El costo de que tantos de ellos no puedan obtener ingresos y tampoco mejorar sus conocimientos es inmenso.
Experiencias anteriores de crisis profundas en países individuales llevan a pensar que la autoestima o el propio ánimo de emprender un proyecto cambian.
Hasta hace apenas unos meses, el calificativo de generación perdida describía ante todo a un grupo de escritores estadounidenses que se afincó en Europa –principalmente en París– en los años siguientes al fin de la Primera Guerra Mundial.
Plumas tan conocidas como Ernest Hemingway, John Steinbeck o William Faulkner fueron bautizadas así por Gertrude Stein en una época en la cual estaban frescos los horrores del gran conflicto y de la mortandad causada por la gripa española.
Ahora el término ha vuelto a ser usado para describir el posible extravío de un conglomerado mucho más numeroso: el de decenas de millones de jóvenes que por cuenta de la pandemia del covid-19 se enfrentan a un presente difícil y un futuro incierto. Y es que para aquellos que están entre los 15 y los 25 años de edad –que en Colombia equivalen a casi una quinta parte de la población–, el camino se volvió mucho más tortuoso.
Esas complicaciones son de diversa índole y van desde el plano laboral hasta el emocional. También involucran la capacidad y el deseo de aprender, junto con el desarrollo de herramientas de relacionamiento social.
Dado que el final de la emergencia causada por el coronavirus todavía puede demorarse un largo tiempo, los expertos señalan que el trauma está lejos de ser temporal. Las preocupaciones sobre las secuelas que dejará esta situación son comunes en la mayoría de los países, por motivos de diversa índole.
No hay duda de que si las alarmas son ignoradas, tendrán incluso efectos políticos por parte de quienes ejercerán su derecho al voto para castigar a partidos y líderes que no lograron –o no supieron– mitigar la crisis.
UN CAMBIO ABRUPTO
Muchos de los afectados tratan, por el momento, de racionalizar lo que les sucedió.
Ese es el caso de Luciana García, quien comenzó 2020 con grandes expectativas de lo que serían sus últimos meses en el bachillerato. “Estaba esperando cerrar esta etapa de mi vida de la mejor manera, disfrutando los viajes, eventos y ceremonias que teníamos en mente”, cuenta.
Agrega que cuando se suspendieron las clases presenciales el 13 de marzo, “todos pensábamos que sería algo de dos semanas, pero con el tiempo nos dimos cuenta de que ese había sido nuestro último día de colegio”.
El impacto no ocurrió solo en ese momento. “Los planes que tenía se vieron afectados y me tocó cambiar de universidad y carrera. Hoy, en medio de la pandemia y cinco meses después, siento que la incertidumbre es peor y que nada es como pensamos que iba a ser”, concluye esta bogotana de 18 años.
Si bien no faltará quien menosprecie la trascendencia del acto de grado o de despedirse de los compañeros de siempre, los expertos coinciden en la importancia de clausurar ciertas etapas y más esta, que implica el ingreso a la edad adulta.
El choque anímico puede incluso hacer más difícil el aprendizaje para quien desee seguir estudiando, entre otras porque la virtualidad continuará siendo la norma y no la excepción. Y a propósito del aprendizaje a través de herramientas digitales, la polémica sobre su prolongación indefinida no cesa.
Más allá de los temores sobre si los alumnos en edad escolar son vectores de contagio o forman parte de la población en riesgo, abundan las opiniones de quienes señalan que la inasistencia a un salón de clases amenaza el proceso cognitivo y la propia calidad de lo que se dicta, aun para aquellos que cuentan con acceso a un computador y a una conexión de banda ancha.
Mucho peor es la suerte de los que reciben cartillas para que estudien solos, supuestamente con el acompañamiento de sus padres.
Los reportes de diferentes puntos del país sugieren que en las zonas rurales es poco o nada lo que se logra, mientras que en las urbanas hay una enorme disparidad. Debido a ello, la desigualdad en el nivel de la educación recibida –que ya era un problema antes– es mayor ahora.
En palabras de Adolfo Meisel, rector de la Universidad del Norte, para una gran cantidad de niños “este será un año perdido para el aprendizaje escolar, con el peligro de que aumente la deserción”.
Semejante eventualidad puede traer consecuencias profundas y afectar los ingresos de estos trabajadores del futuro.
Tampoco se pueden ignorar los trastornos en el desarrollo de la personalidad, que se pueden hacer evidentes en la edad adulta. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero experiencias anteriores de crisis profundas en países individuales llevan a pensar que la autoestima o el propio ánimo de emprender un proyecto cambian.
DE BRAZOS CAÍDOS
Las urgencias comienzan a verse desde ahora. El desplome de la gran mayoría de economías en el planeta les ha pasado una onerosa cuenta de cobro a los jóvenes que habían comenzado su vida laboral, algo que también sucede en Colombia.
Según las cifras del Dane, mientras en junio la población ocupada a nivel nacional disminuyó un 19 por ciento, en el caso del grupo hasta los 24 años de edad el descenso fue de 25 por ciento. Y en ese conjunto de personas, la mayor afectación se dio entre las mujeres, con una descolgada del 36 por ciento.
Adicionalmente, la misma entidad señala que para el segmento de población entre 14 y 28 años, la tasa de desempleo promedio durante el segundo trimestre de 2020 ascendió a 29,5 por ciento, un salto de más de 12 puntos porcentuales frente al mismo periodo del año precedente. En Neiva e Ibagué, el índice superó el 50 por ciento, mientras que para las 23 áreas metropolitanas más grandes, el guarismo llegó a 35 por ciento.
Los líos no terminan ahí. En mayo, Laura Gaitán recibió su grado en Mercadeo y
Relaciones Internacionales de la Universidad Sergio Arboleda en Bogotá, tras haber terminado materias el diciembre anterior. “He mandado mi hoja de vida a centenares de sitios, pero no he conseguido nada”, señala.
Una experiencia similar es la de Laura Manuela Mejía, quien viene de concluir su diplomado en Sistemas de Gestión de la Calidad en el Sena de Armenia y cuya prioridad es conseguir dónde hacer la práctica para poderse certificar. “Mis compañeros y yo estamos en las mismas: a la espera de que nos digan que sí en algún lado”, dice.
Lo anterior quiere decir que no solo ha tenido lugar una destrucción masiva de empleos, sino que muchas puertas están cerradas para quienes llegan por primera vez al mercado laboral.
Parte del problema es que el sector de servicios –que tradicionalmente demanda mano de obra joven– anda a media marcha, por cuenta de la crisis de los restaurantes o la parálisis del transporte y el turismo. Para colmo de males, en los casos en que hay vacantes, las remuneraciones tienden a ser menores.
Stefano Farné, quien dirige el Observatorio Laboral de la Universidad Externado de Colombia, opina que hay opciones como la de financiar pasantías por parte del Estado o ampliar la cobertura de programas como Jóvenes en Acción, aprovechando la virtualidad. “Romper el círculo vicioso de la falta de experiencia es clave”, anota.
Por su parte, el ministro del Trabajo, Ángel Custodio Cabrera, señala que tiene el tema entre ceja y ceja. “Aparte de resaltar los alivios tributarios que ya existen por enganchar a un joven, nos estamos moviendo en que las prácticas se asemejen a experiencia laboral o en abrir oportunidades en plataformas digitales”, subraya el funcionario.
FUERA DEL RADAR
Actuar en los frentes de educación y de empleo es fundamental para evitar que se disparen las cifras de lo que se conoce como los ninis. El término hace referencia a los menores de 25 años que ni estudian, ni trabajan ni se capacitan.
Un informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) publicado hace un par de años y que lleva el título de ‘Millennials en América Latina y el Caribe’ señala que en la región había 20 millones de jóvenes que entraban en esa categoría. El dato equivale al 21 por ciento de esa población, mientras que en el caso de Colombia la proporción era del 16 por ciento.
En contra de lo que se podría pensar, formar parte de la categoría de los ninis no quiere decir que el ocio sea la forma de vida escogida. De hecho, en lo que atañe al país, dos terceras partes de los que estaban en ese grupo declararon que estaban buscando empleo, el doble del promedio del área.
Además, la gran mayoría afirma colaborar con las labores domésticas o con el cuidado de familiares, algo en lo que tiene que ver la incidencia del embarazo adolescente.
Salta a la vista que pertenecer al segmento en cuestión no es resultado de la libre escogencia, sino de la falta de oportunidades. El costo de que tantos jóvenes no puedan obtener ingresos y tampoco mejorar sus conocimientos es inmenso, pues no solo ahonda aquello que se conoce como trampas de pobreza, sino que constituye nada menos que un desperdicio inmenso de recursos.
Y ese déficit apunta a ser muchísimo mayor ahora que la pandemia les cambió las condiciones a los que pertenecen a las nuevas generaciones. Por ese motivo es tan importante buscar el retorno a la normalidad –con las precauciones de bioseguridad conocidas– tan pronto como se pueda.
De lo contrario, puede incubarse una frustración que fácilmente llevaría a sentimientos de rabia. Esta puede expresarse en el ámbito individual o familiar, a través de la falta de motivación, la agresividad o el aislamiento.
También hay que pensar en lo colectivo. Dado el clima de agitación social que ya se expresaba en las calles a finales del año pasado, no resulta exagerado afirmar que la turbulencia puede ser mucho mayor a la vuelta de unos pocos meses.
Pero una cosa es la protesta ciudadana cuando su génesis tiene que ver con el inconformismo y otra cuando está relacionada con la desesperación.
Para decirlo con franqueza, hay una gran diferencia entre exigir que las cosas se hagan bien y actuar con propósito de revancha en contra de las instituciones o de aquellos que parecen indemnes a la crisis.
Usualmente los jóvenes latinoamericanos –y eso lo confirma el trabajo del BID– han tenido un talante optimista que se expresa en la confianza de que vendrán tiempos mejores. Si esa actitud es remplazada por la desesperanza, se abre la posibilidad de cambios abruptos que se salgan incluso de los canales democráticos.
En conclusión, hay que buscar soluciones ante las dificultades que atraviesan los menores de 25 años, sin importar si muchos de ellos votan o no.
La razón no es solo la de evitar escenarios indeseables, sino sobre todo de carácter ético: consiste en actuar con responsabilidad para salvaguardar a quienes están en condición de vulnerabilidad por cuenta de un verdadero evento catastrófico.
Una buena mezcla de políticas públicas con el respaldo del sector privado evitará que el desenlace sea el de la generación perdida. Reacciones a tiempo y correctivos oportunos permitirán convertir las debilidades actuales en fortalezas, los temores en certezas y el complejo presente en un porvenir prometedor.
Atender el llamado silencioso de aquellos que tienen toda la vida por delante no es una opción, sino una obligación con nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. A fin de cuentas, el futuro es de ellos. Lo ideal es que no lo encuentren hipotecado.