Jóvenes deben aprender a tomar decisiones y a vincular esas decisiones a un proyecto de vida sólido.
La semana pasada vimos los datos precisos y discriminados sobre el consumo de sustancias psicoactivas (drogas, incluyendo tabaco, alcohol y drogas ilegales) a edades tempranas. Ese consumo existe y crece, y en los colegios privados y públicos del país, en especial en sus alrededores, hay una oferta organizada por bandas de narcotráfico. También vimos que es un fenómeno mundial ‒que no escolar, sino social‒, que no es nuevo y que los periodistas y políticos que viven del miedo ajeno buscan el escándalo más que la solución.Publicidad
Por todo esto, lo racional es precisar el papel de las autoridades, maestros, padres y estudiantes frente al consumo y expendio y poner la pedagogía, la prevención y la autoridad donde cada cosa cabe.
¿Cómo sería el orden de las acciones para ajustar prioridades según las experiencias positivas que hay en el país?
Primero, hay que dejar de estigmatizar a la escuela y más bien apoyarla en su difícil desafío. Expertos de muy distintos enfoques ‒ahora recuerdo a Enrique Chaux, de la Universidad de los Andes, a Ariel Ávila, de la Fundación Paz y Reconciliación, y a Julián Quintero, de Acción Técnica Social‒ insisten en entender que los colegios son islas de protección, pero no por eso dejan de ser reflejo de las realidades de las familias y comunidades que los integran y rodean.
Apoyar a las organizaciones constructivas que generen alternativas a las pandillas, y no discriminar a los chicos que alguna vez tuvieron un evento de consumo excepcional.
Segundo, educar para la ciudadanía y la convivencia. Para que niños, niñas y jóvenes aprendan a tomar decisiones y a vincular esas decisiones a un proyecto de vida sólido. Es necesario fomentar liderazgos positivos y ofrecer formación integral y no solo académica. Es en ese enfoque en el que se han visto mejores resultados en las apuestas de los colegios privados con más recursos y en los programas oficiales más exitosos de jornada completa.
Tercero, identificar y atender riesgos. En particular, fortalecer los sistemas de alertas frente a situaciones concretas potencialmente dañinas, y trabajar en equipo entre familias, colegios y autoridades educativas en una estrategia pedagógica preventiva, ampliando el número de orientadores y profesionales de apoyo y multiplicando los recursos para identificar y atender casos cuya solución puede ser liderada desde el mundo escolar. Apoyar a las organizaciones constructivas que generen alternativas a las pandillas, y no discriminar a los chicos que alguna vez tuvieron un evento de consumo excepcional.
Luego, se debe identificar nítidamente el grado de incidencia de las drogas en colegios y en entornos, calle a calle y parque a parque, y su relación con la estrategia del narcotráfico para controlar los ambientes escolares a través de pandillas que reclutan e inducen a los estudiantes al consumo (sin hacer que esa información se use para señalar).
El ejemplo de Bogotá es clave. Desde el 2013, la Secretaría de Educación de la capital hizo esa identificación; aumentó el personal y los mecanismos para tratar los casos en la población escolar, con base en ese mapa, y alertó a las autoridades sobre el tema para adelantar un trabajo mancomunado. De esta manera, se frenó el crecimiento del fenómeno, aunque la cooperación interinstitucional no ha terminado de cuajar porque a veces no hay coordinación o se impone un enfoque de seguridad o de salud sobre lo pedagógico.
Asimismo, hay que hacer prevención terciaria-terapéutica. Los chicos y chicas con problemas de consumo frecuente, o que apoyan a los expendedores, requieren, en asocio con el ICBF y los sectores educación y salud, un programa para atenderlos durante periodos largos, combinando aulas de aceleración y programas de inclusión en la escuela, con manejo en instituciones especializadas. En este aspecto, la capacidad de instituciones más allá de la escuela genera inquietud.
Por supuesto, también hay que aislar a las pandillas con programas de entornos escolares seguros y pactos liderados por los jóvenes, para erradicar drogas y armas en los colegios y familias. Se requiere una acción policiva en parques y entornos de colegios para reducir el impacto de pandillas y obtener información de inteligencia sobre quiénes las dirigen y financian, así como cerrar ollas y expendios móviles en barrios (la Policía y el CTI tienen mejor información cuando el sistema educativo los ayuda).
Y, mediante programas de resocialización, ofrecer opciones de retorno a la educación y al trabajo a quienes han entrado en el mundo delincuencial, pero pueden salir de él con acompañamiento adecuado. Mejor dicho, poquito de perros, cámaras y pruebas de sangre, pues lo que hacen es minar la confianza de los jóvenes en las autoridades.
Por último, hay que judicializar y condenar a narcotraficantes y crimen organizado que manipulan a las pandillas y manejan grandes expendios. En Bogotá, por ejemplo, hay cinco o seis puntos de la ciudad que se conocen como ‘ollas madre’ y que han crecido desde la intervención en el ‘Bronx’. Y esos puntos existen en todas las ciudades. Hay que actuar con toda energía sobre esta forma de criminalidad que pretende estratégicamente controlar a los jóvenes de las ciudades, pero conviene hacerlo de manera quirúrgica, sin que los consumidores sean criminalizados.
El punto es, parodiando la campaña mediática de turno, ‘meterle mente’ a las drogas en los colegios, pero no actuar con base en mitos y miedos. Un desafío muy grande que requiere tranquilidad, coordinación y persistencia. Hay programas bien orientados y áreas en las que las escuelas nos hemos quedado cortas, como la comunicación con las familias.
Sobre todo, hay que fortalecer la coordinación interinstitucional para que las entidades no se dupliquen o se señalen unas a otras. La proliferación de programas es muy grande, desde organismos de seguridad, pasando por ONG y organismos internacionales, con enfoques contradictorios, que terminan por confundir a los chicos y maestros y no dejan hacer su trabajo al sector educativo o no lo apoyan en lo que sí necesita ayuda. Y hay que evitar el sensacionalismo, el maniqueísmo y el oportunismo de funcionarios y opinadores, que resultan contraproducentes.