jueves, 29 de mayo de 2025

Sumar con el alma: la otra cara de aprender matemáticas en la era digital



Yo sé, decir “matemáticas” todavía suena a trauma para mucha gente. Hay quienes aún tiemblan cuando ven una raíz cuadrada, otros recuerdan con nostalgia al profe buena gente que los salvó con un dos coma cinco, y están quienes juraron nunca más volver a sacar una calculadora… y la vida les llevó a ser contadores o ingenieros. A mí, en lo personal, nunca me disgustaron las matemáticas, pero sí me costó conectar con la forma en la que muchas veces nos las enseñaban: como si fueran frías, exactas y ajenas a nuestra vida emocional.

Hace unos días leí en RCN Radio que están fortaleciendo el aprendizaje matemático con herramientas digitales en colegios públicos de Colombia. Y lo primero que pensé fue: ojalá esta vez sea distinto. No porque la tecnología tenga la culpa —yo soy de la generación que creció con ella—, sino porque la forma en que la usamos cambia completamente lo que sentimos frente a aprender.

Lo que me pareció potente de la noticia no fue que estén usando apps o plataformas para enseñar fracciones o álgebra. Lo que me movió fue que están tratando de volver las matemáticas algo más humano. Más cotidiano. Más conectado con lo que vivimos. Y eso, al menos para mí, sí puede hacer la diferencia. Porque al final uno no recuerda solo lo que aprendió, sino cómo lo hizo sentir quien lo enseñó.

Me puse a pensar en cómo hubiese sido mi colegio si hubiésemos tenido más de estas herramientas, pero también más espacios para decir: “No entendí” sin que eso sonara a fracaso. O para aprender con juegos, con historias, con preguntas reales y no solo con fórmulas memorizadas. Porque lo cierto es que muchos de nosotros cargamos heridas escolares que nunca se ven en un boletín.

Y eso me lleva a algo que ya he compartido antes en mi blog Juanmamoreno03.blogspot.com: el aprendizaje no es solo mental, también es emocional y espiritual. Y no, no digo esto desde un lugar de misticismo barato, sino desde lo que realmente he vivido. Aprender, cuando es genuino, también es sanar. También es reconocerte capaz, también es creer en ti otra vez.

Por eso me emociona que hoy se hable de educación digital desde una mirada más amplia. Que no sea solo “más acceso”, sino también “más acompañamiento”. Que no se piense solo en el contenido, sino en el contexto. Porque en muchos colegios públicos, la brecha no es solo tecnológica: es de afecto, de autoestima, de dignidad.

Y aunque me alegra ver avances como este, también creo que hay mucho por revisar. Por ejemplo: ¿quién enseña a usar esas herramientas digitales? ¿Los profes están preparados o solo los llenan de capacitaciones desconectadas? ¿Qué pasa con los niños que no tienen buena conexión en su casa? ¿Qué acompañamiento se les da emocionalmente cuando se frustran? Porque una app no reemplaza una mirada compasiva. Ni un algoritmo reemplaza a un profe que te llama por tu nombre.

En uno de los blogs que más admiro, Bienvenido a mi blog (juliocmd.blogspot.com), he leído textos que nos recuerdan que educar no es solo formar mentes, sino despertar conciencias. Y me parece que eso aplica perfecto aquí. Porque si la tecnología no nos ayuda a formar seres humanos más conscientes, más empáticos, más despiertos… entonces solo estamos digitalizando el mismo modelo que ya estaba agotado.

Yo sueño con una educación donde las matemáticas no sean solo números, sino lenguaje para entender la vida. Donde sumar no sea solo una operación, sino una manera de incluir. Donde dividir no sea una amenaza, sino una oportunidad para compartir. Donde el resultado no sea lo más importante, sino el proceso. Y si la tecnología nos puede ayudar a eso… bienvenida sea.

En casa hemos hablado mucho de esto. En especial con mi familia, que también ha tenido que reinventarse mil veces para adaptarse a este mundo cambiante. Y en proyectos como los de Todo En Uno.Net, lo hemos vivido: la tecnología, cuando se integra con propósito, puede ser transformadora. Pero cuando se usa sin alma, se vuelve solo pantalla.

Hoy quiero invitarte a que, si eres profe, estudiante, padre, madre o simplemente alguien que aún cree en la educación, te preguntes: ¿qué estás enseñando realmente? ¿Solo contenidos… o también formas de habitar el mundo? ¿Estás educando para que otros pasen un examen… o para que vivan con más conciencia?

Tal vez las matemáticas pueden volver a ser ese puente que une razón y emoción. Tal vez una app puede ser la chispa que enciende la curiosidad de alguien que ya se sentía perdido. Tal vez, solo tal vez, estamos empezando a sumar con el alma. Y eso, para mí, es el tipo de educación que vale la pena multiplicar.


🎨 Imagen sugerida para este blog:
Una imagen realista y emocional de un joven estudiante usando una tablet en un aula sencilla. A su lado, un profesor joven lo acompaña con una sonrisa tranquila. En el fondo hay luz natural, algunos compañeros atentos y una pizarra con fórmulas matemáticas. La escena transmite aprendizaje, conexión y esperanza. Estilo artístico moderno, sin texto.


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miércoles, 28 de mayo de 2025

Y si ya no son mascotas? Lo que nuestros animales dicen de nosotros




No sé ustedes, pero yo crecí escuchando la palabra “mascota” como si fuera sinónimo de adorno. Como si los perros y los gatos fueran parte del mobiliario afectivo de la casa. Estaban ahí, se les quería, se les alimentaba… pero también se les ignoraba cuando molestaban, se les mandaba a callar cuando ladraban “mucho” o se les encerraba porque “los invitados no son amantes de los animales”.
Crecí, pero esa visión no creció conmigo.

Hoy tengo 21 años, y aunque no soy dueño de un perro ni un gato en este momento, he sido testigo directo —en casa de mis amigos, en redes, en la calle, y en mi propia familia— de cómo las relaciones con los animales están cambiando. Y lo están haciendo en serio. Ya no se trata solo de tener un animal “porque sí” o como accesorio emocional. Se trata de incluirlo en decisiones importantes, en dinámicas familiares, en procesos de duelo, en rituales de vida. Y no, no es exageración ni moda. Es evolución emocional.

Leí el artículo de Antrozoología que decía que los españoles están gastando más que nunca en sus animales de compañía, y lejos de quedarme en el dato frío (que también es revelador), me hizo pensar en lo que hay detrás. Porque cuando uno decide gastar más en alguien —y digo “alguien” y no “algo”— es porque lo siente parte de sí. Porque le importa. Porque hay un vínculo real. Y eso habla más de nosotros que de los números.

Me puse a pensar en cómo eso también pasa aquí, en Colombia, en mi entorno. ¿Cuántos de mis amigos no han llorado más por la muerte de un perro que por la de un familiar lejano? ¿Cuántos han dicho frases como “mi perro me entiende más que mucha gente”? ¿Cuántos publican más fotos de su gato que de ellos mismos? Y sí, muchos se burlan, pero en el fondo lo que hay ahí es algo muy fuerte: una necesidad profunda de conexión, de afecto incondicional, de presencia sin juicio.

Y es que, seamos sinceros… a veces nuestras mascotas son los únicos que están realmente ahí cuando más lo necesitamos. No preguntan, no opinan, no interrumpen. Solo se quedan. Escuchan con los ojos. Se acomodan al lado nuestro cuando nos ven llorar. O se nos suben encima cuando sienten que algo no anda bien. Y eso, en un mundo donde todo el tiempo estamos siendo medidos, evaluados y exigidos… es un bálsamo. Es hogar.

En uno de mis blogs favoritos —Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías (ver aquí)— alguna vez escribieron sobre los animales como “creaciones puente”. Seres que nos recuerdan lo que es el amor sin condiciones, la lealtad sin estrategia, la entrega sin ego. Y lo creo con todo el corazón. Tal vez por eso ahora los tratamos distinto. Porque nos hemos dado cuenta de que no son propiedad, sino presencia. No están para cumplir un rol, sino para enseñarnos algo que la sociedad nos ha ido robando: la ternura auténtica.

Me sorprende cómo incluso los espacios de consumo están cambiando. Antes, llevar a un animal al veterinario era una obligación esporádica. Hoy, hay seguros de salud para perros. Terapias emocionales. Masajes. Escuelas de comportamiento. Crematorios especializados. Juguetes con inteligencia artificial. Y aunque a veces me parece excesivo —como todo lo que el mercado convierte en oportunidad— también lo entiendo. Lo entiendo porque detrás del gasto hay afecto. Y detrás del afecto hay historia.

Una historia que no empieza con una compra. Empieza con una mirada. Con una patita apoyada en tu pierna. Con un ronroneo que te hizo sonreír cuando tenías un nudo en el alma. Con una cola que se movía cada vez que volvías a casa, aunque tú no tuvieras fuerzas ni para moverte. ¿Cómo no valorar eso?

Pero también hay una reflexión que me nace desde la conciencia social: ¿y si este amor por los animales también nos ayuda a ser más conscientes con otros seres vivos? ¿Y si el respeto que empezamos a sentir por nuestros compañeros peludos se convierte en respeto por la vida en general? ¿Y si cuidar de un perro nos entrena para cuidar de un niño? ¿O de un anciano? ¿O de un planeta?

Hay algo que mencionan en el artículo y que también veo reflejado en muchos jóvenes: hay una especie de “traslado del vínculo”. Como si, al no encontrar vínculos seguros con humanos, estuviéramos buscándolos con animales. ¿Y saben qué? Tal vez está bien. Tal vez es un comienzo. Tal vez es una forma de volver a sentir que aún somos capaces de amar. Que aún tenemos la capacidad de cuidar, de comprometer nuestro tiempo, nuestra atención, nuestro dinero… por alguien más.
Aunque tenga patas en lugar de manos.

En mi blog El blog de Juan Manuel Moreno Ocampo, he hablado mucho de vínculos, de relaciones reales, de lo que nos conecta de verdad. Y cada vez tengo más claro que los vínculos no se definen por especie, sino por energía. Y que si un animal logra despertarte ternura, paciencia y empatía… entonces ese vínculo es tan válido como cualquier otro.

Por eso me parece lógico que hoy se hable de “familias multiespecie”. De incluir a los perros en testamentos. De legislar sobre bienestar animal con más fuerza. De ofrecer acompañamiento en los duelos por una pérdida de este tipo. Porque estamos evolucionando. Porque estamos reconociendo que el amor no tiene un solo formato. Y que el cuidado, cuando es auténtico, transforma.

Así que sí, gastamos más que nunca en nuestros animales. Pero tal vez no es un gasto. Tal vez es una inversión. En ellos, sí. Pero también en nosotros. En lo que queremos ser. En lo que estamos recuperando. En lo que estamos recordando.


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martes, 27 de mayo de 2025

La economía del motico… y las cosas que no deberían valer solo lo que cuestan



Nunca se me va a olvidar esa vez que en una esquina cualquiera de Manizales, un señor se me acercó con una sonrisa enorme y me dijo: “Parce, ¿me ayuda con algo para el bus? Lo que tenga, así sea un motico”. Y lo dijo tan tranquilo, tan liviano, que por un segundo hasta se me olvidó que estaba pidiendo. Era como si me estuviera ofreciendo algo. Y es que en Colombia, “motico” no es solo una moneda pequeña, es una forma de decir “esto es poco… pero no insignificante”.

Desde ahí me quedó dando vueltas la idea de la “economía del motico”, como la llamó Néstor Santos en su artículo. Porque en el fondo, ese concepto dice mucho más de nosotros que cualquier indicador macroeconómico. Habla de nuestra cultura del “rebúscate”, del “deme lo que tenga”, del “todo suma”. Pero también —y aquí es donde quiero detenerme— habla de algo que a veces se nos olvida: que le ponemos precio a todo… pero valor a casi nada.

No sé si te ha pasado, pero hay momentos donde uno se da cuenta de que todo lo importante en la vida no tiene etiqueta de precio. El abrazo de alguien que te entiende sin decir nada. La risa tonta con un amigo cuando más lo necesitabas. El consejo inesperado de una señora en una fila del banco. Un atardecer viendo el cielo naranja con música de fondo. Esos momentos no cuestan, pero valen. Y eso, justamente, es lo que la economía del motico no alcanza a cubrir.

Porque cuando el “motico” se vuelve la regla, también empezamos a reducir el valor de todo. Le damos una moneda al artista callejero que nos conmovió… y seguimos como si nada. Regateamos al campesino por sus verduras, pero pagamos sin mirar una bebida de marca en un centro comercial. Le ofrecemos “lo que haya” al reciclador, pero pagamos a precio completo por servicios que muchas veces no necesitamos. ¿Y si empezáramos a mirar más allá del costo?

Creo que el gran problema de fondo es que confundimos precio con merecimiento. Y eso nos ha llevado a normalizar desigualdades que duelen. A justificar que alguien viva del “motico” mientras otros sobran lujo y ostentación. Nos da tranquilidad pensar que “al menos le di algo”, como si el gesto resolviera el fondo. Pero en el fondo… ¿qué estamos reforzando? ¿Un sistema que sobrevive con parches, o una humanidad que se transforma desde el reconocimiento verdadero?

Yo he sido testigo de eso en mi propia familia, en los negocios que hemos impulsado desde lo pequeño y lo cotidiano. He visto lo que significa que te paguen tarde, que no valoren tu tiempo, que te digan “eso es fácil, eso no vale tanto”. Y también he visto lo contrario: personas que reconocen, que valoran, que entienden que no se trata solo de pagar, sino de honrar el intercambio. En eso hemos trabajado con proyectos como los que compartimos en Mi Contabilidad, tratando de llevar orden, pero también justicia a la economía de los de a pie.

Hay una frase que leí en uno de los escritos de Bienvenido a mi blog (https://juliocmd.blogspot.com/) que me quedó grabada: “El valor de algo no siempre se mide en ceros… sino en el eco que deja en otros.” Y creo que eso también aplica para lo económico. Porque lo que no se valora, se desgasta. Y si seguimos viviendo en una lógica de “moticos”, corremos el riesgo de que hasta la dignidad se vuelva regateable.

Pero ojo, que no se me malinterprete. Yo no estoy en contra de los “moticos”. A veces eso es todo lo que se tiene. Y ahí también hay belleza. El problema es cuando se vuelve la excusa para no reconocer al otro. Cuando se vuelve el estándar. Cuando dejamos de preguntarnos cuánto vale realmente el trabajo, la palabra, el tiempo, la historia de alguien.

Me emociona mucho cuando veo a jóvenes que están reinventando la economía desde otros lugares. Desde la colaboración, el trueque, el intercambio justo, la tecnología con conciencia. Desde lo que algunos llaman “economía del cuidado”, y otros llaman simplemente “ser buena gente”. Y creo que ahí hay algo poderoso: que no necesitamos ser economistas para transformar la economía. Solo necesitamos volver a mirar con ojos humanos lo que hemos convertido en simple transacción.

Hay una escena muy sencilla que viví hace poco y que quiero compartir para cerrar. Estaba en la calle, con un amigo, y vimos a un joven que vendía chocolates. Nos ofreció uno por $1.000. Mi amigo le compró tres, le pagó $10.000 y le dijo: “Quédese con el cambio”. El joven sonrió, le dio uno más, y dijo: “Este se lo regalo por valorar lo que hago”. Y yo pensé: eso es economía expandida. Eso es cuando el dinero deja de ser solo intercambio y se convierte en reconocimiento. En gratitud. En gesto humano.

Entonces, si has llegado hasta aquí leyendo, solo quiero dejarte esta pregunta:
¿En qué parte de tu vida estás funcionando solo con moticos?
¿Dónde podrías empezar a reconocer el valor real de lo que das y de lo que recibes?
Porque si hay algo que nos ha enseñado esta época de cambio, es que todo puede ser replanteado… incluso lo que creíamos incuestionable como el precio de las cosas.

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lunes, 26 de mayo de 2025

Cuándo comienza el abandono?


Cuando era niño, en mi casa siempre hubo gatos. No recuerdo una etapa de mi vida en la que no hubiera al menos uno rondando por la sala, durmiendo sobre el espaldar del sofá o mirando por la ventana como si entendiera algo que los humanos aún no alcanzamos. No eran “mascotas” en el sentido tradicional: eran parte de la casa, parte de la historia, parte de mí. Aprendí con ellos lo que es el silencio lleno, lo que es acompañar sin invadir, lo que es querer sin palabras.

Por eso cuando leo o escucho frases como “hay que reducir el abandono de gatos” o “campañas de adopción para disminuir la sobrepoblación”, no puedo evitar pensar que vamos tarde. Que la conversación —necesaria, sí— se está quedando en lo visible. Porque el abandono no comienza el día que alguien abre la puerta y deja a un animal en la calle. Comienza mucho antes.

El abandono comienza cuando creemos que los seres vivos existen para entretenernos.
Comienza cuando regalamos un gato como si fuera un peluche.
Cuando no le enseñamos a un niño que ese animal también se angustia, también tiene días malos, también necesita su espacio.
Cuando tratamos a los animales como si no tuvieran historia, ni alma, ni derecho a decidir.

Ahí empieza el abandono: en la desconexión.

Y esto lo digo no desde el juicio, sino desde lo que he aprendido en carne propia, en mi familia, en conversaciones reales y silenciosas que me han acompañado toda la vida. En uno de mis blogs favoritos de mi padre —Bienvenido a mi blog— hay una entrada que dice algo que me marcó: “Nada que se ama profundamente se abandona con facilidad” (leer aquí). Y eso me hizo pensar que quizá la clave no está en enseñar a no abandonar… sino en enseñar a amar mejor. A acompañar distinto.

Porque amar no es llenar de mimos cuando me conviene. Amar es también cuidar cuando molesta. Es asumir el compromiso de convivir, incluso cuando hay pelos en la ropa, maullidos a las tres de la mañana o rascadas en la puerta. Y eso aplica a los gatos, pero también a las personas. A los amigos. A los viejos. A la vida.

Vivimos en una cultura del descarte, donde todo es desechable. Si no me sirve, si no me responde, si no es como quiero… lo suelto. Y eso lo estamos aplicando también a los animales. Según cifras recientes, solo en Colombia se reportan más de 250.000 gatos abandonados en las calles cada año. Muchos nacieron ahí. Otros llegaron porque “ya no podían tenerlos”. Pero pocos se preguntan qué pasó antes. Qué tan profundo fue el vínculo. Qué tanto fue amor y qué tanto fue proyección.

En mi blog https://juanmamoreno03.blogspot.com he escrito sobre esta necesidad de volver a conectar con la vida, con lo vivo. Porque no se trata solo de proteger animales. Se trata de recuperar la capacidad de sentirnos parte del todo. De dejar de creernos el centro. Y de actuar con más ternura, sí, pero también con más responsabilidad.

Una vez, hace años, vi una escena que aún llevo grabada. Un niño, de unos ocho años, paseaba con su mamá y un gato negro se les cruzó. El niño se agachó, lo miró y le dijo bajito:
“¿Estás solo?”
Y yo no sé por qué, pero esa pregunta me dio un nudo en la garganta. No por el gato. Por todos. Por nosotros. Porque muchas veces no es el gato el que está solo. Somos nosotros los que, aunque rodeados de pantallas, personas y ruido, caminamos con esa sensación de estar a la deriva.

El futuro sin gatos abandonados no se construye solo con campañas de esterilización o adopción. Eso es fundamental, claro. Pero lo más profundo se juega en la conciencia. En cómo criamos. En cómo consumimos. En cómo tratamos al otro, incluso si ese otro no habla. Y ahí es donde se cruzan la espiritualidad, la ecología, el amor y la ética. Lo decía en una de mis reflexiones para Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías (leer aquí): cuando miras con respeto a un ser vulnerable, te estás reconectando con tu parte divina. No porque seas mejor, sino porque dejas de creerte superior.

Hoy, muchos de mis amigos tienen gatos adoptados. Gatos con tres patas, con un solo ojo, con historias duras que no caben en un post de Instagram. Y sin embargo, son seres que han traído sanación, compañía, sentido. Porque a veces, lo que el mundo desecha es lo que más puede enseñarte a amar.

Entonces sí, hablemos de un futuro sin gatos abandonados. Pero no como una meta a alcanzar, sino como un proceso a vivir. Empezando por nosotros. Por nuestras decisiones. Por cómo educamos el amor. Por cómo aprendemos a quedarnos.

Porque el abandono no se elimina con leyes solamente. Se sana con conciencia.
Y tal vez, si aprendemos a no abandonar a los gatos… podamos también dejar de abandonarnos entre nosotros.

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Estamos aprendiendo a amar sin abandonar.

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domingo, 25 de mayo de 2025

No somos una campaña: lo que la Generación Z realmente está buscando



¿Alguna vez te has sentido observado como si fueras un experimento?

Yo sí. Y no solo por las redes, los algoritmos o los profesores. También por las empresas. Por las marcas. Por los políticos. Por adultos que aún creen que a los jóvenes se nos conquista con memes, colores neón y una que otra “tendencia”. Nos estudian como si fuéramos una tribu exótica a la que hay que descifrar para venderle algo, como si no pensáramos, como si no sintiéramos con fuerza, o como si no tuviéramos un propósito que arde por dentro.

Hace poco leí un artículo titulado “Cómo captar a la Generación Z en México” y aunque el enfoque parecía positivo, en el fondo sentí ese viejo patrón de intentar “captarnos” como si fuéramos objetos de mercado y no sujetos de transformación. Se hablaba de que usamos TikTok, de que valoramos el sentido de propósito, de que tenemos poco tiempo de atención y muchas ganas de cambiar el mundo. Y aunque algo de eso es cierto, la forma en que se presenta me dejó pensando:
¿Captar? ¿Enganchar? ¿Convencer?
¿Y si la pregunta no es cómo captarnos, sino cómo escucharnos?
¿Y si en vez de campañas se atrevieran a construir comunidad?

Porque no somos una campaña. Somos una generación que nació en medio de la incertidumbre y aprendió a hablar de salud mental antes de que se pusiera de moda. Una generación que vivió pandemias en la adolescencia, que fue testigo del colapso climático antes de entrar a la universidad, que creció entre apps pero también entre pérdidas.
Y que, a pesar de todo, no ha perdido la esperanza. Solo que la estamos canalizando distinto.

Yo nací en el 2003. Tengo 21 años. Me crié entre clases de colegio, mensajes familiares, silencios que duelen, canciones que marcan, y conversaciones con personas que, como mi papá, me enseñaron que se puede ser firme sin dejar de ser humano. Que no hay contradicción entre la tecnología y la espiritualidad. Que se puede estudiar Ingeniería y llorar con un poema. Que se puede construir una empresa y seguir sintiendo con el alma abierta.

Por eso, cuando me hablan de “captar” a mi generación, mi primera reacción es desconfiar. Porque nosotros ya no creemos en discursos vacíos. Nos alejamos de lo que no vibra con autenticidad. Preferimos una historia contada desde la verdad que una campaña diseñada desde el marketing. Preferimos una empresa que reconozca que no lo sabe todo, a una que finge cercanía. Y sí, usamos TikTok. Pero también meditamos. Leemos. Cuestionamos. Apagamos el celular cuando sentimos que nos estamos perdiendo.

En mi blog https://juanmamoreno03.blogspot.com, muchas veces he compartido esa tensión interna entre lo que el mundo espera de mí y lo que realmente soy. No siempre es fácil. Vivimos en una época que nos exige estar conectados todo el tiempo, pero que rara vez nos enseña a conectar con nosotros mismos. Nos dicen que debemos tener éxito, pero no nos muestran cómo lidiar con el miedo. Nos aplauden cuando producimos, pero nos abandonan cuando colapsamos.

Y en medio de todo eso, lo único que pedimos —de verdad— es un poco más de verdad.
Verdad en los discursos.
Verdad en las intenciones.
Verdad en la forma de hacer empresa, de hacer política, de hacer familia.

Hay una entrada muy especial en el blog de mi papá, Bienvenido a mi blog, que habla sobre los líderes que “no buscan aplausos, sino despertar conciencias” (leer entrada aquí). Y siento que ahí está la clave: lo que necesitamos no es más “influencers” de ocasión. Necesitamos líderes coherentes. Gente real. Marcas que se atrevan a decir “esto no lo sabemos, pero queremos aprender contigo”. Que reconozcan que la humildad también es estrategia.

Y ojo, no estoy diciendo que todo esté mal. Hay proyectos que sí nos representan, que nos invitan, que nos inspiran. Como los mensajes que leo cada semana en el blog Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde se habla de fe, de humanidad y de propósito sin imponer ni manipular. O como algunos emprendimientos sociales que no solo “nos venden sostenibilidad”, sino que realmente trabajan desde ella.

Porque esa es otra cosa que a veces olvidan cuando hablan de nosotros: que también estamos emprendiendo. Que también estamos sanando. Que también estamos formando comunidades. Que también estamos liderando causas. Y que muchas veces lo hacemos en silencio, sin necesidad de que nos aplaudan, pero con una fuerza que viene desde muy adentro.

Entonces no, no somos una audiencia por captar. Somos una generación que está pidiendo coherencia. Que quiere que la espiritualidad no se quede en frases bonitas, sino que se viva en las decisiones. Que sueña con tecnología al servicio de la humanidad. Que no se conforma con saber, sino que quiere entender. Y que está dispuesta a caminar con quienes no nos subestiman, sino que caminan a nuestro lado.

¿Sabes cuál es la campaña que sí nos mueve? La que nace del alma.
La que no necesita slogans porque está viva en cada gesto.
La que no busca likes, sino la transformación real.

Y para quienes me preguntan cómo conectar con la Generación Z, les diría:
No lo hagan desde el marketing. Háganlo desde la escucha.
Desde el silencio que acoge. Desde la conversación que no busca ganar, sino comprender.
Desde el respeto profundo por quienes estamos aprendiendo a vivir en un mundo que, a veces, se siente demasiado rápido para poder respirar.

Pero aún respiramos.
Y aún escribimos.
Y aún creemos.


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sábado, 24 de mayo de 2025

El instante en que empieza el abandono: lo que los gatos callejeros nos recuerdan de nosotros mismos



Una de las cosas que más me ha enseñado la vida es que no todo lo importante hace ruido. El abandono, por ejemplo, casi nunca grita. Sucede en silencio. A veces empieza con una distracción, otras con una excusa bienintencionada. Una mudanza, una alergia, una promesa de volver por ellos que nunca se cumple. Y lo que era un lazo, se convierte en olvido. Lo he visto con personas. Lo he sentido en la piel. Pero hoy quiero hablar de gatos. Porque el abandono también se ve en sus ojos.

Leí hace poco un artículo del New York Times sobre la crisis silenciosa de los gatos callejeros en Puerto Rico. Miles, tal vez cientos de miles, sobreviven en las calles, muchos de ellos descendientes de gatos que alguna vez durmieron sobre una cama caliente, fueron acariciados por niños y alimentados con croquetas de supermercado. Algo se me encogió adentro. Porque no estamos hablando de animales salvajes, sino de vidas que fueron amadas. Y luego, desechadas.

El abandono no empieza cuando el gato ya está en la calle. Empieza mucho antes: cuando deja de ser prioritario, cuando ya no hay tiempo para su caja de arena, cuando su maullido se vuelve molesto. Y esa forma de abandono me resulta muy parecida a lo que hacemos con nosotros mismos. Con nuestros sueños, nuestras emociones, nuestras relaciones. A veces nos abandonamos sin darnos cuenta. Dejamos que lo urgente le gane a lo esencial. Perdemos el contacto con lo que un día fue amado.

Y es que los gatos tienen algo que no todos los humanos sabemos ver: dignidad silenciosa. No suplican. No arman escándalos. Simplemente se van. Se esconden. Se adaptan. Y en ese gesto tan sutil, está toda la tristeza del mundo. Porque lo natural no debería ser la calle, el hambre, la enfermedad, la soledad. Lo natural debería ser el vínculo. La permanencia. La responsabilidad afectiva.

Mientras leía sobre los refugios sobrecargados, las iniciativas ciudadanas, la falta de esterilización, me sentí atrapado entre dos emociones: la rabia y la ternura. Rabia porque pareciera que siempre hay presupuesto para cosas enormes pero nunca para lo que construye humanidad. Ternura porque siempre hay alguien que, con lo poco que tiene, sigue alimentando una colonia de gatos, esterilizando por su cuenta, ofreciendo agua limpia en una esquina olvidada.

No se trata solo de animales. Se trata de lo que decimos de nosotros mismos al tratarlos como desechos. Se trata del tipo de sociedad que estamos creando. Porque, como escribí en uno de mis blogs, "Nos parecemos a lo que cuidamos", y también a lo que abandonamos. Si dejamos a un ser vivo en la calle sin mirar atrás, ¿qué dice eso de nosotros? Si justificamos el abandono con frases como "es solo un gato" o "ya encontrará otro hogar", ¿no estamos también normalizando que lo descartable es aceptable?

Tal vez por eso vuelvo tanto a las palabras de Mensajes Sabatinos, donde se nos recuerda que la espiritualidad empieza en lo cotidiano. En el cuenco de agua fresca. En la sombra que le dejas a un animal en un día de calor. En la coherencia entre lo que dices que crees y lo que realmente haces.

Yo no tengo la solución a esta crisis. Pero sí tengo la convicción de que el cambio empieza por mirar. Por no desviar la mirada cuando veas un gato en la calle. Por educar, esterilizar, compartir este tipo de temas. Por adoptar en vez de comprar. Por hablar de esto en familia, en redes, en la universidad. Porque el abandono no se soluciona con compasión momentánea, sino con una conciencia que se transforma en acción.

A veces me pregunto si los gatos sabrán que fueron dejados. Si entenderán la traición. Y aunque no hablen, yo creo que sí. Porque la memoria emocional no es solo humana. Y porque el corazón de un ser vivo siempre registra el vacío. Por eso me duele pensar que tantos de ellos están esperando algo que nunca volverá. Y por eso creo que nuestra responsabilidad no es salvarlos todos, sino evitar que haya más historias así.

🌐 Imagen sugerida para este blog: Ilustración artística con estilo realista: un gato solitario sentado sobre una vereda desgastada al atardecer, con una mirada triste pero serena. Al fondo, la sombra de una casa y una ventana abierta. Colores: tonos tierra, naranja suave, azul gris. Emoción: melancolía, dignidad, esperanza.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

viernes, 23 de mayo de 2025

Lo que no se ve también marca: una reflexión sobre el cannabis prenatal y el futuro que estamos gestando



Yo no soy papá. Ni tío. Ni padrino. Pero soy hijo, y también soy ese amigo que ha visto a otros lidiar con cosas que nadie eligió. Porque muchas veces nos olvidamos que existir no empieza cuando nacemos, sino desde mucho antes. Y no hablo solo desde lo espiritual, que también, sino desde la ciencia, desde lo invisible que pasa en el cuerpo de una madre mientras su hijo apenas es un proyecto de ser humano. Ahí ya estamos tomando decisiones que pueden marcar una vida entera, sin saberlo.

Hace poco leí un artículo en Psyciencia que me dejó pensativo: hablaba de la exposición prenatal al cannabis y cómo eso está afectando el desarrollo infantil. Lo primero que sentí fue una especie de tristeza mezclada con impotencia, porque lo entiendo: vivimos en un mundo donde hay dolor, ansiedad, incertidumbre, y muchos consumen cannabis buscando alivio. Pero, ¿en qué momento esa búsqueda de alivio desconecta tanto del futuro que se lleva dentro?

Lo que me tocó fue que no es una opinión moralista ni un juicio. Es evidencia. Estudios sólidos, como el de la Universidad Estatal de Washington, muestran que el cannabis puede alterar el desarrollo del cerebro del feto, afectando procesos como el aprendizaje, la memoria, la atención o incluso la regulación emocional. Y no estamos hablando de daños evidentes al nacer, sino de cosas que se van revelando a medida que los niños crecen. Como si la semilla ya viniera con heridas que nadie ve.

En mi casa siempre se ha hablado claro. Desde pequeño me enseñaron que cada elección tiene consecuencias, pero también que muchas veces la sociedad no ofrece alternativas reales. A una mujer embarazada que se siente sola, con miedo, que tal vez vive en pobreza o violencia, ¿qué le estamos dando como contención? Es fácil decirle que no consuma, pero ¿qué hacemos para que no lo necesite? ¿Dónde está el entorno amoroso, el sistema de salud empático, el acompañamiento emocional sin juicio?

Esto no es solo un tema de medicina. Es un tema de responsabilidad colectiva. Porque si el cerebro de un bebé puede verse alterado por sustancias consumidas durante el embarazo, entonces la pregunta real es: ¿qué tipo de sociedad estamos gestando, desde el vientre mismo?

Y a veces la cosa se complica más porque el discurso de la "legalización" lo ha romantizado todo. Que el cannabis es natural, que es medicinal, que no hace daño. Y puede que en muchos casos tenga usos terapéuticos válidos. Pero el embarazo no es cualquier estado del cuerpo. Es un puente entre dos existencias. Y ese puente no puede estar lleno de humo, aunque sea de algo que la ley permita.

Me duele pensar en todos los niños que ya cargan con limitaciones que nunca eligieron. Y me cuestiona profundamente como joven de 21 años, que ve en su generación una mezcla de conciencia y desconexión. Porque somos los que queremos cambiar el mundo, pero a veces normalizamos cosas sin entender sus consecuencias a largo plazo.

Este tema me hizo pensar en muchas otras cosas invisibles que nos marcan. No solo sustancias, también palabras no dichas, abrazos negados, emociones que no se gestionan. Y que también se heredan, como si fueran genéticas. Hay heridas que no sangran, pero se transmiten. Por eso creo que esta conversación no es solo para médicos o embarazadas. Es para todos los que alguna vez vamos a cuidar, acompañar, amar o influir en la vida de otro ser.

Siento que el llamado aquí es a despertar. A no minimizar. A tener conversaciones incómodas pero necesarias. Y sobre todo, a acompañar con amor. Porque nadie debería pasar un embarazo en soledad o en crisis. Y porque ningún niño debería pagar los vacíos que la sociedad no supo llenar.

Si esto que te comparto te removió un poco por dentro, te invito a seguir leyendo temas así en mi blog: El Blog Juan Manuel Moreno Ocampo, o incluso pasarte por Amigo de ese Ser Supremo en el cual crees y confías, donde muchas veces se habla de estas verdades que no se ven, pero que definen.

🌐 Imagen sugerida para este blog: Una ilustración de estilo realista, mostrando a una mujer joven embarazada, de mirada reflexiva, caminando por una calle tranquila con atardecer al fondo. En su vientre, una sombra leve proyecta la silueta de un bebé. El ambiente es melancólico pero esperanzador. Paleta: tonos naranjas suaves, azul noche, sombras negras, luz blanca tenue.

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