domingo, 7 de junio de 2020

Así sobreviví al ataque de un tiburón gris cuando buceaba en Colombia

El médico Arturo Vélez relata cómo sobrevivió a un mordisco de un escualo. (Imágenes fuertes) 


Arturo Vélez, medico radiólogo, fue atacado por un tiburón cuando buceaba en Providencia.

Salté para sumergirme en aguas de la isla de Providencia, unos 15 tiburones al fondo del mar revoleteaban, movían su aleta dorsal y su cola, algo los alteraba. 

Supe, con claridad, que lo que pasaba no era normal y justo ahí mi mano derecha entró en una especie de prensa hidráulica que me trituraba con finas puntadas.

Ahí fue cuando todo se oscureció.

Había salido en mi velero Emilia, bautizado así por Emilia Gempeler, mi esposa, desde Puerto Velero, un muelle cerca de Barranquilla. A bordo nos acompañaban dos amigos, Ricardo Herrera y Ricardo Seidner, unos experimentados navegantes amantes del mar, así como yo, quien encontraba en ese mundo un escape para mis deberes como médico radiólogo en la Clínica del Country, en Bogotá.

Nuestra brújula, en la mañana de ese viernes 19 de febrero del 2016, apuntaba hacia el norte, a la isla de Serrana, uno de los territorios más alejados del país en el Caribe. 

Alrededor de nosotros viajaban otros 20 veleros y una fragata de la Armada Nacional, el buque Punta Espada, el cual guiaría la misión de soberanía por estas aguas colombianas.

Arturo y su esposa a bordo del velero Emilia.
Foto: 

Cortesía Arturo Vélez 

Hasta pasado el mediodía el viaje fue perfectamente tranquilo. No demoró mucho para que el mar empezara a inquietarnos con olas de hasta cinco metros de alto y vientos de hasta 50 nudos que nos hacían tambalear.

No quedó opción que amarrarnos con arneses, una caída en mar adentro significaba prácticamente desaparecer. Las siguientes horas de viaje, todas alteradas, eran un continuo sube y baja de velas para estabilizar la embarcación, sin pegar un ojo y haciendo cambios de turno cada dos horas. Los cuatro trabajábamos como reloj.

El baile constante del Emilia nunca paraba y en nuestro horizonte no veíamos ya a ningún otro velero. Solo hasta en la noche del sábado 20 de febrero los volvimos a ver, fue cuando -por fin- llegamos a Serrana tras unas 40 horas de navegación.

De los 20 veleros que zarpamos solo llegamos 15. Los otros cinco decidieron retornar tras no aguantar las condiciones adversas del mar.La tormenta

Tras fondear la embarcación, caímos fulminados por el sueño en el Emilia.

En la mañana desembarcamos en Serrana, un pequeño cayo de apenas 600 metros de largo por 400 de ancho, la isla parece a simple vista un indefenso paraíso perdido en medio del Atlántico, pero guarda historias de naufragios y de la nostalgia que viven los 12 soldados de la Armada Nacional que custodian este terreno sin mayores comodidades.

Una de las veleristas, Joan Mac Master, quien falleció el año pasado, ofreció una paella. Ella misma llevaba los implementos para cocinarla. En Serrana se armó un festín que se fue opacando por los nubarrones que en el cielo se formaron.

Las condiciones metereológicas nos obligaron a zarpar con rumbo a Providencia esa misma noche. Una tormenta terrible nos sorprendió en la madrugada, los rayos caían sobre el agua.

El mar parecía innavegable, pero resistimos hasta llegar a las 3 de la tarde a Providencia. Bebimos una botella de ron y, de nuevo, caímos fulminados por el cansancio.

El lunes 22 de febrero fue de paseo y tentábamos la posibilidad de bucear en estas aguas, otra de las pasiones que comparto con mi esposa Emilia, enfermera de profesión. Con los otros tripulantes del velero planeamos que tras visitar esta isla iríamos a San Andrés y luego a Panamá.




Arturo y Emilia en su paso por la isla de Serrana.
Foto: 

Cortesía Arturo Vélez 

Así llegué hasta donde un viejo amigo, Felipe Cabeza, a quien conocí en los años 80 cuando apenas hacía una introducción al mundo marino.

Al día siguiente, martes, el instructor, hijo de Felipe, y el lanchero nos recogieron a las 9 de la mañana en el Emilia a otros dos veleristas amantes del buceo, a mi esposa y a mí.

Nos llevaron a unos arrecifes a unos 15 minutos de la isla, no sabía que podría encontrarme teniendo en cuenta que desde los años 80 no buceaba en Providencia. En esa época jamás vi un tiburón, era rarísimo, llegar a avistarlos era como ganarse la lotería.La pesadilla

Salté al mar y tan pronto me sumergí aparecieron unos 15 tiburones. Me alegré muchísimo, estos animales son bellos, majestuosos y espectaculares.

Los tiburones nos pasaban por todas partes. Estaba emocionado. Unos 40 minutos duró el primer buceo hasta que hicimos la parada de intervalo de superficie para eliminar el nitrógeno que queda disuelto en la sangre.


Los tiburones entran en estado de excitación al percibir la sangre derramada y así los atraen hasta la zona 

Luego, el instructor y su lanchero nos desplazaron a otro espacio cercano. Nos sumergimos y, de nuevo, estos grandes peces revoloteaban, era el tiburón gris de arrecife el que se movía cerca de nosotros.

El hijo de Felipe Cabeza sacó un arpón, lo clavaba una y otra vez en los peces león, ofreciéndolos como alimentos para los tiburones.

Esta especie es invasora de estas aguas y en Providencia se dieron cuenta que los peces león emiten vibraciones, erráticas y agudas, cuando agonizan tras los arponazos. Los tiburones entran en estado de excitación al percibir la sangre derramada y así los atraen hasta la zona.

A nuestro lugar de buceo llegaron más tiburones en busca de comida y se aglomeraron bajo el bote.

En mis años como buceador jamás había visto esta práctica, era peligrosa y sin ningún tipo de seguridad. En Bahamas, por ejemplo, para nadar con tiburones se usan trajes en malla de acero y se atraen con peces congelados que no emanan sangre.

Con mi confusión miraba lo que hacía el instructor y también percibía como el gran pez olía a su presa y llegaba con urgencia a tragarla.

Los tiburones nadaban en círculos, más y más cerca de nosotros en busca del arpón con comida. 

Tenía mi mano derecha abierta y un tiburón, con sigilo, me llegó por la espalda y lanzó su mordisco en mi mano. Sentí que una prensa hidráulica empezaba a devorarla. En instantes noté como la trituraba con sus dientes, la halé y el animal se fue.




Un tiburón gris como este fue el que atacó a Arturo.
Foto: 

Cortesía Arturo Vélez 

Los veleristas que nos acompañaban estaban detrás de mí y también veían cómo el tiburón de metro y medio se alejaba. Una serie de temblores estremecieron mi cuerpo cuando observé mi mano, con los tendones por fuera y los huesos a simple vista.

La sensación era de horror. No lo podía creer, pensaba que era una pesadilla. Grité mucho, mi esposa llegó, pensó que era una broma. Luego el dolor insoportable me desvaneció, me nublé por completo.

La sangre que emanaba de mi mano era casi negra por la profundidad en la que nos hallábamos. Emilia me ayudó a subir lentamente hasta la superficie, incluso rasgó su traje para cubrir la herida.


Una serie de temblores estremecieron mi cuerpo cuando observé mi mano, con los tendones por fuera y los huesos a simple vista 

Emilia abrió el chaleco salvavidas para poder flotar en la superficie, me ayudó a respirar, mientras los demás hacían señas para que el lanchero retornara con celeridad.

Mientras se acercaba, me pedían que no aleteara mucho. La cantidad de sangre que emanaba era considerable y su olor lo percibían otros tiburones.

Me subieron en la lancha. Horrorizado pedí bolsas de agua para limpiar la enorme herida, la mordida de un tiburón puede ser infecciosa y en ocasiones dejan sus dientes clavados, pero esta vez, por fortuna, no fue así.Odisea de regreso

Al retornar a Providencia pedí a Emilia que tomara fotografías y se las enviara a la doctora Helena Ashner, cirujana de manos en la Clínica del Country. Eran las 11 de la mañana, el dolor era inmundo y la herida al estar expuesta al agua salada parecía que estuviese en llamas. Ni el analgésico me hacía soportarla.

Helena me contestó que intentara, lo más pronto posible, retornar a Bogotá. En Providencia, los médicos lavaron mi mano con seis litros de solución salina y me vendaron para frenar el sangrado.

La Armada Nacional, a cargo de la misión de soberanía, consiguió un avión ambulancia para trasladarme a San Andrés y logré viajar en un vuelo comercial a Bogotá.




Esta fue la imagen que Arturo Vélez le mandó a su colega en Bogotá tras el ataque del tiburón.
Foto: 

Cortesía Arturo Vélez 

A las 7 de la noche de ese mismo martes estaba en Bogotá, en el aeropuerto El Dorado me esperó una ambulancia para trasladarme a la Clínica del Country, donde fui sometido a dos intervenciones quirúrgicas para reconstruir los tejidos y duré internado tres semanas.

Parte de la supervivencia se la debo a Emilia, sin ella no estaría contando el cuento, fue quien me rescató cuando me desvanecí. 

La mordida del tiburón causó hemorragias venosas, lo que significa menos pérdida de sangre. De haber sido arterial, al bombear con más presión, las consecuencias habrían sido distintas, aunque un diente estuvo a escasos dos centímetros de una de ellas.

Tardé seis meses en una dolorosa recuperación para volver a tener movimiento en un porcentaje considerable. Volví a hacer música, otro de mis pasatiempos, y también regresé a mi profesión como médico.

Lo que me pasó no fue culpa del tiburón, fue por una práctica irresponsable de alimentar a estos animales, los cuales no atacan con frecuencia a los humanos. De hecho, según cifras del Archivo Internacional de Ataques de Tiburón de la Universidad de Florida, en 2019 se registraron 64 mordidas, dos de ellas causaron decesos.

Consulté a expertos que me explicaron que el tiburón al estar en una zona donde se le ofrecía alimentos confundió mi mano con su presa, al notar que no era lo que buscaba, me soltó y se fue.

Hace un año volví a escuchar un caso similar de una joven de Cali, su ataque, al igual que a mí, por poco le cuesta una mano y también fue durante un buceo con tiburones seducidos con peces león en Providencia.

Luego de mi tragedia he vuelto a bucear, el mar es una pasión. Me he sumergido y hallado a tiburones de nuevo, aunque tengo sus marcas en mi mano, sigo pensando que son animales majestuosos. No veo la hora de volver al agua.