sábado, 13 de septiembre de 2025

Tres errores invisibles que están saboteando tu trabajo (y tu vida) sin que lo notes



Desde hace un tiempo me he dado cuenta de algo que no solo pasa en las familias con sus perros, sino en todo tipo de procesos humanos: a veces creemos que estamos haciendo las cosas bien, cuando en realidad hay errores pequeños —casi invisibles— que van saboteando lo que más queremos construir. El ejemplo del perro es brutal porque lo muestra con claridad: el educador hace su parte, el perro responde, pero la familia sin darse cuenta lo desarma todo. Eso mismo nos pasa en el trabajo, en la universidad, en los proyectos creativos, en nuestras relaciones. Y la verdad, como joven de 21 años que intenta sostener sus propios procesos, puedo decir que no hay nada más frustrante que darte cuenta de que los fallos no están en las grandes decisiones, sino en lo cotidiano, en lo que hacemos casi sin pensar.

Cuando leo historias como la del adiestrador y la familia, me recuerdo de las veces que he trabajado en equipo en la universidad o en proyectos digitales y terminamos chocando por falta de coherencia. Me pasa que yo soy ordenado con mis horarios y mis entregas, pero otros llegan tarde, cambian las reglas, o no cumplen con su parte. Al principio creía que “el problema” eran ellos, luego entendí que todos —incluido yo— aportamos a ese desorden cuando no nos alineamos. Me hace pensar en algo que escribí en mi blog EL BLOG JUAN MANUEL MORENO OCAMPO: la cultura de la coherencia no se predica, se practica.

Si lo trasladamos al mundo laboral, los “tres errores” del ejemplo del perro son muy reales. El primero —creer que el problema es solo del otro— lo vemos cuando pensamos que es nuestro jefe el que no entiende, que es nuestro cliente el que pide mal las cosas, o que es nuestro compañero el que “no sirve para esto”. Pero rara vez miramos nuestro propio papel. Yo mismo me he pillado en esa: en mi mente yo era “el que sí hacía las cosas”, hasta que entendí que también estaba alimentando dinámicas tóxicas con mis silencios, con mis omisiones o con mis quejas. Ese cambio de perspectiva me dolió, pero me hizo crecer.

El segundo error —la falta de coherencia— es casi un virus. Un día el jefe dice “trabajen en remoto, confío en ustedes” y al otro día regaña porque no todos están conectados en la cámara. Un día la empresa dice que apoya la innovación, y al otro corta el presupuesto para experimentar. Esa inconsistencia es letal. A nivel personal también la vivo: un día decido que voy a madrugar a hacer ejercicio y al siguiente me quedo viendo videos en Instagram hasta las 2 a.m. Así no hay proyecto que aguante. Es como tratar de entrenar a un perro con diez voces diferentes.

El tercer error —esperar resultados inmediatos— es probablemente el más común en mi generación. Queremos apps que funcionen ya, negocios que crezcan ya, seguidores que lleguen ya. Y la vida no es así. Hay procesos que requieren maduración, silencio, disciplina, y aceptar que las transformaciones verdaderas se ven en meses o años, no en días. He aprendido esto escribiendo para MENSAJES SABATINOS, donde muchas reflexiones nacen de experiencias que tardaron años en decantar.

Lo interesante de la historia del perro es que el adiestrador no se rinde: sabe que el reto no está en el animal sino en los humanos. Así me pasa con mis propios proyectos: no basta con tener la idea brillante o la disciplina personal, hay que invitar a otros a entrar en coherencia. Y esto no se logra con sermones ni con regaños, sino con empatía, constancia y ejemplo. Pienso en lo que se comparte en AMIGO DE ESE SER SUPREMO: la espiritualidad auténtica es la que transforma conductas cotidianas, no la que se queda en discursos.

Yo mismo he tenido que hacer mi “masterclass personal” sobre esto. Me pasó hace poco trabajando en una consultoría pequeña: mi rol era coordinar a tres compañeros para un proyecto digital. Me di cuenta de que yo tenía claridad sobre los plazos y las tareas, pero ellos no. Y no porque fueran irresponsables, sino porque yo no había comunicado bien, ni había escuchado sus dudas. Fue incómodo admitirlo, pero cuando cambié la forma de hablar y nos sentamos juntos a alinear expectativas, todo empezó a fluir. Me recordó que cambiar la conducta de las personas no se logra desde la autoridad, sino desde la comprensión y la coherencia.

También creo que hay algo generacional: nuestros padres y abuelos crecieron con modelos más verticales, donde las órdenes se obedecían sin mucho cuestionamiento. Nosotros hemos aprendido a cuestionar, a dialogar, pero a veces nos falta paciencia para sostener procesos. Lo veo en mi círculo de amigos: queremos relaciones profundas pero no toleramos conversaciones incómodas; queremos trabajos significativos pero no aceptamos periodos de prueba o de aprendizaje lento; queremos salud mental pero no nos damos el tiempo para terapia, silencio, deporte. Es duro reconocerlo, pero es un espejo.

Lo bueno es que estos errores no son sentencias, son oportunidades. Si aprendemos a identificarlos, podemos transformarlos. Dejar de creer que el problema es solo del otro nos abre a la autocrítica; practicar coherencia nos hace fiables y predecibles, algo muy valioso en cualquier equipo; y aprender a esperar resultados nos da resiliencia y profundidad, dos cosas que en este mundo acelerado son casi superpoderes.

En el fondo, este texto no es sobre perros ni sobre empresas: es sobre nosotros mismos. Sobre cómo llevamos nuestras vidas, nuestras amistades, nuestros sueños. Sobre cómo nos relacionamos con la tecnología, la espiritualidad, el aprendizaje. Y sobre cómo podemos decidir, desde hoy, dejar de sabotear nuestros propios procesos. Tal vez por eso escribo tanto en mis blogs: porque cada palabra me obliga a mirarme y a recordar que todo empieza por casa, por mí.

Si esto lo conecto con mi experiencia en ORGANIZACIÓN EMPRESARIAL TODO EN UNO, veo que allí también aprendí que ningún cambio empresarial funciona si las personas no cambian. Puedes tener la mejor estrategia digital, la facturación electrónica más eficiente o el plan de compliance más completo, pero si la cultura interna no acompaña, el resultado se diluye. Exactamente igual que con el perro y su familia.

A veces me pregunto cómo se logra ese cambio humano a gran escala. No tengo la respuesta definitiva, pero creo que pasa por pequeñas prácticas: escuchar más, ser claros en lo que pedimos, sostener las decisiones en el tiempo, reconocer cuando fallamos, y ser pacientes con los demás y con nosotros mismos. No es glamuroso ni rápido, pero sí profundo y verdadero.

Hoy, mientras escribo estas líneas, pienso en que mi generación tiene la oportunidad de romper ciclos. Podemos ser más conscientes de nuestras incoherencias, más pacientes con nuestros procesos, más humildes para reconocer errores y más valientes para cambiar. Si logramos eso, no solo haremos mejor nuestro trabajo, también viviremos con más verdad y más alegría.

Tal vez todo se resume en una imagen: un perro entrenado que vuelve a su casa y encuentra una familia distinta, coherente, paciente y consciente. Ese perro crecerá seguro, tranquilo y confiado. Y así también nosotros: si volvemos a entornos coherentes y pacientes, crecemos seguros, tranquilos y confiados.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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