miércoles, 10 de septiembre de 2025

Y si el problema no era la gata… sino yo?



A veces la vida nos lanza señales que parecen pequeñas, insignificantes, pero que en realidad son un espejo en el que se reflejan nuestras propias heridas. La historia de Raquel y aquella gata sin nombre me atravesó de una forma inesperada. Ella, una veterinaria que había aprendido a sobrevivir a fuerza de anestesiar su corazón, se encontró con un animal que no quería comer, que no maullaba, que apenas respiraba como si cada segundo le costara la vida. No era solo una gata enferma: era un alma en duelo.

Y en medio de ese silencio, Raquel se reconoció. Porque también nosotros, los humanos, llevamos duelos invisibles. Duelos que no siempre tienen que ver con la muerte física, sino con esas pérdidas que no sabemos nombrar: la confianza que alguien nos arrebató, el sueño que dejamos morir en un rincón, la inocencia que nunca vuelve.

Yo pienso que a los 21 uno no debería sentirse “gastado”, pero hay días en que la rutina, la presión, la comparación con los demás y las expectativas que parecen nunca cumplirse nos roban la vitalidad. Como si de repente viviéramos como esa gata: presentes de cuerpo, pero ausentes por dentro. ¿No te ha pasado que sonríes, hablas, trabajas, pero en el fondo una parte tuya sigue mirando hacia un rincón vacío que nadie más ve?

Lo curioso es que nos educan para “saber”, para “resolver”, para “diagnosticar” como Raquel en su clínica. Pero pocas veces nos enseñan a sentir. Y sin embargo, es eso lo que más necesitamos. En mi familia he escuchado muchas veces que la vida no se trata solo de ser eficiente, sino de ser capaz de sostener con ternura incluso lo que no entendemos. Y es justo ahí donde el dolor ajeno se conecta con el propio.

Me acuerdo de una conversación que tuve con mi papá —él, que lleva décadas construyendo con disciplina y también con cicatrices— me decía: “El problema no siempre es lo que te pasa, sino lo que dejas de sentir por miedo a romperte.” Y lo comprendí mejor leyendo su propio blog Bienvenido a mi blog, donde escribe sobre la vida como un aprendizaje constante. Porque a veces, lo más humano que podemos hacer es permitir que algo o alguien nos despierte la sensibilidad que habíamos guardado bajo llave.

Esa gata, sin buscarlo, le devolvió a Raquel la capacidad de cuidar de otra forma. No solo con antibióticos y técnicas, sino con presencia, con una mirada que no convierte a alguien en un “expediente” sino en un ser único. Me parece brutal pensar que fue un animal en shock el que le recordó que la medicina más poderosa sigue siendo el corazón. Y creo que lo mismo pasa con nosotros: la vida nos pone frente a “gatos invisibles” que en realidad son reflejos de nuestro propio duelo no resuelto.

En mis días más pesados, he sentido esa tentación de desconectarme. De pasar por alto lo que duele. De decirme: “mañana será otro día” mientras entierro preguntas que merecen ser miradas. Pero cuando leo espacios como Mensajes sabatinos, donde se habla de fe, tiempo y gratitud, recuerdo que ignorar el dolor no lo hace desaparecer, solo lo posterga. Y en cambio, cuando lo reconocemos, puede transformarse en ternura, en fuerza, incluso en propósito.

La reflexión aquí no es solo sobre veterinaria, ni sobre animales, ni siquiera sobre Raquel. Es sobre ti y sobre mí. ¿Qué heridas has preferido no mirar? ¿Qué parte de ti vive anestesiada porque piensas que sentir demasiado te va a destruir? Quizá lo que más nos asusta no es el dolor en sí, sino la posibilidad de descubrir que no estamos tan enteros como aparentamos.

Yo no sé si la gata de Raquel sanó del todo. Quizá nunca lo hizo. Pero sí sé que Raquel sanó un pedazo de sí misma al reconocer que cuidar no es solo aplicar un tratamiento, sino también atreverse a sentir lo que duele. Y me pregunto: ¿qué pasaría si nosotros también nos atreviéramos a hacer lo mismo con nuestras propias historias?

Quizá la próxima vez que veas a alguien callado, ausente, o incluso a ti mismo en el espejo con la mirada perdida, recuerdes esto: hay duelos que no se ven, pero que necesitan compañía. No soluciones rápidas, no frases hechas. Solo alguien que se quede cerca, aunque sea en silencio.

Y ahí está la paradoja más hermosa: cuando acompañamos de verdad a otro ser vivo, sin quererlo, nos estamos acompañando también a nosotros mismos. Porque en el fondo, todos somos esa gata alguna vez. Y todos necesitamos ser Raquel también.

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— Juan Manuel Moreno Ocampo
“A veces no hay que entender la vida… solo vivirla con más verdad.”

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