La digitalización del mundo ya era imparable antes de la pandemia, pero nadie esperaba la descomunal aceleración que el bichito causó. En especial los niños, que venían hiperdigitalizados, ahora lo están en una proporción preocupante. O sea, una cosa es tener una relación intensa con las pantallas y los botones de un aparato y otra, pasar meses sin ver más congéneres que la familia inmediata o dos o tres gatos. Las pantallas y los sentimientos no tienen la mejor de las relaciones. Es difícil increpar a un cristal, así a muchos kilómetros de distancia lo esté viendo otra persona. Nada sustituye al contacto de piel contra piel.
Durante el primer semestre de 2020 los colegios del mundo entero estuvieron cerrados por miedo al COVID-19. Pese a que casi todo lo que tiene que ver con este virus ha sido puesto en duda y las doctrinas cambian con pasmosa facilidad, se tiene por cierto que los niños son vectores de contagio poco activos, aunque dado su grandísimo número —hay cerca de 1.600 millones de escolares en 190 países—, el efecto agregado bien puede ser muy potente. ¿Por qué? Porque pueden causar daño a sus padres, sus abuelos, sus maestros y a la gente mayor que los rodea, quienes tienen mucho más riesgo de sufrir casos graves de la enfermedad.
El contacto de unos niños con otros es vital para potenciar la calidad de la educación de cualquiera de ellos, esté o no en un colegio de calidad. Incluso, sospecho yo, los buenos colegios fueron los que mejor y más rápido hicieron la transición a los esquemas digitales, mientras que los mediocres o los malos, tan lamentablemente abundantes en la educación pública de Colombia y América Latina, sufrieron mayor deterioro en la calidad de la educación que imparten a sus alumnos.
La severidad del impacto negativo de la educación solo virtual se discutirá durante mucho tiempo. Este fenómeno tiene incluso su lado positivo, pues obligó a niños y adolescentes —más a unos que a otros— a volverse duchos en tecnologías que serán esenciales para su vida futura, aunque vaya stress el que todo esto les ha causado a padres, madres y familiares. Ellos, al menos durante la cuarentena, se veían obligados a estar en casa y podían supervisar lo que hacían los menores, pero con la llegada de la reapertura gradual mucha gente debió salir de casa: ¿y de los niños qué? Me cuentan que se han visto muchos jóvenes ociosos en la calle, lo que ha disparado los vicios, los hurtos y la violencia callejera, a veces en material grave.
No se necesita compartir la perspectiva apocalíptica de algunos para entender que ya estuvo bien de educación exclusivamente virtual y que es preciso abrir, de forma escalonada, colegios y universidades. Además, se puede seguir combinando lo virtual con lo presencial, entre otras cosas, porque sin la existencia de una vacuna, las clases tendrán que ser más pequeñas y celebrarse en espacios más aireados.
El Estado, en Colombia y otros países parecidos, ha invertido menos de lo indispensable para mejorar las condiciones de los colegios públicos, al tiempo que gasta plata en cosas que no le parecen bien a todo el mundo. Sin embargo, Fecode, el sindicato de maestros, va quedando en minoría con su renuencia a reanudar las clases presenciales hasta que el ambiente no sea perfecto. Algunas de sus exigencias son razonables, otras son imposibles.
En fin, la educación básica y presencial es un derecho humano y hasta una obligación del Estado. Pues bien, a cumplirla.