Mientras el Estado continúa viendo la Amazonia, en el mejor de los casos, como un territorio extractivista, en el contexto mundial esta es una de las últimas zonas de tierras de bajo costo disponibles para la ampliación de la frontera agroindustrial. Una gran amenaza se cierne sobre los últimos bosques tropicales intactos del planeta.
En los últimos cinco años la Amazonia perdió un poco más de 410.000 hectáreas de bosque. En 2017 la cifra alcanzó las 140.000 hectáreas. Territorios donde coinciden comunidades vulnerables, campesinas o indígenas, así como áreas ambientalmente sensibles (parques nacionales y reserva forestal) vienen siendo transformados y apropiados por diferentes actores, sin que el gobierno colombiano cambie una tendencia que lleva 20 años.
Ahora las agencias del Estado ven alejarse la posibilidad de retomar el control territorial ejercido por las Farc antes del proceso de paz. El Estado colombiano se acostumbró a pensar que la Amazonia era solo un teatro de operaciones de guerra. No dimensionó su enorme riqueza natural y cultural. Casi siglo y medio después de las caucherías, la Amazonia sigue siendo vista, en el mejor de los casos, como una zona extractivista, de lo cual hay importantes proyecciones en el piedemonte del Putumayo, Caquetá y sur del Meta (para petróleo) y en Guainía y Vaupés (para minería).
Lo anterior, sumado al desarrollo de carreteras e hidrovías planteado en el Plan Maestro Intermodal de Transporte, hace prever una importante transformación de algunas zonas a las que llegará nueva población y transporte de materias primas, que serán un reto para el manejo apropiado de sus impactos acumulativos y sinérgicos. Esto, sin contar con los planes viales departamentales, que no siempre coinciden con la decisión de no ampliar la frontera agropecuaria. ¿A qué intereses corresponden?
En el contexto mundial esta es una de las últimas zonas de tierras de bajo costo disponibles para la ampliación de la frontera agroindustrial, como ya ocurrió en Brasil, Bolivia y Ecuador, y ya aparecen signos de la presión y la ‘búsqueda’ de tierras en particular en las sabanas del Yarí y la Fuga, así como en los ríos Ariari, alto Caguán y Guayabero, entre otros.
La acumulación de tierras en pocas manos en la Reserva Campesina del Guaviare no tiene comparación con otra zona en el país (veredas completas compradas por único dueño). La deforestación e incremento de la ganadería proveniente del sur del Meta (hacia el Guaviare, en el borde de Chiribiquete) y piedemonte del Caquetá es muy sensible (en especial en la región del Orteguaza y Caguán medio). Cultivos de palma africana han llegado a las goteras de la Amazonia (río Guaviare y Ariari), la cual es una zona en la que, según Fedepalma, no tienen interés en ampliarse. ¿De quién son entonces estos cultivos? ¿Quién controla su comportamiento ambiental, cuando hay casos de ocupación de áreas restringidas? Pero si esto ocurre por el lado de las transformaciones planificadas del territorio, veamos que ocurre con las no planeadas.
La Amazonia fue conocida durante muchos años como “territorios nacionales”, una denominación que llevaba implícita una carga de desconexión con el país, de olvido y marginalidad. Al crearse como departamentos y dárseles su autonomía y proceso de descentralización, poco mejoró: cayeron en manos de grupos políticos, algunos de otras regiones, y se quedaron con una visión de desarrollo que ve en la selva y sus pobladores un obstáculo para el crecimiento.
Es histórico que las inversiones de los departamentos y municipios amazónicos sean motores de la ampliación de la frontera agropecuaria. Su visión de desarrollo, en el mejor de los casos asociada a la ganadería, incentivó el avance hacia la selva.
Hoy en día, algunos funcionarios locales, al parecer, están interesados en las tierras que cambian de precio mágicamente al pasar una carretera por sus predios. Ven con buenos ojos registrar veredas donde no hay ocupación, sino expectativas, y muchas veces, sobre áreas con restricciones. La cartografía veredal de muchos de estos municipios es un galimatías no acorde con la realidad, ni con el ordenamiento legal del suelo. Largo trabajo espera para el ordenamiento del territorio y una información confiable para la inversión pública.
En algunas zonas, luego de creada la vereda, viene la inversión pública para garantizar el bienestar de la población que está “haciendo finca”, a bajo precio, y que luego se vende al mejor postor y vuelve a arrancar el ciclo del colono tumbando selva, y el acaparador detrás. También hay quien no espera a que el colono abra el monte. Hoy, inversionistas de diferente tamaño y origen de recursos, contratan los aserradores y mandan tumbar hasta donde sus recursos lo permiten.
En el verano de este año, zonas con un solo dueño tumbaron lotes de 800 hectáreas; el tamaño de fincas muestra el poder económico de los acaparadores. No hay un negocio en el mundo que no sea rentable si el precio del suelo es igual a cero; su única inversión es tumbarlo y quemarlo porque en adelante todo es ganancia.
Muchas agencias han interpretado que el objetivo de la gente al tumbar era por la expectativa de una posible titulación; hoy, vemos que no es así en muchos casos. Para los grandes acaparadores, el mercado ilegal de tierras es su mejor escenario. La legalidad implica pagar impuestos, tener restricciones de tamaño de predios y restricciones al uso del suelo.
Hoy, nada de eso ocurre, a excepción del impuesto que ya empieza a pagarse a los nuevos grupos armados ilegales que aparecen en el territorio, el cual, además, permite “seguridad” y la ampliación de sus apropiaciones sin restricción. La elaboración de un catastro rural y la formalización de la propiedad es una necesidad urgente y un rezago histórico que condena a la Amazonia al caos y a la ley del más fuerte. Con los acuerdos de paz hubo una esperanza para que esto fuera priorizado en estas regiones, pero no fue así, y la velocidad de la apropiación y deforestación superó con creces al Estado.