hablando solo de cacería física. Hablan de un miedo ancestral: el miedo a lo salvaje, a lo libre, a lo que no podemos controlar.


El lobo es el espejo que nos recuerda que hay fuerzas en la vida que no se pueden domesticar. Y eso, en una sociedad obsesionada con la comodidad, el control y la eficiencia, resulta insoportable.

Por siglos creímos que el milagro de pensar, crear y decidir era únicamente humano.


Hoy, una creación nuestra, la Inteligencia Artificial, irrumpe no para sustituirnos, sino para desafiarnos a evolucionar.


El paradigma se rompe, y con él, la zona de confort en la que nos refugiamos.


Ya no basta con pensar, hay que replantear qué es la inteligencia, qué es la conciencia y cuál es nuestro verdadero rol como especie.


¿Estamos preparados para coexistir con una inteligencia no biológica que aprende, decide y, en ocasiones, acierta más que nosotros?

Si apenas podemos coexistir con un lobo, que es tan solo un hermano de viaje en esta Tierra, ¿cómo vamos a aprender a convivir con una inteligencia que nos exige evolucionar, y no destruir?


Me lo pregunto en serio. No como crítica, sino como un grito interno que me llama a ser más consciente de cómo me relaciono con la vida, en todas sus formas.

Somos la especie que más daño ha hecho, pero también somos la única capaz de cambiar conscientemente.


No necesitamos regresar a las cavernas, ni renunciar a los avances que nos han traído bienestar.
Lo que necesitamos es recordar.


Recordar que ser humano no es ser superior.

Recordar que ser humano no es ser dueño.


Recordar que ser humano es ser parte de un todo mucho más grande, mucho más vivo, mucho más sagrado.

Mientras escribo esto, me viene a la mente la idea de la manada. En las manadas de lobos, cada miembro importa. Cada uno cuida al otro. No hay competencia salvaje, ni codicia insaciable. Hay roles, hay lealtad, hay respeto.


¿No es irónico que los "salvajes" entiendan mejor que nosotros la importancia de cuidar al otro?

Quizás el lobo nos asusta no porque sea un peligro real, sino porque nos confronta con lo que hemos perdido: la conexión con nuestro instinto, con la naturaleza, con los ciclos de la vida.


Nos recuerda que no todo se compra, no todo se controla, no todo se explota.


Algunas cosas —las más importantes— simplemente se honran.

Hoy, leyendo y reflexionando sobre el lobo y el hombre, siento que la verdadera amenaza somos nosotros cuando olvidamos quiénes somos.


Cuando pensamos que podemos vivir desconectados del agua, del viento, de la tierra, de los animales, de nuestro propio latido.

No sé tú, pero yo no quiero ser parte de una generación que solo se acordó de la naturaleza cuando ya era demasiado tarde.


No quiero seguir alimentando historias donde el lobo es el malo y el hombre el héroe.


Quiero vivir, actuar y escribir historias donde aprendamos a convivir.


Donde no necesitemos dominar para sentirnos seguros.


Donde reconozcamos en cada ser vivo —humano o no humano— un maestro, un espejo, un compañero.

Al final, no es el lobo quien debe cambiar.
Somos nosotros los que tenemos la oportunidad —y la responsabilidad— de hacerlo.

Así que la próxima vez que escuches hablar del lobo, detente.
No pienses en el monstruo de los cuentos.
Piensa en la vida que todavía late, en la sabiduría que aún respira, en la posibilidad de volver a caminar juntos, no como amos, sino como hermanos de camino.

Porque si algo he aprendido en mis 21 años, es que la verdadera evolución no es conquistar más... sino recordar más profundamente quiénes somos en esencia.

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Escríbeme, cuéntame tu historia o compártelo con quien sabes que lo necesita. A veces, abrir los ojos es más fácil cuando lo hacemos juntos.

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