A veces las decisiones que parecen pequeñas terminan cambiando cosas grandes en la vida. Y no lo digo como frase bonita de redes, lo digo desde lo que he visto, vivido y sentido. Porque elegir adoptar un perro no es solo un acto de ternura, es un compromiso silencioso con la vida. Pero cuando ese perro no es de criadero ni de vitrina, sino de refugio… la historia es distinta. Más cruda, más real, más humana.
Hace unos días encontré un artículo en Antrozoología que hablaba sobre la adopción responsable de perros en refugios. Más allá de los datos o las recomendaciones, lo que me quedó rondando fue una idea: adoptar a un perro de refugio no es solo salvarlo… es dejar que te salve también a ti.
En mi casa crecí rodeado de historias y aprendizajes que mezclan lo espiritual con lo cotidiano. En especial con mi abuelo y con mi mamá, que siempre me enseñaron que los animales no están por debajo de nosotros, sino a nuestro lado. Como hermanos menores. Y que cuando uno les abre la puerta, no solo está dando, también está recibiendo. Quizá eso me marcó más de lo que creía.
La primera vez que acompañé a alguien a un refugio fue a los 17 años. Mi mejor amiga quería adoptar un perro después de una pérdida dura que había vivido. Recuerdo que entramos al lugar y el ambiente era una mezcla de ladridos, olores fuertes, historias tristes y miradas profundas. No era la típica imagen de una película de Disney. Era algo mucho más intenso. Más crudo. Más humano.
En medio de todo eso, hubo un perro que no ladró. No se acercó. Solo la miró. Y ella, sin saber por qué, supo que era él. No era el más bonito. Ni el más juguetón. Ni el más sano. Pero era el que la eligió con la mirada. Lo demás fue una historia de adaptación, paciencia, aprendizajes… y amor. No un amor idealizado. Un amor real. De esos que se construyen.
Eso me marcó.
Y desde ahí entendí que adoptar un perro no es una moda ni una acción “buena” que uno hace para sentirse mejor. Es una decisión de vínculo. De transformación. Porque esos perros no vienen vacíos. Vienen con historia. Vienen con heridas. Y por eso requieren algo más que cariño: requieren tiempo, coherencia, presencia.
Una vez alguien me dijo que adoptar un perro de refugio es como enamorarte de alguien que ha sido herido antes. Requiere más paciencia. Más silencio. Más escucha. Y sí, también puede doler. Pero es justo ahí donde está lo valioso. Porque cuando ese ser que alguna vez fue abandonado empieza a confiar en ti, no hay poder humano que iguale esa mirada. Esa confianza ganada. Ese pequeño milagro cotidiano.
En una sociedad que todo lo mide en utilidad, adoptar a un perro que no es “de raza” o que ya es adulto puede parecer una locura. Pero justamente por eso es un acto revolucionario. Es decirle al mundo que no todo tiene que ser perfecto para ser valioso. Que no todo tiene que ser nuevo para ser hermoso. Que no todo tiene que ser “rentable” para tener sentido.
Yo no he adoptado todavía. Pero no porque no quiera. Sino porque me prometí que el día que lo haga, lo haré desde la conciencia. Desde el compromiso. Desde la certeza de que podré ofrecerle lo que necesita. Porque no se trata de rescatar por rescatar. Se trata de acoger. Y acoger es más que dar espacio: es dar alma.
Hace poco escribí en mi blog sobre cómo los silencios también dicen mucho. Y creo que los perros adoptados, especialmente los de refugio, están llenos de esos silencios que uno debe aprender a leer. Porque no siempre saben jugar. A veces no ladran. O se esconden. O desconfían. Pero si uno está ahí, desde el amor verdadero, todo eso va cambiando. Y entonces sí… llega el juego, el salto, el paseo con la lengua afuera. Llega la transformación mutua.
El artículo de Antrozoología también hablaba de los cuidados que hay que tener, del proceso de adaptación, del vínculo progresivo. Y sí, es cierto. Pero me atrevo a decir algo más: adoptar un perro también te obliga a conocerte a ti. Porque te enfrenta con tu impaciencia, con tus expectativas, con tus límites. Y eso, si lo sabes aprovechar, te hace crecer.
También pensaba en cómo este tema se conecta con otros aspectos de la vida. Por ejemplo, la forma en que tratamos lo que no es “productivo” o lo que no “sirve”. A veces hacemos eso con los adultos mayores, con los niños que se mueven “demasiado”, con quienes piensan distinto. Y sí… también con los animales que han sido descartados por no cumplir un estándar. Por eso adoptar es también un acto político, espiritual, social.
En el blog Amigo de ese ser supremo en el cual crees y confías hay una entrada sobre el valor de lo que no se ve. Y creo que este es un ejemplo claro. Porque esos perros que nadie mira… también son parte de la creación. También tienen un alma. También merecen ser amados.
Adoptar no es para todos. Pero si sientes ese llamado, no lo ignores. Hazlo bien. Infórmate. Prepárate. Y sobre todo… déjate transformar.
Hoy quería escribirte esto, no como alguien que ya lo sabe todo, sino como alguien que también está en camino. Porque tal vez aún no he adoptado, pero sí he sido testigo de muchas transformaciones. Y sé que el día que lo haga, no estaré salvando una vida. Estaré dejando que una vida me salve a mí.
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